El caballo
celoso (1985, 1992 mi edición), de Javier Villafañe, es una
narración en cinco partes o capítulos, precedidos, al menos en mi edición, de
una “Carta a los chicos” (y no a cualquier clase de lector), que en tanto que
paratexto le permite al propio Villafañe jugar a desdoblarse, por un lado, como
autor del libro. Por el otro, como alteridad de uno de los protagonistas de la
narración que también es titiritero, que conoce la ciudad de La Plata y que
guarda otras semejanzas con él. De modo que este paratexto primordial funda las
bases de un pacto según el cual el propio Villafañe tendrá una suerte de alter
ego ficcional. Como iremos viendo, leeré esta obra narrativa como una ficción
de la falta.
La historia está protagonizada por gran
cantidad de animales pero que reúnen atributos humanos: hablan, se expresan,
poseen pensamiento abstracto o concreto, se emocionan, según los casos, se
enamoran de humanos (en este caso puntual un caballo de Lucrecia, una niña).
La narración responde a un verosímil
fantástico, no realista. Los animales, como dije, están humanizados, hay brujas
que atraviesan mares y continentes, una niña puede regalar un corazón y una voz
a un caballo y, muy en especial, un caballo puede enamorarse de una niña. Esta
suerte de imposibles semánticos, en términos de Rosemary Jackson (1981) de
cruce de identidades según el cual un animal puede desear y hasta efectivamente
sentir amor por una criatura humana, se produce luego de un intercambio entre
ambos en el que ella le revele algunos de sus rasgos de carácter. Y ciertos
datos de su biografía. Y hasta le regale su corazón y su voz.
Otros personajes, como sombras chinescas,
se proyectan en esta narración: el Sapo Abuelo, el Mamboretá, el Titiritero, el
Palo Borracho, ratones y, en sueños, toda una serie de animales que serán
importantes en orden a los ejes sémicos que se desplegarán dentro del relato.
La presencia de animales/personajes
importa varias repercusiones desde el punto de vista de los procedimientos narrativos. Villafañe acude
a lo que habitualmente se denomina personificación, pero también en otros casos
hay humanos que se comportan como tales. De modo que no podríamos afirmar de
este libro que se trata de uno que acude a la personificación como recurso exclusivo.
Hay humanos que son humanos y actúan como tales. Está la presencia, como ya lo
indiqué, del personaje de la bruja, paradigma de los cuentos de hadas o de
terror u horror (también algunos góticos), lo que articularía El caballo celoso con varias
tradiciones. Por un lado, con la línea que acabo de mencionar. Por el otro, con
la de la fábulas, de Esopo, las de la Fontaine hasta versiones contemporáneas
incluso propias de poéticas canónicas infantiles argentinas, como la de Gustavo Roldán. Como es sabido, este
autor trabajó con intensidad desde su poética la flora y la fauna del territorio del que era oriundo:
el Gran Chaco.
Tienen lugar una serie de acontecimientos
del orden de lo mágico o lo maravilloso a lo largo de toda la narración. No obstante, una de las zonas más
interesantes para trabajar es el universo de lo onírico, de recurrente
presencia en esta historia. El caballo sueña en tres oportunidades (tres capítulos
distintos se ocupan de dichos sueños) y el titiritero también hace lo propio en
una oportunidad (sucede lo miso que en el caso del caballo). De modo que se da
un cruce, por un lado, entre ficción y realidad propio de toda literatura. Por
el otro, ingresamos al orden de lo onírico, que tiene sus propias leyes, como
es natural, pero muy en especial carece de la lógica de las leyes del mundo
empírico. Los sueños son también el espacio de la utopía, con la que sabemos
Villafañe se ha sentido particularmente comprometido. De modo que en esta suerte
de ficción en segundo grado como son los sueños, la narración de Villafañe
denota una engañosa simplicidad. Ingresaremos en una ficción en abismo, según
la cual cada sueño será un relato dentro del relato. Pero un relato según una
lógica propia que no responderá a la de la realidad tal como habitualmente la
habitamos en la vida cotidiana
.
