por ADRIÁN FERRERO
Belén de Larrañaga, autora infantil
argentina, ha realizado una hazaña. Ha logrado narrar, en verso, probablemente
al estilo en que lo hacía el antiguo romancero pero con una sutil diferencia,
acudiendo al nonsense, una historia
de un príncipe malcriado que se enamora de una princesa con barba. Y tan
malcriado resulta ser este príncipe por su madre, que al corroborar que se
trata de un fulminante flechazo, ella decide imponer la moda de las barbas en
el reino todo, para que no salten a ojos vista las diferencias semiológicas. De
este modo invisibilizado un rasgo inaudito, convengamos, infrecuente en una
princesa, el romance podrá oficializarse sin suspicacias ni pérfidas
habladurías. Serialmente, el reino entero gozará de una fisonomía que no
desentone con la de esta princesa que se espera que a su vez dé a luz herederos
tan barbados como ella, pero en un reino en el que de modo uniforme no llamarán
la atención. En efecto, la historia de amor se concreta, el amor se consuma,
terminan comiendo “maní y miles de hormas/ de queso apestoso y con
gusanitos”. Un menú acorde a las mejores
ocurrencias de Lewis Carroll.
Belén de Larrañaga es una autora de literatura infantil y juvenil
radicada en la ciudad de La Plata, Lic. en Comunicación Audiovisual por la Universidad
Nacional de La Plata con especialidad en Guión. Ha publicado otros títulos en
Editorial la Brujita de Papel, como Moloso
(ser un villano no es fácil) y Lasa aventurasa de Botazul y otros cuentos de piratas.
Pero regresemos al libro. Entre un hijo que parece más un chico que un
joven, una princesa que se parece bastante más a un rey barbudo que a su
eventual hija heredera y una reina todopoderosa que con tal de cumplir los
deseos de un hijo por el que desfallece tuerce la realidad con el objeto de que
se ajuste a sus caprichos se arma la arquitectura argumental de Esta vez había una vez. Hay, también, de
esto conviene tomar nota, un rey ausente. ¿En qué recóndito lugar una barba
masculina habrá sido sustraída?
Así, bajo la forma de un mandato que aspira a imponer la ideología de
una moda tirana, Belén de Larrañaga pone patas arriba los cuentos
tradicionales, invierte fórmulas y corroe las versiones oficiales desde el
desacato. Y es que, bien mirada, tal vez esta sea una parábola sobre la
aceptación.Pero también sobre la rebelión. Y sobre todo de la rebelión de quien
escribe y lo hace forzando los límites de un género, por llamarlo de alguna
manera, al que lo conmina a jugar según sus propias reglas. Y no se deja
amedrentar por la obediencia. Belén de Larrañaga opera sobre la tradición
mediante complejas operaciones de un trabajo de reescritura no solo por lo que
supone de espesor discursivo sino por lo que supone de urdimbre con la
ideología de la composición y también de sus temas. Arrebatada por el furor de
tener que obedecer a una serie de reglas que considera ilegítimas por
codificadas, por estereotipadas y hasta concebidas desde la matriz de la
exclusión las hace estallar semántica y formalmente sin reparos pero no desde
una economía de la violencia sino más bien a partir de un profundo
cuestionamiento desde la propuesta que realiza transacciones con el humor.
Las identidades de género están trastocadas, son inestables, eso es
evidente, desde una semiología, como dije, que desarticula las represetaciones
que suelen emitir la cultura oficial de los relatos de esta vertiente
literaria. Los roles entre madres e hijos están atravesados por una ternura
llevada al exceso que sin embargo encubre la parálisis y el colapso de un
príncipe que lo conduce a la inutilidad. Un príncipe que no tiene capacidad de
iniciativa así como tampoco diera la impresión de ser demasiado despabilado.
Sino que acude a una figura tutora para que cumpla sus deseos o, en todo caso,
los resuelva. A diferencia de los cuentos tradicionales, en que los deseos se
les solicitaban a las hadas, no a las madres, en este caso se trata de personas
de carne y hueso por añadidura femeninas, otra ruptura con el género. Por
último: una madre que sucumbe de los deseos más ridículos de un hijo (si bien
el amor no es en ningún caso un afán ridículo) enla decisión por satisfacerlo
en tanto lo consiente.
Belén de Larrañaga transcribe en este libro como paratexto bajo la forma
de un epígrafe un breve fragmento del autor inglés Roald Dahl: “No importa lo
que usted sea o parezca, mientras alguien lo ame”, del libro Las brujas (1983). Esta frase,
naturalmente, dialoga de modo inevitable con el contenido de la trama. Ser
amado es la justificación y el fundamento último de todo ser humano. La
condición que, de modo inclusivo, le permite devenir un ser social y un ser
dichoso. De otro modo, el sujeto queda sumido en el aislamiento, la
imposibilidad de comunicarse, el colapso, se consume, se disipa en tanto que
persona y personalidad. Pienso que esa es la clave de lectura de Esta vez había una vez. Ser lo que se es
porque otro nos inviste de la condición de seres deseados. Sin deseo, sin deseo
erótico para el caso, no hay amor y sin
amor no hay completitud posible.
