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martes, 31 de diciembre de 2019

Los rusos y las estufas de kerosene ( de Mientras duren los libros)



                                                                               Por María Cristina Alonso


“La lectura ha sido el principal entretenimiento. Mientras duren los libros no hay que temer!” (Lucio V. Mansilla, Diario de viaje a Oriente).


-Cuando sea grande jamás tendré un trabajo que me obligue a madrugar - le dije a mi madre una mañana helada de invierno, a las siete, sentada en la cama y a punto de ponerme las medias.  Estaba tan somnolienta que no me encontraba los pies.

Todavía me faltaba terminar la secundaria y los años de universidad pero, paradójicamente y contra ese deseo primigenio -desde que me recibí de profesora en letras y durante treinta y cuatro años-  me levanté a la madrugada  para ir a mis clases, no emboqué de primera intención las medias en mis pies y escuché bramar al despertador como un animal acorralado. Así, desde el principio, supe que, la literatura y las madrugadas eran dos cosas que nunca se llevarían bien en mi vida.






No obstante, el olor del café con leche aquel día de mi infancia en que pronuncié la sentencia incumplida,  inundaba la casa y yo terminaba de salir de la cama pensando en que más frío -porque hasta que la estufa de kerosene agarraba viaje la casa tardaba en calefaccionarse  -más frío había pasado Fiedor Dostoievski en la cárcel de Omsk, en Siberia, experiencia  que contaría tiempo después en su libro Recuerdo de la casa de los muertos y que yo había encontrado en una caja en el galpón, medio roído por las lauchas, entre muchos otros que resumían la biblioteca de un tío lejano que había muerto y cuyas escasas pertenencias habían ido a parar a mi casa.

Ese libro y otros autores rusos que leí después consolaron mis inviernos. Porque yo estuve muchas veces en San Petersburgo, caminé por la avenida Nevsky con Gogol y sin capote, y vi las cúpulas de San Isaac desde el canal con las luces de las farolas proyectándose sobre el río Neva.  Seguí recordando ese paisaje cuando un alumno, muchos años después, me dijo -en una primera hora de la secundaria,  una mañana muy fría y destemplada-  que había leído El jugador de un tirón durante una noche de insomnio. No era de los más aplicados, pero leía lo que le caía en las manos y escribía mejor que cualquiera de los que seguían mis clases aplicadamente. Un alumno que lee a Dostoievski sin que nadie se lo pida es una especie de felicidad inexplicable para una profesora de Literatura.

Vuelvo a aquella mañana del tiempo de la escuela secundaria. Mi madre me miró con un poco de lástima y mucha paciencia y me anudó el cinturón del guardapolvo con un moño primoroso y arrepollado que yo desataría unos segundos antes de entrar en la escuela. Dos cuadras me separaban del enorme edificio de la Escuela Normal. Dos cuadras, sólo una chica privilegiada puede tener la escuela a dos cuadras de su casa. Pues a mí, esa ventaja, la de llegar muy rápido -por lo tanto levantarme un poco más tarde- no me gustaba. Yo quería vivir lejos para poder atravesar el pueblo y ver cómo se desperezaba, cómo era la gente que iba a trabajar, cómo barrían las calles y la veredas,  cómo era el mundo fuera de ese microcosmos que envuelve a un niño y luego a un adolescente en una especie de cápsula espacial que siempre está orbitando lejos de la vida.

La vida no era la enorme escalera de granito que llevaba al segundo piso donde estaba la secundaria, ni las paredes con afiches coloreados con escenas de próceres en campos de batalla, el rumor de miles de voces en los recreos y ese timbre taladrante que anunciaba el momento de entrar a clase.

