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domingo, 1 de septiembre de 2019


Silvina Ocampo y su novela infantil

por Adrián Ferrero



      “Los grandes escritores son los que no entienden lo que escriben; los otros valen poco” (p. 22). Esta frase metapoética, incluso, no está extractada de un libro complejo de ensayos para adultos, de un tratado de estudios literarios que Silvina Ocampo hubiera podido consultar, leer o acaso escribir en algún momento de su vida; ni tan siquiera de una entrevista a un escritor o escritora certeros. Es una frase escrita por ella misma, sagazmente  intercalada, de su novela infantil La torre sin fin. Ya desde las primeras páginas de su libro para niños Silvina Ocampo propone entonces una prodigiosa confianza y respeto afianzada en una afirmación que evidentemente depositaba en el público infantil bajo la forma de un pacto de lectura. A lo que sumaría: bajo la forma de una consigna. Para sí misma. Un público, al que, según sus declaraciones, consideraba “el más exigente”. Lo sabemos: el lectorado infantil es el menos complaciente. Cuando algo no le interesa, no le gusta o incluso (aunque parezca mentira) no le parece bien escrito, simplemente prescinde de él. No siente remordimientos ni tampoco piensa en el qué dirán ni sus pares ni sus mayores. No tiene ni temores ni escrúpulos ni reparos en hacer ninguna clase de ridículo al cerrar sus tapas, porque la lectura, para el público infantil es otra forma del juego. Lo lúdico prima incluso por sobre lo intelectual porque para ellos el juego es la forma natural de conectarse con el mundo. Para un niño o niña los libros son también objetos. Motivo por el cual con las ilustraciones, los diseños y con la gráfica los editores han sido siempre tan cuidadosos. Y los autores tan exigentes, si lo han podido.

     Precisamente Silvina Ocampo, que de modo evidente debe haber padecido en su rígida educación de institutrices y gobernantas típicas de las clases patricias de los años ‘30 en Bs. As., interviene haciendo circular entre sus personajes versiones de la infancia donde los protagonistas son audaces, corren riesgos, peligros y no temen ser imaginativos. En la bizantina discusión entre “literatura para adultos” y “literatura para infantil”, Ocampo pareciera hacer propias las palabras del teatrista y escritor argentino Hugo Midón: “no existe una literatura para niños y adultos, existe, más bien, una literatura, apta para todo público”.  

     La torre sin fin, fue publicada en España en 1986 por la Editorial Alfaguara con ilustraciones de Gogo Husso. El libro pasó desapercibido tanto allí como en el país de la autora, donde ningún editor manifestó interés en sumarlo a su catálogo (tampoco demasiado atendido ni por expertos ni por un público más amplio). Probablemente esta circunstancia haya tenido que ver con que Silvina Ocampo nunca fue una celebridad (ni aspiró a serlo, es más lo evitó) y, por otra parte, a que ese corpus de la literatura tanto por ser de una extranjera como por ser infantil, no concitaron la avidez por su lectura y divulgación. Por otra parte, en el mundo ibérico, el español rioplatense de una argentina tampoco sospecho que fuera particularmente estimulante sino, más bien, que introdujera ciertas reticencias.

     Se trata entonces de la única novela de Silvia Ocampo publicada en vida de su autora (la otra, Los que aman odian, la escribió en coautoría con Adolfo Bioy Casares en 1946) y eso la vuelve un objeto verdaderamente precioso y singular si a ello sumamos los atributos del libro. En efecto, es significativo el modo en que el texto configura un lector ideal y, otro  implícito, sin subestimarlo, sino, por el contrario, invitándolo a crecer, a indagar, a curiosear, a investigar sumiéndose en los sinuosos caminos del universo no solo del cual somos capaces de desentrañar los seres humanos sino en el de concebir la invención. Un universo en el que en su biblioteca o en la de sus padres cometer también travesuras.

