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viernes, 31 de julio de 2020

Un conejo en los cuadernos de Hawthorne, por María Cristina Alonso


Si papá no escribiera, ¡qué bien la pasaríamos todos!”, recordó Julián Hawthrone que había dicho su hermana Una.  Ese papá que escribía era nada menos que el autor de la novela La letra escarlata, cuya primera edición -que había salido en 1850- se agotó en diez días y de muchos cuentos, como “Wakefield” que, un siglo después, conmovió a Borges y lo llevó a decir que en él encontró “sabor a Kafka”.

Ilustración de Beatrix Potter

Cuando no escribía sus obras memorables, Nathaniel Hawthrone (Salem, 1804- Plymouth, 1864) llenaba cuadernos en los que anotaba argumentos de posibles cuentos: “Unos gnomos diminutos viven dentro de un diente hueco. Uno descubre que el diente fue empastado en oro y lo explotan como si fuera una mina”. “Un hombre muere dentro de una chimenea y acaba ahumado, como un trozo de tocino. Podría mencionarse de paso, al consignar los destinos de los personajes de un cuento”.  Llegó a redactar tres volúmenes de diarios que abarcan los años 1835 a 1852. Hoy los conocemos como Cuadernos norteamericanos (American Notebooks).

Pero en la casa de los Hawthorne había otros cuadernos en los que su esposa Sophia y los hijos, Julián y Una, anotaban rutinas domésticas, dibujos y garabatos.

En 1851 la familia dejó Salem y se trasladó a Lenox, en el condado de Berkshire, a una granja con una casa de paredes rojas a la que Hawthorne denominó Taglewood, como una de sus obras, nombre que perdura hasta la actualidad asociado a un festival de música. Se instalaron en la casita roja -propiedad de una amiga de su esposa Sophia- con la intención de encontrar un lugar tranquilo y agreste.  Aunque el escritor calificó de horroroso (“Detesto Berkshire con toda mi alma, y vería con placer que sus montañas fueran allanadas”) en ese lugar pasó días felices. Estaba casado con Sophia Peabody que era una mujer inteligente con la que compartía ideas progresistas sobre la educación  de los hijos, jugaba con  los niños, cultivaba hortalizas y daba de comer a las gallinas.


Llevaba una vida retirada y solo iba a la ciudad a recoger el correo a la Oficina Postal. Pero en ese aislamiento recibía la visita de quien escribiría la gran novela americana, nada menos que Herman Melville, con quien entabló una inspiradora amistad, intercambiaron cartas y hablaron de sus respectivos trabajos. Melville, que era más joven, veía en Hawthorne a un maestro. Le hablaba de la ballena que iba creciendo en sus escritos. Según Paul Auster que dedicó un ensayo a esta amistad, Moby  Dick estaba pensada como una novela de aventuras pero, por influencia de Hawthorne, dio un giro hasta el punto de convertirse en la más rica novela del siglo XIX. Se la dedica a su amigo admirado: “En señal de admiración por su genio, este libro está dedicado a Nathaniel Hawthorne”.

Mientras tanto, en los cuadernos de Hawthorne se van llenando con sus observaciones sobre las actividades de sus hijos.  « Una dibuja una vaca y dice: “Con una patada voy a hacer que mueva un pie”. Hay una feliz energía en esta expresión. En su calidad de creadora. Una se identifica por completo con la vaca, consciente de ejercer plenos podres sobre cada uno de sus sentimientos» .

« Julián, tras haber recogido el otro día un puñado de hojas de arce, todas rojas: “Mira papá: un ramillete de fuego” ». Y su hijo nuevamente: “Julián me ha preguntado si la noche está encerrada en el dormitorio de tía Elizabeth”.

 El 26 de julio de 1851 Sophia Hawthorne se fue de viaje a visitar a sus padres que vivían en West Newton, en las afueras de Boston, en compañía de sus hijas -Una y la bebé Rose- y su hermana mayor, Elizabeth Peabody. Dejó a Julián, de cinco años, al cuidado de su padre en la granja de Lenox hasta el 16 de agosto.

 Durante ese período el escritor famoso que, según sus críticos ya había escrito las mejores páginas, queda a cargo de la casa y del niño y decide registrarlo en un cuaderno aparte que lleva por título Veinte días con Julián y conejito.

El texto de Hawthrone está compuesto de múltiples instantáneas de su hijo en esos días en que están solos en la casita roja.

Registra juegos: arrojan piedras al agua, Julián talla  escarbadientes con una navaja, juegan a la guerra con los cardos imaginándose que “son dragones de múltiples cabezas e hidras, y que tenían vástagos tan altos que pasaban por gigantes.” Hawthorne arma un bote que tiene un trozo de periódico por vela, juntos recogen grosellas.

Casi nada pasa  en el relato, pero el paisaje, minuciosamente descripto desfila por el cuaderno de Hawthorne como un bordado de momentos intrascendentes: se desplazan las pesadas nubes, discurre el agua en el lago, aparecen las protuberancias azules de las montañas lejanas, el sol se refleja en el lago. El paisaje va variando por los efectos de la luz.

Julián reflexiona sobre lo que ve y su padre lo anota: “Entre otras cosas, durante la recolección de grosellas, estuvo especulando sobre los arco iris, y me preguntó por qué no los llamaban arcos de sol (sun-bows) o arcos de lluvia solar (sun-rain-bows). Después me explicó que la cuerda de su arco estaba hecha de hilos de araña, y que esa era la razón por la que no podíamos verla. De a ratos lo oía recitar poemas, con énfasis y buena entonación. Jamás se enfurece ni desanima, y ciertamente es tan feliz como largo es el día”.

El padre amoroso y paciente con su hijo deja, por momentos, escapar comentarios irónicos propios de quien no está acostumbrado a que caiga todo el peso del cuidado del niño sobre sus hombros.

“Julian se divirtió mucho hoy con mi navaja, que por tener el filo de una azada le di para que se pusiera a tallar. Así que hizo lo que él llamó un bote, y manifestó su intención de hacer
escarbadientes para su madre, para él, para Una y para mí. Cubrió dos veces el piso del tocador con virutas, y encontró en eso un entrenamiento tan inagotable que pienso que compensaría con creces la pérdida de uno o dos de sus dedos”.

