Silvina Ocampo y su
novela infantil
por Adrián Ferrero
“Los grandes escritores son los que no
entienden lo que escriben; los otros valen poco” (p. 22). Esta frase metapoética,
incluso, no está extractada de un libro complejo de ensayos para adultos, de un
tratado de estudios literarios que Silvina Ocampo hubiera podido consultar, leer
o acaso escribir en algún momento de su vida; ni tan siquiera de una entrevista
a un escritor o escritora certeros. Es una frase escrita por ella misma, sagazmente
intercalada, de su novela infantil La torre sin fin. Ya desde las primeras
páginas de su libro para niños Silvina Ocampo propone entonces una prodigiosa
confianza y respeto afianzada en una afirmación que evidentemente depositaba en
el público infantil bajo la forma de un pacto de lectura. A lo que sumaría:
bajo la forma de una consigna. Para sí misma. Un público, al que, según sus
declaraciones, consideraba “el más exigente”. Lo sabemos: el lectorado infantil
es el menos complaciente. Cuando algo no le interesa, no le gusta o incluso
(aunque parezca mentira) no le parece bien escrito, simplemente prescinde de él.
No siente remordimientos ni tampoco piensa en el qué dirán ni sus pares ni sus
mayores. No tiene ni temores ni escrúpulos ni reparos en hacer ninguna clase de
ridículo al cerrar sus tapas, porque la lectura, para el público infantil es
otra forma del juego. Lo lúdico prima incluso por sobre lo intelectual porque para
ellos el juego es la forma natural de conectarse con el mundo. Para un niño o niña
los libros son también objetos. Motivo por el cual con las ilustraciones, los
diseños y con la gráfica los editores han sido siempre tan cuidadosos. Y los
autores tan exigentes, si lo han podido.
Precisamente Silvina Ocampo, que de modo evidente debe haber padecido en
su rígida educación de institutrices y gobernantas típicas de las clases patricias
de los años ‘30 en Bs. As., interviene haciendo circular entre sus personajes
versiones de la infancia donde los protagonistas son audaces, corren riesgos, peligros
y no temen ser imaginativos. En la bizantina discusión entre “literatura para
adultos” y “literatura para infantil”, Ocampo pareciera hacer propias las
palabras del teatrista y escritor argentino Hugo Midón: “no existe una
literatura para niños y adultos, existe, más bien, una literatura, apta para
todo público”.
La torre sin fin, fue publicada en
España en 1986 por la Editorial Alfaguara con ilustraciones de Gogo Husso. El
libro pasó desapercibido tanto allí como en el país de la autora, donde ningún
editor manifestó interés en sumarlo a su catálogo (tampoco demasiado atendido
ni por expertos ni por un público más amplio). Probablemente esta circunstancia
haya tenido que ver con que Silvina Ocampo nunca fue una celebridad (ni aspiró
a serlo, es más lo evitó) y, por otra parte, a que ese corpus de la literatura
tanto por ser de una extranjera como por ser infantil, no concitaron la avidez
por su lectura y divulgación. Por otra parte, en el mundo ibérico, el español
rioplatense de una argentina tampoco sospecho que fuera particularmente
estimulante sino, más bien, que introdujera ciertas reticencias.
Se trata entonces de la única novela de
Silvia Ocampo publicada en vida de su autora (la otra, Los que aman odian,
la escribió en coautoría con Adolfo Bioy Casares en 1946) y eso la vuelve un
objeto verdaderamente precioso y singular si a ello sumamos los atributos del
libro. En efecto, es significativo el modo en que el texto configura un lector
ideal y, otro implícito, sin
subestimarlo, sino, por el contrario, invitándolo a crecer, a indagar, a
curiosear, a investigar sumiéndose en los sinuosos caminos del universo no solo
del cual somos capaces de desentrañar los seres humanos sino en el de concebir
la invención. Un universo en el que en su biblioteca o en la de sus padres
cometer también travesuras.