Los sueños, asimismo, se encadenan. Hay un
hilo sutil que los va entrelazando hasta componer un friso. Y dentro de ellos
sucede que son como pequeñas cápsulas dentro de las cuales acontecen cosas que
serán fundamentales para el desarrollo de la narración. Si Villafañe consagra
cuatro de los cinco capítulos a sueños, vemos la relevancia que le otorga a la
economía propia de este universo subjetivo. Porque si los sueños son por un
lado, como dije, el ámbito por excelencia de la utopía, también son el ámbito
de la libertad subjetiva. Y de una gramática que no respeta idéntico
funcionamiento que el de nuestra realidad. Con un encadenamiento, una cierta relación
asociativa y una vinculación entre sus distintos capítulos que los pone en
diálogo, los sueños narran de una manera singular. Se caracterizan por un tipo
de relación entre los distintos episodios que refieren que si bien no remiten
al caos si lo hacen a una capacidad de pensar el universo a partir de
perspectivas ilimitadas. Esta ausencia de fronteras torna a la ficción
ilimitada.
Y también este libro es la narrativa de
una emoción: la de los celos. Un caballo que no tiene nombre. O que sí lo
tiene: un genérico “Caballo”, siente celos de un titiritero que conquista a la
niña de la cual él se había enamorado. Un titiritero que lo desplaza del lugar
al que él creía estar llamado. De modo que mucho de lo que dispare la acción y
la intervención del personaje estará determinado por la sensación emocionante
del amor, por un lado. Y, por el otro, la de la consternación del fracaso. Lo
que conduce a la vivencia del sinsentido. En efecto, el universo de Caballo se
derrumba cuando, luego de velar por detrás del Palo Borracho la casa de
Lucrecia, durante largas jornadas, de dejarle flores en el balcón para acceder
a su amor y, finalmente, verificar que, pese a que lo pensaba ahuyentado, el
titiritero ha regresado para estar nuevamente con ella y, peor aún, de modo
definitivo, morirá de pena. Y en esta partida por cierto dolorosa del personaje
cuyas lágrimas terminan por devenir una lluvia sobre la ciudad, esa partida
será una frustración pero también, luego de sembrada la gran pregunta en torno
de la muerte: ¿qué es la muerte? ¿cómo se siente estar muerto? Preguntas ambas
que había deslizado el libro en un diálogo entre dos personajes, se torna
doblemente significativa. Esta partida de Caballo se carga de resonancias. El
significante “muerte” nombrado previamente remite a esta circunstancia de no retorno
pero en la cual evidentemente Caballo ignoramos, como en un enigma atractivo,
qué estará sintiendo o qué estará a punto de sentir una vez que haya subido a
los cielos. Es sabido que el cielo es la toponimia religiosa por excelencia que
connota la partida de esta tierra hacia el más allá. Javier Villafañe respeta
esa convención, si bien las lágrimas de Caballo, pese a estar muerto, aún
siguen cayendo sobre la ciudad de La Plata.
Hay también personajes humanos en esta
trama, como el Intendente, los señores jefes y los señores ordenanzas, además
del Capitán del barco en el que regresa el titiritero de sus andanzas por
Europa y Oriente, la citada niña Lucrecia, pero también su madre. De modo que
Villafañe no deja de lado acudir a todos los matices. Este sería entonces otro
de los contrapuntos: la relación entre personajes humanos y animales que
disponen de atributos de la anterior condición. Ese diálogo que establecen
Caballo con Lucrecia y ese deseo que ella le inspira también es posible merced
a este doble juego del animal/animado. Así como hay animales animados hay
personas o, en todo caso, personajes. Dentro de este friso completo y complejo
que establece relaciones entre sus integrantes,
la sociedad que forma parte de este libro se revela como riquísima. Del
mismo modo, los sentimientos de los unos hacia los otros en la vida empírica.
