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Graciela Cabal (1939-2004)
In Memoriam
Allá por los años 60, la cátedra de Literatura Argentina de
la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, se planteaba como tema:
"¿Existe la literatura argentina?".
Más adelante, originando cientos de seminarios, congresos
y enemistades de por vida, el debate
giró en torno a la existencia o no de la literatura femenina en la Argentina.
Hasta que, alrededor de los 80, el interés se desplazó hacia
la literatura infantil argentina:
“¿Existe la literatura infantil argentina?”
Pero antes de entrar en esta cuestión específica, que es la
que voy a abordar, creo que sería bueno interrogarse acerca de la literatura
infantil en general: ¿existe? O, dicho de otro modo: la literatura infantil ¿es
Literatura?
Borges afirma que no. Escandalizándonos como solo él sabe
hacerlo, dice, por ejemplo, en Ficciones: “En aquel tiempo [se refiere a los
comienzos del siglo 19] no había (sin duda felizmente para los niños) literatura infantil.” Y también: “Quien
escribe para los niños corre peligro de quedar contaminado de puerilidad”
(prólogo a las Obras Completas de Lewis Carroll).
De muy distinta manera pensaba Stevenson, uno de los autores
más amados por Borges. Stevenson -conocido en Samoa, donde murió, como
“Tusitala”, el contador de historias- se
enorgullecía de ser un “autor de relatos para niños” y vociferaba contra los
que le recomendaban dedicarse a la literatura “seria”.
Por su parte, Michel Tournier considera que sus obras “para adultos” son apenas
borradores de sus obras para niños. Y cuenta que cuando rehizo su famosa novela Viernes o los limbos del Pacífico,
aligerándola, agregándole episodios narrativos, haciéndola más comprensible, se
dio cuenta de que, en realidad, había
escrito un libro para niños: Viernes o la vida salvaje. “Si fuera por mí, dice Tournier, me pondría a trabajar
de nuevo en mis otras novelas -El rey de los alisos; Los meteoros; Gaspar,
Melchor y Baltasar-, para obtener versiones más puras, más rigurosas, más
diamantinas, hasta el punto de que incluso los niños pudieran leerlas. Si no lo
hago (...) es porque los adultos no leerían
estos libros “para niños”, y los
niños tampoco, dado que ningún editor de “obras infantiles” aceptaría esas
novelas que escapan a sus normas”.
Pero volvamos a
nuestro país: ¿existe la literatura infantil argentina?
En un encuentro de escritores organizado hace diez años por
el diario La Nación, la desaparecida escritora Siria Poletti, interrogada
acerca del tema, contestó “(la literatura infantil argentina) aún no ha
logrado perfiles reconocibles pero se está delineando un estilo". Y Marta
Giménez Pastor: "no me atrevería a decir que tenemos una literatura
infantil argentina."
Un poco de historia
Todavía no existe una obra
publicada que dé cuenta de la historia de los libros para chicos en
nuestro país. Hay trabajos excelentes, como los de María Adela Díaz Röner,
Susana Itzcovich, Lidia Blanco, Nora Lía Sormani, Malicha Leguizamón, Ruth
Mehl, Sandra Comino, Roberto Sotelo, pero, en general, se refieren a
determinados autores o períodos o problemáticas. Uno de los más ambiciosos y
sistemáticos emprendimientos - de próxima publicación - es el de María de los
Angeles Serrano.
Observen que anteriormente hablé de libros para chicos, no
de literatura infantil. Porque no todo lo que se escribe, se publica y, sobre
todo, se vende como literatura infantil lo es. Y detrás de los libros para
chicos, hay, entre otras cosas, una cuestión comercial, un negocio, un buen
negocio me animaría a decir si comparamos las ventas de libros "para
adultos" con las ventas - muy superiores en cantidad, salvo excepciones -
de libros "para chicos".
Pero esa es otra cuestión, a la que volveremos, que tiene
que ver con el presente. Y nosotros vamos a hacer una breve referencia a los
primeros pasos de los libros para chicos
en nuestro país. Y en esos primeros pasos es difícil hablar de literatura.
Los libros que leían los chicos (los privilegiados, es decir
los menos) en los comienzos del siglo 19, eran libros - en general didácticos -
que llegaban de Europa. Por suerte para
los chicos, sobre todo para la gran mayoría, que no tenía acceso a los libros
europeos ni tan siquiera a la escuela, estaba la literatura (esa sí, literatura)
oral.
