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jueves, 25 de junio de 2020

ENTREVISTA A LA ESCRITORA MARÍA CRISTINA ALONSO






Por Eduardo Burattini

¿Por qué se te ocurrió ser escritora?

Porque antes fui una lectora. Soy hija de Luisa Alcott. Mujercitas fue el primer libro entero que leí a los 9 años, quizá a los 10. Pero antes estuvieron todas esas colecciones de libros troquelados, adaptaciones de cuentos de Andersen y de los Grimm que me regalaba mi padre durante las enfermedades infantiles. Todavía mis dedos juegan con un farol de plástico que colgaba del paraguas de la cerillera de Andersen, una especie de libro juguete editado en España. Pero cuando llegó Alcott fue otra cosa. Quise desde el primer momento ser Jo, la chica que escribía en la buhardilla sin importarle las modas y las cuestiones sociales. No sólo  quería ser escritora, quería ser la escritora Jo y terminar teniendo una escuela para muchachos que se interesaran en la lectura.


—¿Se puede decidir ser escritor, o se nace?

No  lo sé, pero tampoco me imagino una vida sin libros que leer e historias que escribir. No creo en marcas de nacimiento porque de hecho, no hubo escritores en mi familia, pero hay huellas que los antepasados van dejando que indican caminos. En primer lugar una biblioteca completa de La Nación que mi hermana heredó de una tía abuela que firmaba como María Alonso. Mientras yo leía su firma en la primera hoja de cada novela que intentaba abordar, me imaginaba que ella me estaba indicando un itinerario de lecturas. También le debo el deseo de contar historias a los relatos de mi padre sobre  hechos de su juventud. Él había tenido un amigo escritor en sus tiempos de militancia en FORJA, José Trípoli del que había algunos libros en casa. Tener un amigo escritor, en mi imaginación infantil, era algo increíble, fascinante. Y, sobre todo, decidí escribir para combatir la monotonía de la vida de un pueblo. Oesterheld me enseñó con sus obras que la aventura era posible aún a la vuelta de la esquina.

—¿Cuando escribís, dejás volar siempre tu imaginación o mirás la realidad?

La realidad es una espada que siempre está clavada en la espalda. Se escribe con ella doliendo siempre. Pertenezco a una generación que sufrió la dictadura, que de joven tuvo que mirarle la cara a la muerte, que sufrió la violencia institucional,  la desaparición de personas, la censura. Pero también que creyó en un mundo más justo, más equitativo, más amable. Desde luego nunca me propongo escribir con ese fin, pero los dolores y los deseos se filtran en lo que uno escribe sin que nos demos cuenta.


—¿De qué trabajaste antes de dedicarte a ser escritora?


Soy docente desde los 23 años cuando egresé de la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Plata. He intentado despertar el amor por la lectura durante los treinta y cuatro años en que enseñé en todos los niveles de la educación y aun ahora, ya retirada, sigo capacitando docentes y dando clases de Literatura en un profesorado. Aunque escribir es lo que me define y es lo que hago la mayor parte de los días siento pudor de decir que soy escritora de profesión porque no vivo de los libros que escribo y tampoco me resulta fácil publicar. Pero sigo escribiendo porque es lo que me ayuda mucho en estos tiempos de pandemia, cuando publico en las redes mi diario de cuarentena y cosecho lectores.

— ¿Cuál fue el libro que más te gustó escribir?

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Aventuras en borrador, sin duda. Una novela de aventuras que transcurre en un pueblo del oeste de la provincia de Buenos Aires. Es la historia de un viaje por caminos vecinales de una chica de los setenta con   Alberto, un tío fantasioso y tarambana, al que unos tipos le pisan los talones. Mientras huyen en un Falcon destartalado el tío va contando la historia de Burke y Wills, dos exploradores de Australia del siglo XIX. En el epígrafe que la editorial Colihue me pidió que escribiera dije esto:”Como el tío Alberto, escribo historias para que me pasen cosas…”


Se habla mucho de la lectura y la escuela, ¿cómo es la relación dentro de la escuela? ¿Cómo te gustaría que fuera la escuela de hoy para los jóvenes?

Hablar de la escuela hoy es hablar de la escuela en casa, de las clases por whatsapp o por video conferencia. Ya no de la escuela con su edificio, sus rituales, sus tumultos. Hoy la escuela es la que pintó Isaac Asimov en un cuento, “Cómo se divertían”. Transcurre en un futuro lejano y los chicos aprenden en pantallas y en sus casas. Ya no hay maestros ni compañeros de clase. Pero los protagonistas encuentran un libro de verdad y uno de ellos recuerda que, el abuelo del abuelo contaba que, en una época remota los chicos iban a una escuela y tenían una maestra de carne y huesos. Y, claro, se divertían.
La literatura cuenta el porvenir, evidentemente. Pero creo que esta horrible pandemia que nos mantiene dentro de nuestras casas nos da la oportunidad de hacer circular la literatura, y creo que esa es una de las grandes misiones de la escuela: hacer que los docentes lean y hablen de sus lecturas con los alumnos, que los inciten a buscar las respuestas que nadie tiene en la poesía, en el teatro, en las novelas, en los cuentos. La literatura calma la angustia que crece cuando el mundo se vuelve pura incertidumbre.
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— ¿Sos muy sensible, como tus personajes?

