por Adrián Ferrero
El Negro de París (1989), una
narración de Osvaldo Soriano, refiere los avatares de un niño y su familia, que
debe abandonar la Argentina por motivos políticos, más concretamente debido a la
dictadura militar. De modo que, forzados a emprender la partida de su país
natal, se exilian en París. Por supuesto que hay una narrativa del dolor,
porque hay una narrativa de la pérdida. Tanto para los adultos como para el
pequeño, hijo único de ese matrimonio. En el marco de las pérdidas, mientras
salen a las apuradas, dejan a la gata Pulqui, la mascota del niño. Pero no la
dejan a su suerte. La cuidará su tío Casimiro.
Ahora bien: hay una narrativa del dolor por la partida forzosa de la
patria, y hay otra clase de narrativa del dolor, la adaptativa. La que supone
la asimilación a un espacio, a una nueva clase de socialización, a una lengua
completamente ajena: “ese idioma cantarín y engolado”. Francia tal vez sea,
para ese niño, hasta el momento en que llegó por primera vez, solo una palabra
que había oído pronunciar en su colegio de Argentina o visto en mapamundi. No
ha habido puntos de referencia previos profundos en relación a esta nueva cultura.
De modo que el ingreso al nuevo universo significante los encuentra en un
estado de orfandad que es el otro lado de la narrativa del dolor del exilio. La
necesidad compulsiva también de ingresar a otro paisaje para no quedar
excluidos del espacio en el que viven en la actualidad. Este es el otro rostro
de la violencia de la dictadura. La violenta irrupción en una ciudad respecto
de la cual no existe un pasado en común. Todo será nuevo en ese lugar. Pero no
se tratará precisamente, de un viaje de turismo, como el lector podrá
imaginarse, en este caso, sino de un viaje desde el horror hacia una patria que
los acoge siendo también en su idiosincrasia muy distinta.
Si bien el niño explica que se produce una adaptación exitosa luego de
una etapa de desconcierto y sensación de exclusión inherente a situaciones como esa, llega un día
en que comprende el idioma, se acostumbra a que allí no se utilicen
guardapolvos ni tampoco las costumbres en términos generales sean las mismas
precisamente porque ha comenzado a ejercerlas, las ha internalizado. No
obstante, lo sabemos, para cualquier exiliado, también un niño, el ser de
pronto instalado en un espacio nuevo sin comprender demasiado los alcances de las
explicaciones que se le brindan (por más que en este caso se es veraz), no deja
de resultar traumático. Los padres se refieren a la partida en términos de que “corríamos
peligro mientras los militares gobernaran el país” (p. 5). Ello nos permite
inferir la condición de disidentes de sus padres respecto de la dictadura, al
punto de que su misma integridad física estaba en peligro. En tal sentido,
predomina la voluntad de autopreservación eligiendo el exilio. Ello se explica
mucho más teniendo en cuenta que están educando a un niño.
Este niño, pese a que abandona sus referentes más nítidos, también es
cierto que en este proceso de asimilación, goza de la presencia, el apoyo
amparador y la protección de sus padres, lo que no es poco. Con motivo de
referir que extraña a su gata Pulqui, cierto día con su padre van a la Sociedad
Protectora de Animales de París, donde luego de examinar a los gatos
disponibles para ser adoptados, el niño elige a uno que tiene otro nombre, que
está despatarrado sobre un tronco de árbol en un jaula, pero que bautiza como
“el Negro” precisamente por el color de su pelaje, como es obvio.
A partir de ese momento se volverán inseparables compinches y correrán
aventuras. El Negro, también correrá las suyas por su cuenta. Regresará de
noche herido, o bien desaparecerá por unos días, experimentando apasionadas
historias de amor, pero el niño sabrá a qué atribuir esas cicatrices. El Negro
no tiene demasiado en común con su gata Pulqui, que no salía del estrecho
perímetro de la casa. Solía dormir acurrucada los pies de la cama del niño. Los
despertaba para ir al colegio. El Negro es un gato callejero que sabe
perfectamente cómo moverse por los tejados y también es dejado en libertad para
hacerlo. Nótese en este punto la libertad de movimientos que se le otorga al
gato en relación a la sensación de reclusión en la que debe vivir la familia.