María de los Angeles Serrano registra ya a comienzos del
siglo 19 una serie de textos “de origen nacional” para niños, como las fábulas
de Domingo de Azcuénaga, publicadas entre 1801 y 1802 en el Telégrafo
Mercantil. Otros nombres citados: Felipe Senillosa, Gabriel Real de Azúa y
algunos pocos más. Se trataba, según expresiones de los propios autores, de
escritos pedagógicos y recreativos, composiciones en verso, himnos navideños,
canciones patrias, y, sobre todo, de libros escolares, de lectura, considerados
mucho más necesarios que los libros recreativos. A lo largo del siglo,
escritores como Echeverría, Juan María Gutiérrez, Sarmiento, se abocaron a esta
tarea en textos didácticos y morales, que poco o ningún espacio dejaban a la
imaginación, al humor, al disfrute. (Siempre la fantasía y la risa fueron
vistas como sospechosas, en especial dentro de los ámbitos escolares.) Y en
esto, como en casi todo, las más desafortunadas fueron las mujercitas. De un
libro de 1869, dedicado a la educación de las niñas, y que fuera usado por mi
abuela en la escuela primaria, rescato el siguiente fragmento: “El vicio infame
de la mentira, de que se sirven las niñas para ocultar sus defectos, se
convierte luego en la perniciosa manía de inventar historias. Los padres y
preceptoras deben, pues, castigar con tanta severidad a las niñas que forjan
cuentos, por inocentes o entretenidos que sean, como a las que dicen
mentiras...” (El tesoro de las niñas, de José Bernardo Suárez)
Sarmiento es, de
todos, el más cercano a una concepción moderna de lo que hoy llamamos
“literatura infantil”. Así, en Recuerdos de Provincia, habla de los ”librotes
abominables”, como la Historia crítica
de España, en cuatro tomos, que le hacía leer su padre, “ignorante pero
solícito de que sus hijos no lo fuesen”. Y rememora, en cambio, con indudable
placer, la “preciosa” historia de Robinsón que durante unos días su
maestro había contado en clase.
Más cercana a la literatura, aunque sea en la intención
(aunque ya sabemos que nada tienen que ver las intenciones con lo literario),
está Juana Manuela Gorriti, con sus Veladas de la infancia (1878), y Eduarda
Mansilla - que aspiraba nada más y nada menos que a emular a Andersen -, con
sus Cuentos (1880). Y es justamente elogiando estos Cuentos, que dice Sarmiento
(y creo que la cita, recogida por Malicha Leguizamón, todavía debe causar
escozor - y pasaron 120 años - en más de cuatro, que siempre andan buscando el
“aprovechamiento”). Porque Sarmiento defiende los “libros que no enseñan mucho
o que nada enseñan, pero en los cuales la imaginación infantil halla pasto
abundante de recreo en el absurdo del cuento, que no es tal absurdo para el
niño, sino muy natural.”
Un caso que me gustaría traer a colación es el de Rosa Guerra, pero no por sus aportes a la literatura infantil, sino porque es demostrativo de la estrecha relación (por lo menos en el imaginario popular) entre las mujeres y los libros para niños. Resulta que la pobre Rosa Guerra, tuvo la maladada idea de fundar allá por 1852, un periódico - y para peor, feminista -, La Camelia, que, respondiendo a su nombre, duró lo que una flor. Porque de lo que menos se la acusó a Rosa Guerra fue de mujer pública. “Y hasta habrá tal vez algunos/ que porque sois periodistas/ os llamen mujeres públicas/ por llamaros publicistas”, decía un diario de la época en alusión a Rosa y a sus colaboradoras. Y aunque Rosa, que fuera objeto de burla y persecución por parte de buena parte de su entorno, siguió escribiendo -novelas, poesías y hasta teatro-, poco antes de morir se ve que sintió la necesidad de lavar su reputación, porque fue entonces que escribió un libro para niños (más tranquilizador aún, para niñas): Julia o la educación. Como dije alguna vez : “una mujer pública jamás de los jamases podría escribir un libro para niños. En cambio una señora, una verdadera señora de su casa, una mujer privada, sí que puede”.