Cuando uno escribe se esconde detrás de los personajes, es todos ellos, los malos y los buenos. El secreto está, me lo digo constantemente, en no ser autorreferencial. Sin embargo, detrás de cada uno de ellos se esconde la niña que fui, que se sentía como los personajes de los cuentos, atravesando un bosque con demasiada oscuridad.



— ¿Qué te hizo ser así?
Otra vez debo responder, la literatura. Cuando iba a la escuela me sentía un poco bicho raro. Yo era “la que leía”. No una traga porque nunca fui eso. Era la que podía ausentarse en los desiertos del África, navegar hasta Singapur, tomar el té en una pequeña casita en Boston o salir a caminar por los páramos de Haworth en Yorkshire, Gran Bretaña. De esas experiencias es difícil que no tengas la sensibilidad a flor de piel.


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—¿Cómo ves la literatura infantil y juvenil en Argentina? ¿Y en Latinoamérica?

Aprendo todo el tiempo leyendo a magníficos escritores y escritoras argentinas y latinoamericanas. Mis artículos en El hormiguero lector dan cuenta de esa admiración.


—Si un niño o jóven quiere ser escritor, ¿qué tiene que hacer?
Creo que, con en lo que te he contado está la respuesta. Tiene que leer, leer hasta el punto de no poder pensar una vida sin libros. Y después escribir cuando realmente tenga algo que decir, que contar. Pero eso, también,  viene con el tiempo.

—¿Crees que la literatura debe ser estremecedora, conmovedora, molesta o indomable? ¿Por qué?

La buena literatura siempre es disruptiva, siempre está transgrediendo un orden, siempre llama a esa región oscura donde están todas las preguntas incontestables que nos hacemos por el sólo hecho de estar en este mundo. No creo en la literatura que se escribe para adoctrinar, para enseñar valores, para “educar en emociones” que es, veladamente, hacer niños y niñas adaptados al sistema. La literatura  debe volar la cabeza del que la lee, llenarlo de preguntas, incomodar. Por algo los escritores y los lectores son los primeros sospechosos en los estados totalitarios, por algo se han quemado tantas bibliotecas.




miércoles, 24 de junio de 2020

"Ilustrar = dar luz”



        por Beatriz Ré




El álbum es la única contribución que la literatura infantil ha hecho a la literatura, los demás géneros han sido puramente imitativos”.
Peter Hunt. Children’s Literature. Oxford: Blackwell, 2001:288

La ilustración es fundamentalmente una visión, una lectura, una explicación del propio texto, que por su imaginación, coloración, proyección, estilo, forma, amplía, diversifica y supera la propia lectura de la narración del texto concreto.
Tiene que explicar cosas, en el sentido más amplio de la palabra. Sirve para ir más allá de las referencias concretas del propio texto, y para hacer volar la imaginación del lector, para llegar a explicar  aquello  a lo que no alcanza el texto por la sencilla razón de  su concreción específica.
No es la propuesta una ilustración vinculada  al texto, tan sólo para encuadrar lo que este describe, sino  plasmar imágenes  con creatividad, para crear un clímax  en el que el receptor  puede desarrollar su propia imaginación con respecto al texto.
Es saludable concebir  el libro como un todo: en el que no se pueden disociar texto e imagen. Porque los autores lo son en conjunto. En un libro ilustrado, la imagen crea la atmósfera del texto y así el modo imaginario del lector juega sobre dos andamiajes: el plástico  y el conceptual.