 La vida era el aroma a pan recién salido del horno de la panadería de la esquina y las facturas exhibidas en la vidriera, esos sacramentos chorreados con fondant y las tortas negras con la costra de azúcar dorado. La vida estaba en la casa de mis vecinos que tenían un mueble donde guardaban celosamente las revistas “Life” de toda la década del 60 con las de la muerte de Kennedy y Martin Luter King incluidas. La vida circulaba entre las letras en tinta china que mi padre trazaba sobre los planos que dibujaba en un tablero junto a la ventana. En la oficina de mi padre la vida, a veces, tenía el nombre de amigos lejanos o de parientes que irrumpían después de veinte años de silencio y contaban anécdotas con las que se reían mucho y a mí me parecían absurdas. 

En cambio, la escuela tenía una mezcla de olores indescifrables. El de unas pastillitas de goma multicolores que vendían en el kiosco, el de la tiza y el de los sudores de los recreos. También olía a kerosén, como casi todas las casas de ese tiempo en que todavía la red de gas no se había extendido en el pueblo, y el portero entraba en el aula que estaba más fría que la tumba de Drácula con una estufa de velas a la que, de tanto en tanto, había que darle fuelle para avivar la llama.

Llegaba, entonces,  a la escuela en un santiamén para escuchar Aurora  Lo hice  durante cuarenta y siete  años. Los trece que abarcaron desde el jardín de infantes, hasta la secundaria, sumados a los treinta y cuatro como profesora. Casi medio siglo recorriendo esas dos cuadras por las que pasaba el otoño, castigaba el invierno,  despuntaba la primavera y el sol de comienzos del verano no daba tregua para escuchar el aria que compuso Héctor Panizza plagada de expresiones tan herméticas como “azul un ala”, “aurora irradial” o “forma estela al purpurado cuello”. Un verdadero martirio.

.Breve recorrido pero lleno de aventuras. Había una vereda, en la primera cuadra, que nadie pisaba porque traía mala suerte, es decir, pisarla significaba que a uno lo  llamaran a dar esa lección que no había estudiado o que recibiría un reto inesperado. La brujería andaba suelta por ese entonces y había que conjurarla bajando a la calle.

 El itinerario terminaba siempre en el edificio en el que esperaban los griegos y los romanos, las reglas ortográficas, los mapas que dibujaban regiones ignotas de Asia y de África, los gorros rojos de la mazorca, las imágenes de Sarmiento extraídas del “Billiken” y las maestras con guardapolvos blancos inmaculados. Porque en la escuela de antes, las maestras se abocaban a almidonar sus guardapolvos casi con el mismo empeño con el que enseñaban las primeras letras. Sus guardapolvos eran tan tiesos que crujían cuando ellas doblaban el codo para escribir en el pizarrón.

¿Por qué el tiempo es tan lento en la infancia? Nunca tuve respuesta para eso, pero lo cierto es que en la escuela, repitiendo lecciones, la mañana no se terminaba nunca. Una chica viaja de aula en aula con su portafolio, año tras año como si saltara de un casillero a otro, en un juego diseñado por un maestro aburrido. ¿El gran Sarmiento, maestro ejemplar, habría delineado ese juego? Yo lo creía por aquel entonces. Sarmiento, en su escritorio atestado de libros, mientras presentaba el proyecto de reforma de la ortografía adoptada más tarde por el gobierno de Chile, imaginaba miles de niños saltando de casillero en casillero, de un salón a otro. El que pierde retrocede uno, como en el juego de la Oca.

De salón en salón no pasaba mucho, eran todos iguales, pero la escuela atesoraba maravillas increíbles en la opacidad de sus cuartos. Los desnudos cuerpos de yeso abiertos en el vientre por los que se veían los órganos, el corazón palpitante de tintura, los sinuosos intestinos, el hígado marrón. Mientras, en el fondo oscuro de la mapoteca, el esqueleto acechaba con su humor torvo y áspero en las mañanas de invierno.