     Escrita bajo la advocación expresa de Lewis Carroll y sus tan célebres “Alicias” (de hecho Alicia aparece no sólo como intertexto literario implícito sino como personaje de la trama de la novela), “La torre sin fin” es didáctica en un sentido por completo distinto del que suelen serlo los libros para el público infantil en general. Lejos de pedagogías, ejemplos de virtud o castigo y mensajes edificantes (o seudoedificantes, los más habituales), el libro se propone sin insistir, en distinguir, a partir de un procedimiento constructivo, la buena de la mala literatura, como trazando una frontera también esclarecedora para transmitir de modo fecundo al público infantil un claro mensaje de lo que estéticamente vale la pena por su nivel de elaboración y de talento de lo que no. Para ello, dispersos por aquí y allí, hay frases, pistas, indicios, bajo la forma de nociones formativas para un lector joven: la narradora indica que el libro alternará a veces la primera persona con la tercera de forma explícita. Habrá ciertas palabras, cuyo significado puede ser complejo o desconocido, que serán escritas en bastardilla (“macabra”, “discernir”, “aviesamente”, “baldaquín”, entre otras). Es decir, Ocampo no niega que el universo adulto y su modo de habla o del uso del lenguaje son complejos. También, en un punto, que lo distancian del infantil. Pero brinda soluciones intratextuales para que un lector inexperto o que se está iniciando en la aventura de internarse en los libros lo haga con acierto. Procede a hacerlo mediante enunciados que no lo subestimen. La narradora aclara que esa distinción obedece a la necesidad de separar lo inteligible de lo ininteligible, y que se trata de una invitación para que los lectores y las lectoras se sumerjan en los diccionarios e indaguen en significados. Quien invita a la búsqueda de un significado, propone un peregrinaje, inculca el ademán y el hábito de la curiosidad (la picardía, la transgresión, la treta, por qué no decirlo), allana el camino al señalar que hay soluciones para discernir lo que parece abstruso, y más aún, sugiere salir de un libro para entrar en otros. De modo que ese dispositivo intratextual entretejido por Silvina Ocampo sintetiza desde la misma literatura (y no desde aclaraciones, consejas, directivas u órdenes) formatos a partir de los cuales contribuir a conformar lectores y lectoras inteligentes, a iniciarlos gratamente en el universo del conocimiento, la imaginación y otras bibliotecas. Incluso a formar la propia.

     El libro trabaja con figuras que verosímilmente comparte con los tradicionales cuentos de hadas de tipo maravilloso, pero realiza una suerte de adaptación a la situación y a la lengua rioplatense o del español del Río de La Plata. Otro tanto ocurre con la literatura de autores como Lewis Carroll, Oscar Wilde, James Barrie, entre otros. Es decir, construye cuentos maravillosos modernos, según concepciones de la niñez contemporáneas y no anacrónicas versiones (por lo general victorianas), que terminan siendo conservadoras, repitiendo un orden literario establecido y no son innovadoras. Además de fijando el estereotipos, estructuras cerradas y unívocas, impidiendo recorridos múltiples por otros itinerarios que alumbren lecturas y la infinita riqueza del pensamiento abstracto pero también la sensibilidad.

    Asimismo, si bien la novela es rica en el despliegue de imágenes visuales, colores, contornos, formas (difusas y claras, lo que produce un efecto de refracción, donde la incertidumbre o la seguridad de los contornos se desdibuja), logra hacer confluir sus dos vocaciones: el lenguaje pictórico y el lenguaje poético. Sabido es que la autora se inició desde muy joven precisamente como dibujante y pintora en su niñez y juventud y prosiguió con esa vocación hasta siendo adulta, inclinándose por el hasta avanzada edad por el dibujo. Tuvo como maestros a Fernand Legér y Giorgio de Chirico. De modo que el despliegue plástico adopta matices espontáneos en la escritura de Silvina Ocampo. Lo que el protagonista pinta se convierte en objeto o ser real, circunstancia que transfiere representaciones pictóricas a figuras del orden de lo real. Esta mutación introduce operaciones creativas notables con numerosos matice. Que van desde el humor, el disparate hasta el absurdo. Y para Ocampo no constituye un trabajo esforzado sino que naturalmente forma parte de su espontánea naturaleza que transpone a su poética, también a sus poemas y cuentos para adultos. En ellos el universo de las imágenes se despliega en toda su magnífica amplitud.