En este sentido los autores son tanto quien lo escribe, como quien lo ilustra.
El escritor infantil debe tener en cuenta al concebir la historia que ésta se extiende hasta otro lenguaje: el gráfico. A su vez el ilustrador debe analizar la narración e ilustrarla para que armonice con el texto y evitar las redundancias innecesarias.
La pintura permaneció  durante años sometida a los dictados de la realidad. El pintor más admirado era aquel que poseía la técnica para reflejar esa realidad.
Con la llegada de los llamados impresionistas; Renoir, Gauguin, Cezanne, se rompe esa relación servil de la pintura con la naturaleza. Simplemente extraían de ella lo que necesitaban sus cuadros y rechazaban lo innecesario. Estos proscriptos mostraron un sendero virgen  que las  generaciones posteriores exploraron.
Luego se vuelve a recuperar la relación con la realidad, pero de manera más serena y fresca, sin compromisos.
La literatura, la arquitectura y la música se vieron afectadas por estos cambios. Es por eso que el arte impreso también comenzó a liberarse de las ataduras del texto y a consolidarse autónomo. Su objetivo, más que servir a la narración, es servir al libro.
Lo gráfico es portador de un mensaje artístico con connotaciones ideológicas, filosóficas, culturales. Imágenes y texto son capaces de decir cosas, de expresar. Se trata de complementación y no de subordinación y es importante destacar la posibilidad significativa de la imagen. No sólo refuerza la significación del texto escrito sino que constituye  un modo de ver, de concebir y de mostrar la realidad. La ilustración siempre pone de manifiesto un imaginario social, propio de una sociedad en  un momento histórico  particular.
En la literatura infantil la imagen dice cosas importantes, aporta contenidos culturales y es portadora de mensajes. Las imágenes sirven de puente entre el lenguaje que el niño posee y la forma escrita del lenguaje. Posibilitan al niño junto con los objetos y las acciones de su experiencia el paso del lenguaje oral al escrito. Por eso la importancia de la ilustración en los libros para los más chicos.
Dice Leo Lionni
“Uno de los más importante ingredientes de ese mundo que rodea al niño  es el libro ilustrado. Porque es allí donde tendrá su primer encuentro con una fantasía estructurada, reflejada en su propia imaginación y animada por sus propios sentimientos.
Es allí donde, a través de la mediación de un lector adulto, descubrirá la relación entre el lenguaje visual y el lenguaje verbal. Luego, cuando esté solo y repase las páginas  del libro, una y otra vez, las ilustraciones le harán recordar las palabras del texto. Entonces articulará su primer monólogo interior. Y con el recuerdo de la voz que le leía, que le dará color y ritmo a sus silenciosas palabras, tendrá su primera lección de retórica. Sin percatarse de ello aprenderá acerca de principio y final , y lo más importante, experimentará el descubrimiento de un nuevo tipo de mundo verbal, tan diferente en  estructura y en forma del caótico tráfico verbal que hasta  entonces lo ha rodeado. El libro ilustrado, en medio de un entorno complejo, con frecuencia represivo e incomprensible, es para el niño una isla imaginaria. Como los terrarios de mi infancia, los libros ilustrados  representan el mundo alternativo donde el niño puede reconstruir el relato e incluso anticipar su propio asombro “.
Nuestra formación comparada con la de los chicos de hoy, en términos generales es más literaria que gráfica, a excepción de quienes se dedican al diseño gráfico. Los chicos son críticos más avezados para los estímulos gráficos.

En general cuando se habla de libros, se piensa en textos de diferentes tipos: literario, filosófico, histórico, ensayístico, etc., impresos sobre las páginas. Escaso interés suscita el papel y la encuadernación del libro, el color de la tinta y todos aquellos elementos con los que se realiza el libro como objeto. Escaso interés se le dedica a los caracteres tipográficos y menos aún al espacio en blanco, a los márgenes y a todo el resto.
El ilustrador  juega con estos elementos  y como cualquier otro  artista, crea con un interés, con un objetivo: influir en el mundo de su receptor. Sabe que es ése, el momento de la percepción, el que valida su creación y dónde ésta se afirma a sí misma como valor artístico.
Es por eso que la ilustración interroga al niño y le concede la palabra. Y una vez que el niño despertó del sueño, espera. Miró la realidad, la transformó con el toque magnífico de su imaginación creadora  e hizo significar otra realidad.
Es condición del arte  su poder de emocionar al receptor.
Literatura infantil impresa es arte por partida doble.



Fuente del artículo: Ré Beatriz. “Ilustrar = dar luz”, en  Zoom. Un espacio para mirar-nos, Año 3, Nª 3, junio de 2012, p. 46 a 48.
La cita de Leo Lionni fue tomada de: Lionni, Leo. “Antes de las imágenes”, en: El libro-álbum: invención y evolución de un género para niños. Caracas: Banco del Libro, 1999, (Parapara clave), p. 136.

jueves, 18 de junio de 2020

"Volver del futuro: La casa maldita de Ricardo Mariño”




por Adrián Ferrero

     Cuando Ricardo Mariño llegó a este mundo, en 1956, ya H. G. Wells había ya escrito la novela La máquina del tiempo en Londres, en 1895. En esa novela, un hombre viaja al futuro en una máquina, luego de haber descubierto la cuarta dimensión. El dispositivo, descripto sin demasiado lujo de detalles, hace que la novela de Wells pertenezca al género de la ciencia ficción, y no forme parte, en su defecto, del género fantástico o de la literatura de tradición maravillosa. Lo que el protagonista encuentra es un panorama profundamente desolador. Lejos de cumplir con sus expectativas de llegar a una sociedad en la plenitud de su desarrollo, asiste a un mundo en decadencia habitado en su superficie por unos seres hedonistas (los Eloi), pero sin escritura, inteligencia ni fuerza física. El Viajero supone que así debió de terminar la humanidad tras resolver todos sus conflictos existenciales, sin embargo, poco después descubre que estos seres viven con un inmenso miedo al subsuelo y a la oscuridad. Ese subsuelo está dominado por unas siniestras criaturas, los Morlocks, otra rama de la especie humana que se ha habituado a vivir en las tinieblas y sale de noche para alimentarse de los Eloi que captura. Lo cierto es que en la presente novela, La casa maldita, que data de 1991, también las fechas y loso viajes son importantes.


     En efecto, dos niños que viven en un pueblo, se dirigen a una casa de la cual se afirma que está embrujada, habitada por fantasmas, los espectros de una familia que ha desaparecido pero en verdad permanece aún allí, los Vanderruil. Por lo menos, ese es el rumor que ha cundido. Un día, Irene René Levene y Matías Elías Díaz, se van a ese lugar con toda la intención de cerciorarse de que la historia que se cuenta es cierta.  Ellos ignoran, como ustedes ahora, lo que les sucederá.


