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sábado, 20 de noviembre de 2021

“Los entresijos de una vida: un encuentro imaginario con Oscar Wilde”

 




por Adrián Ferrero

 

 

“Pasá, Oscar. No nos conocíamos personalmente. Pero la magia que puede operar la literatura y la poética sobre ciertas vidas las reúne más allá de todo tiempo, espacio, trascendencia y, en particular, cuando las vocaciones son afines. A mí me gusta mucho escribir. Escribir fue tu pasión. Una pasión que te hizo recorrer los infinitos pasadizos de la literatura, atravesar géneros y el género”, le digo como para iniciar una conversación entre extraños.

     Le invito una limonada (hace calor en La Plata, el bochorno de enero nos aplasta a ambos, de su Irlanda natal, a esta ciudad de provincias el universo citadino es tan distinto que debe de sentir que está frente a un mundo premoderno. Al mismo tiempo imagino sus lecturas en la Trinity College, donde se educó en sus estudios superiores. Una biblioteca tan destacada. Tan llena de historia, tan prolífica en autores, tan organizada por obra de sus bibliotecarios y responsables de la custodia de esos volúmenes, algunos antiquísimos.

“¿Y qué leías estando en el Trinity College? Allí estudió también Bram Stoker, el autor de Drácula. Para todos nosotros una obra paradigmática. Reconozcamos que Occidente ha sido desparejo en sus adaptaciones. Pero también los ha habido muy buenos. Los vampiros humanos son seres tan incógnitos como inquietantes”.

“A decir verdad, con Bram Stoker apenas intercambiamos una pocas y contadas palabras. Ninguno sabía que escribiríamos ambos cuentos infantiles. Y obras de naturaleza de tendencia gótica. Porque El retrato de Dorian Gray tiene mucho de gótico. ¿no te parece?”

“Me inclino por decirte que sí. Fue el primer libro tuyo que leí. Lo hice en español. En una pésima traducción española. Pero cumplió su función. Yo conocí su argumento, que era lo más importante. Su exquisitez, por momentos, también algo estilizada, debo reconocerlo. Pero que en términos generales me dejó satisfecho. Hace unos años alquilé, cuando todavía existían en la ciudad de La Plata, en un videoclub de DVDs una adaptación de esa novela. Fue una imagen de mucha intensidad la que se desprendía de esas imágenes. Sin embargo no até cabos con aquellas primera lectura del último año del bachillerato, de lecturas maratónicas porque me había propuesto ser un alumno de la carrera de Letras en la Universidad deliberadamente culto”.

“Bueno. Un film no tiene por qué ser semejante a su original literario. Puede recrearlo. Me extraña en un escritor ese comentario. La transposición del lenguaje literario al cinematográfico sufre infinidad de mediaciones y está sujeto naturalmente a la decisión de su director o de sus guionistas. Ignoro cómo se te puede escapar semejante evidencia. A mí me ha sucedido de asistir a adaptaciones de novelas a obras de teatro y no encontrar demasiados puntos en común. Pero siempre queda un resabio, esa recuerdo, esa remembranza auténtica (si está bien hecha, por profesionales sólidos, si es auténtico) de un aire de familia contundente o, al menos, de mucha afinidad”.

“Sí, es cierto. Pero uno suele solicitarle a las adaptaciones una fidelidad, que en particular las audiovisuales no suelen respetar. En particular si están realizadas en el marco de un cine comercial. En el cual se busca el efectismo más que la belleza estética o la perfección formal. No quisiera entrar en detalles que profundizaran esta discusión, pero me eximo de ver ciertas películas porque sé que son comerciales”.



“Sí. A mí me pasaba lo mismo en mis tiempos con los librs. De las obras de teatro a las novelas o de las novelas a las obras de teatro, el panorama en ocasiones resultaba desolador”.

“¿Por qué estudiaste literatura en el Trinity College?”, le pregunto con sumo interés por conocer una respuesta conclusiva.

“Bueno. Quería ser escritor. Era la institución más prestigiosa de Irlanda. O de Dublín en todo caso, su capital. Me pareció natural asistir a ese centro de irradiación cultural además de una institución formativa de primer  nivel. Sabía que estaban allí los mejores profesores. Los mejores alumnos con quienes debatir acerca de los temas que me importaban. No lo dudé un instante”

“¿Y cómo fue tu paso por el Trinity College?”
“Bueno, había materias que me gustaban más, otras menos. El universo de la cultura grecolatina me cautivó de inmediato. Y las literaturas extranjeras, en particular los clásicos también fueron primordiales en mi educación. Yo no sabía con lo que me iba a encontrar hasta que ingresé a esas aulas. Nos reuníamos en largas tertulias a discutir sobre literatura con los compañeros más afines. Lo cierto es que encontré allí interlocutores de todo tipo para todas las materias. Desde Profesores tan cultos y brillantes a cuyas clases era un lujo asistir hasta otros eruditos pasando por otros que nos entusiasmaban para que prosiguiéramos nuestros estudios no solo en sus clases sino que nos informaban acerca de otros autores. O bien nos sugerían que a lo largo de nuestras vidas fuéramos grandes curiosos. Que nada nos detuviera en el camino del conocimiento. Yo fui uno de ellos. Siempre me gustó la lectura. Y me lancé a escribir cuando no todos mis compañeros lo hicieron. Ellos se formaron, sí, en el  Trinity pero su camino fue otro, no el creativo. Sí el formativo, como te decía”.

