Translate

sábado, 23 de noviembre de 2019

“Ignorar para saber: Lo que no sabe un oso de Sofía Ramacciotti" (*)


                                     por Adrián Ferrero








     El presente libro infantil de Sofía Ramacciotti, Lo que no sabe un oso  (2019), cuyas ilustraciones le pertenecen también, plantea algunas hipótesis interesantes para que los niños que viven en este presente histórico problematicen algunas de las premisas según las cuales son educados y según las cuales viven cotidianamente, en particular en una sociedad consumista y culturalmente normativa. También qué privilegian en sus vidas según esa herencia recibida. Y qué sería conveniente valorizar para, en tal sentido, también revalorizar. En primer lugar, me referiré sintéticamente a sus contenidos. En efecto, un narrador (o narradora) en tercera persona del singular omnisciente narra la historia de un oso que vive en un bosque. En ese bosque naturalmente que lo hace como todo oso. Por lo que Sofía Ramacciotti procede a referir las distintas actividades que realiza tanto en su vida cotidiana para su alimentación, durante sus movimientos por ese espacio, cuáles son sus desplazamientos más habituales. Sobre todo, en qué consiste su biorritmo a lo largo del año también. Pero las cosas no son tan simplistas. Hay una búsqueda obstinada de la autora por narrar el modo como se puede ser y vivir desconociendo algunos principios, datos o costumbres que nos son ajenos. Conociendo la miel y los panales pero desconociendo las colmenas y a los apicultores que se parecen con sus ropas a los astronautas. Despertándose por las mañanas pero desconociendo los despertadores. Alimentándose pero desconociendo las sartenes y los huevos fritos. Habitando el mundo pero sin poseer documentos ni pertenecer a un club. Jugando con los peces antes de comérselos pero ejerciendo ese juego sin pensar en oficiar la crueldad. Viviendo con mayor o menor felicidad sin acudir a un psicólogo.

     De modo que plantearía mis hipótesis de lectura en dos direcciones. Por un lado, el oso podría ser la figuración de un humano que perfectamente a su vez estaría en condiciones de prescindir de una serie de costumbres, dispositivos, prácticas sociales, objetos, prójimo de los que se habría vuelto dependiente pero son prescindibles. Eso por un lado, por el otro, el hacer sin saber ¿Qué quiero decir con esto? La sustancia que nos constituye en tanto que humanos pero al mismo tiempo ignoramos somos o hacemos. Y, es más, es bueno que así siga sucediendo bajo esos términos. No resulta necesario establecer dependencias o implicancias entre personas y cosas, entre personas y prácticas sociales, entre personas y otras personas. Es importante hacer pero no es necesario saber aquello que no constituye lo primordial ni tampoco lo que nuestra especie está llamada a incorporar. En tal sentido, la opción que propone Sofía Ramacciotti, analógicamente respecto de los humanos resulta superadora de dicotomías o bien de una suma de agregados a nuestras vidas que son la producción de una invención completamente aleatoria.




     Los títulos son zonas de especial condensación de sentidos. Si formulamos la frase: “Lo que no sabe un oso”, estamos estableciendo precisamente la relación entre lo que sabemos e ignoramos. Entre lo que conocemos y desconocemos. Pero, simultáneamente ¿hay efectivamente una relación de necesidad o de implicación entre todas estas cosas? ¿incluso en esa relación? ¿resulta imprescindible para que un oso se alimente que conozca los huevos fritos y las sartenes? ¿se requiere que para levantase disponga de despertadores? Cifrado en estos términos, también el lector infantil resulta interpelado. Porque puede perfectamente alimentarse desconociendo otros alimentos. Y perfectamente puede realizar una serie de operaciones, incluso complejas, manteniéndose por fuera de otras que le han sido impuestas aparentemente como ineludibles. O por fuera de otros circuitos. Este libro, viene a llamarnos la atención (y viene a alertarnos con perspicacia), acerca de este punto. De que a lo compulsivo por obra y mandato de la cultura no debemos darlo por implícito. No va de suyo por imposición.