De reclusión en el seno de otra cultura. De reclusión en el hogar por falta de
lazos afectivos en esa sociedad nueva. De reclusión en la que vivieron con
motivo de la dictadura durante la breve etapa que permanecieron en Argentina
luego del golpe de Estado.
El Negro se volverá amigo de correrías del niño y también la narración
de esas mismas andanzas permitirá al lector conocer el escenario sobre el que
se recorta la historia. Por ejemplo, los bares son designados en Francia con la
palabra “bistró”, como bien explica el niño. Por otro lado los quioscos se
encuentran en las confiterías y no fuera de ellas. Tienen una oferta de golosinas
que él compara con la de Argentina y
resulta pobre. De modo que así como Francia es un país aparentemente más desarrollado
en muchos aspectos, también para un niño puede representar un espacio de
carencias o faltas respecto incluso de lo material no por ausencia de recursos
sino por su disposición cultural. Este no es un detalle menor. Porque si para
ir a un quiosco uno debe entrar a una confitería, el lugar asignado por esa
cultura a la infancia en función de la distribución de los espacios en lo
relativo a las costumbres será otro. Esto se pondrá de manifiesto en numerosas
oportunidades. Y si bien el niño se ocupa se acentuar que los franceses son
ordenados para todo, ese orden al que responden puede no necesariamente desorientar
a un extranjero. Pero puede ser vivido como desorden para él. Muy en particular
porque él llega de “otro orden”, según el cual los niños se movían de otra
manera, con otras atribuciones, se les asignaban más espacio. En definitiva: se
trata de diferentes infancias.
Esta situación de vivir “fuera de lugar”, “descolocado” es una
circunstancia que se repetirá a lo largo de varios momentos de la narración. Y
que muchos exiliados referieren. Entre otros casos, la descripción del orden de
las calles en París, que no se parece en nada a la de Buenos Aires y él no se
explica cómo un cartero puede orientarse en esa maraña parra hacerle llegar las
cartas y postales de su tío Casimiro. El texto dialoga paratexutalmente con los
dibujos del libro porque cuando precisamente se menciona esta circunstancia un
dibujo ilustra en la página contraria la fisonomía urbana de un barrio de la
ciudad. En este sentido, la noción misma de orden difiere en una cultura y en
otra. Pero él deberá ajustarse a la nueva. Aceptando ese desajuste. Producto de
una situación sociopolítica que ha ubicado a su familia en una situación de
expulsión.
Todo el relato está narrado desde una primera persona encarnada en el
mismo niño, de modo que ese desconcierto al que acabo de referirme, resulta
doblemente puesto en escena en función de que la narración adopta su punto de
vista. En tal sentido, resulta un acierto de Soriano a mi juicio poner en boca
del niño todo el proceso narrativo en su devenir diacrónico. La sensación de
extrañamiento del niño efectivamente nos permite introducirnos en la mente
infantil, su perplejidad frente a lo que va teniendo lugar, los comportamientos
en el seno de la cultura y las situaciones más o menos exitosas según los casos
en que se producen fracasos, logros o conquistas. Vistos a los ojos de un niño,
también la dictadura y el exilio son narradas desde aquellos quienes la
padecieron pero la comprendieron tardíamente. O lo hicieron a medida que
crecían en todo caso.
En tanto el niño crece, su padre le mostrará imágenes de Buenos Aires,
monumentos, calles, mediante mapas y libros, de modo que la sensación de
pertenencia a su ciudad de origen se percibe como una deliberada intención en
la que persistir para que el desarraigo no sea de naturaleza traumática, por un
lado. Por el otro, que pese a residir en otro espacio el niño no pierda de
vista los puntos de referencia originarios, de naturaleza identitaria. Argentina,
su barrio de Villa Devoto, el barrio de Liniers de su tío Casimiro. Finalmente,
que él mismo componga desde el orden de lo imaginario una construcción de su
país y de su ciudad que es la que se ha perdido pero que no debe ser olvidada.
Su tío, por otra parte, al enviarle las citadas cartas con fotografías de
Pulqui, también es otra pieza que organiza este espacio que él experimenta como
anhelado. El niño siente nostalgia y si bien existe la presencia de estos
objetos como talismanes, también con ellos llegan la añoranza y el desgarrón.