En general hay acuerdo en considerar a Ada María Elflein
(1880-1919), autora de Leyendas
argentinas para niños, como la primera escritora nacional para la infancia.
Pero es el rioplatense (como llamamos los argentinos a los uruguayos
prestigiosos) Horacio Quiroga (1879-1937), quien por la excelencia y originalidad de su escritura merece dentro
de esta reseña un lugar especialísimo. De todos los nombrados hasta ahora,
Quiroga es El Escritor, “incluso para niños” - como diría Tournier - que llega
a escribir excelentes cuentos para niños que hoy algunos desecharían por
“políticamente incorrectos”, desde el punto de vista de la ecología.
Otros nombres de peso y ya cercanos en el tiempo (por lo
menos mi tiempo): Conrado Nalé Roxlo
(1898-1971), José Sebastián Tallon (1904-1954), Enrique Banchs (1888-1968),
Alvaro Yunque (1889-1982), José Murillo (1922-1997). Y permítanme un recuerdo -
que no tiene tanto que ver con la literatura sino con su persona - para Pepe
Murillo, que era jujeño, maestro, escritor, que fue alfabetizador en Cuba, y
que, en 1978, firmó una de las primeras solicitadas contra la dictadura militar
de Jorge Videla, demostrando una vez más que la literatura, incluida la
infantil, es “oficio peligroso”.
Que estas cosas permanezcan en la memoria de todos, en
especial de los más jóvenes, es bueno y conveniente. Y acá hay muchos jóvenes.
Por eso quisiera hacer referencia, una vez más, a la situación por la que
atravesó nuestro país, nuestra cultura, la literatura - también la llama da
"infantil"- durante los años de la última dictadura militar. Desde
las listas negras, la prohibición y la quema pública de libros, hasta la
persecución y el asesinato de miles de personas, entre las que había
escritores, editores, dibujantes, artistas y gente de la cultura en general.
Algunos ejemplos muy conocidos referidos a la literatura
infantil: la prohibición, en 1978, de La torre de cubos, de Laura Devetach, por
su ilimitada fantasía (atención) y porque se suponía criticaba cosas sagradas
como la propiedad privada y el principio de autoridad (en uno de los cuentos,
por ejemplo, había un árbol, el árbol de Bartolo, que en vez de hojas daba cuadernos.
Y Bartolo los regalaba a los chicos pobres del pueblo, atentando, claro, contra
los intereses del Vendedor de Cuadernos, y el principio de autoridad y los
valores tradicionales de nuestra cultura, y la sagrada familia, etcétera,
etcétera). Otro ejemplo, el de Un elefante ocupa mucho espacio, de Elsa Isabel
Borneman, acusado de incitación a la huelga...
Muchísimos libros fueron prohibidos, secuestrados y/o
destruidos debido a lo sospechoso de sus títulos: así ocurrió con La cuba
electrolítica, El cubismo, La revolución surrealista, El problema del niño
zurdo y otros (cosa que ahora puede sonar desopilante, pero que en su momento
les aseguro que no).
Fue también en 1978 que, después de detener a catorce
empleados y de clausurar los depósitos de una prestigiosísima editorial que
tenía a Boris Spivacow, un editor como no hubo otro, a la cabeza - el Centro
Editor de América Latina, conocido en el ambiente editorial como La Escuelita,
pionero en casi todo, también en la literatura infantil -, se produce la quema
de toneladas de libros. Los libros comenzaron
a arder exactamente a las tres de la tarde, en unos baldíos de
Avellaneda. Y ardieron durante varios días, ante los ojos azorados de la gente,
en especial de los chicos. Y entre esos libros se encontraban, por ejemplo,
todos los tomos de La Nueva Enciclopedia del Mundo Joven, dedicado a los niños
y jóvenes, que estuvo a cargo de escritores, científicos y especialistas del
más alto nivel y que, según mi opinión, aún hoy no ha podido ser superada.
Recuerdo ahora algunos libros del Centro Editor prohibidos por "exceso de
antirracismo". Maravilloso. (Tan maravilloso como el exceso de fantasía de
La torre de cubos...) Quema de libros que no fue la primera ni,
lamentablemente, será la última, porque, como dice H. Ecco, la destrucción de
libros supone la destrucción del Dios del enemigo: su memoria.
