Translate

viernes, 31 de diciembre de 2021

"El tallo invencible de una flor"

 



por Adrián Ferrero

a mi hermano Diego, con quien tan luego las palabras son innecesarias

 

 

     El tapón de la botella hizo ¡plop! y una cascada de brillo como una brizna marina afloró. La casa después volvió al silencio que había precedido a esa ceremonia. Acercó el pico de la botella a la copa y derramó su contenido. El burbujeo le recordó cuando hervía ciertas comidas. Esta vez fue hasta el borde adonde llegó el chispazo como marmita helada de una bebida que él, no obstante, repudiaba porque, como es sabido, suele ser bebida de la alta burguesía, esa vida de gente con pretensiones de nobleza, lo más distante de la autencidad que él consideraba por principio un hombre debía ser. Se trata de esas personas que suele a escalar posiciones empresariales o bien profesionales en general que les permiten comenzar a codearse con ciertos círculos, esos sí, de apellidos tradicionales, que por lo general están escasos de recursos. En ocasiones sin escrúpulos, están atentos a “los contactos”. Pero en este caso puntual, Diego había recibido un regalo de un amigo del alma, más bien pobretón, que le había traído bajo el rayo del sol no una botella sino una  caja. Y, él sí, un hombre de principios. Un laburante que le debía varios favores. Un amigo que había muerto hacía unos meses por la pandemia. Pensó, luego de desinfectar la caja, que una buena forma de honrarlo sería tomar una copa de ese champagne bien habido. Su mujer también había muerto por el COVID-19 hacía seis años, pero sin embargo su pérdida lo hizo sentir que debía mantenerse fuerte por sus nietos y sus hijos. No tomar esa copa hubiera sido casi como un pequeño acto de desprecio. Así fue como un sentimiento de bienestar al evocarlo neutralizó todo rechazo y la bebida corrió por su garganta mientras brindaba tácitamente evocándolo, recordando algunas cenas o asados de fin de semana con los amigos. Fue así como ahuyentó todo fantasma.

     De modo que había logrado mantenerse lo suficientemente entero, alejado de la consternación pensando en las nuevas generaciones. Hubo llamados, claro, y habría otros más tarde pasada la medianoche. Él tomaría la iniciativa. Sabía que los nietos suelen estar en otras cosas más edificantes y los adultos se olvidan del mundo cuando están cortando el pan dulce o entrechocando copas. Los suelen dejar en un misterioso cono de sombra, particularmente si ellos son personas discretas que para no molestar no frecuentan a sus hijos. Saben que interrumpen sus vidas, los ocupan, los preocupan, son una carga para ellos, ven sus achaques y tal vez esa sea la razón por la cual los  mantengan lejos de su mirada. Los recuerdan fuertes, nadando en la pileta o jugando al fútbol.

     Por estos meses Diego se había consagrado fundamentalmente a su trabajo pero en su casa. Estaba jubilado de la Universidad. Era escultor y había estudiado primero en la Universidad Nacional de La Plata. Luego en Londres, en la Universidad de Oxford. Una beca de prestigio que había ganado por concurso contra dos aspirantes que habían quedado de la UBA. Esto era un indicador de que su Universidad también era de excelencia y él un hombre de talento (si bien no pensó esto con soberbia, sino más bien como con el orgullo que sentía su familia). Evocó las largas caminatas por el campus y las bibliotecas eternas. También un viaje a Dublín, en donde había visitado la Biblioteca del Trinity College. Fascinado, se pasó el día contemplando ese monumento en el que había ediciones príncipe del Ulises o incluso de manuscritos de Oscar Wilde.

     Diego había nacido en La Plata, en una familia de clase media ilustrada, por supuesto ávida de que él y sus hermanos (dos y dos) se cultivaran. Motivo por el cual había asistido a academias de idiomas, clases de piano y de armonía, clases de canto, coros. Además de, como es natural, a un taller de artes plásticas. Había ido a lo de Irene Humble, una docente especializada integralmente en varias artes plásticas en la misma Universidad Nacional de La Plata, con la que había estudiado distintas técnicas. Era una mujer de temperamento, pero directa, nada agresiva, discreta, posgraduada en NY en Columbia University.

      En ese taller había aprendido primero a dibujar con carbonilla. Largos caballos salvajes debajo de nubes tormentosas junto al mar de Mármara (él titulaba de ese modo su obrqa singular). Tropillas que cruzaban la costa de un océano encrespado. Ese era su paisaje favorito. Irene ni siquiera debía darle una consigna. Simplemente se acercaba y le susurraba al oído: “Carbonilla”. Y él apasionadamente ponía manos a la obra. De ahí había pasado a las acuarelas. Dibujos simples, es cierto. Para él insulsos paisajes que no se le habían resistido pero que sí le habían resultado lemtamente estimulantes. Eso lo había llevado a realizar un cierto recorrido por museos de Buenos Aires, a mirar en detalles libros de arte con reproducciones de algunos franceses del siglo XIX, elegir a Vermeer, detenerse en René Magritte, también en Leonora Carrington y Remedios Varo. Hasta ya no detenerse en el destino de la Facultad de Bellas Artes. Su camino allí fue largo. Y también fue sinuoso. Después de haber tentado con grabado había comprendido que no estaba dotado para esa técnica (¿o ese arte?) ni tampoco le gustaba. Probó suerte con la pintura al óleo. Tampoco. Hasta que había cierta vez asistido a una clase de escultura. Y se había, como quien dice, enamorado definitivamente de ella. Un arte difícil, eso es cierto. Pero todo en su vida le había costado mucho. No le gustaba hacer cosas que le resultaran fáciles. Él era hombre de retos. Esto vale por decir que era exigente para definir objetivos y cómo lograrlos. Le gustaba probarse. “Siempre dar un paso más allá”, se decía. Ese vértigo lo conducía a una sucesiva experimentación creativa. Y una vez descubierto, ese camino tal personalidad lo condujo luego de su graduación derecho a la beca a Londres con la que accedió a una preparación de excelencia. Además de a viajes y a conocer un idioma que le abriría las puertas a muchos universos, uno de ellos fue la literatura riquísima. Se acercaría a los grandes escritores norteamericanos y a las narradoras sureñas de ese país. En poesía elegía dos opuestos: Emily Dickinson y Walt Whitman, si bien esas largas tiradas de Whitman por momentos le resultaban tediosas.  

