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domingo, 19 de junio de 2022

"Fresias para Donato", (un cuento para el día del padre)

 



por Adrián Ferrero

 

     Hacía tiempo que se habían distanciado. Una distancia inexplicable. Una pelea entre padre e hijo empieza siempre con palabras llenas de ruido. Luego ese dolor se profundiza, desciende de la boca y la lengua hasta la garganta y el corazón y lamentablemente queda aprisionado en un lugar recóndito, muy cerca del rencor y del resentimiento. Con el tiempo se profundiza. Como una daga filosa que alguien entierra y vuelve a enterrar en nuestro pecho, con saña, toda vez que se evoca esa separación. “Dolor” y “daño” era lo que había separado a padre e hijo luego de una discusión en la que se lastimaron.

    Un asunto que sus hermanos (en total eran cuatro), manejaron mal. Muy mal. En lugar de aquietar las aguas, evitarles el sufrimiento, lo habían acentuado. Eran personas en las que no se podía confiar. Como en un lobo. Avivando las emociones tremendas de dejar de ver a quien más se ama. Motivo por el cual también se separó de sus hermanos. Él se llamaba Máximo. Lejos de estos hermanos insidiosos, se había quedado solo. Era viudo y como pudo había criado a sus dos hijos. No había vuelto a casarse ni formado pareja. Aventuras de un verano lo distraían pero al mismo tiempo lo angustiaban por lo efímero. No era amor, claro está, lo que encontraba entre esos brazos.  

     Máximo era un reconocido Profesor en la Universidad Nacional de Buenos Aires, en la materia Filosofía Antigua. Sabía griego y latín (más griego que latín). Se supone que si uno va a enseñar a los grandes pensadores de la Antigüedad Clásica, debe conocer no sé si para leer de corrido pero al  menos diccionario en mano, la prosa de los más célebres y los más sagaces autores del mundo. También la poesía ¿por qué no? Recordó la primera clase en la Universidad cuando cursaba la materia que luego él enseñaría. En efecto, solía evocar vívidamente una clase en la que el Profesor Daniel Martínez, que se había doctorado con una tesis sobre Aristóteles, les había leído fragmentos de los presocráticos: Heráclito y Parménides. Dos filósofos que solían pensar o iluminar el mundo con metáforas. “Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río”, le había escuchado decir en la primera clase de la Universidad siendo alumno, al titular de la materia. La idea de Heráclito de que el agua que discurre por el lecho pedregoso de un río nunca es la misma, y tampoco uno es el que se sumerge en ellas. Como se podrá apreciar, era una reflexión sobre el tiempo. También le interesaba leer los Diálogos de Platón. Y los libros de Aristóteles. Le había dado una clase particular, en su casa, a uno de sus amigos experto en Letras. Y sus discípulos lo llamaban para las fechas importantes, porque era un hombre querido.

     Sus dos hijos, Natalia y Julián, se habían quedado sin abuelo. Casi no recordaban momentos felices, de alegría o plenitud con Donato. Ustedes se preguntarán: “¿Pero cómo es posible que una persona haya dejado de ver a la raíz de ese ya añoso árbol del que como un brote, flor o una yema proviene? No me lo pregunten a mí, porque para mí también es inconcebible semejante desamor. Pregúntenselo a Donato y a Máximo. Si es que alcanzan a darles alguna respuesta razonablemente aceptable.

    Era un Día del Padre. Y Natalia fue la que dio el puntapié inicial. En tres grandes zancadas temprano por la mañana, subió los peldaños de la casa de su abuelo sin haberse anunciado. Esto es: avanzó por entre esa maleza de espinas y hielo en que nos sumerge el odio. Lo meditó mucho pero, sobre todo, lo sintió mucho. Y recordó (sí, este era el único recuerdo que tenía de su abuelo), cierta tarde en Mar del Plata, en la playa, cuando habían salido a pescar corvinas. Regresaron con un buen botín. Y hasta habían comido una enorme en la cena, luego de que Máximo las hubiera limpiado y hecho a la parrilla. Ella también recordaba el sol pegándole en el rostro, en la nuca, en la cabeza toda del mediodía, pese a que la pesca se prolongó hasta bien entrado el atardecer, cuando el sol ya languidecía en un horizonte de papel y fuego. La combustión del sol sobre su cabello y la combustión del pescado asado le hizo subir y bajar las pestañas. Ese parpadeo se debió a que miraba con detalle el mundo. Y porque tenía aquel día de pesca, tatuado en la frente, la zona del cuerpo que aloja a la inteligencia y al amor.  