Pero volvamos a esta
breve reseña de la literatura infantil.
El gran vuelco, el vuelco fundamental, se produce con Javier Villafañe (1909-1996)
y con María Elena Walsh. Al respecto
dice María Elena en la nota de La Nación que mencioné antes: "Lo infantil,
al caer en manos de algunos escritores cultos o de docentes olvidados de la
infancia real y concreta, se contaminaba de contenidos extraliterarios. Mi
aporte fue consciente sólo en el querer usar el lenguaje como juego. De ello
hay antecedentes en la literatura popular. Yo no estaba inventando nada, sólo recuperándolo."
Y Javier Villafañe, el jovencísimo Villafañe, con sus apenas 81 años, dice: “Yo
no creo en una literatura para niños, creo en el cuento, creo en el títere. El
chico escapa de lo que le preparan los grandes que ya se han olvidado de ser
chicos y les fabrican una literatura relamida y pegajosa.”
Después de Javier y María Elena vendría otra pionera, Laura Devetach, cuya
obra anticiparía -según María Adelia
Díaz Rönner - la tarea de los escritores de los 80 - Graciela Montes, Ema Wolf,
Silvia Schujer, Gustavo Roldán, Ricardo Mariño, yo misma -, escritores a
quienes Díaz Rönner identifica como "la banda de los Cronopios",
"una banda implacable, poco complaciente y cada vez más comprometida con
el oficio de escribir -, de lectores de Borges, de Cortázar, de Macedonio
Fernández, de García Márquez, y también de Barthes, de Derrida, de
Todorov."
Ciertamente, antes de
los 80 hay muchas otras figuras, como
María Granata, Ana María Ramb, Siria
Poletti, pero la elaboración de una
lista no es la intención de este trabajo. Sí debo mencionar a Elsa Bornemann
(fenómeno de ventas, nuestra Joanne Rowling vernácula), que se recorta en este panorama y resulta difícil de ubicar,
ya que, aunque es muy joven (nació en
1952, y todo aquel que tenga menos de 60 años para mí es muy joven), por la época en que comienzan a publicarse sus primeros
libros está más cerca de Laura Devetach y hasta de María Elena que de los
Cronopios de los 80.
Otra figura que de algún modo se diferencia del resto es Ana
María Shua, generacionalmente cercana a Bornemann, pero que viene de la
literatura para adultos y empieza a
publicar para niños y jóvenes recién en 1988.
En efecto, es a
partir de los 80, y sobre todo con la llegada de la democracia, que en la literatura infantil argentina se produce
lo que podríamos considerar un boom, un notable crecimiento en cuanto a
cantidad, calidad, variedad de géneros, con autores y autoras como Perla Suez,
María Teresa Andruetto, Cristina Ramos, Graciela Pérez Aguilar, Adela Basch,
Canela, Horacio Clemente, Graciela Falbo, Iris Rivera, Lilia Lardone, Lucía
Laragione, Estela Smania, Luis María Pescetti, Alma Maritano, Pablo de
Santis, Marcelo Birmajer, Jorge Acame y
tantos otros.
Es por esta época que
aparecen editoriales dedicadas especialmente a la literatura infantil y
juvenil. Otras comienzan a poner el mayor esfuerzo económico y humano en los
libros para chicos y jóvenes. Y eso no
solo con las publicaciones sino a través de ferias, seminarios, talleres,
valijas viajeras, etc.
También en estos años se fundan instituciones dedicadas a
difundir la buena lectura entre niños y jóvenes; organizaciones sin fines de
lucro que realizan actividades de capacitación docente, fundan bibliotecas,
llegan con el libro a lugares donde el libro nunca había llegado, organizan
encuentros nacionales e internacionales, instituyen premios, investigan, muchas
veces en colaboración o desde las universidades, en forma independiente o en
relación con organismos internacionales. Esta es la tarea de Cedilij, de
Córdoba, que publica la excelente revista Piedra Libre; Alija, Sección Nacional
del IBBY, de Buenos Aires; Ce.Pro.Pa.Lij, del Comahue, por nombrar algunas.
Otros hechos que hay
que destacar:
La literatura infantil y juvenil entra en la escuela para quedarse,
y eso a través de sus principales mediadores: maestros y bibliotecarios.