     Pero las cosas son aún mucho más complejas. Porque la nouvelle juvenil reviste una serie de planos narratológicos, que en ella comenzarán a interactuar. Por un lado, el relato enmarcado (el que acabo de comenzar a referir). En segundo, el marco (al que me referiré). Por último, la realidad empírica, referencial, dentro de la cual los lectores nos movemos cotidianamente.

     Ahora bien: la gran pregunta en torno de esta novela es ¿quiénes son sus personajes principales? Porque se inicia con el comienzo de un relato, a continuación ese relato es descartado, aclarando un narrador en tercera persona omnisciente que el escritor no ha quedado satisfecho con ese resultado. Y a continuación se irán dejando de lado otros. Es aquí cuando comprendemos que estamos delante de un proceso creativo: alguien está escribiendo una historia y manifiesta vacilaciones. Hasta llegar por fin al comienzo de uno definitivo y el desarrollo de una trama (la de Inés y la de Matías). Nos enteramos que por detrás de la decisión de estos cambios en los comienzos de las historias, estos borradores son la hoja en blanco del escritor, insatisfecho con los resultados que va concibiendo. Estos cambios narratológicos, nos sumen en una sensación de provisoriedad, porque la estructura de cajas chinas. Pues tampoco sabemos si no elegirá en algún momento otro comienzo.

     Habrá otro detalle más, clave para comprender la convivencia de estos tres planos narrativos. La entrada en escena de un niño, que explica que quiere comprar una revista con un cuento  que transcurre en 1990, “dentro de 40 años”. Nos enteramos de que es el hijo del escritor que está iniciando y descartando comienzos para su historia por la intervención en un el diálogo con él, quien evidentemente se siente perturbado por la interrupción. Y lo deriva a su madre.

     En esta nouvella, tiene lugar el caso de esa gran dubitación delante de la hoja en blanco que tiene lugar en la mente de todo escritor. Ricardo Mariño, especularmente, ubica entonces el marco de este relato enmarcado, plasmando las escenas de la escritura, sus decisiones, sus indefiniciones, los cambios, que naturalmente conoce como pocos por profesión. Al fin y al cabo, es lo que le debe de suceder cotidianamente.

     Por fin, tiene lugar la elección de una fecha, evidentemente, porque en el capítulo 2, ya queda contorneada una historia principal (la del relato enmarcado) que, pese a que aún presentará complejidades desde los planos ficcionales, también estabilizará una  trama. En esta trama, Matías Elías Díaz e Irene René Levene, se dirigirán a la citada casona abandonada. Entrarán en ella, y para escapar al susto que les produce un ruido en el piso de arriba (la casa tiene dos plantas) Matías se introducirá en un baúl. Irene, en cambio, permanecerá afuera del baúl. No obstante, cuando descubran que el temido peligro estaba encarnado en un simple ratón, al abrir la tapa del baúl en el que estaba escondido Matías Elías Díaz, “Los dos sintieron que eran arrastrados por una extraña fuerza. Aunque esa sensación duró apenas un segundo (como si durante ese tiempo hubieran estado en medio de un invisible remolino), cuando se recobraron apenas tuvieron una fracción de tiempo para mirar alrededor y salir corriendo” (p. 28).



     Claro que a partir de este momento el mundo habrá adquirido otra fisonomía (ellos no, permanecerán idénticos). Llegarán al pueblo corriendo porque sus bicicletas ya no estaban donde las habían dejado. Y sucede algo sumamente extraño, que los deja perplejos. El lugar tiene otro aspecto. Se dirigirán a la casa de Irene y allí se encontrarán con una mujer joven que es nada más y nada menos que su abuela, infiere ella por el nombre con el que se presenta. La mujer llama a su hija, de ocho años, con sus nombres de pila, Egle Hebe, y cuál no sería la sorpresa de Irene cuando se encuentra con su madre de niña. Luego de ir a una taberna (que antes no estaba en su ese pueblo), de verificar Matías que está su abuelo de niño entre los parroquianos por tener un mechón blanco y el rostro idéntico a una fotografía que se conserva en su casa, caen en la cuenta de que han retrocedido en el tiempo. Exactamente al 19 de noviembre de 1950, cuarenta años atrás. Matías Elías Díaz e Irena René Levene estaban cursando su último año de la primaria antes del viaje en el tiempo, padeciendo a una maestra, “la cocodrilo”, que les hacía la vida imposible.

     Hay un grupo de parroquianos, al que toman la decisión de seguir cuando salen de la taberna, y llegado un determinado momento se detienen en el camino. Llega luego un carro del que desciende un baúl. Y el conductor lo raya involuntariamente. Irene y Matías, escondidos detrás de ellos, en un maizal, espiándolos, comprenden que se trata del mismo baúl en el que Matías se ha ocultado en la casa maldita. Los hombres leerán una carta que venía acompañando al baúl, en la que un primo les explica que ha retrocedido en el tiempo hasta 1492 porque deseaba a toda costa conocer cómo se había producido el descubrimiento de América. En la carta les explica rigurosamente el procedimiento que deben seguir para viajar en el tiempo. Se darán más detalles, pero me gustaría detenerme aquí para no revelar más detalles de la trama.