 También el Conejito del título tiene un espacio en las anotaciones de Hawthorne. Si al principio no parece interesar mucho al niño puesto que solo come y duerme: “A primera vista es más bien imponente y aristocrático;- dice de él- pero al examinarlo más de cerca aparece vagamente risible. Julián ahora le presta muy poca atención, y deja que sea yo quien le junte sus hierbas; de otra forma, la pobre bestia moriría de hambre. Me siento profundamente tentado por El Maligno a asesinarlo a escondidas, y deseo con todo mi corazón que la señora Peters pueda por fin ahogarlo”.

Pero páginas más adelante,  Conejito aparece de mejor aspecto, sobre todo cuando sale afuera de la casa y se sobresalta con el más mínimo ruido, oportunidad que aprovecha para saltar al regazo de Julián. Se intranquiliza en espacios abiertos. Sobre el final de las anotaciones, nos enteramos que Conejito aparece muerto.

“Conejito parece estar intranquilo en los espacios abiertos y soleados; y su primer impulso es buscar la sombra -la sombra de una mata de arbustos, o la de Julián, o la mía-. Da la impresión de sentirse en grave peligro -él, un personaje tan importante- en el jardín abierto, y aprovecha toda oportunidad para saltar al regazo de Julián”.

Los días pasados juntos quedaron para siempre en los cuadernos del escritor norteamericano. Mucho tiempo después, Julián recordará en su libro Nathaniel Hawthorne and his wife los días idílicos pasados junto a su padre, aunque admite que, para un hombre de mediados de siglo XIX, la tarea debería haber  resultado bastante pesada.



Sophia Peabody Hawthorne

Nathaniel y Sofía fueron influidos por las ideas trascendentalistas profesadas por Emerson y Thoreau, y la educación que propiciaron para sus hijos no fue para nada ortodoxa, en un tiempo en que la severidad y los castigos físicos eran moneda corriente. Ambos creían que se educaba teniendo infinita paciencia, mucha ternura y magnanimidad.  Esas ideas emanan de Veinte días con Julián y Conejito: mucha paciencia y comprensión. Hawthorne refrena su ira cuando el niño lo saca de quicio, aunque en general se muestra tolerante y afable y se alegra de ver feliz a su hijo “¡Disfruta tanto de esta libertad!”, escribe. Y casi al final, cuando la nostalgia por su esposa Sophia lo embarga: “Permítaseme decir claramente, por una vez que es un niño dulce y encantador, y que se merece todo el cariño que soy capaz de darle. ¡Gracias a Dios por habérmelo dado! Que te bendiga por ser la mejor esposa y madre del mundo!”

El relato de los veinte días de camaradería es un libro en sí mismo y fue ignorado por mucho tiempo. Después de la muerte de su marido Sophía se negó a publicar este relato junto con los apuntes de los cuadernos: “Hawthrone jamás habría deseado que se hiciera pública una historia tan íntima y doméstica como ésa”. Recién vio la luz en 1932.


Stockbridge Bowl y Shadowbrook Lenox Mass 1902

 El paisaje registrado con sus cambios transporta al lector a esos días lejanos en que un padre y un hijo escriben la historia de una aventura juntos. Son instantáneas de una vida sencilla, de cuestiones domésticas que un hombre del silgo XIX difícilmente era proclive a dejar constancia. Hawthorne oficia de padre y de madre, siente terror cuando deja de ver a Julián por una hora - “tengo, sumadas a las mías, todas las inquietudes de su madre”- debe atender una picadura de abeja, dolores de panza, peinarlo sin mucho éxito y cambiarlo cuando se hace pis: “…le oí gritar cuando estaba a cierta distancia detrás de él, y, al acercarme, vi que caminaba separando las piernas- ¡Pobre hombrecito! Tenía completamente empapado los calzones”.


 En la correspondencia de Sophia y en los textos de Julián aparece un Hawthrone menos sombrío que el que emana de sus relatos. Asoma un compañero de juegos  divertido que sube a los árboles, hace de Mago y se deja tapar con hojas de hierba por sus hijos.

 Veinte días de Julián y Conejito es el álbum de momentos mínimos. Un texto lleno de poesía y ternura, escrito por un hombre que se obsesionó con el bien y el mal y con la idea de pecado pero que, en sus cuadernos de trabajo bordó con palabras esos días en los que el sol fue girando sobre la casa roja, mientras él se instalaba a tiempo completo en el mundo de su hijo.

 

 Bibliografía:

Auster, Paul, Hawthorne en familia, Ensayos completos, Buenos Aires, Planeta, 2013

Schierloh, Eric, HAWTHORNE, Nathaniel, prólogo a  Veinte días con Julián & Conejito. / Nathaniel Hawthorne. 1ra ed. Buenos Aires: Barba de Abejas, mayo de 2013.

Berti, Eduardo, prólogo a Cuadernos nortemaericanos, Bogotá, Norma, 2007.

 

 


sábado, 25 de julio de 2020

Lejos, al sur para Camilo, recién llegado


Lejos, al sur
para Camilo, recién llegado


     En esa casa, esa noche se tomó té con canela. Un té que olía a hierbas de la sierra. A la sierra cuando la primavera estalla en manzanilla y tomillo.
     El agua hirvió en la pava, sobre la salamandra. Chispas brotaban de la lumbre, que parecía una ventana del infierno. Pero esa casa era distinta. Era una casa en la que se estaban  haciendo planes. Y se cocinaban galletas de avena.
     Javier era empleado en el Ministerio de Salud. Catalina había estudiado para abogada, pero había comprendido a tiempo que hay que vivir lejos de las personas tramposas.
     No tenían hijos. Tenían muchas ganas de vivir, eso sí. Sobraba.
     Catalina tenía un roble en su jardín. Y tenía jazmines que ahora estaban secos y arrugados como la cáscara de una nuez. Y tenía el alma marchita de tanto trabajar en una escribanía, acercándole las escrituras a la Sra. Carmela. Ella le convidaba con un chocolate caliente cada mañana, cuando llegaba puntual después de tomar el micro. Era de noche cuando Catalina partía rumbo a la escribanía. Tenía que atravesar toda la ciudad. Tenía miedo. La ciudad estaba llena de lobos. Y los lobos tienen ojos de fuego.   