     Un sudamericano en Oxford debía ser primero admitido no digamos como un par pero sí como alguien respetable. Pero los ingleses sí lo respetaron. Era trabajador, tenía talento, era sobrio, no era vulgar y era discreto. Virtudes suficientes para ser como mínimo admitido en una sala de trabajo sin desprecio y en una reunión social tampoco discriminado. Probablemente, eso sí, pasar la Fiestas entre latinoamericanos con algún español.

     Lo cierto es que esa noche de Año Nuevo en que la botella había hecho ¡plop! y la vida un poco se le había derramado junto con ese champagne desangelado pero precioso sobre la copa, sintió casi que se desangraba. Le pareció una manera triste, exangüe de terminar su año. Un 2021 en el que había aprendido una nueva técnica pese a estar jubilado. Conocido grandes colegas que, pese a estar retirado, iban a su casa a que les mostrara sus piezas (había renunciado a la idea de dar clases particulares). Le habían ofrecido asesorar vía Zoom a dos grandes museos internacionales, uno con sede en París y el otro en Brujas. De modo que sí, hubiera sido una noche triste terminar ese 2021 con una copa aunque fuera como una brizna de espuma de mar. La casa estaba silenciosa. Apenas, si uno prestaba una atención obsesiva se alcanzaría a percibir el imperceptible aroma de las burbujas en la copa. O el gorgorito de la ducha que jamás lograba que le arreglaran bien los plomeros. Era su maldición.   

     De modo que después de comer una rodaja de pionono de huevo, jamón, queso y aceitunas y medio tomate relleno se levantó inquieto de su silla. Algo extraño se había apoderado de él. Resulta complejo para alguien no consagrado a la creación explicar estos estados de un cierto desasosiego. En que se impone la necesidad de un acto en particulaor. Pero pienso al mismo tiempo que todo el mundo alguna vez se ha enamorado. Otros han tenido hijos o hijas. Son emociones fuertes. Parecidas a temblores internos en que la emoción y la energía surcan el cuerpo. Un estado no diría similar, pero diría que de inquietud que se apodera de uno y debe ser ejecutado antes de que una idea o una intuición se evaparen. Una fuerza interior potente, que busca encontrar su cauce, entre lo que burbujea dentro frente a lo que se supone sobrevendrá. Algo inminente. Algo que es importante y que nada podrá detener. Resulta inexorable si uno es un artista de verdad. Ni siquiera una borrasca. Ni siquiera un temblor de tierra. Ni siquiera un tornado podría distraerlo de esa idea que se apodera de un artista cuando ha concebio la gran dimensión que precede al acto de crear. Ni siquiera un mar embravecido porque ella misma lo es.

     Se abrió su garganta, cuyos anillos esa tarde se habían apretado por unos instantes con motivo de haber sentido una angustia extraña, mezcla de abatimiento con frustración, y sabido es que la angustia se aloja, precisamente, en ese preciso espacio del cuerpo. Y puede llegar a apretar como una serpiente. Real o imaginaria.

      De modo que después de haber tomado de un trago la copa (sin demasiado placer, es cierto, pero como para entonarse), de haber comido lo necesario (lo necesario para tener energías) y de haberse lavado las manos (para trabajar con la higiene de modo solícito, según un ritual adquirido en Oxford, en sus primeras obras), fue a su estudio. Cosa curiosa. Esta vez, en lugar de acudir a sus elementos más habituales, abrió una bolsa de arcilla fresca. La había comprado hacía tres días. “Modelar algo para aflojar la mano”, se había dicho al comprarla. La había comprado a la pasada. Mientras se había fugado de la pandemia para hacerse de un par de instrumentos. Fue entonces cuando comprendió que esa noche no tallaría nada. Fue entonces cuando comprendió que esa noche pasaría algo. Algo ligeramente distinto. Modelaría. ¿Y qué modelaría? Lo ignoraba por completo. Sólo se trataba de poner manos a la obra. Y comenzar a descubrir, muy sutilmente, muy lentamente, que proponía esa sustancia en diálogo con la tal inquietud difusa.

    En el arte pasa un poco eso. Salvo que tenga uno muy en claro hacia dónde se dirige (lo que en ocasiones sucede), en otras hay que sentarse e ir viendo el destino al que se quiere o debe alcanzar en verdad según lo dicten los desplazamientos, las fuerzas que cruzaban por sus interiores. O cuál es el más acertado según nos lo indica una cierta capacidad que a la vez ignoramos. Ojo. También el oficio. La experiencia en el  ejercicio de hacer realizado muchas obras lo había preparado para ejecutar con sabiduría las nuevas. En este caso la cuestión era: qué pretendía hacerle decir a la arcilla. Porque la arcilla era como un abecedario. Y sus manos una lapicera, y la forma de la arcilla el cuento escrito o por escribir. “Ficción”, se dijo. “Ficción”, se repitió.