     De modo que Ricardo Mariño no solamente despliega un juego con planos narratológicos en el seno de una misma ficción, sino con planos temporales en el marco de esos planos. Habrá prolepsis y analepsis según los casos. 
Esta construcción narratológica tan deslumbrante de Mariño, resulta desconcertante para los lectores y las lectoras tanto como ha desconcertado a los parroquianos o primos y luego a Matías Elías y a Irene René Levene.

     Lo genial del libro es que gracias a intercalar ese  género incidental que es la carta del viajero a 1492, esa misma misiva a su vez brindará la clave a ambos niños para regresar a su tiempo originario, del cual han sido arrancados involuntariamente, desconociendo por completo lo que sucedía. No han viajado a otro lugar, porque Matías no había marcado en el mapa que había dentro del baúl otro destino. Sin embargo, este constituye uno de los puntos más jugosos de la trama, porque permite que ambos personajes puedan reconocer a sus ancestros siendo adultos o aún niños, en el caso de su madre, abuela y abuelo.

     El mecanismo de relojería de la nouvelle La casa maldita cruza también otra clase de géneros: el gótico o novela de horror (en particular en el comienzo), con la ciencia ficción y, agregaría yo, la intriga y el misterio. Para lo que supone una obra infantil, plantea un desafío a la comprensión lectora notable, que pone a la mente a trabajar activamente. 
La trama descolocará a quien la lee porque descubrirá la co presencia de planos narrativos simultáneos pero interdependientes al tiempo que sume a esos lectores en una situación de extrañamiento.  Las discronías siempre conducen a preguntas profundas en torno de las coordenadas dentro de las cuales la vida cotidiana de los lectores y las lectoras se desarrolla.  Este viaje compromete, por otra parte, tiempo y espacio. Pero en particular lo que lo rige de modo definitivo es el tiempo.  



     El autor de la carta que informa sobre el funcionamiento de la máquina, Saúl Abdul Majul, es una voz que llega del pasado a un presente del cual ya está ausente. Porque ha viajado a la España de Colón durante el lapso que haya decidido. Y para Matías e Irene, quienes escondidos habían escuchado esta historia, el gran reto consistirá en poder regresar a su punto de partida, esto es, al futuro. Para ello necesitarán servirse de un reloj y de un interlocutor que cuente el tiempo que requieren para preparar la condiciones para hacerlo. Lo consiguen. Logran que el hijo de un escritor realice el conteo en tanto ellos se introducen en el baúl. Pero Liborio Riolobos, el ocasional conocido que han logrado convencer para realizar semejante tarea con dos desconocidos, se cansa de contar el tiempo y en lugar de llegar a su presente originario, esto es, 1990, los hace llegar con su cálculo a 1989, a una clase en la escuela en la que tienen a “la cocodrilo”, quien los mortifica. Ya no estarán en el último año de la primaria, sino en el inmediatamente anterior. Entre tanto, Liborio Riolobos, ignorándolo ellos, también habrá seguido ese manual de instrucciones, irrumpiendo en la clase. Ellos se lo llevarán afuera del aula, alegando que se trata de un  primo, en tanto la maestra reprende a los tres.                             

     La nouvelle concluye con Liborio azorado asistiendo desde la vereda al descubrimiento de un televisor. “¡Un verdadero cinematógrafo en miniatura! ¡Y en colores!” (p. 77). Nuevamente los planos se desdibujan,  porque lo que Liborio ve a su vez, es otro plano ficcional, el que le muestra la imagen de un aparato de TV. Pero también allí la escena es engañosa. Porque este habitante del pasado se encontrará con otro invento, que le muestra representaciones, como las figuras chinescas de un teatro que llega providencialmente, al estilo de un milagro, más que de un progreso de la tecnología que él no está en condiciones de detectar en tanto que avance de la civilización.

     Todo este juego de planos resulta fascinante. Fascinante en tanto uno se pregunta, una vez que ha logrado desentrañar sus mecanismos constructivos el modo como una mente inteligente pero también dotada, inspirada y con oficio de un escritor, ha logrado concebir semejante mecanismo de relojería en el que no hay fisuras.