“Yo estudié en la Universidad Nacional de La Plata, la segunda o que está prácticamente a la par de la de Buenos Aires. Allí se realiza mucha investigación. Los docentes integran equipos de estudio sistemático y, por otro lado, el trabajo con instituciones de investigación a nivel nacional resulta una alianza primordial que luego vuelcan en sus clases. Resulta una experiencia francamente de una aventura hacia el conocimiento y el pensamiento abstracto la reflexión sobre los contenidos que estudiábamos. Había alumnos brillantes de mi promoción. En ocasiones estudiábamos juntos. En otras simplemente hablábamos en los recreos entre clase y clase. O nos juntábamos a tomar un café. Uno aprendía mucho de esas charlas. Te diría que en el caso de amigos o conocidos brillantes más destacado aún el acceso al conocimiento. Nos pasábamos nombres de escritores, los poníamos todo en cuestión. Incluso a nosotros mismos, a nuestra mirada sobre la literatura que podía llegar a ser anticuada en la medida en que  avanzábamos en la carrera. Recuerdo que odiaba estudiar con fotocopias. Por suerte como mis dos padres son Profesores en Letras también por la Universidad Nacional de La Plata tenían buenas bibliotecas en las cuales yo buscaba los libros originales”.

“Yo, como te podrás imaginar, no soy de la época de las fotocopias. Asistía a la biblioteca del Trinity College y pasaba horas analizando obras, estudiando, desplegando los libros sobre los pupitres. Era la aventura del conocimiento. Y realmente estar rodeado de libros era una fiesta”

“Sí. Yo recuerdo haber asistido a la biblioteca mi Facultad. La de Humanidades y Ciencias de la Educación. Pero también era mucho lo que comprobaba. Yo trabajaba no de tiempo completo pero sí tenía mi empleo. Y con eso me alcanzaba para ir armándome una biblioteca digna. O que a mí me resultaba atractiva”

“¿Y qué otros libros leíste escritos por mí?”

“Algunas obras de teatro. No todas por cierto. Algunas muy buenas. Son muy ingeniosas tus intervenciones en los diálogos. Los argumentos son conversados pero dejan la sensación de estar frente a la inteligencia. A la sagacidad. Pero también frente a la belleza”

“Gracias. Me halagan esas palabras. Me gustaba ver las puestas de mis obras. En distintas partes del mundo. Naturalmente que no las podía ver. Pero cobraba por derechos de autor y sabía que mis palabras emocionaban o hacían conmover o reír a otros”.

“Sí. Lo imagino. A mí en un sentido muy distinto me pasa con mis cuentos o con mis artículos o poemas. Sentir que uno es capaz de tocar la fibra íntima de una persona con sus palabras no es poca cosa. Diera la impresión de que el lenguaje es resulta impactante en ciertas personas. Especialmente las sensibles a él”.

“¿Hubo alguna otra obra mía que te gustara?”

“Me incliné mucho por los cuentos infantiles. No me parecen ingenuos, como me dijo cierta vez una Profesora de inglés que tuve. Tener valores, desplegar valores, plantear dilemas éticos, ilustrar escenas del dolor, hablar del sacrificio por amor, denunciar la frivolidad frente a niños que están aprendiendo lo que es ser en lugar de aparentar, entender la escena del despejo para que otros puedan disponer de lo que carecen, plantear problemáticas ligadas a la generosidad y el egoísmo o, en todo caso, de qué modo revertirlo porque solo puede ser una apariencia o bien un temor infundado, escuchar qué necesidades tiene un niño (yo se los escribí a mi hijos porque eran  muy pequeños cuando comencé a producir esa parte de mi producción literaria y yo estaba preocupado por el modo como la sociedad victoriana educaba a los niños en el rigor menos que en libertad de ser y pensar, ser influyentes para los escritores en la psicología de los niños me  parece una tarea encomiable. Yo no tengo obras mayores y obras menores en mi producción literaria. Mis cuentos infantiles cuentan tanto como haber escrito obras de teatro que fueron representadas en escenarios de Londres. Mis cuentos infantiles yo sé que fueron leídos por muchos niños, incluido Borges, y que eso dejó una marca fuerte en su educación, en su formación, en su sentido de la ética. Y que un autor se detenga en la infancia también me resulta tarea encomiable. El universo de los adultos pocas veces presta atención a la infancia. Pienso que los escritores han sobrevalorado la literatura para adultos, han olvidado la literatura para niños, salvo excepciones y la consideran un campo de trabajo completamente menor, satelital. Sin embargo es sumamente complejo comunicarse exitosamente con un niño. Alcanzar zonas de su emoción que lo movilicen, que lo conmuevan, que lleguen a hacerlo cambiar de puntos de vista que la sociedad les ha impuesto como mandatos. A mí me gustaba mucho hablarles a los niños con palabras simples, en un lenguaje accesible, de temas profundos. No eran asuntos menores ni un lenguaje menor. Eran, muy por el contrario, temas mayores, de temáticas amplias pero que al mismo tiempo yo siempre concentraba en el universo de los principios. Me interesaba la solidaridad entre semejantes. La magia que logra que dos personas puedan encontrarse en el juego. También por supuesto ser un buen escritor. Estar atento a escribir bien lo que escribía. No hacerlo de modo descuidado. Un niño merecía lo mejor de mi parte, dado que son lo  más valioso y la prioridad en una sociedad. Era un tema principal para mí que esos cuentos perduraran. Y para que perduraran resulta sumamente importante que pusiera especial atención a argumentos que fueran atemporales, esto es, que pasaran por encima de la Historia, sino que se concentraran en experiencias humanas por fuera del tiempo pero que alcanzaron la esencia de la condición humana. “El príncipe feliz”, por ejemplo, el cuento que tradujo Borges de muy pequeño, sufre ese despojo de sus distintas parte, esa depredación pero porque tiene un sentido. Él lo hace, él consiente en que ello tenga lugar porque sabe que hará felices a otros, en que hará felices otros niños que lo necesitan mucho más que él, que es una mera estatua. No obstante, eso no significa que no tenga, pese a ser una estatua personificada, precisamente, humanizada, una ética del semejante. Su generosidad puesta de manifiesta en el donar o en el dar a otros lo que incluso a él lo despoja de su propio ser constituyen una serie de atenciones hacia el prójimo en estado de precariedad”