     Desnaturalizando los parámetros según los cuales la cultura se ha organizado normativamente, con esta historia solo aparentemente sencilla y breve (pero profunda en sus planteos éticos y estéticos, rica en significados tanto individuales como colectivos) Sofía Ramacciotti todo el tiempo nos formula preguntas. Acerca del ser y del tener. Del hacer y del saber. Del deber y del querer. Del saber y del ser. Y de que para hacer cada cosa, en especial las más relevantes, no precisamos saberlo todo y hasta es conveniente ignorar mucho. O, es más, ignorarlo todo. En la medida en que no somos conscientes de cosas que otros sí saben pero a nosotros ni nos sirven ni nos movilizan. Pero los adultos sí aspiran a que los niños lo hagan. Y en la medida en que lo que a nosotros nos importa puede no importarles a otros sencillamente porque sus prioridades están puestas en otros objetos y en otras prácticas sociales, la autora todo el tiempo problematiza certezas. No lo hace ni de modo agresivo, ni tampoco estridente, ni menos aún vehemente. Tampoco pedagógico. Porque no pontifica sino narra una historia en los términos más simples (pero no simplistas) y al mismo tiempo más gratuitos, sin aspirar a un utilitarismo con moralejas vulgares y anticuadas. Más bien su mirada no tiene énfasis perturbadores pero sí matices líricos, sugerentes y sugestivos. Desde la gramática y desde el ritmo. Desde el léxico y desde la puntuación. Ramacciotti, como dije, sugiere. Procura salidas posibles a dilemas que se presentan como obligaciones. Y su propuesta estética gana porque no aspira a demostrar sino simplemente a narrar cómo por detrás de eso que para algunos es pobreza de complejidad en el pensamiento o bien pobreza para otros es felicidad y la realización más completa desde su vida cotidiana.

     Ya no somos esos sujetos de cultura plagados de necesidades, sean objetos, costumbres, prácticas sociales, datos, información, tecnologías (sobre todo esto último). Incluso una ética del mal de la que afortunadamente este oso está exento porque su vida está por fuera, precisamente, del universo de la crueldad, tal como afirma el libro. Él simplemente juega con los peces. Que esa práctica sea o no cruel, resulta de una serie de connotaciones atributivas que los humanos le otorgamos por encima del estado de naturaleza en el marco del cual él se encuentra, que no es precisamente el universo cultural por dentro del cual se mueven niños y adultos lectores.

      Carente de todo mal, esto es, habitando el orden de lo natural. Por dentro del estado de naturaleza en su punto más puro (sin ser ni naïve ni inofensivo por ello) y también en su punto más alto, este oso, que se toma su tiempo para hibernar así como otros no se lo toman para dormir, respeta sus ciclos. Así como otros salen corriendo tras el sonido del despertador, este oso, que es un ser vivo, bosteza y se estira sin ser indolente ni vago por eso. Sencillamente porque no es un ser alienado. Este es el punto. En estos términos definiría la naturaleza del retrato que Sofía Ramacciotti hace del presente oso. Es un animal. Por lo tanto está por fuera del universo de cultura. No se le pueden atribuir axiológicamente valores positivos o negativos porque su manera de actuar o proceder respecto del medio y del resto de los seres vivos, no está regulada por una ética universalista sino por instintos y, en todo caso, costumbres. Mucho más si tenemos en cuenta que se trata de un animal salvaje que vive en medio del bosque. Guiado por instintos. No obstante, demos un paso más allá. Este oso metaforiza entonces algo más hondo: lo que los chicos tienen y los grandes pueden y hasta deben escuchar y ver en ellos. El modo inocente (pero primordial y tampoco inofensivo) en que viven y actúan. Porque no lo hacen de modo interesado. No lo hacen con maldad. No lo hacen según una economía del propio beneficio ni tampoco de la impiedad. Si incurren en esos comportamientos lo hacen, como este oso, desconociendo sus matices éticos. Se trata, al igual que este animal, de un hacer ignorando el daño. Ellos, simplemente, actúan. Operan sobre el mundo interviniendo sobre él sin connotarlo.