     Se calzó su ropa de trabajo. Puso junto a él una jarra de agua fresca con cubos de hielo y un vaso de vidrio  transparente porque no sabía cuánto le demandaría esa obra (ni tampoco si podría terminarla) y comenzó. Hacía calor ese diciembre que había sido intolerablemente tórrido.

     Primero pensó. Luego palpó el bloque como quien acaricia las nalgas de una mujer. Y luego se lanzó a ir buscando formas sobre esa materia tan rica y al mismo tiempo tan elemental. Tan maleable y con volumen a la vez. De ella habían nacido las primeras piezas de alfarería de la Historia de la civilización. Las tablillas con los primeros signos documentados. Muchos eran números para contabilizar animales u objetos. Posesiones. Pero también algunas tinajas de vino. Y aún hoy, en ciertas zonas de América en particular, personas había que las moldeaban o bien como utensilios o bien para venderlas como artesanías a los turistas. “Color local”, se dijo. “Color local”, se repitió horrorizado. Y también, naturalmente, él lo sabía, existía esa especialidad en su Facultad. Especialidad que él había rechazado tajantemente. Si bien, había conocido a artistas magníficos en esa especialidad. Pintores que habían sido artistas de cerámica. Por supuesto escultores. Pero él era escultor. Se había entrenado en ese arte sublime que a sus ojos era el mejor de todos. Y el  más difícil. Tal vez porque era en el que más había buceado.

     El trabajo, como dije, había dado comienzo. Primero se insinuó una facción. Fue curioso. Porque esa facción lo condujo a otra. Y esa a otra. Y así fue modelando un rostro. Un rostro que como en algunos tests de psicológicos, seguramente cada quien vería lo que quisiera. Pero se dio cuenta de que tenía en mente a alguien. Un contorno inconfundible. Tuvo ese rostro en mente, durante toda la noche y la madrugada que duró el trabajo vertiginoso como un cuento. También tuvo en mente un cuento. Un cuento de Clarice Lispector.



     Era un rostro familiar. Un rostro querido. Evocado. Ahora extraviado. De tanto en tanto escuchaba hablar de ella. No era un primer amor. Pero sí era un primer amor en un sentido muy distinto. Era ese rostro el que lo había conducido al amor al arte al que había dedicado su vida.

    Siguió y siguió trabajando, de modo febril. Hasta que cuando los primeros rayos de la luna se confundieron con los primeros rayos del sol, comprendió que había que había concluido la pieza. Las facciones de la imagen modelada a una persona extraña no le dirían nada. A él, a un grupo de condiscípulos, tal vez a sus familiares y allegados, les diría mucho. O todo. Era el rostro de Irene Humble. Su maestra de artes plásticas de la infancia y adolescencia. La maestra que le susurraba al oído: “Carbonilla”. “Caballos atravesando un riacho” (no un río). La maestra que le había mostrado los nenúfares de Monet. Las célebres “Water Lilies”. O las primeras geometrías, luces y sombras de Giorgio de Chirico. La mestra que le había mostrado las esculturas de Camille Claudel. Le había contado su  trágica historia pero también aleccionadora. Diego nació y murió en unos pocos minutos. Volvió a nacer para siempre.

     Y en esta suerte de noche de gloria, en la que había regresado a la persona que le había revelado el don. Fue radical y definitivamente feliz. El silencio de su arcilla lo rodeaba, enjuto. Los cubitos de hielo ya no se entrechocaban. Pero de pronto los pájaros comenzaron a cantar en una aurora como campanas que no sonaban en un campanario sino sobre sus álamos, en el inicio de su jardín. La luz del sol entraba a raudales en su estudio, como un manantial indetenible, permitiéndole ver el jazmín del país. La estrella federal. La flor de ángel. El aloe vera que, medio como para un costado, sin embargo, reinaba, invicto, conquistando su aventura de planta eterna en virtud de su naturaleza indestructible. Sus tallos de hojas gruesas, pinchudas, lo volvían una planta inmortal. Nadie se le acercaba. Él velaba por esa casa, a su manera. Si hubiera tenido voz, hubiera sido la del trueno, ese sonido que ningún otro es capaz de tapar. Y si hubiera sido una luz, hubiera sido la del sol del mediodía. En particular en verano, en que diera la impresión de haber crecido más aún en vigor. Salió al jardín. Se acercó al aloe vera. Y como hacía mucho que no había ido a regar las plantar lo vio florecido. Un extenso tallo color rojo. Con un pimpollo como fresas.

      Regresó al estudio. Se hincó junto a su creación. Cayó en la cuenta de que había empezado el 2022. Sí. Incuestionablemente había empezado. Resultaba indefendible sostener lo contrario con tanta luz y el sonido de tantas bandadas de aves. Pero que en verdad había empezado algo muy distinto. Porque comprendió, sí, algo comprendió. Algo obstinadamente irrefutable. Siempre ignoraremos qué, porque lo guardó para sí como algo precioso. Sólo estoy en condiciones de decirles que conoció algo cuya experiencia les suele ser sustraída a los mortales. En momentos de singular vulnerabilidad o singular éxtasis. No puede ser traducido a palabras. Que sin embargo todos ellos aspiran a desentrañar. Y que cuando esos pocos la conocen, comienzan a experimentar los síntomas magníficos de haber hecho cumbre en torno de un objetivo anhelado. O recuperan algo importante que creían extraviado (que no es precisamente un objeto). Diego tomó dos tragos de agua helada pero recordemos sin un hielo. Podía decirse que se sentía en paz. Había cumplido su misión, había creado de la nada un objeto que encandila de belleza. Un objeto que le traía el sonido de una voz. Y el de otros objetos, tangibles e intangibles. Ese privilegio que sólo confiere, el viaje a la semilla, el regresar de un olvido. O también recuperar la llave que conduce a un pasadizo eterno. El que no se esperaba, pero de pronto llega, distingue un hogar luego del pavor, alumbra las habitaciones, agita el grito de los niños como cuando uno mueve el envase de una emulsión. O, quizás, como cuando uno planta un aloe vera porque sabe que esa planta noble no lo traicionará. Le será fiel. Para siempre. Porque es una planta que perdura. Estará a su lado durante largos, largos años. Testigo del milagro, agente de la salud y la paz.