“Precisamente, Oscar. Fue por esa razón que cuando esta Profesora me dijo que tus cuentos que eran ingenuos francamente a mí me indignó. Justamente porque a mí me parecían cuentos dignos, que apuntaban a inculcar la dignidad, que leídos por los niños transmitirían la idea de que brindarse al semejante es o podía ser una forma de realización. La generosidad puede ser una forma de realización. Y yo sentí en el momento en el que ella me dijo eso con un profundo desdén (pese a que ella sí tenía valores, no era una desalmada ni nada por el estilo), que te estaba descalificando

Yo también escribo cuentos infantiles. Con mi hija, cuando era una niña (ahora tiene casi 20 años) jugábamos a una práctica bastante singular. Ella hacía un dibujo y a partir de él yo escribía un cuento. O  a la inversa, cuando fue más grande. Yo escribía cuentos y ella los ilustraba. Fue una experiencia realmente maravillosa para mí. Había una fusión padre/hija que era total. Había un entendimiento entre ambos que hacía que nos comprendiéramos de inmediato. Tuve en casa, porque la compré, la traducción que Borges hizo a los 8 años de tu cuento ‘El príncipe feliz’. Luego regalé ese libro a una persona que aprecio mucho que no vive en Argentina y que es muy admirador de Borges. Y también traduje algunos de tus cuentos infantiles al español porque en las clases con mi Profesora de inglés, que era también Traductora graduada en la Universidad Nacional de La Plata le propuse hacerlo. Se trataba de un lenguaje más simple. Más comunicativo. Más llano que una literatura alambicada llena de adornos o de figuras que apuntaban a un alto grado de perfección formal (lo que no me parece mal). Pero tus cuentos infantiles eran más acordes a mis conocimientos del inglés que El retrato de Dorian Gray por el que ella me propuso empezar. También me aunque fueran infantiles me resultaban más apasionantes. Es cierto. Para la literatura para adultos me faltaba vocabulario. Me resultaba tan perturbador acudir al diccionario de modo permanente para poder terminar de leer esa novela que la terminé por descartar y la dije que era imposible para mí seguirte en su narrativa. Hubo otros cuentos que me gustaron. Otros para adultos. Los cuentos para niños tuyos los leía de un tirón. Eran un deleite. Lo disfrutaba. Me dejaban colmado de felicidad. Porque si bien algunos tenían argumentos muy tristes, lo cierto es que tenían un fondo esperanzado. Y también el lector era el que completaba ese circuito de la vida según el cual una literatura está pensada en verdad para todas las edades. Como decía el teatrista infantil Hugo Midón, la literatura infantil no es literatura infantil, es “literatura apta para todo público”. Lo cierto es que, ya graduado, en un colegio secundario de City Bell, un barrio, digamos exclusivo de La Plata, aledaño, dicté clases y enseñé El fantasma de Canterville, sobre el que un músico argentino, Charly García, compuso una canción. La parodia de los cuentos de fantasmas era literalmente una genialidad. Pero no pude pasar por el prejuicio de que se enteraran de que habían tenido aventuras homosexuales y eso fue motivo de mofas. Me amargó mucho no pode trabajar a fondo un texto despegando vida privada de texto literario. Y me indignó la homofobia. Y eso que eran chicos de una edad todavía temprana”.

“Sí. Eso ha solido pasar en mi historia como si mi vida y mi obra de modo reduccionista se limitaran a una opción sexual. Pero en fin, dejémoslo ahí. No me merece ni media palabra”.

“Adhiere por completo. También leí y escribí sobre la Balada de la cárcel de Reading. Una narrativa amarga, dolorosa sobre la experiencia vivida. De un alto nivel de dignidad y también de un alto nivel de solidaridad ética. Pero en estos tiempos hablar de esas cosas, en particular por parte de los intelectuales más destacados, es ser old fashion, estar fuera de toda actualidad. Cómo debés haber sufrido en ese encierro atroz. Con trabajos forzados. Todas las cárceles son atroces. Pero las de la época victoriana deben de haber sido directamente una experiencia intolerable de la que uno sale destrozado”.

“Fallecí a los 40 años. Probablemente producto de haber sido un paria que había atravesado por la experiencia del sufrimiento más extremo”.

    Me puse incómodo. Experimenté el dolor de su dolor.

“¿Un poco de limonada Oscar?”

“Sí por favor. Con mucho hielo”.

“Perfecto. Tres cubos de hielo. Tomá. A ver qué te parece el limón exprimido de mi limonero. El del jardín de casa. Da frutos francamente deliciosos para esta clase de bebidas. En ocasiones lo uso para rociar el pescado. O para alguna ensalada. Mi abuela le ponía limón a la ensalada. Nunca me quedó en claro si lo hacía por mero placer o por una cuestión de salud. Por la vitamina C que tienen los cítricos. Y el kiwi”.