     En efecto, La casa maldita se presenta como una novela que perfectamente está en condiciones de dialogar con la gran tradición de relatos que desarticulan los planos de realidad y las tres dimensiones, desde las Alicias de Lewis Carroll hasta la novela de Sir Arthur Conan Doyle, El mundo perdido, sobre una expedición a una meseta sudamericana en donde aún sobreviven animales prehistóricos (primera novela que introduce los dinosaurios en la ficción de todos los tiempos), pasando por Julio Verne. Todos clásicos europeos del siglo XIX que, curiosamente, pasaron a formar parte de catálogos juveniles ócuando originariamente fueron concebidos por sus autores como ficciones para adultos. Este es un proceso que la literatura conoce de sobra. Un desplazamiento de públicos que del lectorado adulto mediante una operación que el tiempo histórico define (y no solo las adaptaciones o versiones), mediante una operación bastante inexplicable, se modifica. El único que pareció tomarse en serio a algunos de ellos entre los exponentes de los escritores de la alta literatura (o al menos así lo  pareció), fue Borges. Quizás por el componente fantástico o de ficción científica que alentó su espíritu, como se vería luego en la ficción fantástica o especulativa que cultivó. Por supuesto que dejo por fuera de este catálogo todas las adaptaciones cinematográficas o películas que están también atravesadas por estas cavilaciones, temáticas y sería imposible inventariar. Pero también las artes plásticas, como por ejemplo el dibujante neerlandés M. C. Escher, quien problematizó las categorías entre ficción y realidad, con sus magníficos dibujos es también otro espléndido ejemplo de esta vertiente. Y en pintura los surrealistas, como el belga René Magritte hizo lo propio durante el siglo XX.


     La casa maldita se inscribe en la gran tradición de este corpus, lo hace con sentido de originalidad, no acudiendo a la reproducción de un recurso  liminar sino introduciendo inflexiones propias respecto de un linaje que aún tenía mucho para decir y también había callado lo suficiente como para dar lugar a otros creadores a proseguirlo. Y que evidentemente en Argentina encuentra un caso que si bien respeta en su idea central al intertexto de Wells, también lo enmarca en contenidos que trazan un vuelco hacia los problemas de génesis de escritura y los dilemas propios de la creación en la literatura. La casa maldita prosigue un linaje pero también disputa con él. Desde la periferia del mundo, con una versión que suma sofisticación formal, encuentra un sitio de excelencia. Por añadidura, que se trate de una ficción infantil, porque está pensada para niños y niñas a partir de los 10 años, la vuelve una pieza incuestionablemente valiosa, además de, nuevamente, transgresora.  Acerca a los niños a la noción de realidad paralela o alternativa, a la noción de discronía, problematiza la realidad en términos del sentido común y lo pone todo en cuestión en lo relativo a las leyes de funcionamiento del universo tal como los humanos las concebimos cotidianamente. A nivel de los planos de escritura el juego resulta magistral. La interrupción por parte del hijo del padre escritor que brinda la idea original para el argumento de la trama, también resulta un hallazgo. Eleva el rango del niño a la categoría de inspirador para la ficción del escritor que como una mano invisible digitará toda la trama, sin que lo notemos pero a sabiendas de que es una suerte de alter ego de Ricardo Marinño. En efecto, por detrás de todo lo que vayamos leyendo, si hemos estado atentos al comienzo de la novela, comprendemos que hay una presencia que está siendo personaje a la vez que está tejiendo los hilos de lo que leemos. Ellos actúan en tanto son escritor.

     Esta nouvelle no hace sino confirmar que estamos ante una pluma mayor de la narrativa infantil y juvenil argentina. Entre su trayectoria podemos mencionar el  Premio Casa de las Américas, varias recomendaciones de IBBY (International Board of Books for Young People) y en dos oportunidades el Premio Konex a la trayectoria (1994 y 2004).

     La casa maldita a decir verdad es un premio que nos regala Ricardo Mariño con magistral habilidad de prestidigitador de la palabra. Como escritor que conjuga los dilemas de la escritura con la más desatada de las imaginaciones de la invención en torno de la representación de las escenas de la escritura.                           




                                                                                                                                               

miércoles, 17 de junio de 2020

Infancias: Narrar la oscuridad


por María Cristina Alonso

¿Cómo se narra la infancia si se ha padecido? Muchos escritores sostienen que, en esos padecimientos nació su literatura. Una recorrida por algunos días de infancia de autoras y autores cuyos primeros años no fueron un paraíso perdido precisamente.

Pero antes de comenzar esta pequeña historia,- escribe Laura Alcoba en el prólogo de su novela de sesgo autobiográfico, La casa de los conejos- quisiera hacerte una confesión: si al fin hago este esfuerzo de memoria por hablar de la Argentina de los Montoneros, de la dictadura y del terror, desde la altura de la niña que fui, no es tanto por recordar como por ver si consigo, al cabo, de una vez, olvidar un poco".


Y lo que va a narrar es una infancia vivida en La Plata, en los años previos a la dictadura, cuando comenzaba la violencia institucional. Es 1975 y la madre tiene pedido de captura, por lo tanto deben mudarse de casa y pasar a la clandestinidad. En la nueva vivienda, que está en las afueras se crían conejos. Pero es sólo una fachada, porque en verdad es una casa clandestina de Montoneros y, los que la comparten, van muriendo o desapareciendo en las calles.

La niña que cuenta tiene siete años y con aparente naturalidad nos dice cómo es la vida en la clandestinidad: ““Mi madre se decide finalmente a explicarme, a grandes rasgos, lo que pasa. Hemos tenido que dejar nuestro departamento, dice, porque desde ahora los Montoneros deberán esconderse. Es necesario, ciertas personas se han vuelto muy peligrosas: son los miembros de los comandos de las AAA, la Alianza Anticomunista Argentina, que <<levantan>> a los militantes como mis padres y los hacen desaparecer. Por eso debemos refugiarnos, escondernos; y también resistir. Mi madre me explica que eso se llama <<pasar a la clandestinidad>>


A los once años, Alekséi Maksímovich Peshkov ve a su padre yacer en el suelo de una habitación en penumbras. Parece más largo que nunca envuelto en un lienzo blanco. El niño  repara en los discos negros de las monedas de cobre que tapan los ojos. El semblante sombrío lo aterroriza. A su lado, la madre peina el largo cabello del muerto.