Escrita bajo la advocación expresa de
Lewis Carroll y sus tan célebres “Alicias”
(de hecho Alicia aparece no sólo como intertexto literario implícito sino como
personaje de la trama de la novela), “La torre sin fin” es didáctica en
un sentido por completo distinto del que suelen serlo los libros para el
público infantil en general. Lejos de pedagogías, ejemplos de virtud o castigo
y mensajes edificantes (o seudoedificantes, los más habituales), el libro se
propone sin insistir, en distinguir, a partir de un procedimiento constructivo,
la buena de la mala literatura, como trazando una frontera también esclarecedora
para transmitir de modo fecundo al público infantil un claro mensaje de lo que
estéticamente vale la pena por su nivel de elaboración y de talento de lo que
no. Para ello, dispersos por aquí y allí, hay frases, pistas, indicios, bajo la
forma de nociones formativas para un lector joven: la narradora indica que el
libro alternará a veces la primera persona con la tercera de forma explícita.
Habrá ciertas palabras, cuyo significado puede ser complejo o desconocido, que serán
escritas en bastardilla (“macabra”, “discernir”, “aviesamente”, “baldaquín”,
entre otras). Es decir, Ocampo no niega que el universo adulto y su modo de
habla o del uso del lenguaje son complejos. También, en un punto, que lo
distancian del infantil. Pero brinda soluciones intratextuales para que un
lector inexperto o que se está iniciando en la aventura de internarse en los
libros lo haga con acierto. Procede a hacerlo mediante enunciados que no lo
subestimen. La narradora aclara que esa distinción obedece a la necesidad de
separar lo inteligible de lo ininteligible, y que se trata de una invitación
para que los lectores y las lectoras se sumerjan en los diccionarios e indaguen
en significados. Quien invita a la búsqueda de un significado, propone un
peregrinaje, inculca el ademán y el hábito de la curiosidad (la picardía, la
transgresión, la treta, por qué no decirlo), allana el camino al señalar que
hay soluciones para discernir lo que parece abstruso, y más aún, sugiere salir
de un libro para entrar en otros. De modo que ese dispositivo intratextual
entretejido por Silvina Ocampo sintetiza desde la misma literatura (y no desde aclaraciones,
consejas, directivas u órdenes) formatos a partir de los cuales contribuir a
conformar lectores y lectoras inteligentes, a iniciarlos gratamente en el universo
del conocimiento, la imaginación y otras bibliotecas. Incluso a formar la
propia.
El libro trabaja con figuras que verosímilmente
comparte con los tradicionales cuentos de hadas de tipo maravilloso, pero
realiza una suerte de adaptación a la situación y a la lengua rioplatense o del
español del Río de La Plata. Otro tanto ocurre con la literatura de autores
como Lewis Carroll, Oscar Wilde, James Barrie, entre otros. Es decir, construye
cuentos maravillosos modernos, según concepciones de la niñez contemporáneas y
no anacrónicas versiones (por lo general victorianas), que terminan siendo
conservadoras, repitiendo un orden literario establecido y no son innovadoras.
Además de fijando el estereotipos, estructuras cerradas y unívocas, impidiendo
recorridos múltiples por otros itinerarios que alumbren lecturas y la infinita
riqueza del pensamiento abstracto pero también la sensibilidad.
Asimismo, si bien la novela es rica en el
despliegue de imágenes visuales, colores, contornos, formas (difusas y claras,
lo que produce un efecto de refracción, donde la incertidumbre o la seguridad
de los contornos se desdibuja), logra hacer confluir sus dos vocaciones: el
lenguaje pictórico y el lenguaje poético. Sabido es que la autora se inició
desde muy joven precisamente como dibujante y pintora en su niñez y juventud y
prosiguió con esa vocación hasta siendo adulta, inclinándose por el hasta
avanzada edad por el dibujo. Tuvo como maestros a Fernand Legér y Giorgio de
Chirico. De modo que el despliegue plástico adopta matices espontáneos en la
escritura de Silvina Ocampo. Lo que el protagonista pinta se convierte en
objeto o ser real, circunstancia que transfiere representaciones pictóricas a
figuras del orden de lo real. Esta mutación introduce operaciones creativas
notables con numerosos matice. Que van desde el humor, el disparate hasta el
absurdo. Y para Ocampo no constituye un trabajo esforzado sino que naturalmente
forma parte de su espontánea naturaleza que transpone a su poética, también a sus
poemas y cuentos para adultos. En ellos el universo de las imágenes se
despliega en toda su magnífica amplitud.