“No lo sé”.

“También leí un trabajo tuyo muy conmovedor para mí. Me marcó para toda la vida. “El alma del hombre bajo el socialismo. Es un ensayo o un largo artículo. O quizás fuera una conferencia. Eso no importa en lo más mínimo en este preciso instante. De modo que te pido que lo pasemos por alto a ese punto. Pero sí te diría que me pareció la producción literaria o el universo de ideas de alguien preocupado por la suerte de su sus semejantes”.

“En efecto. Eso es”.

“Citándote mucha gente suele mencionarte o ponerte como ejemplo de un autor frívolo. Que pronuncia ingeniosidades todo el tiempo. Ese ensayo viene a desmentir toda clase de esas canalladas. O de esas falsas imágenes de escritor que se tenían sobre vos”.

“Puede ser. Hay un universo de principios que siempre estuvieron presentes en mi poética. Al que no renuncié jamás. Es un universo de valores que si te fijás en las líneas que atraviesan mi vida y mi obra son como letitmotivs, a los que regreso, de modo recurrente. En toda mi obra está presenta la relación entre banalidad o superficialidad  y profundidad, entre esencias y apariencias, entre pensar una ética del semejante como alguien a quien se respeta aunque tampoco se lo sobrevalore”.

“A propósito. Hace poco tuve la oportunidad de ver un noticiero (sobre eso fue sobre precisamente sobre lo que escribí) en el que uno de tus nietos pronunciaba un discurso públicamente en el cementerio de París en el que está enterrado tu cuerpo porque de tanto que las personas besabas o tocaban tu tumba estaba deteriorada. Había tenido que colocar un protector de un vidrio de mucho espesor para evitar que tumba se siguiera deteriorando. Me pareció increíble. Si la sociedad victoriana te había destituido de tu condición de sujeto, te había desterrado a una condición de paria, te había difamado hasta sus zonas más exasperadas, ahora la sociedad regresaba, en un movimiento compensatorio (que no llegaste a ver, pero del que yo que yo ahora sí te informo) según el cual la vida de un escritor repudiado era por fin reivindicada. Por toda clase de personas. Que veían en él un ejemplo de dignidad”

     Oscar había casi terminado su limonada. El anochecer había caído sobre la ciudad de La Plata. Yo sabía que Oscar tenía un largo viaje hasta Dublín. Era hora de despedirse. O de llegar a un adiós no perenne pero sí transitorio.

“Tenés un largo viaje hasta Dublín”.

“Sí, un largo, largo viaje. Pero no me pesa. Iré mañana a la Biblioteca del Trinity College. Tomaré prestado un libro de Platón, probablemente el El Banquete. Un libro que disfruté mucho la primera vez que leí. Y me siente a leer entre esos bancos de madera tan luminosos, en esas salas por las que la luz entra a raudales, como una cascada de agua muy pura”.

     Me pareció, me dio impresión, fugazmente, de que era el propio Oscar Wilde el que era una persona muy pura. Fue una impresión fugaz. Atravesó mi mente. Luego tocó alguna zona de mi emoción inesperada.

     “Terminé la limonada. Hemos hablado de lo fundamental que dos escritores pueden hablar. De sus cosas esenciales. Si bien de tu obra casi no hemos hablado. Y es hora de que parta. De que me retire primero a mis aposentos, en un hotel de La Plata, ni muy caro ni muy barato. Ni lujoso ni paupérrimo. Como me gustan ahora (ahora) a mí las cosas. Fuer de todo lujo. De toda extravagancia. Yo me excusé y le dije:
“Oscar. Mi obra es un corpus de muchos artículos y cuentos publicados en revistas. No todos literarios porque el mundo en el que vivimos me preocupa mucho. Cavilo mucho acerca de él. He escrito algunos cuentos para niños. Mucha crítica literaria. Algunos trabajos interdisciplinarios con artistas plásticos o fotógrafos profesionales. Eso es todo”.

“No es poco”, agregó Oscar.

“No es poco ni es mucho. Simplemente ‘es’. Es lo que pude o quise o salió escribir en mi vida. Una vida consagrada a la escritura, entre otras cosas, de las cuales no elegimos demasiadas”.

“Eso es cierto. Yo elegí. Y tomé algunas decisiones que me hicieron muy desdichado. El universo de los textos es el que cuenta después del de la familia, cuando hayamos partido”:

“Por eso mismo tengo la teoría de que bueno es vivir una vida digna. Aprender de grandes maestros. Leer a los grandes autores. Como vos. Que hoy has llegado a mi casa y jamás lo has hecho. En un universo paradojal que me deja sin palabras porque hemos podido reconstruir parte del pasado. Y hemos podido reconstruir parte de tu obra. Y te he podido contar mediante qué urdimbre mi vida se fue atando con la tuya. Gracias”.

“Mi agradecimiento a vos”.

“Solo te pido una cosa. No regreses a la sociedad victoriana. Ahora el mundo ha cambiado. Te recibirán con honores si visitás el Trinity y College para buscar El Banquete de Platón”.

“Es cierto. Ni el éxito ni el fracaso. Ni el sufrimiento ni la vida lujosa y hedonista. Ni el agotamiento por el estudio ni el esparcimiento extremo. Creo que me aproximo a la edad de la discreción. Puede que visite a mis nietos antes de marcharme rumbo a Dublín. Creo que residen en París”.

