por María Cristina Alonso
Aunque nos vamos acostumbrándonos a leer en pantallas, a descargar archivos de libros en los distintos dispositivos tecnológicos que nos inquietan con sus mensajes, sus intervenciones, sus posteos, sus luces titilantes, el lugar más seguro para un lector es su vieja biblioteca.
Sobre todo porque una biblioteca se va construyendo a lo largo de toda un vida y se convierte, sin habérnoslo propuesto, en nuestra hoja de ruta, en un desordenado diario de nuestras vidas. En los estantes de nuestras bibliotecas están cifradas las circunstancias que nos hicieron elegir esos libros y no otros, los lugares donde los compramos, la gente que nos rodeaba cuando hicimos esa elección.
Pensar una biblioteca es pensar en la persona que la fue armando con la idea de sentirse acompañado y en los personajes que parlotean desde los estantes, encerrados pero siempre dispuestos.
Y suelen suceder cosas extrañas en una biblioteca. A veces se ilumina la casa de Gasby prometiendo noches de champagne y baile. Otras se apagan los faroles de los pueblos sureños de Faulkner. De tanto en tanto el ojo del axolot de Cortázar nos mira inquisidor, otras veces, se abre la puerta del ropero del Hotel Almagro de Piglia para mostrarnos el manso Paraná que discurre en la prosa de Saer.
Una biblioteca, la propia, contiene otras bibliotecas literarias. Dentro de la mía está la de Alonso Quijano, esa que las manos rudas y un poco sucias del cura y del barbero toquetearon para decidir qué libro se quedaba y cuál se consumía en el fuego.
En mi biblioteca está la biblioteca con libros envenenados que imaginó Eco, el cementerio de libros olvidados de Ruiz Zafón y la exigua de Silvio Astier, armada con volúmenes robados.
Rodeada de libros a veces me digo que la vida de un lector es la de sus libros. Los que conservó, los que perdió, los que regaló.
Del segundo estante saluda Philip Marlowe y Walsh empieza a contarme lo que sucedió aquella noche de 1956 cuando dejó de jugar al ajedrez para complicarse la vida. También Paul Auster empieza a leerme su Diario de invierno y ya mi biblioteca se llena de voces y de historias.
Borges pensó a la biblioteca caótica e infinita como el universo. Juarroz escribió que el aire allí es diferente, que entre los libros se forma un círculo mágico. He sabido de lectores que se perdieron en sus propias bibliotecas y de otros que se escondieron en ella y ya no quieren volver
Tengo la suerte de tener dos bibliotecas: la mía propia y la Biblioteca Popular Sudestada de Florida, de la cual soy socia desde hace casi diez años y me confiaron la sección infantil y juvenil. Los libros me van llamando con un suave "leeme". Muchos socios los piden por título o por autor. Yo no. Tanto en casa como en la biblio, me paseo por entre los estantes y cuando oigo esa suave voz me estiro (o me agacho) y lo llevo a casa para disfrutarlo. Qué mejor compañía que la de un buen libro!
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