     Lo cierto es que Natalia, en este preciso Día del Padre, no quería perder a su abuelo. Él también era padre. Padre de su padre. Sangre de su sangre. Ella era el producto de lo que ese hombre le había regalado a través de Máximo nada menos que la vida. Ella no podía olvidarlo. Y no quería que su abuelo no le diera el amor que ambos se merecían. El regreso al amor es una recorrida por las emociones, hasta evaporar la pena negra. Su abuelo Donato, cuando abrió la puerta casi no la reconoció. Tenía ya 20 años. Él era muy mayor. Le abrió con inseguridad, caminaba con un andador. Y Natalia vio todo el manojo de bastones de Donato que se arremolinaban, erguidos, enhiestos en un paragüero.

     Su abuelo la abrazó. Ella sabía que a su abuelo le costaría conocer a una persona luego de lustros de no verse. Motivo por el cual se apresuró al abrazo y le dijo: “Abuelo, soy Natalia, tu nieta mayor”. El rostro de Donato se iluminó como cinco ruiseñores. Les puedo asegurar que no solo se sentía profundamente arrepentido, sino también empapado por la fragancia y el viento que a uno le moja el rostro cuando ama a las personas que llegan para regalarle lo inesperado. La separación de su hijo había sido la separación de sus nietos quienes, supuestamente, debían tomar partido en favor de su padre. Pero Natalia era otra cosa. Otra clase de hija (y de nieta). Con problemas en la vista a esta altura de su vida, Donato deambulaba por la casa con motivo de que su traumatólogo le había dicho que para rehabilitar la marcha, hacía falta ejercitar sobre todo las rodillas. Y también practicar equilibrio. Un profesor de educación física, especializado en gerontología, se ocupaba de mantenerlo activo. De reforzar sus piernas como si fuera un asistente con el que también hablaba acerca de su vida. Es más, cuando el médico le preguntó por los hijos, vagamente giró el rostro, como escondiéndose, y se limitó a decir: “Bien”. Esa pregunta se enterró esta vez como un cuchillo dentado en su rostro, que se marchitó como una peonía que no es regada.

    Pero Natalia no solo fue generosa. Sino que fue inteligente. En lugar de llevarle una carta. En lugar de llevarle un reloj. En lugar de comprarle un par de cómodas pantuflas, compró flores. Recordó que había una esquina de la ciudad en la que un vendedor ofrecía ramos de fresias.

    Fue así que como con un trofeo, erguida y con paso seguro, le compró flores.
Lo dicho. Cuando él le abrió la puerta de calle, percibió la fragancia colorida de las fresias. Y percibió la fragancia de su nieta, con aroma a un jabón de violetas, lleno de frescura. Y cuando el abuelo, emocionado, cerró la puerta de calle, fue ella la que corrió el cerrojo y puso llave a la puerta de madera de cedro.

Le dijo:

-¿Dónde  nos sentamos, abuelo?

Donato le indicó el camino hacia el comedor. Donato estaba tan lleno de mariposas y vaquitas de San Antonio en el estómago con esta visita que se olvidó hasta de ofrecerle un vaso de agua, café o té. Fue ella la que tomó la delantera. Y preparó un delicioso café.

-¿Le ponés azúcar o edulcorante, abuelo?

Donato no podía hablar. Era de tal intensidad este reencuentro, que había solamente alcanzado a sentarse con dificultad en el sofá.

-¿Te acordás cuando íbamos a pescar corvinas en Mar del Plata, abu?

Donato creyó recordar vagamente que “abu” le decían Natalia y Julián. No el resto de sus nietos. Y de que no oía esa palabra desde hacía muchos años. Natalia pasó casi todo el Día del Padre junto a su abuelo, tomando café con tostadas con manteca y miel, la merienda perfecto para su abuelo. Hablaron, hablaron, hablaron.

     Hasta que Natalia, sin poder comprender lo incomprensible y sin vueltas le preguntó:

-¿Y por qué están distanciados papá y vos?