“Puede ser un buen comienzo”

     Acompañé a Oscar hasta el rellano de la puerta de calle. Nos dimos un fuerte apretón de manos. Luego recordé todo lo que había sufrido. Y decidí abrazarlo, porque me resulta intolerable el territorio del dolor. Y creo que hay que evitárselos a otras personas. Y a quienes lo han padecido de modo brutal, corresponde brindarles una reparación, en la medida en que lo permite nuestro corazón y las circunstancias según las cuales se brinda un encuentro entre extraños. El abrazo fue fuerte. Y fue, diría yo sobre todo (y este fue el punto), fue sentido.

“Gracias”, dijo Oscar, percibí que entre emocionado pero, más que emocionado de que alguien lo recibiera sin hacer diferencias entre lo que su vida había sido antes y después de la tragedia.

“Nada que agradecer. Honrado por visita semejante”.

Alcancé a ver que hasta se sonrojaba. Me sorprendió una exhibición en un hombre de mundo como Oscar Wilde.

     Ya había caído la noche. Las farolas de la vereda se habían encendido. Yo le indiqué el camino que tenía que seguir, si bien vivo en un barrio céntrico.

     Se marchó. Pero luego de caminar unos pasos, mientras yo custodiaba su partida, giro sobre sí mismo, me miró a los ojos en un gesto de bondad infinita. Yo lo miré a los ojos, dándole a entender que había comprendido que había sido un encuentro entre dos hombres que habían mantenido una comunicación muy profunda. Giró nuevamente la cabeza y siguió su caminata. Yo custodié su partida hasta que en la esquina de la verde dobló hacia lo izquierda. Y lentamente entré a mi casa. Cerrando la puerta cancel.

 

Adrián Ferrero, 12 de noviembre de 2021

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Cómo Anne Sexton retorció los cuentos clásicos de los hermanos Grimm




 

Por Blanca Lacasa


En ‘Transformaciones’ la extraordinaria Anne Sexton sacude y dota de una carga crítica historias conocidas para convertirlas en fábulas posmodernas.


  Nada más reconfortante que coger los clásicos de la literatura infantil, sacudirlos y dotarlos, sino de nuevo significado, al menos sí de una carga lo suficientemente crítica como para que se vuelvan maliciosamente modernos. Eso hizo en el 82 el maestro Roald Dahl con Cuentos en verso para niños perversos. Más de una década antes, en 1971, la poderosa y salvaje Anne Sexton (Massachusetts, 1928-1974) ya había hecho lo propio con 17 cuentos de los hermanos Grimm. ¡Y de qué manera!

Anne Sexton

Anne Sexton, en su oficina en 1967, retratada tras haber ganado el Pulitzer. FOTO: GETTY

Se edita ahora Transformaciones (Nórdica Libros), en una edición bellísima con ilustraciones de Sandra Rilova, que recoge algunas de esas historias que nos sabemos de memoria pasadas por la mirada visceral, feminista y única de la poeta que pasará a la historia como una de las inventoras —junto a Sylvia Plath, con quien comparte la tragedia de haber acabado sus días suicidándose— de esa cosa tan resbaladiza llamada “poesía confesional”. De errática, enferma, exhibicionista o turbulenta fue calificada esta escritora que quizá y una vez más tan solo fue víctima del hecho de ser mujer —léase de sufrir una aguda depresión posparto que nadie supo entender, de ver cómo lo que en otros era testosterónica genialidad en ella era histérica locura o de ser víctima de un sueño americano que preconizaba como gran logro femenino la vida doméstica.




Sexton escribió con un coraje inusitado para los tiempos sobre drogas, aborto, menstruación o relaciones filiales, dejó desgarrado testimonio de la claustrofobia que le provocaba la anodina vida doméstica y contó como nadie lo que era ahogarse literalmente (tras nueve intentos, consiguió matarse con envenenamiento de monóxido de carbono) en un mundo de hombres. Era de esperar que al asomarse al cuento infantil lo hiciera de un modo afilado, quitando lo fantástico para llevarlo a lo cotidiano, metiendo dosis de chispeantes guantazos a la tradición y dinamitando esos dañinos finales felices que han lastrado tantas generaciones. Así, el manoseado Blancanieves y los siete enanitos acaba con un elegante ¿y desesperado? revés en que la nívea protagonista termina “hablando de vez en cuando con su espejo, como hacen las mujeres”. Como hacen las mujeres.




jueves, 11 de noviembre de 2021

Lorquiano (*)

 



Por Adrián Ferrero


“¡Caramba!”, me he dicho. Yo que pensaba ir a lo de Federico. Debo repasar antes sus libros. Regresar al
 Romancero gitano, de tan poderosa voz tonante. De ritmo tan corajudo. Esa voz parecida a si Zeus bramara. O bien escuchar las ráfagas de esas voces agudas, no las recuerdo gruesas al menos, de “La casa de Bernarda Alba”. O quizás, quizás… Quién sabe. “Bodas de sangre”. Pero en cambio, ahora que lo pienso. Sí releería en este mismo momento “Yerma”. Tan irremediable por aquel entonces. Tocaba la fatalidad más lamentada. Tan actual, tan vigente ahora, con tantos otros recursos para revertir su asunto. Ahora no sé si “Yerma” podría ser escrita más que como un fantasma histórico. Como lo sería la lepra o la tisis. Y también podría leer las conferencias.