     Cierto día Catalina le contó a la Sra. Carmela que estaban cansados de la vida en esa ciudad llena de chismes. Entonces la Sra. Carmela, que había andado mundo le dijo: “¿Y por qué no se van a vivir a la Patagonia? Allí también hace frío. Mucho más que acá. Pero en temporada alta podrías vender tus chocolates con almendras. Y Javier podría o pedir un traslado o empezar una nueva vida. No sé. Quizás poniendo un negocio de venta de chocolates. Podrían vivir en una cabaña en un bosque. Cuidar que la gente no arroje residuos porque siempre hay personas sucias viviendo en los bosques. Podrían ir al cine porque en el Sur. En algunos lugares donde todavía hay algunos. O, por qué no, trabajar en un hotel en la parte jurídica. ¿No lo pensaron?”.
     Catalina la miró. Se la cayeron los anteojos al suelo. No se rompieron, porque eran anteojos como de caramelo de menta. Duros. Firmes.  
     “El tiempo dirá”, le respondió a la Sra. Carmela. Pero la idea giraba en su interior como un remolino de hojas de otoño. Recordó que en primavera el sur se vuelve todo de verde y las bellotas brotan de los árboles. Nacen flores con corolas frescas. Con el deshielo los arroyos comienzan a correr. Las truchas saltan. Los bulbos profundizan sus raíces. Es hora de ir al Sur.

Camino al Sur

     Esa noche urdieron su plan. Irían a San Martín de los Andes. Ellos conocían ese lugar. Lo habían visitado de niños. Habían trepado sus cerros. Habían comido, cosa curiosa, un solo chocolate. Un chocolate blanco como la nieve.
     Catalina le puso una cucharada más de miel al té de Javier. Así la vida les duraría más, como esa taza tibia, parecida a la piel de un recién nacido.   


     Vendieron todo. Retiraron sus ahorros del banco. La casa iba a pasar a otros dueños. Dueños amigos. Manos  amigas. No dejaron ni una sola silla. La idea que tenían era empezar una vida como empieza una llovizna de repente. Como cuando un niño llega a este mundo.
     El día que Catalina Se despidió de la Sra. Carmela un lagrimón como una tormenta de verano se le derramó por la comisura de la boca y se deslizó por el mentón. La Sra. Carmela la abrazó y le dijo: “Todo saldrá bien”. Y a continuación: “Calma”. Fueron el ábrete sésamo de Catalina. ¿Vieron cuando alguien pronuncia palabras que esperamos decir pero no nos salen y de pronto las escuchamos de boca de alguien que queremos? Eso se parece bastante a la gloria.
     Catalina esa noche rezó, rezó. Les pidió a sus abuelos tener una vida sana. Les pidió tener una vida en abundancia. Les pidió tener una vida larga con Javier.
     Era la última noche en la ciudad chismosa. Fue hasta la alacena y comió una barra de chocolate de repostería. No había otro a mano. Después se retiró a dormir. Soñó con un arco iris que de pronto se convertía en un sol como un incendio. Y derramaba su calor en ese invierno. Era un dragón. Auspiciaba vuelos y también mucha energía.
     Fue al jardín, y recogió su aloe vera. Era la planta que su padre más amaba porque lo había salvado de una herida terrible. Era una planta milagrosa si los milagros existieran. Y ella era de las que sí creían en milagros. Cierta vez había soñado que su padre le decía en sueños: “Creerás en milagros”. Pero no como una orden. Sino como la prueba de que los milagros existían. Y de que por ese motivo se lo encontraba en sueños.
     Cuando quisieron acordar ya estaban acondicionando la cabaña. Hacía frío en el invierno patagónico. Pero también había amor en el invierno patagónico. De ese que el invierno no puede transformar en escarcha. Puso leña en la nueva salamandra. Una leña que había recogido en el bosque caída. Leña de alerce. No la que se compraba. Catalina era de las que pensaban que el mundo debía ahorrarse, porque no era millonario. Y podía agotarse como el dinero guardado después de muchos años de esfuerzo en una cuenta. Por eso acopiaba los leños del bosque.
     Catalina había guardado una canasta hasta el tope con piñas porque le gustaba la fragancia  que emitían. Y las guardaba porque pensaba que esa fragancia sería un buen alimento para abrigar el amor en esa casa de té con miel.
     Esa noche jugaron a las cartas. Un truco y ganó Javier. Ellos jugaban para entretener el invierno. Los vidrios de la cabaña empañada. Y el trabajo que por fin había llegado para Javier: el traslado a un puesto en un Parque Nacional.
     El trabajo era sencillo porque no le tocaba la parte de los recorridos y el cuidado del territorio sino la de documentación y los archivos. Se ocupaba también de clasificar la información sobre la fauna y la flora del Parque que los zoólogos y botánicos le iban elevando.
     De modo que pese a la nieve, al auto que a veces se atascaba, la vida era una fiesta.
    Catalina hizo mermeladas y las vendió en hoteles y en casas de té. La dueña de la casa de té “El Molino”, la más importante de San Martín de los Andes, cierta tarde aceptó recibirla. Por supuesto que Catalina tenía mucha competencia. Pero cuando las dueñas de las cases de té (empezando por la de “El Molino”) conocieron el sabor de la mermelada de higo y canela en rama de Catalina no lo dudaron un instante. Y cuando los dueños de los hoteles más caros hicieron una degustación de los dulces de frambuesa y frutillas con trozos de cáscara de naranja supieron que estaban frente a alguien que sabía muy bien lo que hacía. Y que era la mejor.
   
  Como si eso fuera poco, Catalina tenía una risa como una cascada de vertiente y daba una mano blanca y suave como un copo de algodón.
     Cuando se enteraron de que era abogada, todos quedaron desconcertados. Eso favoreció a Catalina. Pero ella fue siempre la misma.
     Terminó poniendo un negocio. “Lucero”. Se llamó el negocio. Porque esa palabra le recordaba a una amiga que le había puesto así de nombre a su hija. Por un secreto que le había confesado.
     Catalina odiaba la palabra “empresaria”. Pero terminó siendo una empresaria. Dio trabajo a personas que eligió muy bien de entre la ciudad de San Martín de los Andes.
     Cierta tarde, leyendo un libro del poeta Hugo Mujica, tuvo la revelación de un nuevo sabor de dulce porque el libro le había dado una imagen inolvidable. Invisible para los ojos, pero visible para el alma.  El libro había unido una idea con una imagen. Una imagen de una ráfaga con una fruta. Un árbol que se movía. Una vida que empezaba. Ese día lo hizo preparar. Y fue un éxito.
     La poesía de Hugo Mujica quedó unida a su trabajo como dulcera. A ella le gustaba llamarse así: “Dulcera”. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, era mucho mejor que llamarse “empresaria”. O “Dra.” Por “Abogada”. O mucho peor: que alguien dijera de ella que era “empresaria”. Cuando en verdad ella era muchas cosas más simples y más elegantes que una empresaria.
     Cuando la luna se hubo puesto toda color hoja de papel, y ella pudo ver los dibujos que había pintados en ella, tuvo una idea.
     Se acercó a Javier. Lo abrazó. “Hagamos el amor”, le susurró cómplice como quien va a cometer una travesura.
     Poco tiempo después supo que estaba embarazada de un varón. Y que ese varón se llamaría Camilo. El embarazo fue perfecto. Javier le traía leche de cabra del Parque Nacional en unos toneles especiales de metal. Era la leche más nutritiva. Ella hervía la leche. Ella comía hígado, porque le habían dicho que tenía vitaminas para el alma, además de para el cuerpo.
    Hasta el día que nació Camilo con una madre fuerte como tres tigresas siberianas.