 

La Plata, madrugada del 31 de diciembre de 2021

jueves, 16 de diciembre de 2021

Y el Hormiguero volvió a reunirse....!!!!!!



Y llegó el día....., el Sábado 11 de Diciembre el Hormiguero volvió a brillar, las Hormiguitas Viajeras pudieron compartir y recibir sus distinciones.
Como bien escribiera nuestra Juglar María Elena Walsh....."después de un año bajo la tierra, estamos aquí resucitando..."
Hermoso espacio el Centro Cultural El rincón de la salamandra, gracias a sus anfitriones por el cariño y la hospitalidad.
Felicitaciones a todos los Premiados presentes y a los de la distancia...!!!
El Hormiguero sigue creciendo....🐜🐜🐜🐜🐜🐜🐜🐜🐜👏👏👏👏👏👏👏💞💞💞💞💞💞💞💞💞💞💞



















































 

sábado, 20 de noviembre de 2021

“Los entresijos de una vida: un encuentro imaginario con Oscar Wilde”

 




por Adrián Ferrero

 

 

“Pasá, Oscar. No nos conocíamos personalmente. Pero la magia que puede operar la literatura y la poética sobre ciertas vidas las reúne más allá de todo tiempo, espacio, trascendencia y, en particular, cuando las vocaciones son afines. A mí me gusta mucho escribir. Escribir fue tu pasión. Una pasión que te hizo recorrer los infinitos pasadizos de la literatura, atravesar géneros y el género”, le digo como para iniciar una conversación entre extraños.

     Le invito una limonada (hace calor en La Plata, el bochorno de enero nos aplasta a ambos, de su Irlanda natal, a esta ciudad de provincias el universo citadino es tan distinto que debe de sentir que está frente a un mundo premoderno. Al mismo tiempo imagino sus lecturas en la Trinity College, donde se educó en sus estudios superiores. Una biblioteca tan destacada. Tan llena de historia, tan prolífica en autores, tan organizada por obra de sus bibliotecarios y responsables de la custodia de esos volúmenes, algunos antiquísimos.

“¿Y qué leías estando en el Trinity College? Allí estudió también Bram Stoker, el autor de Drácula. Para todos nosotros una obra paradigmática. Reconozcamos que Occidente ha sido desparejo en sus adaptaciones. Pero también los ha habido muy buenos. Los vampiros humanos son seres tan incógnitos como inquietantes”.

“A decir verdad, con Bram Stoker apenas intercambiamos una pocas y contadas palabras. Ninguno sabía que escribiríamos ambos cuentos infantiles. Y obras de naturaleza de tendencia gótica. Porque El retrato de Dorian Gray tiene mucho de gótico. ¿no te parece?”

“Me inclino por decirte que sí. Fue el primer libro tuyo que leí. Lo hice en español. En una pésima traducción española. Pero cumplió su función. Yo conocí su argumento, que era lo más importante. Su exquisitez, por momentos, también algo estilizada, debo reconocerlo. Pero que en términos generales me dejó satisfecho. Hace unos años alquilé, cuando todavía existían en la ciudad de La Plata, en un videoclub de DVDs una adaptación de esa novela. Fue una imagen de mucha intensidad la que se desprendía de esas imágenes. Sin embargo no até cabos con aquellas primera lectura del último año del bachillerato, de lecturas maratónicas porque me había propuesto ser un alumno de la carrera de Letras en la Universidad deliberadamente culto”.

“Bueno. Un film no tiene por qué ser semejante a su original literario. Puede recrearlo. Me extraña en un escritor ese comentario. La transposición del lenguaje literario al cinematográfico sufre infinidad de mediaciones y está sujeto naturalmente a la decisión de su director o de sus guionistas. Ignoro cómo se te puede escapar semejante evidencia. A mí me ha sucedido de asistir a adaptaciones de novelas a obras de teatro y no encontrar demasiados puntos en común. Pero siempre queda un resabio, esa recuerdo, esa remembranza auténtica (si está bien hecha, por profesionales sólidos, si es auténtico) de un aire de familia contundente o, al menos, de mucha afinidad”.

“Sí, es cierto. Pero uno suele solicitarle a las adaptaciones una fidelidad, que en particular las audiovisuales no suelen respetar. En particular si están realizadas en el marco de un cine comercial. En el cual se busca el efectismo más que la belleza estética o la perfección formal. No quisiera entrar en detalles que profundizaran esta discusión, pero me eximo de ver ciertas películas porque sé que son comerciales”.



“Sí. A mí me pasaba lo mismo en mis tiempos con los librs. De las obras de teatro a las novelas o de las novelas a las obras de teatro, el panorama en ocasiones resultaba desolador”.

“¿Por qué estudiaste literatura en el Trinity College?”, le pregunto con sumo interés por conocer una respuesta conclusiva.