Los congresos de “literatura seria” empiezan a asignarle un
lugar importante a la literatura infantil.
Y en esto, como en tantas otras cosas, un pionero entusiasta fue Mempo Giardinelli quien, además, hace que
de su inolvidable Puro Cuento nazca el Puro Chico.
En 1984 la Dirección Nacional del Libro organiza el Plan
Nacional de Lectura, que queda a cargo
de esa persona desmesurada y magnífica
que es Hebe Clementi. El Plan llega con libros y con personas especializadas -
escritores, plásticos, guionistas, etc.- a los puntos más distantes del país,
permitiéndonos a los talleristas, en su mayoría mujeres, abandonar todo el
tiempo los hogares llenos de caños rotos y de hijos adolescentes con problemas
de conducta, sin culpa y encima trabajando, cosa de llevar el pan a la mesa.
Algunas cifras: el Plan de Lectura, que fuera suspendido en 1989 y que ahora,
por fortuna, se está intentando reeditar, realizaba entre 60 y 70 viajes por
mes, visitando más de 300 localidades (muchas en zonas de frontera) y con alrededor de 10.000 talleres.
La Dirección General de Bibliotecas Municipales de Buenos
Aires - y acá la responsable es Josefina Delgado, actual vicedirectora de la
Biblioteca Nacional - crea, reestructura y reequipa, centrando sus esfuerzos en
lugares normalmente desprotegidos, gran cantidad de bibliotecas infantiles, dotándolas de
material nuevo, especialmente seleccionado. Y ese trabajo, en mayor o menor
medida, se repite en el resto de las provincias.
En todo el país se multiplican los congresos, encuentros y
ferias infantiles.
Y a fines de la década (1989) se comienza a realizar en
Buenos Aires la Feria del Libro Infantil y Juvenil (La Feria Chica, como se la
conoce), que ya va por la 11ª edición y es un verdadero acontecimiento
cultural.
En fin, que el impulso
que en tantos frentes recibió la literatura infantil a partir de los 80
no parece haberse detenido. Todo lo contrario.
Quedan varios temas
por tocar.
*El de la importancia de la entrada de la literatura
infantil en la escuela. Y también el del
riesgo que implica: la escolarización de lo literario, con su búsqueda de lo
útil y aprovechable.
* El de la relación entre texto e imagen en los libros
infantiles, sobre todo en los destinados a los más pequeños.
* El de los temas tabúes, lo políticamente correcto, la
censura (de editoriales, mediadores -maestros, bibliotecarios, padres-, y, la
peor, de los propios autores).
* El de la literatura juvenil. Porque la pregunta de los 90
sería: ¿Existe la literatura juvenil argentina? (Estamos hablando de un género,
si es que lo vamos a reconocer como tal, que tiene sus fanáticos, sus propias
colecciones de ventas masivas, y con nombres tales como Pablo de Santis y Marcelo Birmajer.)
* El de la posibilidad de hablar de ciertos grupos
literarios, como el que Díaz Rönner bautizó de los Cronopios, que diera origen
a la revista La Mancha, papeles de literatura infantil y juvenil, fundada en 1996 y que ya va por el nº 11.
* El de la relación
entre la literatura infantil y la alfabetización.
* El del perfil de
niño lector .
* El de los escritores “para niños”, que en los últimos años
se han lanzado a escribir libros para adultos, en especial novelas (siendo que
el género tradicional de la literatura infantil es el cuento) y ensayos:
Graciela Montes, Lilia Lardone, Perla Suez, yo misma.
* El de los escritores “para adultos”, que escriben libros
para niños: Silvina Ocampo, Siria Poletti, María Granata, Marco Denevi,
Griselda Gambaro, Pedro Orgambide, Héctor Tizón, Osvaldo Soriano, Mempo
Giardinelli. (He nombrado a Soriano, autor de El negro de París, y a Mempo,
autor de Luli. Y no puedo dejar de preguntarme ¿cuál será la extraña relación
que los gatos establecen con los escritores? Porque son los gatos lo que eligen
a los escritores, no al revés. Pensemos en Silvina Ocampo, Borges, Chandler,
Ema Wolf, María Granata, Luis Sepúlveda, yo. He estado investigando, y no
sucede lo mismo con otras actividades: los gatos permanecen indiferentes frente
a los dentistas o a los buzos, por ejemplo. Y huyen despavoridos frente a los
banqueros y a los generales, lo vi con mis propios ojos.. Qué misterio. Pero es
cierto lo que dijo Soriano: “Todos los escritores con corazón se han ganado un
gato que los sigue y los protege” Y “Un
escritor sin gato es como un ciego sin lazarillo”? Quede claro que cuando digo
“gato” me refiero a la especie felis catus, de la familia felidae.)