     El protagonista de la novela se llama Leandro y luego de la visita a su hogar de un personaje de apariencia siniestra que resulta ser el Diablo, se encuentra al poco tiempo confinado en una torre cuyas puertas conducen a otras puertas. A lo largo de esa suerte de claustrofobia que comienza a experimentar como un estado que se desprende los sucesos, vemos que la acción tiene lugar en un espacio cerrado y al mismo tiempo interminable, al estilo de los laberintos o, más aún, de los castillos góticos del siglo XVIII británico (o de ciertas obras plásticas de Escher, vistas de modo contemporáneo), irán desfilando una corte de personajes tanto humanos como animales, que le revelarán algún aspecto de la condición humana. Leandro con ya citado poder (al igual que sucede en ciertas narraciones orientales chinas) de que lo que pinta se vuelva real se vuelve una figura poderosa. De modo que, mediante la metáfora de la pintura, tal como el arte en general trabaja, hace irrumpir en el orden de “lo real” algún tipo de forma a la que se le otorgan significados sociales mediante formas y condensaciones. Más aún, el arte, planteado en estos términos, sería una prefiguración del ser, anticiparía la realidad de futuros seres, su condición previa de existencia constatable. Es más: la dimensión creativa de una representación daría cuenta de su presencia en el mundo.

     La valencia de las formas que emergen del pincel de Leandro, pueden ser tanto salvadoras cuanto peligrosas. Pero en cualquier caso salen de lo profundo, de las zonas soterradas y más recónditas de la conciencia que sólo el arte puede hacer aflorar. El texto, siguiendo una sintaxis onírica, por momentos llegando al nonsense, se vuelve perturbador, pero nunca angustiante. En este sentido, Silvina Ocampo me parece que de modo inteligente introduciendo en el universo infantil nociones axiológicamente connotadas de modo en ocasiones negativo no las hace llegar a un punto intolerable para sus lectores y lectoras. No alcanza el punto de que pueda afectarlos indiscriminadamente.

     La novela adopta múltiples recursos para narrar: diálogos, cartas de amor, descripciones. También, como no podía ser de otra manera en un texto de estas características, acontecen hechos insólitos, aparecen personajes mágicos o bien personajes ordinarios con atributos prodigiosos, situaciones o escenas temidas (debidamente conjuradas merced a algún tipo de intervención que limita el posible malestar o el rechazo).

     En su doble sentido de espacio que puede ser escrito y reescrito, pintado o restaurado, leído y releído, recorrido a través de habitaciones que no terminan ni acaban, el título remite a un haz de significados con los que me gustaría –paradójicamente- terminar este análisis. En primer lugar, la torre, es el topos en el que se confinan,  y según el socorrido reproche, los poetas o escritores acusados de desvinculación de los procesos sociales o de desinteresarse de todo orden de “lo real” o lo político/social. Ocampo la elige tal vez por sus resonancias mágicas, medievales o bien maravillosas, pero también puede ser leída como un lugar no exento de conflictos, donde el poeta-pintor-escritor que es un niño no está precisamente “a salvo” de nada, y donde incluso puede correr riesgos y hasta peligros, además de aprender. El regreso de Leandro al mundo familiar de su hogar finalmente se tiene lugar. Logra salir de ese castillo/cárcel y reencontrarse con su madre. Nutrido de experiencias, aprendizajes, luego de haberse vinculado a toda clase de seres.  

    Finalmente, postular la existencia de una torre, y de que esa torre no tenga fin, invita, como una pesquisa, a una continua búsqueda y peregrinación, a una deriva por los sentidos y por ella. E ir al encuentro en otros libros de la belleza, la compañía y encuentros emocionantes.

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