Por el intrincado laberinto de pasillos y aulas fui viajando  a través de los libros. Por los insípidos de lectura con tantos próceres y dibujos de chicos huérfanos y madres abnegadas, por el Manual Estrada, cuyas tapas grises desalentaban cualquier entusiasmo, y por los otros, los que fui traficando con maestras y compañeras, los que fueron construyendo ese objeto del deseo que es la lectura. En ellos, todo lo humano y lo divino se concentraba en sus páginas y me hacían temblar de emoción. En la escuela -además de las batallas por la independencia y las invasiones inglesas- entraba el odio de Ahab por la ballena blanca, el misterioso capitán Nemo de Verne, las chicas Marchs de Mujercitas,  los liliputienses de Swift y el detestable Kurtz de El corazón de las tinieblas.  Más allá de las ventanas de las aulas, tras sus vidrios escarchados o empañados por la lluvia, yo sabía que latía el desierto con sus arenas resplandecientes o la selva de Quiroga acechaba con sus yararás y sus hombres malditos por el alcohol. La escuela me dio esas visiones que emanaban de las páginas de los libros leídos muchas veces a escondidas. Hay un poema de Stevenson que cita Alberto Manguel, un lector empedernido, en su Historia de la Lectura, que explica estas antiguas sensaciones que me propiciaban los libros: “Así era el mundo y yo era el rey:/ Para mí zumbaban las abejas, volaban para mí las golondrinas”.



De niña era aficionada a los álbumes. Me gustaba armarlos con fotos o con recortes de revistas, poemas arrancados al suplemento literario de La Nación o de las revistas de modas que recibía mi madre. A veces pegaba figuras imaginarias. En una de ellas está la imagen de la Escuela Normal recortándose en el atardecer sobre un cielo rojizo o palpitando en la noche con su cuerpo de monstruo marino.

-Cuando sea grande, jamás tendré un trabajo que me obligue a madrugar- le dije a mi madre aquella vez mientras Akakiy Akakievich buscaba su capote por las calles de San Petersburgo.

He sido una lectora precoz de los rusos. Encontré la historia de Akaky Akakievich, de Gogol,  en una antología que estaba en  el mismo cajón donde  saqué a Dostoievsky. Se ve que aquel tío, que había sido un lector, se empeñaba en llevarme de viaje a San Petersburgo sin proponérselo, porque los viajes de los libros son insondables. De este modo, el invierno y los autores rusos se asocian inevitablemente a las primeras lecturas que suplantaron los cuentos infantiles.


El capote, de Nikolai Gogol, es un cuento inolvidable. Por algo Dostoiesvky escribió refiriéndose a él: “Todos crecimos bajo el capote de Gogol”.

El cuento relata la historia de Akakiy Akakievich, un insignificante funcionario de un departamento ministerial del imperio zarista, cuya tarea era copiar documentos. Humillado por sus compañeros de oficina, su mundo se constreñía  a esa tarea y a una vida llena de privaciones. Los hechos transcurren en San Petersburgo, a mediados del siglo XIX, y este dato es fundamental para entender el relato. El frío de esa zona es lo que da sentido a las penurias de este personaje, puesto que el conflicto comienza cuando el funcionario descubre que su antiguo capote, casi una bata, está tan roto que su sastre, Petrovich, ya no puede arreglarlo, y debe encargar uno nuevo que le costará ochenta rublos. Con enormes privaciones, conseguirá juntar el dinero para la nueva prenda.

Finalmente, el capote está terminado: “Por fin, Petrovich le trajo el capote. Esto sucedió..., es difícil precisar el día; pero de seguro que fue el más solemne en la vida de Akakiy Akakievich”, escribe Gogol.

Fascinado con su capote, acepta ir a una fiesta que organiza un superior. Será una ocasión para lucir el abrigo. Pero Akakiy Akakievich no disfruta de la reunión y decide volver a su casa. Hace frío y las calles están desoladas. Así describe Gogol la noche petersburguesa: “Pronto se extendieron ante él las calles desiertas, siendo notables de día por lo poco animadas y cuanto más de noche. Ahora parecían todavía mucho más silenciosas y solitarias. Escaseaban los faroles, ya que por lo visto se destinaba poco aceite para el alumbrado; a lo largo de la calle, en que se veían casas de madera y verjas, no había un alma. Tan sólo la nieve centelleaba tristemente en las calles, y las cabañas bajas, con sus postigos cerrados, parecían destacarse aún más sombrías y negras. Akakiy Akakievich se acercaba a un punto donde la calle desembocaba en una plaza muy grande, en la que apenas si se podían ver las cosas del otro extremo y daba la sensación de un inmenso y desolado desierto.”