      Y los dejo acá. Esta historia la siguen escribiendo Catalina y Javier. Probablemente alguien muy cerca de ellos también. Yo simplemente fui el responsable de contarles ese lado del mundo de las historias que los lectores apenas conocen, porque la imaginación la oculta hasta que comienza a irrumpir en el mundo. Estaba y no estaba a la vez. Solo hacía falta que alguien descorriera el velo como se descorre la cortina de una ventana llena de luz. No diré nada más de esta historia.
     Solo diré que es como ninguna otra. Que he anhelado escribir su comienzo como pocas veces en toda mi vida. Que ustedes son quienes tienen que seguirla, igual que el camino que conduce a una ciudad en la que está por tener lugar una fiesta. En la que hay un aloe vera que todo lo cura.
     Y que si bien este no es un cuento de hadas, sí les adelanto que tiene un final feliz.

Adrián Ferrero. 29 de junio de 2020

jueves, 23 de julio de 2020

Soy una chica estrambótica



                      por Mercedes Pérez Sabbi

Vengo de una familia un tanto rara, extraña, más bien estrambótica. Así comentaba mi tía Carla, la hermana de mi mamá, desde que yo era así, de este tamaño. “Esta chica es de la familia”, decía con un halo de misterio en la mirada, porque mi tía, además de ser una estrambótica también era estrábica y eso la hacía doblemente interesante, porque no se sabía a qué o a quién se refería cuando apuntaba la mirada. Y recién ahora, que estoy encuarentada, debo reconocer que por mis venas circula sangre bien bien estrambótica.

Les cuento: como todas las tardes, yo regresaba de dejar la bolsa de la basura. Había salido con mi exótico barbijo de encaje rojo, éste, que fue mi seductor y altanero sostén antes de liberar mis senos en aquel inolvidable corpiñazo antipatriarcal. Estaba en la planta baja, se abre la puerta del ascensor y entra conmigo, así de sorpresa, un flaco de gorrita, anteojos y barbijo negro. Se cierra la puerta. Aprieto el botón del quinto. El enmascarado el del sexto. Manoteo el alcohol en gel de mi bolsillo con la intención de apuntarle a la posible gotita del estornudo que podría escapársele por el flanco débil que le quedaba entre la nariz y los pómulos, pero me quedo en el apronte. El enmascarado parece mirarme. Lleva una bolsita con la crucecita verde de la farmacia. ¡Socorroooo…! Hay un enfermo en el sexto piso… ¿Quién será? ¿Quién es el enmascarado? En ese instante de pavura sin fin, ya en el primer piso, el enmascarado me dice:   

–¡Hola Sandra! Te reconocí por el…, por el…– y cabeceaba hacia mi altanero barbijo de encaje rojo.
–¡Hola Pepe..! –era el primo de Marita, mi vecina del 6°H, con el que había tenido un interesante aprouch en un brindis de fin de año. –Se te ve muy bien…– le dije y nos reímos los dos, porque ver, lo que se dice ver ni los pelitos de las cejas se le asomaban. Y ahí me vinieron los recuerdos de aquel encuentro libre de amenazas coronavirales: abrazos intensos, besos apasionados… ¡fjjj…! ¡fjjj…! “Chiribim pum pum... Chiribim pum pum…”, y casi se me cae el corpiño (de la boca). Pero no. Y volví a sujetar mi alcohol en gel con la misma actitud que Clint Eastwood se aferraba a su Colt 45, y en un acto de extrema bondad, lo saqué de mi bolsillo, y como si fuera un paquete de caramelos masticables, le pregunté:

– ¿Querés…?
–No, gracias, me acabo de poner…– y sacó su alcohol de la bolsita para exhibirlo como un indio muestra su pasaporte en la frontera pakistaní.
Y el ascensor siguió subiendo como mi temperatura: segundo… tercero… cuarto…
Y Pepe se sacó los anteojos. Y vi esos ojitos misteriosos, más bien estrábicos… ¡Guau…! Recuerdos de mi tía Carla…
Quinto…

Y la puerta del ascensor se abrió, y antes de bajar, con el estrambótico estilo de mi ascendencia matriarcal, le dije:
–¿Vamos?– y sacudí la botellita de alcohol cerquita de mi altanero barbijo.
Y quién se puede resistir a una invitación tan tan seductora.
“Chiribim pum pum... Chiribim pum pum…







@Ilustración: VIRGINIA MATZ

Relato de la Hormiguita Escritora Mercedes Pérez Sabbí, publicado en el Grupo de Facebbook Diario de Cuarentena y autorizado para ser replicado en este blog. ¡¡¡Gracias Mercedes!!!

jueves, 16 de julio de 2020

“La loma del hombre flaco de Laura Devetach o el juego limpio”






por Adrián Ferrero

     Esta es la historia de una nieta, un amor, un intruso indeseable, una diarrea, una gran idea, un desafío, una competencia, una ganadora, un perdedor que no se queda ni con el  poncho que se ha robado. Y de un amor constante pese a que el novio que protagoniza esta historia quede hasta el final medio a un costado de la narración. Casi invisible pero presente gracias a la flor de la diamela. Habría que preguntarse por qué Laura Devetach deja al novio esperando. O lo deja medio en penitencia. Pero esa es otra historia. Y una historia que tiene un final feliz, porque el novio se termina convirtiendo en esposo y padre. Regresa al tronco de esta narración vigorosa como la savia de un árbol y deliciosa como el jugo de unas peras maduras acarameladas. De unas peras de esas que se comen como postre en el almuerzo. O en una tarde de sol bajo un limonero. Pero con las que uno no se empacha.