Con esa escena comienza Días de infancia, un relato autobiográfico de Alekséi escrito en 1913, que más tarde firmará sus libros como Máxim Gorki.

Con la muerte del padre, lo que queda de la familia es acogida en casa de sus abuelos.  Así transcurre la infancia de este escritor ruso, signada por una madre casi ausente y una familia brutal en una época  en la que, lo natural era dirimir las cuestiones a los golpes con los más débiles. Los niños recibían palizas terribles  como castigo a sus travesuras y las mujeres eran golpeadas por sus maridos y morían en silencio. En ese mundo cruel, en la casa de sus abuelos donde se dirimen disputas entre hermanos, brilla la abuela Akulina, “Desde esos primeros días- escribe Maxim ya adulto- hice amistad con ella”.

La abuela le pone luz a la oscuridad y a la sordidez de la pobreza con sus relatos: le cuenta historias fantásticas de bandoleros generosos, de ermitaños piadosos, de animales y malignos poderes del infierno.

“Sigue contando”, le pide el nieto que será un futuro revolucionario y se hará amigo personal de Vladimir Lenin y de Stalin. “¿Más aún?”, le responde la abuela, y sigue: “Érase una vez un duende escondido en una chimenea del hogar, que se había clavado un alfiler en la pata y andaba cojeando de un lado al otro y gimiendo”. Y no sólo relata, sino también la mujer interpreta el relato. Recuerda Gorgky “Al decir esto levantó el pie, se lo sujetó con las dos manos, lo movió de un lado al otro y contrajo la cara como si ella misma sintiera dolor.” Y el niño, festejando junto con unos marineros barbudos que escuchan riendo y aplaudiendo volvía a pedir “vamos, abuelita; cuenta algo más”.

                                                                            Atardecer. Rusia 1917

La niña flaca y despistada que andaba entre arrozales en los suburbios de Saigón sin horarios, sin modales acostumbrada a contemplar el crepúsculo sobre el río, es rememorada por Marguerite Duras muchos años después, cuando recupera su permanencia en Indochina y reconoce, cuando ya su nombre, es famoso y son incontables sus lectores que  su escritura nace de esa infancia no demasiado feliz.



Perteneciente a una familia de colonos franceses en Indochina. Permanecerá en ese país desde su nacimiento hasta los 18 años.  La brutal explotación francesa transcurre en un país de noches espléndidas, donde no es posible distinguir las estaciones. Los colonos franceses no sólo les roban las tierras a los campesinos sino que los golpean y cambian los ideogramas chinos con que se escribía la lengua anamita por el alfabeto latino.



En ese contexto la niña Maguerite no sólo vive penurias económicas sino que debe soportar los golpes de la madre, directora de la escuela femenina de Sa Déc. También le da feroces palizas el hermano “"Creía que mi hermano iba a matarme". Golpes por partida doble que acaban poniéndola en brazos de un  amante chino y empujada a la prostitución por su propia familia que espera del chino dinero y favores.

Esa  infancia de desprotección y de abuso da origen, cuando ya está viviendo en Francia a una bella e inquietante novela de impronta autobiográfica El amante.

Narrar la infancia es un tema recurrente y universal, y suelen ser los acontecimientos vividos en los primeros años de vida los que fundan el imaginario de muchos escritores. De los miedos de la infancia nacen los monstruos que Maurice Sendak dibujó en su libro álbum Donde viven los monstruos. El ilustrador, nacido en Nueva York, hijo de una familia judía que había emigrado a Estados Unidos, recordaba su infancia llena de acechanzas: las económicas, -transcurre durante la Gran Depresión- el  horror del Holocausto que devoraba a los parientes que quedaron en Europa, la ferocidad de la Segunda Guerra. Y también un acontecimiento de la crónica policial: el secuestro del hijo de un aviador, Charles Lindbergh, un hecho ampliamente difundido por la prensa, llenó de terror su noches. El niño secuestrado era hijo de un héroe nacional que había sido el primer hombre en cruzar el océano Atlántico uniendo Nueva York y París, y tenía sólo veinte meses. Lo buscaba febrilmente media nación, desde el presidente Hoover hasta Al Capone, y apareció muerto dos meses después.