“Bueno. Quería ser escritor. Era la institución más prestigiosa de Irlanda. O de Dublín en todo caso, su capital. Me pareció natural asistir a ese centro de irradiación cultural además de una institución formativa de primer  nivel. Sabía que estaban allí los mejores profesores. Los mejores alumnos con quienes debatir acerca de los temas que me importaban. No lo dudé un instante”

“¿Y cómo fue tu paso por el Trinity College?”
“Bueno, había materias que me gustaban más, otras menos. El universo de la cultura grecolatina me cautivó de inmediato. Y las literaturas extranjeras, en particular los clásicos también fueron primordiales en mi educación. Yo no sabía con lo que me iba a encontrar hasta que ingresé a esas aulas. Nos reuníamos en largas tertulias a discutir sobre literatura con los compañeros más afines. Lo cierto es que encontré allí interlocutores de todo tipo para todas las materias. Desde Profesores tan cultos y brillantes a cuyas clases era un lujo asistir hasta otros eruditos pasando por otros que nos entusiasmaban para que prosiguiéramos nuestros estudios no solo en sus clases sino que nos informaban acerca de otros autores. O bien nos sugerían que a lo largo de nuestras vidas fuéramos grandes curiosos. Que nada nos detuviera en el camino del conocimiento. Yo fui uno de ellos. Siempre me gustó la lectura. Y me lancé a escribir cuando no todos mis compañeros lo hicieron. Ellos se formaron, sí, en el  Trinity pero su camino fue otro, no el creativo. Sí el formativo, como te decía”.

“Yo estudié en la Universidad Nacional de La Plata, la segunda o que está prácticamente a la par de la de Buenos Aires. Allí se realiza mucha investigación. Los docentes integran equipos de estudio sistemático y, por otro lado, el trabajo con instituciones de investigación a nivel nacional resulta una alianza primordial que luego vuelcan en sus clases. Resulta una experiencia francamente de una aventura hacia el conocimiento y el pensamiento abstracto la reflexión sobre los contenidos que estudiábamos. Había alumnos brillantes de mi promoción. En ocasiones estudiábamos juntos. En otras simplemente hablábamos en los recreos entre clase y clase. O nos juntábamos a tomar un café. Uno aprendía mucho de esas charlas. Te diría que en el caso de amigos o conocidos brillantes más destacado aún el acceso al conocimiento. Nos pasábamos nombres de escritores, los poníamos todo en cuestión. Incluso a nosotros mismos, a nuestra mirada sobre la literatura que podía llegar a ser anticuada en la medida en que  avanzábamos en la carrera. Recuerdo que odiaba estudiar con fotocopias. Por suerte como mis dos padres son Profesores en Letras también por la Universidad Nacional de La Plata tenían buenas bibliotecas en las cuales yo buscaba los libros originales”.

“Yo, como te podrás imaginar, no soy de la época de las fotocopias. Asistía a la biblioteca del Trinity College y pasaba horas analizando obras, estudiando, desplegando los libros sobre los pupitres. Era la aventura del conocimiento. Y realmente estar rodeado de libros era una fiesta”

“Sí. Yo recuerdo haber asistido a la biblioteca mi Facultad. La de Humanidades y Ciencias de la Educación. Pero también era mucho lo que comprobaba. Yo trabajaba no de tiempo completo pero sí tenía mi empleo. Y con eso me alcanzaba para ir armándome una biblioteca digna. O que a mí me resultaba atractiva”

“¿Y qué otros libros leíste escritos por mí?”

“Algunas obras de teatro. No todas por cierto. Algunas muy buenas. Son muy ingeniosas tus intervenciones en los diálogos. Los argumentos son conversados pero dejan la sensación de estar frente a la inteligencia. A la sagacidad. Pero también frente a la belleza”

“Gracias. Me halagan esas palabras. Me gustaba ver las puestas de mis obras. En distintas partes del mundo. Naturalmente que no las podía ver. Pero cobraba por derechos de autor y sabía que mis palabras emocionaban o hacían conmover o reír a otros”.

“Sí. Lo imagino. A mí en un sentido muy distinto me pasa con mis cuentos o con mis artículos o poemas. Sentir que uno es capaz de tocar la fibra íntima de una persona con sus palabras no es poca cosa. Diera la impresión de que el lenguaje es resulta impactante en ciertas personas. Especialmente las sensibles a él”.

“¿Hubo alguna otra obra mía que te gustara?”