     Lo recuerdo. Estaba yo en el Colegio Nacional “Rafael Hernández”, dependiente de la Universidad Nacional de La Plata, en el Departamento de Letras. Había ido a dar una mano. No había nadie en la oficina o el despacho. No sé cómo definir un espacio tan sagrado. Y también tan acotado. Era pequeño como ciertos jardines de invierno. Para mí era una habitación solo accesible a quienes sintieran veneración por bibliotecas, manuscritos, pergaminos. Pero también enseñar literatura era una misión tan noble por supuesto ¿Cómo denigrar esa en los mejores casos encendida tarea? Yo ya había egresado del Colegio. Pero iba. Me gustaba ir a ese Departamento. Colaboré en alguna tarea menor. De hecho fui durante un tiempo. Y fue allí donde leí entre desolado y degustando el prodigioso don de las maravillas de Federico su Poeta en Nueva York ¿Qué haría Federico en Nueva York? Él no diría la tilinguería de New York o escribiría NY. Él diría Nueva York con acento bien andaluz. Es entonces que he ahuyentado la idea de que para visitar a un amigo, a un amigo que en verdad es un maestro, porque si bien los ha habido en mayor medida él lo ha sido en varios otros sentidos, su voz, la inolvidable voz en sus textos. O una inspiración (mejor) uno debe antes tener a la mano, haber leído o releído toda su obra o sus obras mayores, en todo caso. Recuerdo que me detuve en el escalón de la puerta de casa. Me cepillé los zapatos sobre la alfombra. Me peiné porque tenía el pelo revuelto. Y fui hasta lo de Federico que andaba por La Plata de gira dictando conferencias. Había ido al Teatro Coliseo Podestá. Al Teatro Argentino, donde suelen hacer puestas de ópera excelentes. Había ido a un anfiteatro precisamente del Colegio Nacional del que acabo de hablar, siempre tan majestuoso. Es por eso que se me había ocurrido ir a visitarlo. Nuestro epistolario no era abultado pero sí lo suficiente como para saber quién era quién y quién no lo era. Y a qué nos atreveríamos a hacer en nuestras vidas con nuestros semejantes y qué límite no atravesar con su dignidad. Eso me orientó en dos pensamientos para saber en cómo sería este encuentro, que sabía fugaz. Recuerdo que caminé hacia el hotel en el que se hospedaba. Yo lo sabía porque había salido en el diario más importante de mi ciudad. Un diario, digamos, entre otros. En grandes letras de molde, como con orgullo de que alguien de su talla pisara suelo platense. Lo que el diario definió, en un típico lugar, común como “una personalidad”, frase que hubiera hecho reír hasta los costillares a Federico. Pero él no estaba en el hotel ni al nivel de leer ese diario sino ya en la vereda rodeado de gente. Una multitud de periodistas lo acosaba. Nos habíamos visto tan solo una vez. En cierta taberna de Andalucía en un viaje fugaz de estudios académicos que yo había realizado. Y fue su magia la que conquistó esa noche de  vino y conversación la que selló un pacto. Cuando nos despedimos en la puerta de la taberna para no volvernos a ver nunca más (eso creía yo), sabía que seríamos hermanos para siempre. Ese encuentro, pese a su vida socialmente agitada, sería el suficiente para reconocer nuestros rostros. La fisonomía de su bondad. Su bonhomía. Su gran sentido del humor. Su gracia. Su modo grácil de moverse por el mundo (y entre signos). Algo que yo sospechaba pero jamás le había visto hacer, que era imitar a los ridículos. A los pedantes. A los mentirosos. A los pagados de sí mismos. A las chismosas. A los avaros. A los cretinos que cometían felonías. A las malvadas que se miraban al espejo. A los espejos que las contemplaban. A los escritores que se acercaban a otros para pedirles favores haciéndoles la corte. A los chupacirios. Sabía cómo encontrar a ese intenso Federico, como lo había definido María Rosa Pellegrini, una conocida con la que tenemos muchos consensos, que lee mis cuentos o mis ensayos cuando los publico en las revistas. De modo que lo que supuse efectivamente se confirmó cuando al verme alejó, literalmente ahuyentó como a una nube de moscas, lleno de fastidio y de furia,  con total poder de determinación, a esos periodistas del diario más importante de La Plata o de algunas radios, también algún canal de cable de TV de cuarta categoría, con escenografía de cartón pintado. Y vino hacia mí. Me dio un abrazo apretado, como de hermano. Me preguntó cómo andaba. “Leyéndote, pues”, dije cómplicemente. A continuación lo invité a tomar un café a un bar que me gusta porque va gente que no es rumbosa y hacen una exquisita tarta de manzanas al caramelo. “No, dulces no”. “Bueno, un sándwich de jamón crudo, con queso del bueno”. “Eso sí”, me dijo seguro, firme de sus gustos. Era un hombre de gustos seguros. Netos. Como para lo era para escribir. Sabía lo que quería comer del mismo modo en que sabía lo que quería del mundo, del mismo modo en que sabía ubicar el adjetivo preciso en un verso para que fuera potente. Su voz era como de fuego por el modo como le brotaba de la garganta. Un dragón iracundo. Pero también una alondra, etérea, feliz. No era un hombre dañino. También sabía a la perfección recrear con su escritura la jactancia en una presuntuosa. El matiz justo para lograr la inflexión de una voz en un lamento o el llanto de una voz quebrada. La perorata de un Don Juan. Nos sentamos. Él prefirió junto al gran ventanal del centro del local. La luz entraba como una cascada de río diáfano, a raudales. “¿Por qué?”, pregunté. Y de inmediato respondí: “La luz hechiza a Federico”. “La oscuridad también”, replicó. “Me gusta la noche. Me gusta bailar. Me gusta el vino. Las guitarras. Me gusta tocar el piano (claro que a cualquier hora toco el piano). Pero para no faltar a la verdad, me gusta ver el firmamento con el lucero. Tirarme sobre el verde acostado mirando al cielo para ver la Constelación de Orión». “Comprendo”, le dije, atento a sus palabras, pero