Se sigue perteneciendo a una cultura que se recupera no solo manteniendo
el idioma nativo en la comunicación entre los miembros de la familia. También
esta ciudad de la que se ha partido por la fuerza se construye y reconstruye de
manera imaginaria, como dije, de modo incesante. Hay otro país, otra ciudad que
en simultáneo, en paralelo, sigue existiendo. Este deseo de no perder las
raíces es en definitiva el deseo de una esperanza porque les sea restituida la
posibilidad del regreso, “cuando se hayan ido los militares”. El territorio al
que verdaderamente se pertenece. Tiene lugar la circunstancia de que se reside
en un lugar, pero se vive tanto desde la
imaginación proyectada como desde la avidez por tener noticias, en otro. Esta
circunstancia de realidades paralelas, o de realidades contenidas las unas
dentro de las otras, como un leitmotiv recorrerá toda la narración.
El Negro cierta noche en que sus padres hacen una salida, lo invita a
correr una aventura: treparse por los techos para ver su anhelada ciudad de
Buenos Aires. Porque el niño y el Negro se comunican en un particular idioma
y este punto me parece digno de ser
destacado. La comunicación con el animal
en ocasiones tiene lugar con una palabra o bien gestualmente, mediante una
mímica.
Esa noche en que salen, saltan por los techos, atraviesan muros, se
desplazan entre chimeneas. Hasta que llegan a la gran Torre. La Torre Eiffel, de
300 metros de altura, a la que sus padres lo habían llevado en numerosas
oportunidades. No obstante, en esta ocasión la iniciativa será suya inspirado
por el Negro. Y luego de ver en uno de los pisos de la Torre a un grupo de
pordioseros cenando exquisiteces y celebrando, nos enteramos en que esa es la
noche en que los deseos se cumplen. Vagabundos como lo ha sido y parcialmente
lo sigue siendo el Negro, no cuesta adivinar la solidaridad entre este grupo de
marginados y el pasado del Negro. Pero también convive con él además de ese
pasado, una serie de conocimientos que no consisten solamente, de modo
evidente, en moverse con soltura por los tejados. Es el Negro el que invita al
protagonista a correr la aventura. Él es el que le da la llave maestra para que
ingrese en esa tierra de la que él proviene, y escuche su música.
Trepados a la cumbre de la Torre, el niño y el Negro pueden ver
finalmente Buenos Aires. Esta suerte de episodio de naturaleza fantástica que
se introduce en una narración con elementos fuertemente políticos, claramente
referenciales, históricos, hace contrapunto notable con el verosímil realista
de la novela. Y sienta el precedente incluso en el marco de una historia que
prometía ser de naturaleza exclusivamente mimética, a la que me atrevería a definir
en un punto como testimonial, también se pueden sumar componentes que tracen
cruces con las notas y los matices que suelen caracterizar a las narraciones infantiles
tradicionales, en su tradición mágica o maravillosa. De modo que entre lo
testimonial, lo político, lo referencial, lo histórico, la escritura de Soriano
mediante un gesto de apertura ficcional (y de transgresión literaria) introduce
en la trama lo inesperado. Esto es: el ingrediente que hace a esta altura
vacilar la historia entre lo verosímil y un poder inventivo que se proyecta
hacia lo inverosímil pero al mismo tiempo, en virtud de que estamos en el
contexto de una ficción, todo es allí posible.
Lo sabemos: la narrativa es el territorio en el que podemos forzar los
límites del orden de lo real tal como se nos
presenta de modo habitual, frecuente, cotidianamente. Si Soriano se
permite esta “magia menor”, diría Borges, quiere decir que también hace
literatura según los términos en la tradición de la literatura infantil que no
respeta sino sus propias leyes, sin ajustarse más que en lo elemental a un
referente histórico.
También viene a desmentir que toda narración que dé cuenta de la
dictadura o bien del exilio no pueda contar con componentes que trazan matices riquísimos
con todo aquello que remite a episodios del orden de lo cotidiano. Lo mágica,
maravilloso o fantástico, es aquí uno de los elementos más cruciales de la
trama. Porque es precisamente lo que pone en conexión a los dos países: Francia
y Argentina, Paría y Buenos Aires.