El protagonista de la novela se llama
Leandro y luego de la visita a su hogar de un personaje de apariencia siniestra
que resulta ser el Diablo, se encuentra al poco tiempo confinado en una torre
cuyas puertas conducen a otras puertas. A lo largo de esa suerte de
claustrofobia que comienza a experimentar como un estado que se desprende los
sucesos, vemos que la acción tiene lugar en un espacio cerrado y al mismo
tiempo interminable, al estilo de los laberintos o, más aún, de los castillos
góticos del siglo XVIII británico (o de ciertas obras plásticas de Escher,
vistas de modo contemporáneo), irán desfilando una corte de personajes tanto
humanos como animales, que le revelarán algún aspecto de la condición humana.
Leandro con ya citado poder (al igual que sucede en ciertas narraciones
orientales chinas) de que lo que pinta se vuelva real se vuelve una figura
poderosa. De modo que, mediante la metáfora de la pintura, tal como el arte en
general trabaja, hace irrumpir en el orden de “lo real” algún tipo de forma a
la que se le otorgan significados sociales mediante formas y condensaciones.
Más aún, el arte, planteado en estos términos, sería una prefiguración del ser,
anticiparía la realidad de futuros seres, su condición previa de existencia
constatable. Es más: la dimensión creativa de una representación daría cuenta
de su presencia en el mundo.
La valencia de las formas que emergen del
pincel de Leandro, pueden ser tanto salvadoras cuanto peligrosas. Pero en
cualquier caso salen de lo profundo, de las zonas soterradas y más recónditas de
la conciencia que sólo el arte puede hacer aflorar. El texto, siguiendo una sintaxis
onírica, por momentos llegando al nonsense, se vuelve perturbador, pero
nunca angustiante. En este sentido, Silvina Ocampo me parece que de modo
inteligente introduciendo en el universo infantil nociones axiológicamente
connotadas de modo en ocasiones negativo no las hace llegar a un punto
intolerable para sus lectores y lectoras. No alcanza el punto de que pueda
afectarlos indiscriminadamente.
La novela adopta múltiples recursos para
narrar: diálogos, cartas de amor, descripciones. También, como no podía ser de
otra manera en un texto de estas características, acontecen hechos insólitos,
aparecen personajes mágicos o bien personajes ordinarios con atributos
prodigiosos, situaciones o escenas temidas (debidamente conjuradas merced a
algún tipo de intervención que limita el posible malestar o el rechazo).
En su doble sentido de espacio que puede ser escrito y reescrito,
pintado o restaurado, leído y releído, recorrido a través de habitaciones que
no terminan ni acaban, el título remite a un haz de significados con los que me
gustaría –paradójicamente- terminar este análisis. En primer lugar, la torre,
es el topos en el que se confinan, y según
el socorrido reproche, los poetas o escritores acusados de desvinculación de
los procesos sociales o de desinteresarse de todo orden de “lo real” o lo político/social.
Ocampo la elige tal vez por sus resonancias mágicas, medievales o bien
maravillosas, pero también puede ser leída como un lugar no exento de
conflictos, donde el poeta-pintor-escritor que es un niño no está precisamente
“a salvo” de nada, y donde incluso puede correr riesgos y hasta peligros,
además de aprender. El regreso de Leandro al mundo familiar de su hogar
finalmente se tiene lugar. Logra salir de ese castillo/cárcel y reencontrarse
con su madre. Nutrido de experiencias, aprendizajes, luego de haberse vinculado
a toda clase de seres.
Finalmente,
postular la existencia de una torre, y de que esa torre no tenga fin, invita,
como una pesquisa, a una continua búsqueda y peregrinación, a una deriva por
los sentidos y por ella. E ir al encuentro en otros libros de la belleza, la compañía
y encuentros emocionantes.
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