Donato respondió con balbuceos. A esta altura ya lo había olvidado. Había reconocido en su nieta las frases llenas de armonía de Ana, la madre de sus hijos. Ella había fallecido con motivo del COVID-19. Natalia recién se había enterado una semana después cuando uno de sus primos, el de más grandeza, la había llamado por teléfono, con unas pocas y contadas palabras, que se parecían mucho a una magnolia, a los colores de una Santa Rita, el calor del pecho de una paloma torcaz, el lila de los agapantos. Lloraron a su abuela en silencio.  A Natalia se le había roto el corazón ese día, como un plato que se estrella en el suelo, astillándose.

     Natalia y su abuelo pasaron toda la tarde conversando. Ella le preguntó por sus años de trabajo como ingeniero especialista en acueductos. A él se lo notaba tan movilizado, que sólo podía hilar algunas breves frases. Hasta que pudo decir una frase como quien con eslabones arma una cadena fuerte, firme, segura.

     Antes de irse, Natalia le regaló un beso en la frente. Y le pidió que llamara a su papá. Que le hiciera ese favor. Era importante para ella que su padre y su abuelo se pudieran abrazar al menos en un llamado telefónico, como si vivieran en otra ciudad o en otro país.

Atendió Máximo:

-Hijo. Hola. Tantos años. Yo no me explico cómo me he perdido todos estos años sin ustedes, sin tu madre, sin mis nietos. Hoy estuvo Natalia. Me dijo que a esta hora ya estabas disponible.

     Natalia también le había dejado una caja de alfajores de maizena. Mientras aspiraba la dulzura de las fresias, que le recordaban un verano en una quinta alquilada con plantas de esta flor, Donato le dijo a su hijo Máximo:

-Yo te quería preguntar algo tan estúpido como inexplicable. Pero ¿por qué nos habíamos peleado nosotros dos?

     Máximo no respondió porque en ese Día del Padre, no estaba para el sabor rancio del rencor. Simplemente le preguntó si quería ir a comer u asado por la noche a su casa. Sabía que Natalia lo había ido a visitar. Ella había actuado. Y actuado bien. Dos gruesos lagrimones se deslizaron por el rostro de Máximo. Las gotas pasaron de los párpados a su mejilla y de allí se desplomaron al suelo.



     Poco tiempo después, Natalia lo pasó a buscar con el auto de su padre. Iban a cenar bajo la pérgola. El abuelo (ave que gorjea un canto inaudito) la  esperaba en la puerta de su casa, temblando. Unos nervios lleno de inquietud se abatían sobre felicidad del regreso.

-Abuelo. No te quedes en la vereda. Vení rápido al auto. Ya sé lo que te dijo el médico traumatólogo cuando fuiste. Me lo contó el primo Octavio.

-Ah, Octavio. Extraño, lo extraño mucho a él también.

     Natalia se había vestido con una solera color blanco. Y lucía luminosa, con la lozanía de la piel de un bebé. Olía a un perfume de maderas. Una gota por detrás de cada oreja.

-Dale. Subí que papá nos espera

     Cuando llegó, su hijo tenía las manos y la ropa llenos de carbón. Había asado, por expreso pedido de Natalia, corvina al limón. Y entonces fue cuando lo abrazó. Debo decirles que lloraron de emoción por tiempo tan prolongado pero también tan anhelado. Máximo besó la cabeza de su hija.

-Cuando estuvieron sentados a la mesa y la corvina servida, Natalia le dijo levantando su copa de vino Malbec:

-Por los buenos tiempos. Los que a partir de hoy comienzan a soplar en esta familia.

“Renacer, renacer…Lindo verbo en infinitivo para narrar este nuevo capítulo de mi vida”, se dijo Donato. Tan solo alcanzó a beber un sorbo. Natalia acababa de servirle su plato de corvina al limón.      

miércoles, 15 de junio de 2022

Letras y Memoria: Gloria Kehoe Wilson (*)

 Hoy el Hormiguero Lector trae como recuerdo y homenaje un cuento de la escritora Gloria Kehoe Wilson "El moro" (**)





El moro
A mi abuela materna


La calesita estaba cerrada. Su dueño y los chicos dormían en algún lugar de Buenos Aires. Mi noche transcurría como siempre, sin cambios mayores, fumando algún cigarrillo prestado y caminando por las calles de Coghlan. Las perras me precedían con su ladrido de presentación y, no sé por qué, tuve ganas de entrar. Salté el cerco de alambre y destrabé la puerta. Las perras también entraron. La lona cubría la calesita con calor verde; debo decir que me costó bastante trabajo sacarla. La acomodé al fondo, cerca del puesto de sandías.