La princesa por su apariencia ignoro si es alguien extravagante. No
sería tan superficial en afirmar semejante cosa, y menos en un cuento escrito
en verso. Pero su aspecto sí lo es según el orden de lo consuetudinario. Y
desde la ya mencionada semiología sería posible inferir que la relación que
establezca con el mundo será igualmente desemejante que la que mantenga con el
resto de sus pares. Una barba es un atributo masculino. En la fisonomía de una
princesa, todo conduce a pensar que ese ser fuera de serie no solo parece alguien
distinto sino actúa otro rol. Sin embargo, la autora conjetura que las cosas
pueden no ser tan simplistas. Y siembra de incertidumbres esa aparente
credulidad espontánea. En efecto, si el final, prácticamente a ritmo a
despedida triunfal, es la consumación del romance (en su doble acepción de
forma poemática y relación entre ambos), las cosas no eran tan disfuncionales
al sistema de roles como parecían. Porque la llave para ingresar en este libro
no es lo que se supone debe ser sino lo que podría ser y no es. Y podría ser
exitoso y hasta provocar regocijo si nos quitamos de encima todo cliché. La
barba que la ilustradora de este libro ha concebido es prácticamente rubia y es
confundida con una red como primer indicio por el príncipe. En efecto, la ilustradora
de este libro, Florencia Cassano, en unos pocos pero refinados trazos la figura
que definirá el rasgo que podría resultar escandaloso a los ojos de esa
sociedad de iguaoles. En tal sentido, se esmera porque lo en principio distinto
sea singular.
Acudiendo al absurdo bajo la forma del verso rimado. A la lógica,
precisamente, del nonsense, al
desparpajo, al humor, al disparate, lo anticonvencional, una economía de lo
incierto que deja en vilo al sentido común, Belén de Larrañaga pone patas arriba
a los cuentos tradicionales en un tour de
force magnífico. Insurbodina los signos. Demuestra con pluma maestra que es
capaz de despedazar centurias de tramas previsibles y establecer temas de
actualidad de una vigencia sin precedentes a partir de una relectura del canon
en clave transgresora. No obstante, no acude al lugar común de la categoría de
género como choque contra la interpretación inmediatamente antecedente sino
como algo mucho más hondo y profundo: a una revisión en el sentido que desde el canon el humor puede ser provocador pero
también no agresivo ni ir al encuentro de la confrontación. Reubica la relación
apariencia/realidad. Y, sin utopismos gastados pero sí con una inveterada fe en
la utopía, concede que lo que parecía imposible así como se plasma en cuento
puede irrumpir con brutalidad en el orden de lo real sin demasiadas
transiciones ni tampoco demasiadas transacciones. El universo cifrado en estos
términos, admite aquello que la crítica Rosemary Jackson ha denominado
“imposibles semánticos” (Fantasy.
Literatura y subversión, 1981), dentro de los cuales esta trama tan por
fuera de los lugares transitados queda inscripta en una tradición ya nutrida de
revisión y corrosión del canon y las instituciones que con poder absolutista lo
han revestido de esa jerarquía. En efecto, si desde el pasado asistimos al
retorno de una serie de convenciones provenientes de un corpus irremediable e
indefectible, no menos cierto es que existen en la actualidad tramas y temas de
una urgencia para la escritura creativa que no puede esperar. En esa situación
se implica Belén de Larrañaga. Con pericia, desde el orden del control
magnífico de los recursos literarios y sin falsos pudores ni menos aún actuando
según lo que supone serán los significados previsibles. Por fuera de toda moda.
De todo mandato. De toda brutal expulsión, intercepta las normas y con
irreverencia y delicado vigor interviene sobre un consenso de generaciones para
organizar la economía de la representación a partir de nuevas pautas: las que
ella misma dicta. Y lo hace desde una radical originalidad.
Iconoclasta en sus giros. Agitadora en sus gestos pero sin rastro de
hacer una escena en el teatro de la escritura fuera de lugar o sin modales,
Belén de Larrañaga arremete contra el control discursivo un sistema atributivo
según el cual los géneros literarios han de responder a una estipulación y a
una regulación. Sin aceptarlo, lo impugna con su pluma.
La escritura es poderosa, parece afirmar con contundencia Belén de
Larrañaga. Tan poderosa como peligrosa. Porque consiste en repensarnos como
sujetos, como identidades estables, fijas, inmóviles y como sociedad
normalizada. Una paisaje del que sin embargo para dar cuenta de él conviene
tener en cuenta múltiples y diversas variables, combinaciones y puestas en
cuestión.
Belén de Larrañaga está en condiciones de resistir las tramas de la
compulsión social. Ser amado por alguien es, en definitiva, el más preciado
regalo para un humano. Y tal como lo refuerza desde la citada clave de lectura
de esta historia, la justificación de toda vida. Pese a cualquier condición
cristalizada.
Muerto de amor por una princesa con barba, un príncipe malcriado con una
madre que lo consiente, entonces, rompen todos, absolutamente todos los moldes.
Siglos de un orden establecido (¿o statu quo, si así se prefiere?) que buscaban
perpetuarse en tic. Volviendo a refundar el pacto social de un universo
semántico que requiere, en este momento más que nunca, de la comprensión, la
aceptación del distinto y de la solidaridad cómplice, Belén de Larrañaga
interpela sin eufemismos al lector. Lo verdaderamente importante, como lo
afirma y confirma Belén de Larrañaga, es que ambos príncipes, al cerrar las
páginas del libro, son felices. Y en esa definitiva realización. En esta
definitiva plenitud de los significados de la condición humana que por fin
encuentran su Eros, la presente historia, tan sanadora como paródica, de tal
infinita riqueza como infinita sutileza e inteligencia, llama nuestra atención
acerca de penosos y prescindibles prejuicios. Conquista, por sí misma, otra
feliz boda: la del arte maestro de escribir con el arte maestro de concebir el
universo según normas alternativas con la más ilimitada libertad. De pensar, de
sentir. Pero, por sobre todo, -y he aquí el punto- de actuar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario