“Graciela
Cabal: lo que no se ve puede estar en todas partes”
por Adrián Ferrero
por Adrián Ferrero
Graciela Cabal, en la Biblioteca Popular Madre Teresa de Virrey del Pino, La Matanza,
recibiendo el Premio Nacional Madre Teresa de Calcuta, por su labor en favor de la lectura y las bibliotecas.
Jacinto (1977), un cuento de la escritora infantil argentina
Graciela Cabal, narra la historia de un regalo. Pero también de un regalo que
desordena en lugar de ordenar. Esto es: un regalo que a ese orden que debía ser
la sociedad argentina durante la dictadura militar de 1976/1983, mediante una
operación de metaforización lo sume en el caos. Un caos que saca las cosas de
su lugar, que se desliza a horas inconvenientes por las casas cuando están a
esa hora prohibidos los desplazamiento. Un regalo que en lugar de dormir, se
mantiene en vela. Un regalo, en definitiva, inconveniente.
Pero lo peor de todo: es que es invisible.
O, mejor dicho: es visible para unas pocas personas y unos pocos seres. Su
dueña, Julieta, sus amigos y las mascotas: los perros, los gatos, las tortugas
y los pajaritos. Recordemos que lo que no puede verse pero existe, no sabemos
lo que es. Eso en primer lugar. En segundo lugar: lo que no vemos pero existe,
puede estar en todas partes. Por lo tanto, si no sabemos qué es, quién es lo
que es, desordena todo, comete infracciones como robar chupetes o bien va al
colegio del contrabando. Definitivamente es una amenaza.
Lo verdaderamente amenazante de Jacinto es
que es un ser, un ser que según la ilustración de mi libro, de Mónica Weiss, es
una suerte de pequeño amigo imaginario. Dice Mónica Weiss en un paratexto
final: “La autora me contó (…) me contó
que Jacinto tenía como veinte años de historia entre los
libros, y que le pasó de todo. Así que para protegerlo un poco le ofrecí un
casco de capuchón de birome, y él lo adornó con una flor muy pacifista”. En
este paratexto implícitamente se cifran muchas claves que en cambio la autora
del cuento, en su paratexto, no menciona. O bien lo deja pasar porque no
considera que merezca ni media palabra hacer referencia al episodio. O bien
delega en la ilustradora la voz para dar cuenta de ese penoso episodio censor.
Jacinto, tal como fue ilustrado por Mónica Weiss, en verdad es pequeño, un
amigo invisible de escasas dimensiones. Pero muy animado: tiene vida, se
desplaza, habla, es racional, tiene humor, es divertido, evidentemente experimenta emociones (es
celoso, se alegra, se entristece). Es un ser que no es exactamente humano, no
es exactamente animal. No es una cosa. Simplemente es. Pero es de un modo vital. Yo lo definiría en términos de que es un ser
que pertenece al orden de lo maravilloso
Paralelamente, si este ser tiene nombre, y
su nombre es “Jacinto”, evidentemente tiene nombre de ser humano, de niño en
todo caso. De persona. A medio camino entonces entre lo mágico (por invisible
pero visible para unos pocos), lo travieso (desordena dentífricos, juguetes, no
le saca punta a los lápices, le sopla travesuras al oído, va de contrabando al
colegio abrigado entre las pelusas, dibujo orejas en los cuadernos), Jacinto es
más peligroso de lo podría cualquiera sospechar.

Salen todos corriendo a la farmacia a
comprar uno, incluidos algunos vecinos, y traen varios. Pero ya Jacinto se ha
hecho amigo de Santiaguito, al punto de que Santiaguito lo ha tomado de la
mano. Jacinto le ha restituido su chupete. Y cuando la familia regresa ya el
bebé está recuperado de su llanto y el desorden que cundía ha vuelto a
normalizarse.

Lo que para los niños resulta un juego,
aquello que realizan con Jacinto, para los adultos no hace sino traer
confusión. Confunde las ideas y confunde las acciones. De este modo, Jacinto es
alguien que es indeseable para quienes esperan del mundo repeticiones,
reiteraciones, un orden circular y una organización inmóvil. Jacinto viene a
poner en movimiento el mundo cuando las fuerzas del orden aspiran a que
permanezca paralizado. Se trata de alguien
que debe ser neutralizado. Porque puede “hacer llorar a un niño” y en
esa célula que es a pequeña escala una sociedad, la familia, Jacinto la
amenaza. Amenaza a sus miembros, introduce todo aquello que es inconveniente.
Todo aquello contra lo que un gobierno burocrático/autoritario como una
dictadura de esa etapa de Argentina aspira a evitar. Para gobiernos como estos
lo que conviene mantener es el statu quo:
un estado de cosas inmóvil, sin modificaciones, sin cambios. Un agente
perturbador de ese orden tan anhelado y hasta impuesto, debe ser perseguido y
hasta suprimido.