     La autora de este libro, titulado La loma del hombre flaco (2005) es argentina. Conocida por su larga trayectoria en este campo de la literatura y de los estudios literarios en literatura infantil, ha sido docente universitaria, terciaria, secundaria y primaria. Además de narradora, poeta, ensayista y autora de algunos libros para adultos, es creadora de libretos para radio y TV. Esto sí que no suele ser frecuente entre escritores y escritoras. Es Lic. en Letras Modernas por la Universidad Nacional de Córdoba. Y nació en la provincia de Santa Fe. Se formó en Córdoba y se mudó a a la ciudad de Buenos Aires donde dirigió colecciones de libros para niños, investigó sobre procesos creativos con la palabra y sobre literatura infantil. Obtuvo muchos premios. Entre otros, el Casa de las Américas, el Fondo Nacional de las Artes y el Premio Trayectoria de la Fundación El Libro. Su obra consta de más de sesenta libros de literatura infantil, entre otras, La Plaza del Piolín, Cuentos que no son cuento, El ratón que quería comerse la luna, El enigma del barquero, Picaflores de cola roja, Del otro lado del mundo, Las hormiga que canta y Diablos y mariposas.

     Pero introduzcámonos en la magia de este relato con varias historias dentro de una gran historia. Porque como ustedes saben las historias como  ciertos ríos o el ramaje de algunos árboles de amplían hacia nuevas historias. María María María, hija de María María y nieta de María prosigue una línea genealógica de costureras. Se cría con su abuela porque sus padres mueren jóvenes. Y el día que su abuela también fallece, ella toma la decisión de proseguir esa trama de hilo de hilos y agujas.

     Se cose lo que está roto. Pero también se puede coser para embellecer una prenda. O para hacer de una prenda otra prenda distinta. La tarea por excelencia de las mujeres, confinadas en una circularidad paralizante del hogar, las tareas o la maternidad, frente al varón que salía desde la Antigüedad y la Edad Media a guerrear o a cazar traza un contrapunto evidente de ese oficio en relación en lo relativo al género. Esto ha sido bien estudiado por Simone de Beauvoir en su libro El segundo sexo (1949), un libro en dos Tomos publicado en Francia. Sin embargo, María María María no se siente menos por ser mujer en ese pueblo en el que vive de realizar los arreglos de prendas que le llevan las vecinas o habitantes del lugar. Y hace maravillas con su arte. Un arte que es manual, como el de todo artesano, y también para el presente caso sin embargo también contiene una alta dosis de imaginación creativa. Porque María María María no repite lo que hace. Sino que es una gran creadora. Espontáneamente se ha consagrado al arte de innovar con hilo y aguja dando lugar a la invención de prendas con más belleza o bien que no habían adoptado ni ese aspecto ni esas dimensiones. La costura es para ella mucho más que un trabajo o un oficio. Es un estilo de vida artístico. María María María se gana la vida con la costura, pero también se realiza como artista.

     Tal es así que cierto día llega en un Ford T al pueblo un hombre, un italiano, Luigi Bevilacqua, a quien se le rompe el auto, quien debe arreglar sus pantalones Y quien enterado de la sabiduría y lo magistral del arte de María María María, tomará clases con ella. Marí tal como la llama en su italiano mezcla con el español que ha aprendido, le enseña el arte de manejar la máquina de coser, el dedal y la tijera. Hasta que hilo va, hilo viene, él no da puntada sin hilo y la enamora a Marí. Comienza a dejarle todas las mañanas una flor de diamela en la ventana. Ella antes de lavarse la casa se levanta a buscarlas. Y canta. Canta siempre la misma canción. Una canción, acerca de cómo el amor se debe cuidar, al igual que se debe cuidar el dinero. Se lo debe ahorrar y no derrochar, porque vale mucho. Y porque cuesta trabajo ganarlo o, mejor construirlo, no como la plata pero sí como vínculo entre semejantes. Porque las relaciones entre semejantes, o entre personas que se aman, efectivamente se construyen. No son espontáneas. Tienen una evolución en la que quien de veras ama comienza a brindarse generosamente. A ponerse al servicio del otro o la otra. Y de esa generosidad puede nacer el amor, la amistad o una afinidad intensa.

   
  Marí Marí se junta a coser bajo el limonero con otras mujeres hasta armar un taller. Porque suele decirles que no se trata de comprar pescado sino de aprender a pescar. Lo mismo le dice a Luigi. Pero tanto duran esas reuniones y tanto dura el hilo de Marí Marí, que las habladurías comienzan a circular, como en todo  pueblo chico. Como ustedes saben, la gente chismosa se caracteriza por lo general por su indiscreción pero también por su malicia. Porque no sabe guardar un secreto pero también es capaz de inventar aquello que no ha visto ni tampoco ha presenciado. Es más: aquello que no existe o no ha tenido lugar. Peor aún: aquello que no podría ocurrir jamás. El chisme hace circular información sobre aquello sobre lo que no suelen existir pruebas. Y comienza a circular un chisme inmenso como un carretel de hilo sin fin. En efecto, como no se la ve enhebrar una sola aguja (María enhebraba sus cien agujas por la noche, apoyando un almohadón sobre la caparazón de su tortuga Santa Ana),  el chisme que se echa a rodar es que tiene un hilo infinito. Esto que suena a disparate la gente resulta que se lo cree. Porque a los chismes por más disparatados que sean las personas crédulas o curiosas de la vida ajenas se los suelen creer además de seguir propagándolos. Los chismes suelen hacer mucho daño a las personas sobre las que recaen, las perjudican en ocasiones para toda la vida. Motivo por el que si uno tiene escrúpulos debe dejar caer las palabras al mundo cuidadosamente. Con respeto. Y cuanto más disparatados son los chismes, más intensamente se cree en ellos, por escaso fundamento que tengan, más se propagan. Cuanto menos verosímiles parezcan. Porque tienen notas espectaculares. Sensacionalistas. Amarillistas. Como las secciones de ciertos periódicos o páginas singulares de los diarios con noticias policiales o escandalosas o que revelan información sobre la vida privada de los famosos o sobre crímenes sanguinarios. Dos flancos de la experiencia social y de la vida privada muy atractivas sobre las que las  personas quieran interiorizarse.