El sueño final del niño, en que es ahora lo onírico lo que entra en
juego, introduce una forma de pensar la imaginación desde la mente infantil. En
efecto, es ahora en ese sueño desde París, en que el protagonista, según esa
singular gramática que concatena los acontecimientos de nuestras percepciones cuando
dormimos, tenga la imagen de Pulqui, el Negro y él mirando desde Buenos Aires,
a París. Y lo que ve es a sí mismo, de modo especular, mirando a Buenos Aires
con sus gatos. El sueño funciona aquí
como anhelo, como deseo, pero en el marco de la narración como un juego notable
entre las expectativas y lo que seguramente tendrá lugar. Dado que será
restaurada la democracia.
El Negro de París, como narrativa
del exilio constituye la prueba más elocuente de que, en primer lugar, temas de
esta naturaleza pueden ser abordados en la literatura para público infantil. Un
público que tiene todo el derecho de conocer “el otro lado de la Historia”, las
tramas del dolor de las personas que expulsó la dictadura y la supervivencia en
contextos no necesariamente hostiles pero sí de extrañamiento y pérdida de la
identidad originaria a que se ven sometidos compulsivamente.
El vínculo paterno/filial resulta clave en esta novela. Esos padres, en
espacial el padre, se hace cargo de ser el fiel depositario, el fiel custodio, el
mediador cultural y el transmisor de una memoria que no quiere ni acepta sea perdida por su hijo, por
sustracción de memoria y llega de olvido. De modo que también El Negro de París se erige dentro de las
narrativas de la memoria que se han escrito en
Argentina o fuera de ella por parte de exiliados que han regresado o se
han instalado de modo definitivo en otros países.
La opción por no olvidar está clara. Y la opción de ese niño por “ver” a
lo lejos inspirado por su gato a su ciudad de origen también deja a las claras
que ha sido tomada por él mismo como una determinación. Es él quien apuesta
también, en principio a partir de este juego fantástico que le propone el
Negro. Pero el Negro sabe lo que hace.
Hace lo que Soriano quiere que haga. Que es mantener la memoria activa, viva,
sin perder un ápice de su actividad. El recuerdo de ese país considerado un
espacio que tampoco es idealizado pero sí se lo compara y se detectan desventajas
así como ausencias, faltas, desventajas y un lugar en el que los privilegios de que goza un niño en Argentina
aquí le están denegados.
Osvaldo Soriano viene con este libro maravillosamente a dar una vuelta
de tuerca a la literatura infantil. Viene a dar cuenta de la otra cara de los
libros infantiles que abordan la dictadura. No los libros que han sido
prohibidos por ella. Sino que se trata de un libro que narra el envés de la
dictadura. El que fue escrito fuera del país por circunstancias obligadas. Si bien publicado en 1989, en tal caso lo que
resulta vigente es esta memoria del propio Soriano, quien evoca los duros años en
que le tocó permanecer exiliado en Francia. Y cómo mediante una historia
transmisora de esa experiencia penosa, representa literariamente también un
conjunto emocionante de experiencias que el público infantil es conveniente
conozca como parte de un capítulo negro la Historia de su patria. Tan negro
como el Negro de París.
También este padre que es Soriano y este escritor argentino que es
Soriano se hace cargo de no permitir el olvido a partir de escribir la Historia
de una versión que no miente, que no disfraza, sino que con palabras simples da
cuenta de esa mezcla de desamparo y
desarraigo que subyace a todo exiliado. Que esa decisión de escritor,
que esa política de la escritura haga intervenir elementos del orden de lo
referencial que han sido traumáticos para muchos argentinos, vuelve a esta
narración imprescindible de ser conocida y difundida. De ser leída. De ser,
también, valorada y reconocida como una pieza literaria de innovación en sus
contenidos.
La literatura infantil no consiste en la narración de tramas candorosas,
simpáticas, idealizadas que evitan los conflictos del orden de lo real y lo
político, como a su debido tiempo también lo demostró Graciela Montes con su
libro El Golpe y los chicos. Aquí
Soriano con su libro prueba y comprueba que una literatura infantil diferente también
de naturaleza ficcional pero con fuertes matices testimoniales que eso es
posible. Y que es imprescindible
atreverse a escribirla. Como lectura para los niños. Como lección para quienes
escribimos literatura infantil, y podemos aprender de este libro, nuevas
perspectivas para afrontar las complejas tramas entre literatura y política.
" Todos los escritores con corazón se han ganado un gato que los sigue y los protege. " dice Soriano. Magnífica reseña que retrata a Soriano : En todo momento se niega al olvido y sabe comunicar las cicatrices que yacen en todo exiliado.
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