La oscuridad nos tapaba de la gente curiosa. Subí. Elegí un caballo moro que me sonrió cortés. No pagué boleto. Me instalé cómodamente sobre su lomo y las perras se echaron a dormir.

Blanco, platinado, de cuello curvísimo, el cisne de la izquierda se puso celoso y me pidió compañía. No dudé y fui.

Después viajé en un autito azul y en el avión marfil en un mareo de vueltas perplejas. Les conté lo mío, hablé con cada uno. De pronto, el moro se entusiasmó y bajó de la calesita. Se me paró delante, apenas corcoveando, seguro en sus cuatro patas cortonas y fuertes. Reconocí su lenguaje de hambre. Quería azúcar. Alivié, entonces, su mareo, con palmadas en los aterciopelados y cálidos belfos.

El tiempo transcurría sin apuro. Amaneció. Sentí la voz del tren a lo lejos, el ruido de los autos, el lechero con sabor a nata. La mañana era ineludible pero yo seguía en la calesita. Del moro volví al cisne, que, muerto de calor, gritaba agua. Le acerqué un vaso, se puso a cantar.

Serían las diez cuando un hombre viejo abrió la puerta que ya era mía. Se sobresaltó; las perras ladraron. Me preguntó quién era. Respondí con mentiras y tomamos mate juntos.

Los muñecos volvieron a ser de madera no sin antes hacerme un guiño.

De a poco fueron llegando los chicos. Sonó la música habitual, y me fui.

Dormí un largo sueño en mi cama vacía. Desperté a las once. Cené poco. Empecé a caminar fumando; las perras iban adelante, olfateándolo todo.

Llegamos. El moro fue el primero en saludar. El moro, ahora un poco brioso, un poco alzado, no da vueltas ni corcoveos. Conocemos nuestro límite: doce horas. Prometo volver para siempre.

Ya las noches no me bastan y me instalo de día a observarlos. Me llevo la comida, desatiendo mis obligaciones, me siento por primera vez contenta, totalmente plena. Los saludo en sus vueltas interminables y los chicos me miran con fastidio. Las perras son las primeras en habituarse.

Ya no me separo de ellos. He conseguido comprar la calesita. Les doy franco a todos por la noche. De día, soy uno más en la rueda, donde permanezco dura y los chicos se me suben, apretándome el cuello. Las perras, como yo, también son de madera. Ya no hay diferencias. Por su parte, los padres pagan el pequeño boleto verde y estúpidamente admiran la nueva variedad de muñecos. Mis parientes lloran mi ausencia. En fin…, lo importante es que logré anular mis insípidos días. Sí; vivo de noche. Juntos, corremos carreras por Parque Saavedra. A veces, el moro se adelanta; le gusta protegernos.





(*) Gloria Kehoe Wilson de Infante (de ascendencia irlandesa) nació el 25 de septiembre de 1954. Egresada del Colegio Nacional de Buenos Aires. Estudiante de Letras, fue secuestrada de su domicilio en Capital Federal el 13 de junio de 1977. Desde ese día permanece desaparecida, al igual que su esposo. Publicó el libro de cuentos Pico de paloma (Corregidor, 1977), reeditado en 2004 en la misma editorial por sus compañeras/os de promoción del Buenos Aires. Hay un premio con su nombre que otorga la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH).


(**) Publicado en el suplemento cultural del Diario La Nación de Buenos Aires, Argentina

miércoles, 1 de junio de 2022

A partir de una fotografía

 



Por María Cristina Alonso

Hace unos años, una prima me dio unas fotografías en las que estaba mi madre con sus hermanas. Unas fotografía de juventud, cuando eran solteras y vivían en el campo.  Sacarse fotos en los años 20, 30 era algo excepcional, inimaginable en estos tiempos de sobreabundancia de imágenes. Hoy cualquiera puede tomar fotografías de cada instante de su vida o filmar un video. Pero imaginemos aquellos tiempos en los que la tecnología daba sus primeros pasos y, de alguna manera, también modificaba la existencia.