Y entonces unos hombres le roban el capote. La desesperación por la pérdida lo enferma y muere. El cuento no termina ahí, Akakiy  reaparece por las calles de San Petersburgo como fantasma que se dedica a despojar de su abrigo a los viandantes en busca del que le robaron.

Leído como una metáfora del deseo, este cuento nos habla del insignificante Akakiy que logra apasionarse por algo; su vida en pos de un nuevo capote le devuelve el sentido.  Los libros que leía a hurtadillas de las tareas escolares eran mi capote. Desde entonces nada me ha alejado del paraíso  de mi biblioteca.           
                          I
-Cuando sea grande jamás tendré un trabajo que me obligue a madrugar- me repetí muchas veces mientras arrastraba mi portafolio por las calles que en invierno me parecía, como a Akakiy Akakievich, un inmenso y desolado desierto.


Un día estuve del otro lado del mostrador, dando clases de Literatura a adolescentes  que, a veces, no se apasionaban con los libros que incluía en el programa. En ocasiones creí ver a  la niña que fui,  sentada  en el anteúltimo banco con el pelo enrulado atado en una cola. De vez en cuando  me miraba. Tenía un libro entre las manos. Intentaba no reparar en ella y culpaba al cansancio que me hacía ver visiones. Pero ella, juiciosa y atenta, me pedía cuentas.  Y yo, mientras recorría las estrofas del Martín Fierro o hablaba de la locura de Don Quijote, empezaba a tener miedo de haberla traicionado.

  Tenía cinco años cuando mi padre me llevó de la mano y me dejó en la puerta del aula de jardín de infantes. Empezaban los años sesenta y esto que estoy contando se lee con las canciones de Elvis Presley y más tarde con las de los Beatles de fondo.

  En la escuela aprendí a sobrevivir al aburrimiento. Porque no siempre era repetir las tablas, hacer carteles con las reglas ortográficas o escribir monografías sobre la cuenca del Amazonas. Hubo pequeños e imperceptibles milagros. Una profesora inolvidable me regaló la lectura del primer Cortázar, un compañero de banco me enseñó a reír a carcajadas y me habló por primera vez de Maiakosvky. Con algunos maestros desaprendí; con otros, escribí mis primeros cuentos. A los diecisiete me fui con la cabeza llena de esperanzas y de deseos. Más tarde volví con mi título de profesora y descubrí que muchas cosas no habían cambiado.  No cambió, por ejemplo, la canción Aurora que se entona en la escuela todas las mañanas, en ese preciso instante de la rosada aurora  que se describe en el Quijote. A ese cielo rojizo sobre el que la escuela se recorta, me entregué cuando el cansancio me vencía, cuando el timbre acechaba como un animal marino que llamaba y llamaba. Y entonces yo no entraba a la escuela de verdad, sino a la otra, a la ficticia, a la que seguía recorriendo la chica de doce años que fui. Porque había una escuela dentro de otra cuyos contornos se iban diluyendo sobre el cielo, en ese preciso instante en que Don Quijote de la Mancha subía a Rocinante y comenzaba a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel. Justo en ese momento en que el rubicundo Apolo anunciaba la venida de la rosada aurora, se iniciaban las aventuras. Sin embargo, la escuela se tragaba el manchego horizonte y, en sus aulas, don Quijote y yo bostezábamos de aburrimiento. Confirmábamos que la literatura y las madrugadas eran, definitivamente, dos términos antagónicos.


Obras mencionadas en este capítulo:  El jugador, de Fiedor Dostoievesky. Moby Dick, de Herman Melville, Veintemil lenguas de viaje submarino, de Julio Verne, Mujercitas, de Luisa May Alcott, Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Historia de la lectura, de Alberto Manguel, El capote, de Gogol, Martín Fierro, de José Hernández, El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra.


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