Otro dato curioso es que si en el
paratexto el allí firmante Javier Villafañe se declara titiritero, que exista
un personaje en la narración que lo sea también constituye una suerte de figura
en abismo. O, en todo caso, de alteridad que reproduce un oficio que Villafañe
conoce y ha desarrollado con maestría y hasta magisterio. Este titiritero goza
de tal conocimiento de su oficio que es capaz de improvisar una función a bordo
y también de armar títeres con unos pocos y simples elementos: papas, lápiz de
labios, una manta de colores, un cartón, un alfiler y sus propios dedos. A
partir de esta economía de recursos del Titiritero construye un retablo
completo. Me parece que precisamente Javier Villafañe con en esta instancia de la
narración le está realizando un señalamiento al lector respecto de que para ser
titiritero y hacer lo necesario para cumplir con ese oficio no es imprescindible
más que la imaginación y, naturalmente, el arte. El saber cómo afrontar
semejante desafío consiste solo en proponérselo. Y se lo hace a partir de una
economía de medios.
La muerte del Caballo celoso es un episodio
que comporta tristeza en la economía emotiva de la narración. No obstante,
resulta completamente coherente con lo que ha tenido lugar: el amor le ha sido
sustraído por un humano. El amor entre Caballo y Lucrecia es un “amor
imposible” y entre cuatro ovejas y cuatro pájaros logran finalmente izarlo una
vez que ha muerto. Un niño le señala a su madre el “caballo volador” (motivo
muy habitual en los cuentos infantiles, menos habitual en estado mortuorio) y
el Caballo celoso llora. Esa lluvia es una suerte de lluvia asociada al duelo,
a la pérdida, a la imposibilidad de realizar los sueños. O por lo menos algunos
de ellos. Y Javier Villafañe también pone a la imaginación en su sitio. Y con
la fantasía hace lo propio. No todo es posible en los cuentos. Una niña entre
un Caballo y un humano que es un titiritero seductor elegirá a este último. Mucho
más si descubre por una fisonomía física una correspondencia espontánea entre
ambos. Caballo deberá resignarse a su condición de celoso, de testigo del amor
de otros. Y asumir la pérdida. Pero esa pérdida resulta tan intolerable para
él, que paga con el costo de su propia vida el fracaso. Probablemente muera de
pena. No obstante, Villafañe, pese a los sueños, pese a la más salvaje
imaginación desplegada en esta narración y pese a que sus personajes son
animales que hablan, piensan, celan y aman, no deja de ser realista. Aún en el
marco de lo fabuloso el realismo es importante. Cobrar consciencia de los
límites y las limitaciones. De qué nos está permitido y qué no. De cuál es
nuestra órbita de injerencia de cuál no lo es.
No tener nombre. Haberse llamado
“Potrillo” alguna vez y ahora llamarse según el genérico “Caballo” es una forma
de estar condenado a la falta de identidad. Esta es otra de las grandes faltas
en el protagonista de la trama. Se lo
llama por la especie. Lo que es una forma de no nombrarlo según su
singularidad. De modo que entre la pérdida del nombre, la pérdida de un espacio
en el que habitar y la pérdida del amor, la desaparición de Caballo de este
mundo resulta prácticamente una circunstancia natural. No podría esperarse otra
cosa de su condición de personaje al cual le ha sido quitada su identidad, el
sentido de su vida (para el caso, el amor) y asistir al modo como un rival
contra el que por añadidura no podría competir jamás lo supera. Leo entonces El caballo celoso, como ficción de la
falta. Como ficción de la pérdida. Y como corolario de ella, solo resta esa partida
que remeda, parcialmente, ecos de las zonas más típicas de los cuentos maravillosos o bien algunos
de los infantiles. El ascenso hacia los cielos y el llanto como la partida y el
adiós.
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