* El del uso del “español neutro” como condición para entrar al mercado. Y aquí me gustaría
detenerme porque ésta es una situación que a los escritores nos atañe muy de
cerca. Se trata de la “sugerencia”, de parte de algunas editoriales, de que
escribamos en un "español neutro", un español - nos dicen - asequible
para todos, cosa que implicaría la posibilidad
de ventas masivas fuera del país.
Ahora bien: ¿Qué se quiere decir cuando se habla de un
"español neutro"? Primera respuesta que me viene a la boca: un
español sin sal y sin sangre, una lengua híbrida, falsa, artificial.
Y con una lengua híbrida, falsa, artificial, ningún escritor
puede hacer literatura. Quizá se puedan hacer textos didácticos (yo ni siquiera
textos didácticos), pero literatura jamás.
Porque resulta que la literatura se hace con palabras
entrañables por sus resonancias, con palabras que nos llegan de muy atrás, de
muy adentro: las de la infancia. Para
nosotros, los argentinos, son los fósforos, no las cerillas; las bombachas, no
las bragas; los corpiños, no los sostenes... Nos encantan las cerillas, las
bragas, los sostenes en la boca o en los libros españoles, porque tienen la
sal y la sangre de las palabras propias de los españoles. Pero nos suena muy
falso y nos da risa y nos da pena y nos da rabia cuando al muy argentino sapo
de Gustavo Roldán le hacen decir: "¡Pardiez!", en lugar de
"Ñandubay y pitogüe"; "¡Puf, chaval", en lugar de
"¡Puf, chamigo"; o "flor vistosa" en lugar de
"mburucuyá"...
Es verdad que, para entender un texto, hay que conocer las
palabras. Pero ¿acaso los chicos no aprenden a hablar en un ambiente donde los
significados de las palabras son entendidos a través de los contextos y las
situaciones vitales? ¿Acaso los chicos no aprenden a hablar escuchando una
lengua que está viva, y que porque está viva, cambia?
Y esto no ocurre solo con el mercado español.
Pensemos en los países y las editorialesde América Latina.
Si en un texto colombiano leemos que "se bailó un
merengue", ningún chico argentino va a pensar en la riquísima masita de
clara de huevo batida y dulce de leche (argentinísimo), sino en algún baile.
Además están los glosarios o vocabularios, que algunos se
negarán a leer porque uno de los encantos de la literatura es no entender todo
lo que se dice, y las palabras demasiado
explicadas se quedan como vacías, según opinaba el poeta Antonin Artaud,
que algo de esto sabía: “La obsesión por la palabra clara termina secando la
palabra”
Entonces yo me pregunto ¿acaso con la incorporación de
regionalismos no estamos propiciando el acercamiento a otros países a través de
lo que le es más entrañable a un país:
su lengua?
En definitiva: creo que de lo que se trata no es de
preservar la pureza del idioma (¿qué pureza? ¿qué idioma?), sino de entrar al
mercado o quedarse al margen, de vender libros o de no venderlos, de aceptar o
no aceptar las reglas del juego. ¿Y la literatura? Bien, gracias.
Porque, ¿quiénes son los que ponen las condiciones?,¿quiénes
fijan las reglas del juego? Los que tienen el poder, los que tienen "la
sartén por el mango y el mango también", como diría María Elena Walsh en
un purísimo y nada académico idioma de los argentinos. Tan poco académico como
el de los tangos, que, aunque iban sin glosario ni nada se impusieron en todos
lados diciendo cosas tan misteriosas como "percanta que me amuraste en lo
mejor de mi vida".
Y conste que esto del español neutro no solo afecta los libros
para chicos sino también la literatura para adultos. Pero es en la literatura
infantil, que sigue pegada a la educación, donde la situación es mucho más
seria. Sobre todo si consideramos que casi todo lo que rodea a nuestros chicos
cada vez lleva más la impronta de otras músicas, de otros juegos, de otras
costumbres, de otras fiestas.