     El oso desconoce también (afortunadamente para el caso) a los humanos porque además son ellos los que explotan una miel de la que él tan solo se sirve para alimentarse tomando lo que lo satisface. Ni abusa de ella ni hace otra cosa más que tomarla como materia nutritiva puntual. El oso no va a depredar de modo calculador o a criar indiscriminadamente en beneficio de sí mismos y lucrar con esa miel en oscuras fábricas, envasándola, para el comercio capitalista. Al punto de industrializar una materia prima de orden natural. Está, como dije, por fuera de los trajes de astronauta de los apicultores en un guiño maestro de Ramacciotti a lo que los seres humanos aspiran a ser superlativamente, esto es, a gobernar, a ir tras las leyes mismas del cosmos, las estrellas, los planetas y del universo, forzando a la condición humana hasta sus mismos límites, lo que constituye un acto de soberbia. Procurando conocer el cosmos de un modo que no ha sido concebido en esos términos sino ha sido producto de experimentos, esta vez sí, deliberados y humanos, en un punto, con el afán de una altanería propia de quien aspira a acceder a lo incognoscible. Y a controlar lo que está por fuera de todo control. Algo cuyas leyes, incluso, no resultaría conveniente forzar hasta ese punto. Sino mantener en una secreta preservación. Como, quizás, las de ciertas reservas naturales (procurando encontrar alguna analogía identificatoria ligada, precisamente, al oso).




     Este oso ¿es ignorante? Esa sería la gran pregunta. Y sin embargo, plantea un universo en lo relativo a lo gnoseológico de tanta más infinita riqueza. De tanta infinita sabiduría. Su mundo a los ojos del humano es limitado. Pero a los de lectores perspicaces, resulta ilimitado ¿es estrecho? ¿está confinado a un mundo de pobreza? Pienso que en todo caso está preservado en un bosque. Es un animal y no un humano, esto es, inferior en lo que se supondría según una escala en torno de potencias y dones de la capacidad de intelección. Pero en verdad vive en un estado de pureza que lo mantiene por fuera de todo castigo, de toda emoción virulenta tendiente a provocar el daño en otros u otras. Especialmente en niños. Este oso juega en su territorio sin invadir otros. Se retira del mundo cuando lo llaman los tiempos del año correspondientes y no busca forzar los límites de ese tiempo o de la naturaleza sino ajustarse a ella. Y, muy en especial, la respeta. Aunque lo haga sin saberlo. Pero lo hace de hecho. Que es lo verdaderamente importante. En este punto muy en particular quisiera detenerme. Sin ir a un mensaje estrictamente ecologista, mecánico, gastado, fácil ni automático, sí Ramacciotti toma partido y es bien clara en este punto. El oso, como todo habitante de la naturaleza de orden animal no es destructivo de manera deliberada y tampoco es destructivo con el medio ambiente a los efectos de proveerse de materia para su supervivencia. Toma de ese medio ambiente lo justo. Es, como resulta obvio, un animal que requiere proveerse de su alimento. Pero eso no es sinónimo de destrucción ni de castigo ni de extinción de las especies que son sus presas. Mantiene el saludable equilibrio ecológico. Es más: se permite hasta jugar con las que serán, a su debido tiempo, sus futuros y suculentos bocados. Así, Sofía Ramacciotti no nos habla de un mundo ideal. Porque el oso efectivamente mata lo que va a comer. Pero no es penosamente destructivo, como dije. No se ensaña con los peces para lastimarlos sino que esa supuesta crueldad que un humano sí le atribuiría desde un punto de vista ético (orden del cual el oso está por fuera), apartado de esa ética (pero no de esa práctica alimenticia) lo mantiene en estado de completa inocencia. No se trata de un acto ético que importe un juicio ético o, en todo caso, un acto con esas mismas repercusiones.

