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domingo, 3 de noviembre de 2019

“El caballo celoso de Javier Villafañe como ficción de la falta”


     
                                     


                                                                                                            por Adrián Ferrero





     El caballo celoso (1985, 1992 mi edición), de Javier Villafañe, es una narración en cinco partes o capítulos, precedidos, al menos en mi edición, de una “Carta a los chicos” (y no a cualquier clase de lector), que en tanto que paratexto le permite al propio Villafañe jugar a desdoblarse, por un lado, como autor del libro. Por el otro, como alteridad de uno de los protagonistas de la narración que también es titiritero, que conoce la ciudad de La Plata y que guarda otras semejanzas con él. De modo que este paratexto primordial funda las bases de un pacto según el cual el propio Villafañe tendrá una suerte de alter ego ficcional. Como iremos viendo, leeré esta obra narrativa como una ficción de la falta.  


     La historia está protagonizada por gran cantidad de animales pero que reúnen atributos humanos: hablan, se expresan, poseen pensamiento abstracto o concreto, se emocionan, según los casos, se enamoran de humanos (en este caso puntual un caballo de Lucrecia, una niña).

     La narración responde a un verosímil fantástico, no realista. Los animales, como dije, están humanizados, hay brujas que atraviesan mares y continentes, una niña puede regalar un corazón y una voz a un caballo y, muy en especial, un caballo puede enamorarse de una niña. Esta suerte de imposibles semánticos, en términos de Rosemary Jackson (1981) de cruce de identidades según el cual un animal puede desear y hasta efectivamente sentir amor por una criatura humana, se produce luego de un intercambio entre ambos en el que ella le revele algunos de sus rasgos de carácter. Y ciertos datos de su biografía. Y hasta le regale su corazón y su voz.

     Otros personajes, como sombras chinescas, se proyectan en esta narración: el Sapo Abuelo, el Mamboretá, el Titiritero, el Palo Borracho, ratones y, en sueños, toda una serie de animales que serán importantes en orden a los ejes sémicos que se desplegarán dentro del relato.

     La presencia de animales/personajes importa varias repercusiones desde el punto de vista de  los procedimientos narrativos. Villafañe acude a lo que habitualmente se denomina personificación, pero también en otros casos hay humanos que se comportan como tales. De modo que no podríamos afirmar de este libro que se trata de uno que acude a la personificación como recurso exclusivo. Hay humanos que son humanos y actúan como tales. Está la presencia, como ya lo indiqué, del personaje de la bruja, paradigma de los cuentos de hadas o de terror u horror (también algunos góticos), lo que articularía El caballo celoso con varias tradiciones. Por un lado, con la línea que acabo de mencionar. Por el otro, con la de la fábulas, de Esopo, las de la Fontaine hasta versiones contemporáneas incluso propias de poéticas canónicas infantiles argentinas,  como la de Gustavo Roldán. Como es sabido, este autor trabajó con intensidad desde su poética la flora y  la fauna del territorio del que era oriundo: el Gran Chaco.

     Tienen lugar una serie de acontecimientos del orden de lo mágico o lo maravilloso a lo largo de toda la narración.  No obstante, una de las zonas más interesantes para trabajar es el universo de lo onírico, de recurrente presencia en esta historia. El caballo sueña en tres oportunidades (tres capítulos distintos se ocupan de dichos sueños) y el titiritero también hace lo propio en una oportunidad (sucede lo miso que en el caso del caballo). De modo que se da un cruce, por un lado, entre ficción y realidad propio de toda literatura. Por el otro, ingresamos al orden de lo onírico, que tiene sus propias leyes, como es natural, pero muy en especial carece de la lógica de las leyes del mundo empírico. Los sueños son también el espacio de la utopía, con la que sabemos Villafañe se ha sentido particularmente comprometido. De modo que en esta suerte de ficción en segundo grado como son los sueños, la narración de Villafañe denota una engañosa simplicidad. Ingresaremos en una ficción en abismo, según la cual cada sueño será un relato dentro del relato. Pero un relato según una lógica propia que no responderá a la de la realidad tal como habitualmente la habitamos en la vida cotidiana
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     Los sueños, asimismo, se encadenan. Hay un hilo sutil que los va entrelazando hasta componer un friso. Y dentro de ellos sucede que son como pequeñas cápsulas dentro de las cuales acontecen cosas que serán fundamentales para el desarrollo de la narración. Si Villafañe consagra cuatro de los cinco capítulos a sueños, vemos la relevancia que le otorga a la economía propia de este universo subjetivo. Porque si los sueños son por un lado, como dije, el ámbito por excelencia de la utopía, también son el ámbito de la libertad subjetiva. Y de una gramática que no respeta idéntico funcionamiento que el de nuestra realidad. Con un encadenamiento, una cierta relación asociativa y una vinculación entre sus distintos capítulos que los pone en diálogo, los sueños narran de una manera singular. Se caracterizan por un tipo de relación entre los distintos episodios que refieren que si bien no remiten al caos si lo hacen a una capacidad de pensar el universo a partir de perspectivas ilimitadas. Esta ausencia de fronteras torna a la ficción ilimitada.