“Un pueblo vencido puede conservar la esperanza mientras no haya perdido su lengua”, dijo Montesquieu. Convendría recordarlo.
Algunas conclusiones
Entonces ¿existe la
literatura infantil argentina? Yo digo que sí, que existe, y que goza de
excelente salud, sin necesidad de tener que legitimizarse como tal. Pero
también creo, como dije antes, que no todo lo que se escribe, se publica y se
vende como literatura infantil lo es.
Lo hemos repetido hasta el cansancio pero nunca resulta
suficiente: la literatura infantil es literatura antes que infantil; tiene que
ver con las palabras, con las profundas resonancias de las palabras y con el
juego, la ambigüedad, el misterio. E históricamente la literatura
"infantil" fue aquella de la que los chicos se apropiaron, y no la
que moralistas y pedagogos elaboraron afanosamente pensando en "la
infancia", esa abstracción. Es Pinocho y no la Gramatica de Gianetino (ambas
de Collodi); es La bella y la bestia y no El triunfo de la verdad (ambas de
Madame de Beaumont); es Como si el ruido pudiera molestar, de Gustavo Roldán, y
no La vida espiritual, de Constancio C. Vigil.
Claro que hay autores que, cuando escriben, no solo piensan
en la infancia, en los chicos: piensan en la escuela, en el currículo, en los
CBC de la EGB de la LFE... (Pero esos autores se van a ir directo al infierno,
al décimo círculo, que es más o menos reciente y está a cargo de la Porota
Albaytero, mi maestra de Inferior, donde solo se leen - en voz alta y con los
pies en perfecto ángulo recto y diferenciando la b labial de la v labiodental y
aspirando la h - libros con mensaje y
moraleja, de esos que dejan mucha enseñanza.)
También es cierto que hay algunos que creen que la
literatura infantil no es cosa de escritores y de escritoras, sino de madres,
de maestras, de señoras bien intencionadas. Y que poco o nada tendría que ver
con las palabras, con la escritura, con el estilo, y mucho con el amor, el
deber, el apostolado. ¿Acaso una autora muy reconocida no llegó a decir
públicamente que ella escribía "por una vocación de servicio a la
infancia”? Ningún escritor escribe de verdad por una vocación de servicio a
nadie (salvo a sí mismo, acaso a sus antepasados: de la literatura como
rendición de cuenta a los antepasados hablaba el poeta Robert Browning).
Los escritores escribimos porque no podemos hacer otra cosa;
porque tenemos monstruos que dejar salir; para que nos quieran, como García
Márquez; por no tolerar la vida, y en ese caso, mejor escribirla que vivirla,
como Pavese. En mi caso escribo para conjurar los temores de la infancia, para
poner orden en mi confusión interior, para reparar viejas heridas, para no
volverme loca, para buscarme en las palabras, para saber quién soy, para
ahuyentar la muerte jugando con la muerte, para salvar de la muerte las cosas
que quiero.
Por eso cada vez estoy más convencida de que la división
entre literatura infantil y literatura para adultos, o Literatura con
mayúscula, es una falsa división. Y, aunque reconozca ciertas marcas del
género, en lo posible evito hablar de literatura infantil y también de
literatura juvenil, salvo por cuestiones de claridad expositiva.
Y si hablo, como en este caso, me refiero a literatura de verdad, escrita por escritores
de verdad, con palabras de verdad, no con palabritas. Una literatura que no
admite recetas ni concesiones ni buenos propósitos ni modales elegantes.
Como dije en una oportunidad, todos los escritores son tipos
de cuidado, bombas de tiempo son. Nunca se sabe con ellos. Y que nadie se haga
ilusiones: los que también escribimos para chicos somos tan peligrosos y tan
locos como los otros. A veces más.
Y volvamos a Borges. Cuando él se niega a considerar la
literatura infantil como Literatura y habla de puerilidad, está pensando en La
vida espiritual, La Gallina Cocoquita y cosas de ésas. Pero ¿qué pasa con
Alicia en el país de las Maravillas, por ejemplo? Aunque no lo explicite, Borges piensa que los libros de Alicia no
son para niños. Y eso porque pueden
ser “leídos y releídos en muy
diversos planos”, es decir, porque son Literatura.