 La fotografía había sido un invento de siglo XIX pero, en los albores del siglo XX aun seguía siendo un medio excepcional para las familias trabajadoras, y más en el ámbito rural. Así que, cuando vi la foto de mi madre y sus hermanas, sonrientes, acaso felices en ese instante, posando junto a una bicicleta de varón que tal vez no sabían montar, no sólo me conmovió, sino que me dio pie para seguir pensando en esa fotografía, para interrogarla.

 Roland Barthes en uno de sus últimos ensayos, La cámara lúcida, nos propone preguntarnos a nosotros mismos ¿qué es lo que vemos cuando estamos frente a una foto? ¿Por qué la imagen me gusta o no? ¿Qué es lo que me conmueve? ¿Se puede ver más «allá»?

Y eso fue lo que hice. Miré los vestidos, los zapatos, la forma de llevar los cabellos que en esa foto estaban alborotados por el viento, imaginé la época del año, traté de reconstruir con la imaginación lo que había más allá de esa llanura que crecía a espaldas de las chicas.

 Sigo con Barthes, el dice en su ensayo que  la fotografía reproduce al infinito lo que únicamente ha tenido lugar una sola vez y que, cuando una foto llega a nuestras manos nos anima y a su vez  la animamos. Y en eso radica la aventura de mirar fotografías.

 

Este ensayo Barthes lo escribió en 1977, poco después de la muerte de su madre. Precisamente, uno de los pasajes que me conmovieron y que me permiten relacionarlo con la operación que hice yo, a mi vez, con la fotografía de mi madre, es el pasaje en el que describe una antigua fotografía de su madre a los 5 años en un invernadero. Curiosamente no la muestra, dado que, nos dice, esa fotografía solo existe para él.  En esa foto de su madre de 5 años encuentra la esencia de la mujer mayor que él conoció. Y nos dice que la fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente” (Barthes, 1989, 31).




La fotografía nos plantea la diferencia entre ver y mirar. Hay un cuento del escritor norteamericano Paul Auster que se titula Cuento de navidad de Auggie Wrend. La historia que nos cuenta es la del dueño de una tabaquería de la calle Court, en el centro de Brooklyn que a partir del robo de una cámara fotográfica desarrolla un curioso proyecto artístico. Cada mañana durante doce años, a las siete en punto, se paraba en la esquina de la avenida Atlantic y la calle Clinton y sacaba una sola foto a color, siempre de la misma vista. Tenía más de cuatro mil fotografías ordenadas en un álbum con las fechas apuntadas debajo de cada una. Cuando Auggie le muestra su trabajo, el narrador al principio no comprende lo que se ha propuesto. Y el dueño del estanco le dice que una cosa es ver y otra mirar, que hay una frontera entre quienes pueden y quienes no pueden acceder al arte. Lo que intentaba hacer con esas fotografías aparentemente repetitivas, en las que se iba viendo la variación de las estaciones, los cambios de luz, la ropa de verano o de invierno que lucían los ocasionales transeúntes, era fotografiar al tiempo. Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo.



                                Paul Auster ilustrado por Isol

 

En el ensayo  al que me refería, Barthes define las relaciones entre la fotografía y la muerte, dado que la foto fija un instante que está fuera del tiempo, un registro atemporal y eterno. Horacio Quiroga plantea algo de eso en su cuento La cámara oscura, incluido en el libro Los desterrados de 1926.

 

A Quiroga la imagen técnica le había interesado e inspirado muchos de sus cuentos. Era un aficionado a la fotografía y, más tarde al cinematógrafo, fue uno de los primeros críticos de cine, un arte que por esa época no se lo tomaba muy en serio. Es más, conoce Misiones en 1903  porque el poeta Leopoldo Lugones lo invita a una expedición financiada por el Ministerio de Educación, en la que planeaba investigar unas ruinas de las misiones jesuíticas en calidad de fotógrafo.


 Todos sabemos lo que ocurrió después, Quiroga llegó a Misiones como un ocioso dandy y, una vez asentado en Misiones, experimentó una suerte de mimetismo con el paisaje que hizo que abandonara su atuendo y que tomara el aspecto de un habitante del lugar.