sabiendo que yo era más bien un hombre de la noche que no salía sino que se quedaba enredado, escribiendo o leyendo. O revisando sus papeles. Corrigiendo sus manuscritos. Concibiendo artículos críticos. Por ejemplo, no estoy escribiendo lo que ustedes están leyendo en este momento porque se conmemore ningún aniversario sobre Federico. Ni su muerte ni nacimiento. Ni un cincuentenario. O la publicación de uno de sus libros principales. No. Esto era otra cosa. Yo me había sentado a escribir por detrás de la pantalla de mi computadora porque quería conocer a Federico. Me habían hablado mucho de él. Mucho. Había escuchado a sus personajes en puestas en La Plata, en Argentina, donde vivo. Lo había escuchado al piano en un álbum que había conseguido, una grabación defectuosa pero digna. En fin, sabía y no sabía. Por eso necesitaba honda, profundamente saber quién era Federico. Cuál era su rostro. Su efigie. Cómo conquistaba con su alegría todo lo que tocaba. Necesitaba saber cómo  hablaba, una cierta clase de dicción. Y cómo me hubiera hablado a mí, de estar a mi lado esta noche en que estoy escribiéndolo. Ese es el por qué escribo sobre Federico hoy. Y ese es el por qué de que llegara a mi ciudad y no yo a Andalucía. Si bien cierto es que cierto atardecer había tenido una revelación leyendo una de sus obras de teatro, tan ligada a mi vida, particularmente por unos personajes abominables, ahora llegaba él a La Plata para neutralizar ese recuerdo tan molesto. Yo lo convocaba no en versos sino en un encuentro a plena luz del día. Esa en que parece que el día todo lo promete. Pese a ser yo un hombre de la noche. Un hombre de interiores. Su vida andariega, de hombre viajero, que no podía quedarse quieto en ningún sitio, siempre me produjo una enorme admiración. Siempre subido a barcos. A trenes. En ese momento fue que llegó el sándwich de queso y jamón crudo. Esparció, deslizando con arte de monarca pero sin ínfulas la manteca sobre la miga. Yo recibí mi inamovible café doble. Le pedí canela, eso sí, a la moza. “¿Canela? ¿al café?” “¡Estás loco!”. “El café se toma amargo. Con solo una gota de leche». “Sí, amargo sí, pero me gusta con canela. ¿qué remedio?”. “No, remedio ninguno. No es una pócima. Es una infusión. Y me alegro de que te guste así. Porque de ese modo jamás pretenderás quitarme mi café con solo una sola gota derramada de leche. Ni yo pretenderé siquiera sentir el aroma siquiera, ni menos aún probar el tuyo”. La Plata esa tarde me hacía rezongar más de la cuenta. No le di detalles. Pero sí los pensé. Me había cruzado por la calle con una mujer malvada. ¿Vieron cuando uno dice “una mujer mala”? ¿Capaz de lastimar, de decirle a cualquiera con malicia las peores cosas descaradamente? Había sido cercana a mí en otra época. En el auto la esperaba su esposo a quien detesto algo menos, porque no es tan malvado, pero digamos que no es una pareja que me caiga en gracia. “Mi hija”, le expliqué. «Le regalé media docena de platos de diario. Se fue a vivir sola. Estoy feliz porque ella está feliz». “Sí. Yo si fuera ella estaría igual de feliz”. Me miró y supo a qué me estaba refiriendo por nuestras cartas. “Regálale esto”, me dijo de pronto. Y sacó como de una chistera un reloj de cadena. “Pero Federico, es mucho”. “Regálaselo, es tu hija. Ella es mi amiga entonces. Es un alma buena”. Luego, a continuación, prosiguió: “Le dices que es para que lo guarde y lo mire cada tanto, para que recuerde que el tiempo vuela, se posa, regresa, se marcha, se instala en el futuro. Es memoria. El tiempo es capricho de sí mismo. Dile eso. Ella entenderá. Porque es hija tuya”. Federico con sus trucos de prestidigitador. Porque sacó de pronto una flor del florero sobre la mesa y la metió en su taza de café. “¡Pero qué haces!”, lo reconvine. Me detuvo en seco. “Es mi deseo de esta tarde: tomar un café negro amargo con una gota de leche y una flor dentro. Y con un buen amigo. Con un amigo cuyas cartas han dicho siempre la verdad“. Luego de hablar. Hablar. Hablar. Me contó de su viaje a Andalucía luego de una larga estadía en México. Había andado antes recorriendo por Brasil los morros. “Y ahora en pleno Río de la Plata”, agregué como una apostilla a pie en la página 500 de Guerra y paz de Tolstoi. “Exacto”. Vine de visita. A dictar una gira de conferencias. “Pero decidí que no iré a Buenos Aires. Andaré por eso que los porteños llaman ‘el interior del país. Me dicen que hay prodigios. La Patagonia. Los lagos”.  “Sí. No te puedes perder la Patagonia. Y las Cataratas del Iguazú. Te cuento de otros lugares”. Y fue allí donde se inició un largo paseo por Argentina. Siguió la charla hacia otros rumbos, como quien dice: «hablamos de bueyes perdidos». Y de pronto le digo: “Pero Federico. Una amistad con Salvador Dalí. Esos relojes que pintó que parecen flores marchitas de tan mal gusto. Esa bigote presumido. De excéntrico, lleno de impostura y con afán de que le posen las mirada”. “Bueno, fue un diálogo epistolar”, me explicó. Luego Federico, después de haber pagado (no hubo caso, no admitió que fuera su anfitrión). Se paró. Me detuvo en seco. Me contó en tres párrafos de su Compañía La Barraca. “¿Y cuál es la próxima puesta? ¿es una obra tuya?”. “No. Estoy cansado de mis propias obras. Pues, ‘Edipo Rey’”. Yo me quedé petrificado. Es una obra que venía de leer porque había preparado a mi sobrino en casa en la materia Lengua y literatura en el colegio. Le costaba. Encima le habían dado obras difíciles o largas. Un novela de Paul Auster  ¿A quién se le ocurre?, pensé yo. Será que no le tengo simpatía a Auster. Salvo por su novela El país de las últimas cosas, que llegué a enseñar en la Universidad. Y volviendo a mi sobrino, uno de los textos que figuraba en el programa de esa materia era “Edipo Rey”. Por otra parte, siempre me gustó “Edipo rey”. Porque me gustan las tragedias de destino.