“Me incliné mucho por los cuentos infantiles. No me parecen ingenuos, como me dijo cierta vez una Profesora de inglés que tuve. Tener valores, desplegar valores, plantear dilemas éticos, ilustrar escenas del dolor, hablar del sacrificio por amor, denunciar la frivolidad frente a niños que están aprendiendo lo que es ser en lugar de aparentar, entender la escena del despejo para que otros puedan disponer de lo que carecen, plantear problemáticas ligadas a la generosidad y el egoísmo o, en todo caso, de qué modo revertirlo porque solo puede ser una apariencia o bien un temor infundado, escuchar qué necesidades tiene un niño (yo se los escribí a mi hijos porque eran  muy pequeños cuando comencé a producir esa parte de mi producción literaria y yo estaba preocupado por el modo como la sociedad victoriana educaba a los niños en el rigor menos que en libertad de ser y pensar, ser influyentes para los escritores en la psicología de los niños me  parece una tarea encomiable. Yo no tengo obras mayores y obras menores en mi producción literaria. Mis cuentos infantiles cuentan tanto como haber escrito obras de teatro que fueron representadas en escenarios de Londres. Mis cuentos infantiles yo sé que fueron leídos por muchos niños, incluido Borges, y que eso dejó una marca fuerte en su educación, en su formación, en su sentido de la ética. Y que un autor se detenga en la infancia también me resulta tarea encomiable. El universo de los adultos pocas veces presta atención a la infancia. Pienso que los escritores han sobrevalorado la literatura para adultos, han olvidado la literatura para niños, salvo excepciones y la consideran un campo de trabajo completamente menor, satelital. Sin embargo es sumamente complejo comunicarse exitosamente con un niño. Alcanzar zonas de su emoción que lo movilicen, que lo conmuevan, que lleguen a hacerlo cambiar de puntos de vista que la sociedad les ha impuesto como mandatos. A mí me gustaba mucho hablarles a los niños con palabras simples, en un lenguaje accesible, de temas profundos. No eran asuntos menores ni un lenguaje menor. Eran, muy por el contrario, temas mayores, de temáticas amplias pero que al mismo tiempo yo siempre concentraba en el universo de los principios. Me interesaba la solidaridad entre semejantes. La magia que logra que dos personas puedan encontrarse en el juego. También por supuesto ser un buen escritor. Estar atento a escribir bien lo que escribía. No hacerlo de modo descuidado. Un niño merecía lo mejor de mi parte, dado que son lo  más valioso y la prioridad en una sociedad. Era un tema principal para mí que esos cuentos perduraran. Y para que perduraran resulta sumamente importante que pusiera especial atención a argumentos que fueran atemporales, esto es, que pasaran por encima de la Historia, sino que se concentraran en experiencias humanas por fuera del tiempo pero que alcanzaron la esencia de la condición humana. “El príncipe feliz”, por ejemplo, el cuento que tradujo Borges de muy pequeño, sufre ese despojo de sus distintas parte, esa depredación pero porque tiene un sentido. Él lo hace, él consiente en que ello tenga lugar porque sabe que hará felices a otros, en que hará felices otros niños que lo necesitan mucho más que él, que es una mera estatua. No obstante, eso no significa que no tenga, pese a ser una estatua personificada, precisamente, humanizada, una ética del semejante. Su generosidad puesta de manifiesta en el donar o en el dar a otros lo que incluso a él lo despoja de su propio ser constituyen una serie de atenciones hacia el prójimo en estado de precariedad”



“Precisamente, Oscar. Fue por esa razón que cuando esta Profesora me dijo que tus cuentos que eran ingenuos francamente a mí me indignó. Justamente porque a mí me parecían cuentos dignos, que apuntaban a inculcar la dignidad, que leídos por los niños transmitirían la idea de que brindarse al semejante es o podía ser una forma de realización. La generosidad puede ser una forma de realización. Y yo sentí en el momento en el que ella me dijo eso con un profundo desdén (pese a que ella sí tenía valores, no era una desalmada ni nada por el estilo), que te estaba descalificando

Yo también escribo cuentos infantiles. Con mi hija, cuando era una niña (ahora tiene casi 20 años) jugábamos a una práctica bastante singular. Ella hacía un dibujo y a partir de él yo escribía un cuento. O  a la inversa, cuando fue más grande. Yo escribía cuentos y ella los ilustraba. Fue una experiencia realmente maravillosa para mí. Había una fusión padre/hija que era total. Había un entendimiento entre ambos que hacía que nos comprendiéramos de inmediato. Tuve en casa, porque la compré, la traducción que Borges hizo a los 8 años de tu cuento ‘El príncipe feliz’. Luego regalé ese libro a una persona que aprecio mucho que no vive en Argentina y que es muy admirador de Borges. Y también traduje algunos de tus cuentos infantiles al español porque en las clases con mi Profesora de inglés, que era también Traductora graduada en la Universidad Nacional de La Plata le propuse hacerlo. Se trataba de un lenguaje más simple. Más comunicativo. Más llano que una literatura alambicada llena de adornos o de figuras que apuntaban a un alto grado de perfección formal (lo que no me parece mal). Pero tus cuentos infantiles eran más acordes a mis conocimientos del inglés que El retrato de Dorian Gray por el que ella me propuso empezar. También me aunque fueran infantiles me resultaban más apasionantes. Es cierto. Para la literatura para adultos me faltaba vocabulario. Me resultaba tan perturbador acudir al diccionario de modo permanente para poder terminar de leer esa novela que la terminé por descartar y la dije que era imposible para mí seguirte en su narrativa. Hubo otros cuentos que me gustaron. Otros para adultos. Los cuentos para niños tuyos los leía de un tirón. Eran un deleite. Lo disfrutaba. Me dejaban colmado de felicidad. Porque si bien algunos tenían argumentos muy tristes, lo cierto es que tenían un fondo esperanzado. Y también el lector era el que completaba ese circuito de la vida según el cual una literatura está pensada en verdad para todas las edades. Como decía el teatrista infantil Hugo Midón, la literatura infantil no es literatura infantil, es “literatura apta para todo público”. Lo cierto es que, ya graduado, en un colegio secundario de City Bell, un barrio, digamos exclusivo de La Plata, aledaño, dicté clases y enseñé El fantasma de Canterville, sobre el que un músico argentino, Charly García, compuso una canción. La parodia de los cuentos de fantasmas era literalmente una genialidad. Pero no pude pasar por el prejuicio de que se enteraran de que habían tenido aventuras homosexuales y eso fue motivo de mofas. Me amargó mucho no pode trabajar a fondo un texto despegando vida privada de texto literario. Y me indignó la homofobia. Y eso que eran chicos de una edad todavía temprana”.

“Sí. Eso ha solido pasar en mi historia como si mi vida y mi obra de modo reduccionista se limitaran a una opción sexual. Pero en fin, dejémoslo ahí. No me merece ni media palabra”.