     Y también este libro es la narrativa de una emoción: la de los celos. Un caballo que no tiene nombre. O que sí lo tiene: un genérico “Caballo”, siente celos de un titiritero que conquista a la niña de la cual él se había enamorado. Un titiritero que lo desplaza del lugar al que él creía estar llamado. De modo que mucho de lo que dispare la acción y la intervención del personaje estará determinado por la sensación emocionante del amor, por un lado. Y, por el otro, la de la consternación del fracaso. Lo que conduce a la vivencia del sinsentido. En efecto, el universo de Caballo se derrumba cuando, luego de velar por detrás del Palo Borracho la casa de Lucrecia, durante largas jornadas, de dejarle flores en el balcón para acceder a su amor y, finalmente, verificar que, pese a que lo pensaba ahuyentado, el titiritero ha regresado para estar nuevamente con ella y, peor aún, de modo definitivo, morirá de pena. Y en esta partida por cierto dolorosa del personaje cuyas lágrimas terminan por devenir una lluvia sobre la ciudad, esa partida será una frustración pero también, luego de sembrada la gran pregunta en torno de la muerte: ¿qué es la muerte? ¿cómo se siente estar muerto? Preguntas ambas que había deslizado el libro en un diálogo entre dos personajes, se torna doblemente significativa. Esta partida de Caballo se carga de resonancias. El significante “muerte” nombrado previamente remite a esta circunstancia de no retorno pero en la cual evidentemente Caballo ignoramos, como en un enigma atractivo, qué estará sintiendo o qué estará a punto de sentir una vez que haya subido a los cielos. Es sabido que el cielo es la toponimia religiosa por excelencia que connota la partida de esta tierra hacia el más allá. Javier Villafañe respeta esa convención, si bien las lágrimas de Caballo, pese a estar muerto, aún siguen cayendo sobre la ciudad de La Plata.




     Hay también personajes humanos en esta trama, como el Intendente, los señores jefes y los señores ordenanzas, además del Capitán del barco en el que regresa el titiritero de sus andanzas por Europa y Oriente, la citada niña Lucrecia, pero también su madre. De modo que Villafañe no deja de lado acudir a todos los matices. Este sería entonces otro de los contrapuntos: la relación entre personajes humanos y animales que disponen de atributos de la anterior condición. Ese diálogo que establecen Caballo con Lucrecia y ese deseo que ella le inspira también es posible merced a este doble juego del animal/animado. Así como hay animales animados hay personas o, en todo caso, personajes. Dentro de este friso completo y complejo que establece relaciones entre sus integrantes,  la sociedad que forma parte de este libro se revela como riquísima. Del mismo modo, los sentimientos de los unos hacia los otros en la vida empírica.

      Otro dato curioso es que si en el paratexto el allí firmante Javier Villafañe se declara titiritero, que exista un personaje en la narración que lo sea también constituye una suerte de figura en abismo. O, en todo caso, de alteridad que reproduce un oficio que Villafañe conoce y ha desarrollado con maestría y hasta magisterio. Este titiritero goza de tal conocimiento de su oficio que es capaz de improvisar una función a bordo y también de armar títeres con unos pocos y simples elementos: papas, lápiz de labios, una manta de colores, un cartón, un alfiler y sus propios dedos. A partir de esta economía de recursos del Titiritero construye un retablo completo. Me parece que precisamente Javier Villafañe con en esta instancia de la narración le está realizando un señalamiento al lector respecto de que para ser titiritero y hacer lo necesario para  cumplir con ese oficio no es imprescindible más que la imaginación y, naturalmente, el arte. El saber cómo afrontar semejante desafío consiste solo en proponérselo. Y se lo hace a partir de una economía de medios.

     La muerte del Caballo celoso es un episodio que comporta tristeza en la economía emotiva de la narración. No obstante, resulta completamente coherente con lo que ha tenido lugar: el amor le ha sido sustraído por un humano. El amor entre Caballo y Lucrecia es un “amor imposible” y entre cuatro ovejas y cuatro pájaros logran finalmente izarlo una vez que ha muerto. Un niño le señala a su madre el “caballo volador” (motivo muy habitual en los cuentos infantiles, menos habitual en estado mortuorio) y el Caballo celoso llora. Esa lluvia es una suerte de lluvia asociada al duelo, a la pérdida, a la imposibilidad de realizar los sueños. O por lo menos algunos de ellos. Y Javier Villafañe también pone a la imaginación en su sitio. Y con la fantasía hace lo propio. No todo es posible en los cuentos. Una niña entre un Caballo y un humano que es un titiritero seductor elegirá a este último. Mucho más si descubre por una fisonomía física una correspondencia espontánea entre ambos. Caballo deberá resignarse a su condición de celoso, de testigo del amor de otros. Y asumir la pérdida. Pero esa pérdida resulta tan intolerable para él, que paga con el costo de su propia vida el fracaso. Probablemente muera de pena. No obstante, Villafañe, pese a los sueños, pese a la más salvaje imaginación desplegada en esta narración y pese a que sus personajes son animales que hablan, piensan, celan y aman, no deja de ser realista. Aún en el marco de lo fabuloso el realismo es importante. Cobrar consciencia de los límites y las limitaciones. De qué nos está permitido y qué no. De cuál es nuestra órbita de injerencia de cuál no lo es.




     No tener nombre. Haberse llamado “Potrillo” alguna vez y ahora llamarse según el genérico “Caballo” es una forma de estar condenado a la falta de identidad. Esta es otra de las grandes faltas en el protagonista de la trama.  Se lo llama por la especie. Lo que es una forma de no nombrarlo según su singularidad. De modo que entre la pérdida del nombre, la pérdida de un espacio en el que habitar y la pérdida del amor, la desaparición de Caballo de este mundo resulta prácticamente una circunstancia natural. No podría esperarse otra cosa de su condición de personaje al cual le ha sido quitada su identidad, el sentido de su vida (para el caso, el amor) y asistir al modo como un rival contra el que por añadidura no podría competir jamás lo supera. Leo entonces El caballo celoso, como ficción de la falta. Como ficción de la pérdida. Y como corolario de ella, solo resta esa partida que remeda, parcialmente, ecos de las zonas más  típicas de los cuentos maravillosos o bien algunos de los infantiles. El ascenso hacia los cielos y el llanto como la partida y el adiós.  


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