     Lo cierto es que como nunca faltan chismosos que buscan sacar partido de ellos, llegó al pueblo un hombre flaco. Un hombre flaco y buenmozo que comienza a meter leña al fuego, es peludo, vive mangueando y comienza a acosar a Marí Marí para que le entregue ese hilo infinito del que tanto se habla cuando se entera de que lo tiene. Lo hace a partir del teléfono descompuesto en que se había convertido la cadena de versiones que alguien, un anónimo, había iniciado sin saber que sería el autor de parte de toda esta historia que cuento como un narrador que no es Laura Devetach. Todos los chismes atados eran más largos que un hilo infinito. Esto sí se los puedo asegurar.
     Él primero corteja a Marí María. Y ella, elogiada por este hombre tan bien parecido, se alborota, siente temblores, su amor por Luigi comienza a languidecer. Hasta que cierto día él irrumpe en su casa, le pide el hilo infinito prometiéndole a cambio la vida eterna, forcejean, Marí Marí lo echa de su casa. Hasta que el hombre se marcha, diciendo que volverá. Y a Marí hasta le parece que el prende un cigarrillo con una llama de su propia boca.    

     Marí Marí. Comienza a pasar las noches enhebrando agujas porque era lo único que le quitaba la pena y el desconsuelo.
     Y en cambio el hombre flaco a visitar a una Viejita del pueblo, quien tenía cien años. Ella había advertido que él no tenía sombra y comenzó a recelarle. Porque el diablo es el único, como es sabido, que no tiene sombra. El hombre viendo que tejía un poncho hacía muchos años y lo codiciaba, cierto día en cuanto la Viejita se descuidó porque tenía leche calentándose, le robo el poncho que estaba terminando de tejer, al que solo le faltaba una hebra. Ya eran los últimos pasos antes de ponerle el punto final. Pero el hombre flaco ni pudo pedir que se lo regalaran ni pudo comprarlo. Lo tomó por la fuerza. Ya era demasiado. Todos en el pueblo, y todos los que lean esta historia, ya se podrán dar cuenta de que este hombre hacía todo tramposamente. A la viejita también le había hecho promesas, si le obsequiaba el poncho. Pero ella había rehusado. La Viejita tenía un larga trayectoria como tejedora. En San Juan le había enseñado a tejer a muchas mujeres. Entre ellas a Doña Paula Albarracín de Sarmiento, quien tenía un hijo que no había faltado jamás al colegio, se había negado rotundamente.

     Las chicas y Marí Marí se enteran de lo que ha sucedido. Entonces, asesoradas por la Viejita, conciben una treta para hacerlo escarmentar. .  Marí Marí toma unas peras que están verdes sin permiso del árbol de un vecino del pueblo, el Gringo Geromé,  “que no come huevos para no romper las cáscaras”. Motivo más que atendible para tomarlas prestadas sin pedir permiso.  Las acaramela dejándolas como una mulata y les agrega vainilla. Después las coloca sobre el borde la ventana, donde Luigi solía dejarle legendariamente las diamelas hasta el momento en que pensó que Marí ya había dejarlo de amarlo.

     Llega el hombre flaco, María le dice que le tiene que pedir un deseo. Él insiste en que tienen que ser tres, que es un número mágico. María concede. Que sean tres entonces. El deseo es que se coma cada una de las tres peras que ella acaba de preparar. Las peras conquistan al hombre flaco de inmediato, que estaba tan flaco que quizás estaba flaco por malvado. María le pide que se saque el poncho y él se lo cuelga. Finalmente, se marcha. Después de comerlas se quita el poncho, se duerme y mientras él descansa, Marí va con las chicas del pueblo, cosen el agujero del poncho con hilos invisibles y se marchan velozmente.


     Y el hombre flaco se despierta al atardecer con unas ganas desesperadas por hacer sus necesidades. Estampidos se escuchan. Hace entre los yuyos, no se puede limpiar ni con una boleta de compra, ni un miserable papel. El hombre diciendo palabrotas, maldiciendo, indignado y muerto de vergüenza, procura ponerse el poncho pero el agujero por el que debería pasar la cabeza está cosido. Otra cosa había perdido. Como perdería otras tantas cosas más. Pero jamás, eso seguro, la vergüenza.
     El hombre de modo cada vez más acentuado comenzó a acosar a Marí. Algunas de las chicas que habían tenido trato con él entretuvieron al hombre flaco, en tanto otras se llevaron a las Viejita María en una sillita detrás de una bicicleta. Y eso  que ella hacía cien años que no salía de su casa. Habló con la Viejita, que luego del insomnio, los malos sueños y la tristeza habían formado una nube sobre la cabeza de Marí. Y la nube luego se había disuelto en lágrimas. Marí se confiesa a la Viejita. Y ella la consuela, abre las ventanas, prepara mate con peperina y hablan. Después de una larga conversación, la alegría vuelve al corazón de Marí, las diamelas comienzan a ser dejadas por debajo de la puerta o en el  brocal del pozo. Porque Marí enhebró una aguja  “más larga que todos sus días de llanto”.

     Con el robo del poncho quedó confirmado que este hombre flaco no tenía buenas intenciones y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de cumplir con sus caprichos. Empezando por robar a una Viejita lo que tanto trabajo le había costado hacer hasta llegar al momento culminante de su labor. Sin embargo, ella no se dio por vencida. Empezó otro.

     Marí Marí estaba harta la invasión de este hombre flaco como una garrapata. Un hombre flaco que evidentemente si era flaco era porque no comía bien. O porque no tenía quien le cocinara. O porque tenía lombrices en las tripas. O porque le caía mal la comida. Sin embargo, cuando le hacía su pedido para que le regalara ese hilo infinito del que se había corrido se encontraba con una negativa sencillamente porque ese hilo era un invento tan largo como el supuesto hilo.  

     Hasta que llegó el gran día. La gran idea. Delante de testigos Marí Marí desafía al hombre flaco a coser un dobladillo, mitad cada uno, tan grande como el pueblo. El que triunfe, hará su voluntad. Si gana él, se queda en el pueblo y se lleva la hebra  larguísima. Si gana ella, él se marcha. No hay lugar para ambos en el mismo pueblo.
       María Marí lo afronta de este  modo:

“-Tengo una hebra larguísima. Es como el tiempo, a lo mejor no se termina nunca. Lástima que no cualquiera puede usarla. ¿A que usted no puede puede”.