“Adhiere por completo. También leí y escribí sobre la Balada de la cárcel de Reading. Una narrativa amarga, dolorosa sobre la experiencia vivida. De un alto nivel de dignidad y también de un alto nivel de solidaridad ética. Pero en estos tiempos hablar de esas cosas, en particular por parte de los intelectuales más destacados, es ser old fashion, estar fuera de toda actualidad. Cómo debés haber sufrido en ese encierro atroz. Con trabajos forzados. Todas las cárceles son atroces. Pero las de la época victoriana deben de haber sido directamente una experiencia intolerable de la que uno sale destrozado”.

“Fallecí a los 40 años. Probablemente producto de haber sido un paria que había atravesado por la experiencia del sufrimiento más extremo”.

    Me puse incómodo. Experimenté el dolor de su dolor.

“¿Un poco de limonada Oscar?”

“Sí por favor. Con mucho hielo”.

“Perfecto. Tres cubos de hielo. Tomá. A ver qué te parece el limón exprimido de mi limonero. El del jardín de casa. Da frutos francamente deliciosos para esta clase de bebidas. En ocasiones lo uso para rociar el pescado. O para alguna ensalada. Mi abuela le ponía limón a la ensalada. Nunca me quedó en claro si lo hacía por mero placer o por una cuestión de salud. Por la vitamina C que tienen los cítricos. Y el kiwi”.

“No lo sé”.

“También leí un trabajo tuyo muy conmovedor para mí. Me marcó para toda la vida. “El alma del hombre bajo el socialismo. Es un ensayo o un largo artículo. O quizás fuera una conferencia. Eso no importa en lo más mínimo en este preciso instante. De modo que te pido que lo pasemos por alto a ese punto. Pero sí te diría que me pareció la producción literaria o el universo de ideas de alguien preocupado por la suerte de su sus semejantes”.

“En efecto. Eso es”.

“Citándote mucha gente suele mencionarte o ponerte como ejemplo de un autor frívolo. Que pronuncia ingeniosidades todo el tiempo. Ese ensayo viene a desmentir toda clase de esas canalladas. O de esas falsas imágenes de escritor que se tenían sobre vos”.

“Puede ser. Hay un universo de principios que siempre estuvieron presentes en mi poética. Al que no renuncié jamás. Es un universo de valores que si te fijás en las líneas que atraviesan mi vida y mi obra son como letitmotivs, a los que regreso, de modo recurrente. En toda mi obra está presenta la relación entre banalidad o superficialidad  y profundidad, entre esencias y apariencias, entre pensar una ética del semejante como alguien a quien se respeta aunque tampoco se lo sobrevalore”.

“A propósito. Hace poco tuve la oportunidad de ver un noticiero (sobre eso fue sobre precisamente sobre lo que escribí) en el que uno de tus nietos pronunciaba un discurso públicamente en el cementerio de París en el que está enterrado tu cuerpo porque de tanto que las personas besabas o tocaban tu tumba estaba deteriorada. Había tenido que colocar un protector de un vidrio de mucho espesor para evitar que tumba se siguiera deteriorando. Me pareció increíble. Si la sociedad victoriana te había destituido de tu condición de sujeto, te había desterrado a una condición de paria, te había difamado hasta sus zonas más exasperadas, ahora la sociedad regresaba, en un movimiento compensatorio (que no llegaste a ver, pero del que yo que yo ahora sí te informo) según el cual la vida de un escritor repudiado era por fin reivindicada. Por toda clase de personas. Que veían en él un ejemplo de dignidad”

     Oscar había casi terminado su limonada. El anochecer había caído sobre la ciudad de La Plata. Yo sabía que Oscar tenía un largo viaje hasta Dublín. Era hora de despedirse. O de llegar a un adiós no perenne pero sí transitorio.

“Tenés un largo viaje hasta Dublín”.

“Sí, un largo, largo viaje. Pero no me pesa. Iré mañana a la Biblioteca del Trinity College. Tomaré prestado un libro de Platón, probablemente el El Banquete. Un libro que disfruté mucho la primera vez que leí. Y me siente a leer entre esos bancos de madera tan luminosos, en esas salas por las que la luz entra a raudales, como una cascada de agua muy pura”.

     Me pareció, me dio impresión, fugazmente, de que era el propio Oscar Wilde el que era una persona muy pura. Fue una impresión fugaz. Atravesó mi mente. Luego tocó alguna zona de mi emoción inesperada.

     “Terminé la limonada. Hemos hablado de lo fundamental que dos escritores pueden hablar. De sus cosas esenciales. Si bien de tu obra casi no hemos hablado. Y es hora de que parta. De que me retire primero a mis aposentos, en un hotel de La Plata, ni muy caro ni muy barato. Ni lujoso ni paupérrimo. Como me gustan ahora (ahora) a mí las cosas. Fuer de todo lujo. De toda extravagancia. Yo me excusé y le dije:
“Oscar. Mi obra es un corpus de muchos artículos y cuentos publicados en revistas. No todos literarios porque el mundo en el que vivimos me preocupa mucho. Cavilo mucho acerca de él. He escrito algunos cuentos para niños. Mucha crítica literaria. Algunos trabajos interdisciplinarios con artistas plásticos o fotógrafos profesionales. Eso es todo”.

“No es poco”, agregó Oscar.

“No es poco ni es mucho. Simplemente ‘es’. Es lo que pude o quise o salió escribir en mi vida. Una vida consagrada a la escritura, entre otras cosas, de las cuales no elegimos demasiadas”.