Escuche, Borges:
Alicia... es literatura infantil, un libro “incluso para niños”. Acaso no para
todos los niños, pero tampoco para todos los adultos. Y es literatura infantil
por dos motivos: porque es Literatura y porque de él se apropiaron los niños,
que es la única definición, para mí, válida.
Esta es la “literatura infantil” en la que yo creo: la que
puede ser leída en varios planos; la que no pretende enseñar, aunque lo haga
por añadidura; la que exige poner el cuerpo, desechar los caminos ya
transitados, arriesgarse, apostar, lanzarse al vacío.
Y para terminar, un
cuentito de El libro de los abrazos, de Eduardo Galeano, donde se demuestra que los más entendidos en
literatura infantil y en no dejar que les pasen gato por liebre son los propios
chicos.
“Ella estaba sentada en una silla alta, ante un plato de
sopa que le llegaba a la altura de los ojos. Tenía la nariz fruncida y los
dientes apretados y los brazos cruzados. La madre pidió auxilio.
-Cuéntale un cuento, Onelio - pidió -. Cuéntale tú, que eres
escritor.
Y Onelio Jorge Cardoso, esgrimiendo una cucharada de sopa,
comenzó su relato:
-Había una vez una pajarita que no quería comer la comidita.
La pajarita tenía el piquito cerradito, cerradito, y la mamita le decía: “te
vas a quedar enanita, pajarita, si no comes la comidita”. Pero la pajarita no
hacía caso a la mamita y no abría su piquito.
Y entonces la niña lo interrumpió:
-Qué pajarita de mierdita – opinó.”
Bibliografía consultada
Cabal, Graciela, Mujercitas ¿eran las de antes? y otros
escritos, Buenos Aires, Sudamericana, 1998
Cabal, Graciela, Ricardo Mariño y otros,”De qué hablamos
cuando hablamos de literatura infantil”, Revista La Mancha nº1, Buenos Aires,
1996.
Cotroneo, Roberto, Si una mañana de verano un niño, Buenos
Aires, Alfaguara, 1998
Cresta de Leguizamón, María L., “Breve historia de la
literatura infantil argentina”, publicado para el 5º Congreso internacional de
literatura infantil y juvenil, Cedilij, Córdoba, 1997
Díaz Rönneer, María Adelia, Cara y cruz de la literatura
infantil, Buenos Aires, Libros del Quirquincho, 1988
Díaz Rönner, María Adelia, “Breve historia de una pasión
argentina: la literatura para niños”, Revista La Mancha nº1, Buenos Aires, 1996
Garner, James, Cuentos infantiles políticamente correctos,
Barcelona, Circe, 1995
Mehl, Ruth, Con este sí, con este no, Buenos Aires, Colihue,
1992
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las escuelas de la República Arjentina, Buenos Aires, 1869, Imprenta
tipográfica de Pablo Coni.
Tournier, Michel, “¿Existe una literatura infantil?”, Correo
de la Unesco, 1982, reproducido en
Revista La Mancha nº 1, Buenos Aires, 1996
(*) Ingeniosa reseña escrita con sencillez, agudeza y el infaltable humor de su autora, sobre la producción literaria destinada a la infancia desde principios del siglo XIX hasta la actualidad. Incluye las concepciones de Sarmiento, Borges, Quiroga y otros, acerca de la literatura para niños. Fundamenta importantes críticas a las producciones didáctico-moralizantes con tradicional lenguaje sexista, y a aquellas que por sólo satisfacer el mero interés comercial se adecuan al ‘español neutro’ exigido por algunas editoriales. “La literatura infantil – dice - es literatura antes que infantil; tiene que ver con las palabras, con las profundas resonancias de las palabras y con el juego, la ambigüedad, el misterio. E históricamente la literatura ‘infantil’ fue aquella de la que los chicos se apropiaron, y no la que moralistas y pedagogos elaboraron afanosamente pensando en ‘la infancia’, esa abstracción.” El texto que se publica a continuación, fue expuesto ante 2500 profesores, en agosto de 2000, en el marco del Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura que anualmente se realiza en Resistencia, ciudad del nordeste argentino, Provincia de Chaco, organizado por la Fundación Mempo Giardinelli.
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