     Llega el día del gran desafío. María Marí recibe cantos de aliento. Un burbujeo de su hinchada que le brinda un fulgor que no solo la ilumina sino también le da energías para enfrentar a este personaje dañino. Y la competencia da inicio. Empiezan a coser el manto extendido de una punta a la otra del pueblo. Las cien agujas que ha enhebrado la noche anterior son sus aliadas. La tela cubría casas y gentes con roces de gallinas. El hombre saca una aguja grande, como para no tener que cambiarla.  Marí cose y cose y el hombre hasta se monta a una bicicleta de tan rápido que marcha su costura. Pero sucede algo inesperado. Se le enreda la costura. Y cuando Marí termina la suya, ata el nudo, corta el hilo de modo eficaz, resulta que el hombre recién se prepara para terminar en tanto permanece enredado. Pierde la competencia. Y se debe marchar a la loma y no regresar al pueblo. El lugar en el que él en adelante vivirá, ahora se llama la Loma del Diablo por él. Cada tanto, al recordar su derrota, le daban pataletas y hacía cosas extrañas.
     Luigi regresa entonces a esta narración, se casa con Marí Marí, tienen muchos hijos “a quienes no les ocultaron esta historia”, y que se crían cada cual a su manera. A Luigi jamás le faltan las diamelas ni a ese hogar el amor.
     La viejita termina su nuevo poncho, el que le había quedado pendiente. Y luego se durmió hasta morir, “porque no es bueno quedar para semilla”, como decía ella.
     Cierto día pasó por allí un poeta, que sorprendido por lo que vio y otro poco por lo que creyó ver, escribió un poema, que cierra este historia con un nudo maestro. Ese poeta es Juan Gelman y el poema no se los recito para que lo lean ustedes. Ese poema está en su libro Los poemas de Sidney West.

     Esta breve novela dramatiza (y resuelve) el ingreso al orden de una comunidad (es decir, a un cosmos) la llegada y la presencia del mal absoluto (el caos, que llega para imponer el desorden). También es una parábola de la potencia, que bien aconsejada y de modo certero, concibe con sentido de colaboración cómo armar una estrategia para neutralizarlo no solo mediante un desafío sino mediante una celada con un buen objetivo. Y esta historia, constituye el relato de cómo una comunidad organizada pero liderada por una joven, además de dar una lección inolvidable al malvado, logra ser feliz sin idealizaciones, con la persona que ama, porque pasan por avatares complejos.  El cierre del libro no es el casamiento, la reunión definitiva en el amor y los hijos  que llegan. Sino el poema que viene a resolver desde el orden de la síntesis y la belleza ilustrativa la figura encarnada con la cual ha tenido que vérselas  Marí Marí.

     Entre el pacto entre mujeres, la fidelidad de un hombre que, es cierto, queda apartado de esta historia, como entre paréntesis, esperando a su Marí, la historia sintetiza la relación tensa entre los principios que rigen la ética  pero también la figura que encarna lo diabólico. Y nos encontramos con una mujer que es un personaje principal de una historia que lidera no siendo lo habitual, sino que por lo general ocupan roles secundarios.  Y, finalmente, un poema bajo la forma paratextual ata con su hilo maestro, mediante la pluma genial de una autor argentino que probablemente se haya enterado de que este libro existía (o no, eso no lo sabemos),  lo que parecía iba a ser únicamente un final feliz. El poeta da una definición de ese hombre de la Loma. De la clase de figura que encarna. Y Marí no admite ni permite que en ese pueblo se instale el diablo en persona, con los remolinos de viento que levanta y las tormentas amenazantes que despierta con su poncho hurtado.



     La loma del hombre flaco dramatiza el combate eterno entre las fuerzas del bien y del mal poniendo el acento en una mujer en un rol activo, que no hace concesiones. María dará batalla y la conquista con el mismo oficio con el que se gana la vida. Pero también con su arte.

     El gran pregunta (y una posible respuesta) que este libro deja en suspenso es que ante la presencia de quienes encarnan el mal (y su producto, el daño) podemos hacer dos cosas ¿permitimos su embestida, su acometida de modo pasivo, aceptando su violencia, su prepotencia y sus poderes? ¿o con poder de determinación, mediante un desacato ejemplar, desbaratamos sus planes sin temores? ¿Nos atrevemos a poner en jaque su acción a su vez con nuestra acción? En el presente caso, ejemplar para quienes lo lean, mayores de 10 de años (dicho sea de paso) una joven puede ser tanto o más poderosa, con el uso diestro de una hebra de hilo que un extranjero simpático y seductor. En una competencia por el poder, la ética, una ética de la honestidad se impone a un comportamiento amoral, porque el hombre flaco se ubica con sus actos por fuera de ella. Ni siquiera la infringe. Ignora sus principios. Todo vale para él en esa disputa por simplemente alcanzar sus objetivos. Un hombre al que, por cierto, no se le conocen virtudes.

     Básicamente, Laura Devetach más que introducirnos en la figura del diablo, nos introduce en el universo del mal. De quien ilimitadamente se atribuye el poder de gobernar el destino (y los objetos) de un grupo de personas de una honestidad sincera. Pero también nos muestra y nos demuestra que es posible burlarlo no solo por parte de una mujer sino de todo un pueblo. En el que poco tiene que hacer salvo sus necesidades.


lunes, 13 de julio de 2020

Tus profes te leen. Comunidades de lectura en tiempos de pandemia


por María Cristina Alonso

En una silenciosa noche de cuarentena un docente graba un breve poema o un microrrelato. Un chico o una chica de secundaria o un estudiante de instituto de formación docente recibe el audio en el whatsapp, por Facebook, o en  alguna de las tantas plataformas educativas que la emergencia ha potenciado. Y escucha. Y se siente menos solo.
    

                


Los audios que comenzaron a circular el 27 de marzo y que continúan día a día llevan el nombre del proyecto colectivo de un grupo de profesorxs de Prácticas del Lenguaje y Literatura de la Región 6 del conurbano bonaerense: Tus profes te leen.
Desde el momento en que las ciudades comenzaron a quedar vacías y la gente se confinó en sus hogares, la literatura empezó a circular de algún modo. Amigos que se recomendaban libros, que compartían textos digitalizados, videoconferencias para hablar, leer, comentar, recrear la literatura. Porque en toda situación extrema -hoy pandemia pero, en ocasiones, guerras, migraciones, hambrunas- la literatura es alimento. Bibliotecas subterráneas en Siria, programas de lectura en comunidades de migrantes que desconocen el idioma del país en el que se han refugiado, bibliotecas clandestinas de los campos nazis con dos o tres ejemplares, poemas que se aprenden de memoria y luego se destruyen en dictaduras. La palabra poética circula a pesar de todo, se esfuerza por darle sentido al sinsentido del mundo.