Maurice, que fue un niño enfermizo y nunca develó a sus padres su homosexualidad. "Lo único que quería -dijo en una entrevista el genial dibujante- era ser heterosexual para que mis padres fueran felices". "Ellos nunca, nunca, nunca lo supieron", señaló como una de sus obsesiones la desaparición de los bebés. "Cuando el bebé Lindberg fue secuestrado ya supe con 4 años que algo que le pasó a ese niño podría pasarme a mí. Nadie me consoló cuando el bebé Lindberg fue encontrado muerto. Creo que los niños pequeños saben cosas que no nos gustaría que supieran"

Escribe la especialista en literatura infantil, Ana Garralón: “Sendak recuerda cómo las historias de su padre siempre incluían niños que se perdían. Un motivo que él retomó como una de las constantes en sus libros, fruto de una inmensa angustia infantil de perderse o ser abandonado. Sendak siempre conecta con ese drama invisible de la infancia: la soledad del niño asaltado por angustias, la cólera, o incluso el miedo a la muerte.[1]

En Informe de interior, Paul Auster viaja a su infancia para recuperar  sucesos que, sesenta años después, todavía siguen siendo el emblema del dolor. En 1952 dice el escritor dirigiéndose a sí mismo en segunda persona, “el año en que cumpliste los cinco, que incluía el verano de Lenny, el comienzo de tu educación oficial y la campaña Eisenhower-Stevenson, una epidemia de polio estalló por toda Norteamérica, afectando a 57 626 personas, la mayoría niños, causando la muerte a 3300 y dejando lisiadas de por vida a un número incalculable de ellas. Eso era miedo. No a las bombas ni a un ataque nuclear, sino a la polio. Deambulando por las calles de tu barrio aquel verano, a menudo te encontrabas con grupos de mujeres que hablaban en compungidos murmullos, mujeres que empujaban cochecitos de niño o paseaban al perro, mujeres con miedo en la mirada, miedo en el apagado timbre de sus voces, y la conversación siempre era sobre la polio, el invisible azote que se extendía por todas partes, que podía invadir el cuerpo de cualquier hombre, mujer o niño en cualquier momento del día o de la noche”

No obstante, si de epidemias se trata, dentro de veinte años o más, una escritora o escritor rememorando episodios oscuros de la infancia, escribirá cómo era la vida en tiempos del covid 19.

Alejandra Pizarnik decía que nació con la oscuridad en su alma. Y fue tejiendo su poesía con los hilos de esa trágica oscuridad. Entre el sueño y la locura, en la trama sutil de sus versos hay niñas que entran en la muerte con los ojos abiertos.  Dice en Infancia: “Hora en que la yerba crece/ en la memoria del caballo./El viento pronuncia /discursos ingenuos/en honor de las lilas,/y alguien entra en la muerte/con los ojos abiertos/como Alicia en el país de lo ya visto.”


La infancia de Alejandra trascurre en Avellaneda, en una familia de origen ruso-judío que arrastra el dolor  de un país marcado por la guerra y el Holocausto.


Estuve en Buenos Aires. Me enfermé. Vómitos y gripe. Cinco días en cama.
Fui a una radio y a la Esma. Me rebautizaron Princesa Peronista y Princesa Rusa. Respectivamente.
En la Esma hablé de fantasmas y estaban ahí.
Vi Infancia clandestina y Mi vida después. Tenía la esperanza de que Infancia clandestina no me gustara/conmoviera, pero no tuve suerte. Fui al teatro dispuesta a llorarme todo apenas la viera a Carla con panza y así fue.
Festejo las lágrimas como goles. (…)

“El día que hablé en la Esma -dije cosas muy sesudas en un congreso muy sesudo- era el aniversario del secuestro de Paty y Jose. Traté de no pensar, pero cuando leí "simbólicamente omnipresentes" se me vinieron encima, ellos y todos sus amigos.
Concluido el evento académico, fuimos caminando con Jota y mi amiga Ana hasta el casino de oficiales. No lo había visto en tres días de congreso pero estaba ahí, detrás de los otros edificios y de los árboles, fosforescente. Fuimos, lo miré de frente, se apagó hasta quedar como lo que es, una construcción más bien pequeña a la que le falta mantenimiento, dije algo así como: los recordamos y los queremos mucho, me di vuelta y me fui por la avenida Néstor. Ana tenía medio porro y lo fumamos debajo de la calesita de las Madres. Lloviznaba.”


La que escribe es Mariana Eva Pérez, dramaturga e investigadora nacida en 1977 que fue criada por sus abuelos paternos después de haber sido entregada a ellos por los secuestradores de sus padres (José Manuel Perez Rojo, responsable militar de la Columna Oeste de Montoneros, y su pareja, Patricia Julia Roisinblit, integrante de la Sanidad de esa columna), secuestrados y desaparecidos el seis de octubre de 1978. Escribe primero en un blog que tituló Una princesa montonera” y luego se convirtió en libro. Es la voz de los hijos de los activistas políticos argentinos desaparecidos. Una voz, como la de muchos hijos desestabilizadora, que propone cruces entre ficción y no ficción poniendo en cuestión lo que se recuerda y por qué y qué vínculos guarda todo ello con la verdad.



La oscuridad en algunas infancias se viste con golpes, discriminación, terrores inconfesados, contextos políticos hostiles, guerras, muertes, desamparo. De esas infancias complicadas nacen relatos en los que, cuando no puede operar la memoria, lo hace la imaginación. Pero siempre suele haber una abuela  Akulina, como la de Gorki, que llega con una historia para iluminar la noche destemplada de un niño que sufre y que intenta comprender el mundo en el que le ha tocado vivir.




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