Un gobierno burocrático/autoritario aspira
a que se cumplan las normas de modo unívoco, que nadie se desafiante, que nadie
cometa tropelías, que acate las pautas y no
que las infrinja. A que nadie inspire o sople al oído de los niños
conductas que puedan llevarlos a cometer actos poco convenientes ni para sus
edades ni para los mandatos sociales. Ideas perturbadoras para sus modos de
pensar que deben ser ordenados. Y es imposible detectar a Jacinto. ¿Cómo saber
en qué lugar está alguien que solo puede ser visto por una niña, sus amigos y
algunos animales, que no saben hablar ni comunicarse mediante el lenguaje, esto
es, no tienen la capacidad de simbolizar? Alguien que no tiene localización,
que es atópico. Por lo tanto, alguien que es atópico es alarmante. No se lo
puede identificar. No se lo puede detectar. Y si es una amenaza para la casa,
nada menos que para el hogar, para la familia, más aún. Es una amenaza para la
sociedad toda.
Si a ello sumamos que puede ir en la
mochila de Julieta al colegio, y allí, donde sí es visto por sus amigos,
inspirar un desorden colectivo en el jardín, llevar caos al orden. Entonces,
contra el cosmos, el orden, la norma, la pauta, lo circunscripto, lo estricto, lo
cartografiado, él es lo que no tiene silueta. Lo que no tiene silueta a ojos de
los adultos, lo que no tiene identidad. En esa sociedad se trata de que todos
estén claramente identificados. Saber quién es quién y qué piensa, cómo actúa y
dónde está o reside. Con la llegada del caos, llega la amenaza y con ella llega
el peligro. Toda clase de peligros. Peligros en la conducta que puede adoptar
la forma de atentados. Pero, sobre todo: peligros que se desconocen. Por lo
tanto: peligros que se imaginan y se potencian. Este orden establecido,
entonces, puesto a prueba por un amigo con el que se tiene un vínculo afectivo
pero al mismo tiempo no es un ser humano, invade la casa. Se apodera de ese
espacio sin poder ser visto. Este es el verdadero peligro. Alguien que llega a
un lugar sin ser visto, se ignora quién lo obsequió (se ignora su origen, quién
lo llevó, quién lo regaló, quién lo dejó en ese lugar el día del cumpleaños de
Julieta), quién fue el responsable de que este amigo invisible llegara a un
hogar que no solo no lo esperaba, sino para el que resulta completamente
inesperado y hasta introduce cambios delicados. Un amigo invisible cuyo
accionar, por poco conveniente, hace que deba ser convocado un médico, un
profesional que ponga orden en el cuerpo, en la conducta y en los cambios. Si
Jacinto pudo atentar contra la buena conducta de Julieta soplándole cosas al
oído. Si desordena sus cosas. Y si encima de todo realiza actos que tienen
consecuencias que afectan a toda la familia con sus repercusiones, es un ser
que hay que mantener a raya.
Entre este ser que es necesario confinar.
Y esta familia que es necesario mantener en orden porque ese ser la pone en
riesgo, está claro por qué Jacinto requiere
ser quitado de circulación. Eso fue lo que hizo la dictadura militar argentina.
Un personaje a sus ojos indeseable. Potencialmente alguien capaz de producir
efectos que tengan consecuencias incalculables. Ya no para un familia de
naturaleza imaginaria, para una representación literaria, sino para quien lea
esa historia. Una historia que es capaz de producir un impacto en la sociedad
que la hace “perder el juicio”.
Motivo por el cual este libro debía
mantenerse lejos de los niños (y de los adultos visible solo para algunos y no
para otros, fantasmáticamente representaba lo temido por, como dije, peligroso.
La prohibición llegaba para volver invisible a un libro: es decir, el atributo
de Jacinto. Lo que lo volvía automáticamente amenazante. Al volver invisible a
una autora y al volver invisible al arte, la sociedad quedaba protegida y a
salvo de estos posibles atentados. Esa literatura capaz de inspirar toda clase
de sospechas entre los adultos persecutorios por considerar que atentaban
contra el pensamiento saludable que debían tener los niños: mantenerse a raya
de toda posible amenaza que pudiera formar cuadros subversivos, tal como sucedió
con Un elefante ocupa mucho espacio.
Ciertos adultos violentos que veían
enemigos por todas partes, también las veían en el amigo de una niña, Julieta
para el caso, a aquello que de modo inquietante podía dejar en vilo. Sin
embargo, bien mirado, Jacinto era un amigo invisible que tan solo hacía reír.
Tan solo la hacía ser libre. En definitiva: ese ser a quien a ella podría
decirle que abriera la puerta para ir a jugar. Y cuando uno juega, puede ser y
hacer lo que quiera. Lo que sienta. Y, en especial, ser justo o justiciero. O, llegado
el caso, ser agente de desorden en ese otro orden que es una sociedad
rígidamente ordenada.
En esa sociedad en la que
circuló este libro cuando fue lanzado al mercado, todo debía verse y todo debía
conocerse, al estilo del célebre Panóptico de Jeremy Bentham que tan bien
interpretó Michel Foucault en su Prólogo al libro. Graciela Cabal escribió una
narración vital que además de haberla aterrorizado allá por los setenta,
reeditada en 1997, debe de haberla colmado de satisfacciones. Hacerle eso a
alguien que viene a traer la risa y la belleza. No hay derecho. Precisamente
eso fue lo que faltó.
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