En La cámara oscura se narra la muerte de el juez de Paz, Malaquías Sotelo y del pedido de la esposa del difunto al narrador para que tome una fotografía de su marido, un último recuerdo.

En su ensayo, Barthes establece que en la fotografía existen tres intenciones: hacer, experimentar y mirar. Y además, describe tres agentes que se encargarán de efectivizar tales propósitos: el operator que se encarga de tomar la fotografía (fotógrafo); el spectator es aquel que observa las imágenes en los periódicos, libros, álbumes, colecciones de fotos (espectadores); y el spectrum, que “es el blanco, el referente, una especie de pequeño simulacro” (Barthes 2005: 35), es decir, aquello que es fotografiado.

 En este cuento,  el narrador-personaje (ahora operator) acude al cuarto oscuro y revela la última y única fotografía del juez. Este hecho es vivido como una segunda ceremonia fúnebre, que llegará a su fin cuando el narrador obtenga el revelado del retrato: revelar una foto tomada a un cadáver –que era  todo un género para la época– tiene, sin embargo, el escalofrío de lo mágico. Celebra, en su revelado, una nueva ceremonia.

 En estas relaciones entre literatura y fotografía que estamos haciendo nos lleva a pensar en esos escritores que se deslumbraron a fines del siglo con un invento que les permitía perpetuar su imagen de una forma más veraz que la de la pintura. Y cuando miramos ahora esos retratos, no podemos dejar de verlos a partir de los efectos que nos ocasionó la lectura de su textos. Pienso en Lucio V. Mansilla, el autor de Una excursión a los indios ranqueles.

Mansilla era todo menos un hombre que quería pasara desapercibido. Se retrató incontables veces y, si miramos esas imágenes atentamente nos damos cuenta de todo lo que ellas nos cuentan. En primer lugar nos habla de los lugares por los que viajó. Se fotografía a bordo del barco que lo llevaba a Europa, en estudios de Berlín, de París, de Buenos Aires. Se retrató con distintos ropajes, algunos aparatosos porque, si algo quedaba claro era que Mansilla siempre quería concitar la atención de sus contemporáneos: con traje militar, como escritor sentado en su mesa de trabajo, con una enorme capa con su batallón en la línea de frontera (en 1870) que lo acompañaron a su famosa excursión con los ranqueles, con pieles, sombreros, siempre en posición de quien se sabe bello, extravagante.



Entre las fotografías más curiosas de Mansilla se encuentran las que se sacó en el estudio de fotografía Wilcomb de Buenos Aires. Se retrató de una forma muy pintoresca con un juego de espejos, el general aparecía en cinco imágenes como conversando consigno mismo. Se mostraba con su sombrero cilíndrico gris, su monóculo, su barba. Un gran conversador consigo mismo. De eso se trataba su obra de una larga conversación, de una cuaserie interminable. Haber posado para el juego de espejos fue interpretado como un gesto vanguardista que marcaba la modernidad constante y la personalidad única de Mansilla.

 En el libro póstumo, Papeles inesperados, de Julio Cortázar que reúne textos sueltos que fueron encontrados después de su muerte, hay un texto titulado Ventanas a lo insólito, que describe como al escritor  le gustaba ver las fotografías. En este artículo Cortázar cuenta que empezó a tomar fotografías en su juventud y cómo al hacerlo el sentimiento de lo fantástico lo esperaba en ese momento en que el papel sensible flotaba en la cubeta hasta el momento en que aparecía la imagen.

 


Y por eso, señala que no lo atraían las fotos en las que el elemento insólito se muestra por obra de la composición, del artificio. Si lo insólito sorprende, también él tiene que ser sorprendido por quien lo fija en una instantánea. La regla del juego es la espontaneidad. Lo insólito no se inventa, a lo sumo se lo favorece, y en ese plano la fotografía no se diferencia en nada de la literatura y del amor, zonas de elección de lo excepcional y lo privilegiado



Escribe: “Por eso, quizá, sigo entrando en cualquier foto como si fuera a darme una respuesta o una clave fuera del tiempo; ese novio sonriente al pie del altar, ¿no será ya el asesino futuro de la mujer que lo contempla enamorada? De alguna manera, la exploración de cualquier fotografía es infinita puesto que admite, como todas las cosas, múltiples lecturas, y lo insólito se sitúa casi siempre en la más prosaica y la más inocente.”