“Eso es cierto. Yo elegí. Y tomé algunas decisiones que me hicieron muy desdichado. El universo de los textos es el que cuenta después del de la familia, cuando hayamos partido”:

“Por eso mismo tengo la teoría de que bueno es vivir una vida digna. Aprender de grandes maestros. Leer a los grandes autores. Como vos. Que hoy has llegado a mi casa y jamás lo has hecho. En un universo paradojal que me deja sin palabras porque hemos podido reconstruir parte del pasado. Y hemos podido reconstruir parte de tu obra. Y te he podido contar mediante qué urdimbre mi vida se fue atando con la tuya. Gracias”.

“Mi agradecimiento a vos”.

“Solo te pido una cosa. No regreses a la sociedad victoriana. Ahora el mundo ha cambiado. Te recibirán con honores si visitás el Trinity y College para buscar El Banquete de Platón”.

“Es cierto. Ni el éxito ni el fracaso. Ni el sufrimiento ni la vida lujosa y hedonista. Ni el agotamiento por el estudio ni el esparcimiento extremo. Creo que me aproximo a la edad de la discreción. Puede que visite a mis nietos antes de marcharme rumbo a Dublín. Creo que residen en París”.

“Puede ser un buen comienzo”

     Acompañé a Oscar hasta el rellano de la puerta de calle. Nos dimos un fuerte apretón de manos. Luego recordé todo lo que había sufrido. Y decidí abrazarlo, porque me resulta intolerable el territorio del dolor. Y creo que hay que evitárselos a otras personas. Y a quienes lo han padecido de modo brutal, corresponde brindarles una reparación, en la medida en que lo permite nuestro corazón y las circunstancias según las cuales se brinda un encuentro entre extraños. El abrazo fue fuerte. Y fue, diría yo sobre todo (y este fue el punto), fue sentido.

“Gracias”, dijo Oscar, percibí que entre emocionado pero, más que emocionado de que alguien lo recibiera sin hacer diferencias entre lo que su vida había sido antes y después de la tragedia.

“Nada que agradecer. Honrado por visita semejante”.

Alcancé a ver que hasta se sonrojaba. Me sorprendió una exhibición en un hombre de mundo como Oscar Wilde.

     Ya había caído la noche. Las farolas de la vereda se habían encendido. Yo le indiqué el camino que tenía que seguir, si bien vivo en un barrio céntrico.

     Se marchó. Pero luego de caminar unos pasos, mientras yo custodiaba su partida, giro sobre sí mismo, me miró a los ojos en un gesto de bondad infinita. Yo lo miré a los ojos, dándole a entender que había comprendido que había sido un encuentro entre dos hombres que habían mantenido una comunicación muy profunda. Giró nuevamente la cabeza y siguió su caminata. Yo custodié su partida hasta que en la esquina de la verde dobló hacia lo izquierda. Y lentamente entré a mi casa. Cerrando la puerta cancel.

 

Adrián Ferrero, 12 de noviembre de 2021

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Cómo Anne Sexton retorció los cuentos clásicos de los hermanos Grimm




 

Por Blanca Lacasa


En ‘Transformaciones’ la extraordinaria Anne Sexton sacude y dota de una carga crítica historias conocidas para convertirlas en fábulas posmodernas.


  Nada más reconfortante que coger los clásicos de la literatura infantil, sacudirlos y dotarlos, sino de nuevo significado, al menos sí de una carga lo suficientemente crítica como para que se vuelvan maliciosamente modernos. Eso hizo en el 82 el maestro Roald Dahl con Cuentos en verso para niños perversos. Más de una década antes, en 1971, la poderosa y salvaje Anne Sexton (Massachusetts, 1928-1974) ya había hecho lo propio con 17 cuentos de los hermanos Grimm. ¡Y de qué manera!

Anne Sexton

Anne Sexton, en su oficina en 1967, retratada tras haber ganado el Pulitzer. FOTO: GETTY

Se edita ahora Transformaciones (Nórdica Libros), en una edición bellísima con ilustraciones de Sandra Rilova, que recoge algunas de esas historias que nos sabemos de memoria pasadas por la mirada visceral, feminista y única de la poeta que pasará a la historia como una de las inventoras —junto a Sylvia Plath, con quien comparte la tragedia de haber acabado sus días suicidándose— de esa cosa tan resbaladiza llamada “poesía confesional”. De errática, enferma, exhibicionista o turbulenta fue calificada esta escritora que quizá y una vez más tan solo fue víctima del hecho de ser mujer —léase de sufrir una aguda depresión posparto que nadie supo entender, de ver cómo lo que en otros era testosterónica genialidad en ella era histérica locura o de ser víctima de un sueño americano que preconizaba como gran logro femenino la vida doméstica.




Sexton escribió con un coraje inusitado para los tiempos sobre drogas, aborto, menstruación o relaciones filiales, dejó desgarrado testimonio de la claustrofobia que le provocaba la anodina vida doméstica y contó como nadie lo que era ahogarse literalmente (tras nueve intentos, consiguió matarse con envenenamiento de monóxido de carbono) en un mundo de hombres. Era de esperar que al asomarse al cuento infantil lo hiciera de un modo afilado, quitando lo fantástico para llevarlo a lo cotidiano, metiendo dosis de chispeantes guantazos a la tradición y dinamitando esos dañinos finales felices que han lastrado tantas generaciones. Así, el manoseado Blancanieves y los siete enanitos acaba con un elegante ¿y desesperado? revés en que la nívea protagonista termina “hablando de vez en cuando con su espejo, como hacen las mujeres”. Como hacen las mujeres.




Narradores y Cuentacuentos: Entrevista a la Narradora "Seño Norma"

  -¿Cómo y cuándo descubriste que tu destino estaba ligado a la transmisión de la cultura a través de la oralidad? Desde pequeña me encant...