     Luego me dijo varias cosas más. No eran filosóficas. Simplemente estaban llenas de encanto. La escena que yo veía lentamente se iba alejando, difusa, de mí. Como un cristal de Murano en que de pronto comienza uno no a saber si se derrite, soplando de él un artesano, o a darle su forma definitiva. Él se marchaba rumbo a meterse en una novela de Reina Roffé, una escritora argentina radicada en España en la que yo estaba sumido ahora. Para no faltar a la verdad, por ese motivo había puesto el acento en leerlo antes de verlo. Porque la novela me había cautivado. Es por eso mismo que lo tenía delante de mí. Gracias a Reina Roffé y su notable novela. El otro amor de Federico. Una novela ambiciosa y muy recomendable (dicho sea de paso), que Reina Roffé misma había tenido la deferencia de enviarme por correo desde España porque yo estaba investigando acerca de su poética Y no tenía modo de conseguirla por ese entonces en La Plata. Fue si mal no recuerdo en 2009. Todavía puedo evocar el día en que ese libro abultado, grueso como un lingote de oro que destellaba incandescencia, llegó a casa. La fiesta que fue para mí abrir el envoltorio, literalmente romperlo en hilachas, deshilacharlo, sin sospechar su contenido pero al sí saber que era un libro de antemano, experimentar una felicidad inmensa. Y de pronto que saliera del paquete como de la galera de un mago, como del bombín de Chaplin este en particular. Tenerlo, olerlo, pensar en Reina Roffé, en su gentileza, en comenzar a leerlo de inmediato. Pensar en Federico. Que fue lo que hice. Una novela llena de dolor y de intensa dicha. Como quien dice unas “Bodas” (ocasión festiva). Y a continuación agrega: “de Sangre” (de modo declarado, derramamiento de sustancia vital preciosa). Nos separamos en un momento en que supe qué le iba a escribir en la siguiente carta. En el que supe que le iba a escribir a Reina Roffé para agradecerle el envío con mis propias palabras. Las más honestas. Y en el que supe que él jamás iba a poder tener, porque se marchaba a España. Y que ya no podría responder a ninguna otra carta que le enviara. Estaba todo escrito. Por circunstancias de destino había sido posible este encuentro. Gracias a Reina Roffé. Que me había abierto las puertas de un cofre. U cofre del tiempo como reloj de Federico, que yo tenía en mi bolsillo para mi hija Emilia. Como antes lo había hecho con Juan Rulfo. Luego se fue marchando, como la juventud o como la lozanía. Yo me fui marchando, como un extraño en su propia ciudad, la ciudad de la furia. Mi propia furia. Y con el brazo en volandas me gritó: “Romance de la pena negra”. Y antes de todo me dije contestando a una expresión poco feliz por cierto, de un escritor: «Sí, claro. Seguramente. Andaluz profesional». Pero de pronto, en un insight, lo comprendí todo, de una manera tan abrupta como si me hubieran arrojado un baldazo de agua helada sobre el rostro. Escuché en mi memoria la canción “Alma ausente”, la última del álbum doble de Ana Belén, en el que el primer álbum consiste en una serie de poemas musicalizados por grandes músicos argentinos y españoles. Y resonó nuevamente en mi cabeza primero el “Romance de la pena negra”, que musicalizó Fito Páez. El que me había gritado de lejos Federico. Y a continuación, como para cerrar el círculo perfecto de una cinta de Moebius, “Alma ausente”, a la que el esposo de Ana Belén, Víctor Manuel San José  había musicalizado. La canción/poema final del álbum. Una elegía. Una despedida es ese poema. Víctor Manuel San José la había consagrado una música preciosa como se le consagra a un rey una ofrenda. Y todo encajó. Yo encajé en mi lugar en el mundo. Y me dije a cambio: “Alma presente”. Un poema de Federico. Premonitorio. Y a continuación, por asociación libre, seguí pensando: “Cuerpo insepulto”. “Sin paradero. NN”. “Tumba sin merecidas camelias”. “Franco. El servidor del Maldito”. Y en ese preciso momento fue que dejamos de vernos.

(*) Artículo aparecido en la Revista La Vagabunda de México.

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