Y finalmente se pregunta “Después de todo, ¿quién puede estar seguro de la fidelidad de las imágenes sobre el papel?”

 En una conferencia que dictó en La Habana en 1962, titulada "Algunos aspectos del cuento", Cortázar compara la escritura del cuento y de la novela con la fotografía y el cine, respectivamente, formulando una poética que conecta explícitamente visualidad y escritura.

Hay dos cuentos en los que la fotografía se sitúa en el centro de la ficción: Las babas del diablo e Infierno en Solentiname.

 En Las babas del diablo (Las armas secretas) una fotografía se va alterando a medida que el fotógrafo la va mirando y desencadena diferentes variantes de la historia. En una realidad, Roberto Michel toma una foto en la Isla de Saint Louis, en París cuando ve a una mujer rubia que parece seducir a un muchacho.

 Los límites entre la foto y la realidad se borran, de manera que se confunden presente y pasado. El cuento nos lleva a preguntar cuál es la realidad y cuál la fantasía. Para ello, en este cuento, Cortázar crea un narrador que relata desde dos momentos diferentes. Uno en un momento cercano, cuando toma la fotografía u otro más lejano, cuando toma distancia y ve la fotografía en su casa.¿Cuál es la realidad y cuál la fantasía? El fotógrafo y narrador, Roberto Michel, está presente en la trama y ve de cerca lo que ocurre, pero además se desdobla, toma distancia y puede mirar la trama desde lejos. En ese sentido la fotografía, que parece una prueba irrefutable de la realidad, también puede ser parte de la fantasía. La foto también es una ironía porque puede ser solo una representación de la realidad.


Julio Cortázar en Solentiname


Hay otro cuento que Cortázar escribe en 1976. Se trata de Apocalipsis de Solentiname (Alguien que anda por ahí).

Un narrador en primera persona, alter ego del autor que viaja a Nicaragua a visitar al poeta Ernesto Cardenal. Ambos viajan a la isla de Solentiname, una pequeña comunidad insular. Allí se encuentra con unas pinturas inocentes en un rincón, que lo  impresionan por su belleza. Son pinturas de  y s campesinos de la zona, que describen la esencia del lugar: Al día siguiente, decide tomar fotos a los cuadros. De regreso en París, cuando revela y proyecta las diapositivas en lugar de los dibujos rústicos y naif, se encuentra ante la visión de terribles escenas de tortura y masacre ocurridas en territorio latinoamericano. En un momento anterior de la historia, el narrador teoriza sobre los aspectos mágicos de la fotografía, especialmente de las Polaroids. “A todos les parecía muy normal eso porque desde luego estaban habituados a servirse de esa cámara pero yo no, a mí ver salir de la nada, del cuadradito celeste de la nada esas caras y esas sonrisas de despedida me llenaba de asombro y se los dije, me acuerdo de haberle preguntado a Óscar qué pasaría si alguna vez después de una foto de familia el papelito celeste de la nada empezara a llenarse con Napoleón a caballo, y la carcajada de don José Coronel que todo lo escuchaba como siempre, el yip, vámonos ya para el lago.”

Volviendo al cuento, el elemento fantástico aparece durante la proyección europea, el narrador ha fotografiado cuadros naif de escenas campesinas en Solentiname sin saber lo que sucederá con las imágenes. Reveladas, estas tienen la capacidad de transformarse antes los ojos del fotógrafo.

 

En estos dos cuentos, Las babas del diablo y Apocalipsis en Solentiname, la cuestión de la fotografía le permite a Julio Cortázar pensar la literatura. Tanto el texto como la imagen fotográfica no pueden intervenir en la realidad, no pueden modificar nada, pero tienen un carácter testimonial. Recordemos que el problema de la “literatura comprometida” era una preocupación para el autor y su generación apoyando a la revolución cubana y la nicaragüense.

 

Silvina Ocampo que escribe cuentos  en los que lo atroz, lo monstruoso aparecen relacionados con los niños terribles y perversos que ella imagina. En muchos como en Las fotografías (Las invitadas) ensaya la parodia para indagar el uso doméstico de la fotografía estableciendo la relación entre el valor de registro de la realidad y la construcción y escenificación que conlleva el acto de sacar una fotografía, el ritual que ello implica.