Mucho se ha escrito sobre la promoción de la lectura literaria, pero nadie -hasta este año- pensó cómo crear comunidades de lectura cuando un virus imparable cambia la vida tal como la conocíamos.
Y entonces surge este proyecto que –desde hace más de cien días-envía audios a estudiantes secundarios y terciarios. Audios que luego son replicados a amigos y parientes. Nunca se sabe hacia dónde van las cometas cuando se echan a volar por el espacio.
En la primera etapa, Tus profes te leen: comunidades de lectura en tiempos de aislamiento fueron audios que replicaron -en un circuito tan impredecible como misterioso- la voz de autores consagrados. Un Cortázar que dice “Toco tu boca, con un dedo toco tu boca”, y Silvio Rodríguez que proclama “Yo te quiero libre”. Un Galeano que escribe “Los presos políticos no pueden hablar sin permiso, silbar, sonreír, cantar, caminar rápido ni saludar a otro preso”; Juarroz con “Palabras que me nombran. Pero todas las palabras me nombran cuando yo sé escucharlas”. Y Pablo Bernasconi sosteniendo que Las buenas ideas son mariposas invisibles con las alas escritas”, justo en el mismo momento en que Liliana Bodoc hace entrar al que “tiene mil nombres, rostros, sombreros, al que entra su caballada a las ciudades y se lleva la vida”.

Docentes que echan mano a la poesía universal y la brindan a sus alumnos. Ya no tienen aulas, pero la escuela se recrea de todos modos. Y la literatura comienza a armar, de todas las maneras posibles, una trama de textos que tiende puentes en un tiempo en el que, si no fuera por la palabra poética que da esperanza, solo se tejerían incertidumbres.

Tus profes te leen se continúa con Tus profes te leen lo que  escriben, dado que, entre los docentes que llevan a cabo este proyecto de la Dirección de Formación Permanente de la Región 6, hay muchos poetas que también comparten su poesía.  Y acabará el año con Les estudiantes nos leen lo que escriben con los resultados del trabajo en las aulas con los proyectos llevados a cabo en los institutos de formación docente. Según lxs profesores que han puesto en marcha el proyecto, este despliega un doble movimiento: promueve la conformación de comunidades de lectura entre docentes y estudiantes, y reorganiza comunidades de prácticas entre profesorxs con el objeto de interpelar, intervenir y transformar las prácticas de enseñanza.


Carolina Seoane-formadora de Prácticas del Lenguaje (Nivel Secundario) del
Equipo Técnico de la Región 6 de la Provincia de Buenos Aires, que coordina el proyecto junto con la Profesora Miriam Delsanto- cuenta cómo se fue gestando una comunidad lectora a partir de los audios y, luego, interactuando con los poetas que conforman el ciclo de poesía El Rayo Verde que funciona -en esta emergencia- desde la virtualidad, coordinado por el poeta Osvaldo Bossi.

“La lectura de una antología publicada por estos poetas, Hay que ocupar la vida en otra cosa, y los audios diarios en los que los docentes leen poesía fueron trabajados como parte del proyecto de lectura de poesía que se realiza en el Instituto de Formación Docente y Técnica N° 52, de San Isidro. En el taller de Lectura, escritura y oralidad del Profesorado de Primaria, los estudiantes escriben poesía y participan del Festival Nacional de Poesía en la Escuela. La propuesta fue elegir a un poeta que les hubiera gustado y contactarlo por las redes sociales. Así se armaron redes de lectores en tiempo de pandemia”. Una forma de hilar estas acciones fue, dice Carolina Seoane, la pregunta ¿cómo circula la poesía en tiempos de cuarentena?

Una estudiante, Karina, le escribe por mensaje privado al poeta Osvaldo Bossi: “Me gustó el poema Todo termina (y cita un verso)Y sin embargo todo esto pasará. Y quería agradecerte por regalarnos estos hermosos poemas que nos alegran y hacen un mimo al alma.

Osvado Bossi responde a Marche, otra alumna del instituto que ha comentado un poema suyo: “La poesía no sólo es sueño, también es un gran despertador”. Martu le escribe a Elena Anníbali, también integrante de El Rayo verde: “me encantó el poema que se encuentra en Las madres remotas, “Cuestiones de poder”, sentí que ese poema era parte de mí y de tantas chicas”.

La poeta Elena Anníbali le contesta a Lucía, otra alumna del taller del Instituto de Profesorado 52: “Me alegro de que tengas profes que dediquen su tiempo a enseñar poesía. Creo que la poesía es una experiencia, una forma de conocimiento del mundo, y socializar esa forma de conocimiento, es decir, compartirlo con más gente, permite incorporar otras visiones de lo real”.
A partir de estos textos que viajan en el año de la pandemia, “los docentes diseñan recorridos de lectura centrados en tópicos, problemáticas, autores y procedimientos que buscan promover diversas experiencias estéticas, en el marco de un intercambio sostenido entre esa nueva comunidad lectora que, entre palabras, van inventando”. 

Tus profes te leen responde a esa pregunta inicial de ¿cómo circula la poesía en tiempos de epidemia? Y empezó a tener respuesta a medida que los audios comenzaron a abrirse paso en estos días raros. Desde el conurbano bonaerense la poesía les pone voz a nuestras sensaciones. Dice Jimena Busefi, docente de secundaria y también poeta: “El perfume de las hojas invade de repente la oscuridad/ el aire, el abismo de mi hamaca de hilo/ que pende a esta hora de un lugar sin tiempo/ y se mece al compás del canto de un grillo. /No hay un alma en la calle/ solo una mujer fuma en una esquina/ parada en el agua de las alcantarillas.


Desde diversas tradiciones poéticas los textos leídos proponen un encuentro que, no por virtual, es menos productivo. María Teresa Andruetto ha dicho que la poesía siempre es entre dos: “Hay quienes dicen que cuando escriben tratan de no leer para no contaminarse, yo me siento absolutamente contaminada por la palabra de lxs otrxs, o más bien totalmente pregnada, sobre todo por la palabra de las otras.”  Eso ocurre en estas comunidades lectoras: se lee, se escribe, se arma una urdimbre tejida con las palabras de todos.

Narradores y Cuentacuentos: Entrevista a la Narradora "Seño Norma"

  -¿Cómo y cuándo descubriste que tu destino estaba ligado a la transmisión de la cultura a través de la oralidad? Desde pequeña me encant...