     El oso habita un bosque que no destruye. El oso lo respeta sin saberlo tampoco pero de hecho lo hace. El oso no ha ido jamás a un psicólogo porque no solo jamás ha padecido desórdenes del pensamiento sino incluso, afirma su autora, porque no tiene pensamientos tal como a un humano sí le ocurriría y, en un extremo, en términos patológicos. Y está atento a ese hábitat porque ignora, precisamente, que utilitariamente estaría en condiciones de explotarlo. Pero exento de utilitarismo, como dije. Para él es su casa. El espacio es cálido o frío, mullido, en el marco del cual se desenvuelve su vida libremente. Porque el oso es libre, lo que no conocería si estuviera rodeado por humanos, que probablemente lo atacarían, lo tendrían en cautiverio o frente a los que él debería defenderse de sus ataques..

     De modo que en esta suerte de amplia utopía de las acciones porque no hay destrucciones sino prácticas asociadas a la supervivencia cotidiana, al biorritmo, como dije, que debe seguir sin acudir a inventos o máquinas (“cuyo funcionamiento no entiende”) sino simplemente al ciclo de los días y el curso de las estaciones, el oso simplemente existe. Sigue la línea de la vida.



     Vivir para un niño convengamos es en este mundo una asignatura difícil. No obstante, pareciera proponernos Sofía Ramacciotti, como el oso, si padres y allegados cuando educamos  impartimos la sabiduría acerca de dónde están o deberían estar las prioridades, dónde lo accesorio, dónde lo inventado por el consumo o tan solo la civilización en las costumbres pero sí pusiéramos el acento en lo primordial, en las cosas que esencialmente nos definen como humanos y no como seres que nos volvemos dependientes de objetos y prácticas sociales, las cosas serían tanto más distintas. En qué es aconsejable saber porque éticamente resulta noble y qué no porque resulta nocivo, la vida de la niñez sería efectivamente más saludable. Es posible que ignoráramos mucho de lo que se enseña o se suele enseñar en la escuela pero seríamos más dichosos porque se trataría, de felicidades concebidas que no son construidas por una cultura compulsiva. De felicidades hechas a la medida de un mundo que se elabora para el confort y generar, en un punto, dolor, En otro, dependencias. Desde una ignorancia que no es sinónimo de pauperización sino, muy por el contrario, centralidad de la importancias, Lo que no sabe un oso nos ubica a los humanos, precisamente, ante todo en que lo que hemos concebido en buena medida pero es superfluo. Es más: frente a todo lo que hemos creado y puede ser peligroso, conviene estar atentos y hasta alertas. La cultura adulta pretende persuadirnos de qué debemos aprender y qué no. Pero ¿acierta en ese afán selectivo?



     Con pluma maestra. Con inteligencia. Con pinceladas que no acuden al exceso sino al punto justo de una poética y con una lírica exactas, ambas  se reúnen en este libro para concebir una prosa sintética plagada de belleza, altamente connotativa carente de toda retórica, de toda pedagogía, de toda literatura de tesis. Hay sencillamente ideas. Que circulan fluidamente por el libro con libertad y con eficacia. Sofía Ramacciotti ha escrito una obra destacada. Ni la exhortación ni el afán persuasivo están en ella, pero sin embargo cada gota de su historia sí los contienen. Sofía Ramacciotti, indudablemente, da en blanco.


(*) este artículo se ha vuelto a subir al blog, totalmente corregido por su autor.

1 comentario:

  1. Gracias, Eduardo Raúl Burattini por la aclaración y pido disculpas por mi involuntario error en el que se deslizó erróneamente el título del libro el artículo. Por otro lado, y dado que rectifiqué ese error, aproveché para enriquecer el artículo con nuevas ideas. Atte. Adrián Ferrero

    ResponderBorrar

La literatura siempre habla más alto

  (Sobre la polémica en torno a los libros de la colección literaria  “Identidades Bonaerenses” , que  cuenta con 122 títulos de ficción y n...