 


El cuento Las fotografías narra el cumpleaños de quince de Adriana que no puede moverse a causa de una parálisis. El festejo se organiza en función del ritual fotográfico. Se estudian y se preparan minuciosamente las poses y ubicaciones de los personajes. Es verano, hace calor, los sándwich se derriten. La agasajada tiene sed y pide agua, pero todos los asistentes están tan compenetrados con la organización de las poses socialmente establecidas para cada toma fotográfica que no se dan cuenta que la chica se muere sofocada por el calor y el agotamiento.

 

En este cuento, el valor de la fotografía como registro de un acontecimiento social que es la entrada en la femineidad del personaje que cumple quince años se entrelaza con la  idea literal de que la cámara detiene el tiempo, fija un momento para siempre, porque el cuento termina con la muerte de Adriana. La fotografía no la inmortaliza, no documenta un momento en la vida de la protagonista, sino que la mata.

 

En 1888, según lo señala Ricardo Piglia en sus clases por la televisión pública, Emile Zola, uno de los más conspicuos representantes del naturalismo descubre la fotografía y decide experimentar con ella. El naturalismo, corriente literaria emparentada con el realismo intentaba  reproducir la realidad con una objetividad documental en todos sus aspectos, tanto en los más sublimes como los más vulgares, desagradables o sórdidos, por lo tanto no  es raro que Zola se interesara por la fotografía que podía registrar lo cotidiano de manera tan veraz.



Como su editor Charpentier, Zola se entusiasmó con esa nueva forma de expresión que era la fotografía, compraron cámaras, revelaron ellos mismos los negativos, experimentaron con nuevas papeles. Cuando Zola viajó a Inglaterra después del sonado caso Dreyfus y escribir el “Yo acuso”, aprovechó su estadía en Londres para fotografiar la vida cotidiana: las calles, las mansiones y los paisajes.



 

Amigo de los pintores Cezanne, Monet, Renoir, muchas de las fotografías de Zolá recuerdan sus pinturas. Trabaja, como los impresionistas sobre series, el mismo paisaje en distintas estaciones del año, con sol con lluvia, con nieve.

Pero también retrata amigos y familia, sobre todo de su familia oculta, Jeanette y sus hijos, así como escenas de la vida cotidiana.

A la Exposición Universal de París de 1900, Emile Zola no va con un cuaderno de notas, sino con su cámara fotográfica.Experimenta y registra una visión de 360 grados de la exposición como en las modernas panorámicas utilizando el tren que recorría el recinto. Según sus críticos la fotografía no influyó en su obra literaria puesto que concebía la fotografía como una actividad independiente de la literatura.

 

¿Qué miramos cuando miramos una fotografía? María Teresa Andruetto parece resolverlo en este poema que titula “Kodak”:

 

Yo miraba,
tras la lente de una Kodak
con la que él sacó fotos de la guerra,
antes que la muerte disolviera
sus pupilas y delegara en mis ojos
el dolor de mirarme devastada
por la ausencia.

 

¿Cuántas historias contiene una foto y hasta dónde llegan esas imágenes tomadas una mañana cualquiera, de un otoño lejano? Chicas que escuchaban radioteatros nació de aquella foto y se convirtió en dibujos y un poema. Me gustó pensar en dos dispositivos tecnológicos que hacían de esas chicas que trabajaban a destajo en el campo una vida más llevadera. Una la fotografía, gracias a ellas algunos de esos instantes de su vidas quedaron fijos para siempre. La otra es la radio que tenía una presencia importantísima en sus vidas, que les traía noticias de un mundo anhelado y distante.


 Toda fotografía es una botella lanzada al mar. Como algunas de ellas, a veces se hunden o desaparecen. Otras, muy pocas, son salvadas de las aguas del olvido y siguen hablando. Yo rescaté las de mi madre y sus hermanas jóvenes y felices y, durante un tiempo, me contaron algunas cosas.

 

(Chicas que escuchaban radioteatros, textos y dibujos de María Cristina Alonso. Buenos Aires, Editorial Niña Pez, 2022)

 

 

 

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