por Adrián Ferrero
En la ficción narrativa para niños Natalia y los Queluces, de Santiago
Kovadloff, originalmente publicada en 1993 (y reeditada en 2005), es posible
rastrear algunas claves convergentes y divergentes en torno de lasa cuales la
poética de Kovadloff se organiza sémicamente. Los actantes de la trama son
seres fabulosos, siempre migrantes aéreamente (ángeles, aves, nubes, caballos
voladores, globos) o bien humanos que, mediante atributos que, distorsionando
sus capacidades, configuran un nuevo tipo de entidad ya no homínida. Los rasgos
humanos, por cierto, se acentúan aún más al verse cruzados con los fabulosos, por
contraste, pero también en función de que lo humano, metonímicamente se recorta
contra la enorme totalidad de las posibilidades del ser, en este caso de índole
sobrenatural. Por ejemplo, el discurso en que se expresan los queluces,
coprotagonistas de esta ficción, operan sobre el lenguaje oral resemantizando
la lengua española, mestizándola, como veremos, con la lengua portuguesa pero
también plagada de los gorjeos ornitológicos, elaborando una suerte de panlengua
babélica susurrada a Natalia, la protagonista de la historia. Esa lengua, no
obstante, es comprensible al mismo tiempo por ella..
Las operaciones desfamiliarizadoras o
desnaturalizadoras, funcionan como un mecanismo de relojería. Kovadloff se
interna en el intrincado mundo de los seres fabulosos pero, elaborados, como es
sabido, siempre por una combinatoria con figuraciones terrestres. A través de la función lúdica de la ficción,
el juego dialéctico y elástico entre lo existente y lo improbable pero posible,
se gesta un colectivo de personajes que, a través de distorsiones, alcanzan su
propio fundamento ontológico. Así, lo
fabuloso no es un emergente del orden de lo imposible, sino una nueva
reacomodación de elementos que antes permanecía atomizados o dispersos, pero del
orden de lo constatable y lo presente. Para ello, acude a una ingeniería
imaginaria, a una carpintería configuradora que lo sitúa entre los autores más
audaces de la narrativa argentina infantil en cuanto a que evita los indicios
costumbristas y regionalistas así como se sumerge en la tradición del cuento
maravilloso, especialmente el europeo. En efecto, su ficción resulta singular
por la construcción de los personajes, no tiembla ante las posibilidades de
inferir la construcción de un verosímil casi disparatado o, al menos, contrafáctico.
La Tierra, como planeta, no sólo se
presenta como un espacio, tanto real como imaginariamente incompleto. Hábitat
de contradicciones y malentendidos, de desencuentros e insatisfacciones, de
desaguisados y desperfectos, de defectos y malestar, todas formas de la
represión y el deseo incompleto, que casi naturalmente se torna necesario refundar.
Así, surgen como escenario inconformista y resulta paradigmática. esta, la
ficción porque adviene que es necesario restaurar una esencia primordial moralmente
transgredida. Porque si bien Kovadloff no pretende aleccionar, sí pretende
formular o reformular valores y conductas que, actualizados, desordenan la
moral social y, por lo tanto, los pactos sociales. Dichos pactos sociales son
los que grrantizan la paz social, por un lado. Por el otro, lo sueños utópicos
de pensar un mundo en términos más completos en el que el ser humano pueda
vivir sin sobresaltos.
Propositivamente, todos los actuantes de la
fábula remiten, como decíamos, a lo aéreo: alas, nubes, planetas, ángeles. No
obstante, los seres fabulosos que la protagonizan, los queluces, son una
combinatoria de hombres de origen portugués de fines de 1580, que abandonaron
su palacio de Queluz, no lejos de Lisboa, cuando el país cayó en manos de
España. También su otra mitad es la de ser de aves portentosas, similares a las
águilas, que habitan las cumbres del Asia Menor, región no distante de aquella
en la que Portugal mantuviera hasta entonces prósperas colonias. Producto
entonces de un éxodo y una expansión geopolítica, los queluces son seres
políticos además de fabulosos. Se trata, entonces, de una politización de una
zoología y una antropología fantásticas, tal como Jorge Luis Borges definía a
los seres de nula taxonomía animal y humana.
Recursivamente, al tiempo merced al cual
se accede mediante una distorsión feliz, la ficcionalidad se alimenta merced a
la renovación permanente de hallazgos que, axiológicamente connotados de manera
positiva, reenvían de un mundo a otro, por cierto contiguos. De la utopía que
es el mundo al que ingresa Natalia, a la distopía detalladamente descripta de
su mundo de origen y a sus interlocutores en la Tierra, espacio en el que
desiste permanecer, el dinamismo fluido de la fábula acentúa el rasgo móvil de
todo aquello que alude a la organización social de Natalia en tanto que sujeto
de cultura, incluidos los relatos infantiles y las narrativas sociales y
cosmogónicas.
Fijar sentidos es una de las funciones de
la lengua. La ficción, apoyada en los signos, procura, en cambio, corroerlos,
hacerlos chirriar, procura ponerlos en cuestión, esto es, en el mejor de los
casos hacerles decir lo indecible, aquello que sólo la dimensión imaginaria de
la existencia es capaz de capturar y concebir. Así, Natalia y los queluces fijan
formas de denunciar la alienación en el planeta tierra, el descuido y la
sumisión de los seres humanos, su afán de lucro y su incapacidad de persistir y
valorar lo inherente a cada uno. Irrespetuosos de la niñez, Natalia señala sin
candor la aspiración de un niño a ser tratado con benevolencia pero también con
mediante juicios invitantes (y no despectivos) de índole genuina.. Cada
persona, en la Tierra, como lo testimonia Natalia en el inicio del texto, aspira
a ser lo que no es: si una persona es flaca quiere aumentar de peso, si vive en
un departamento añora estar en e campo, si tiene un color de pelo envidia el de
otros. Se aspira a ser permanente lo que
no se es. Dicha insatisfacción constituye el motor de la fábula. Así, la
ontología adopta la forma de un oxímoron pauta las fantasías de los habitantes
terrestres. Esto es lo que los queluces
vienen a reparar. Es por ello también que el planeta en el que termina
afincándose Natalia, precisamente garantiza a quien lo visita o en él fija su
residencia, una asunción, su aceptación y su afirmación de su identidad, que no
debe ser confundido con el conformismo, pero sí con la sinceridad y la
honestidad: el ser lo que se es de modo honesto. Por el contrario, dicha
toponimia fantástica axiológicamente es connotada de modo exigente por aquello
que debería ser para mejorar su calidad, no su tranquilidad, sino su excelencia.
Se logra, por fin, aquello que pretenden
los seres humanos pero de un modo imposible y descarriado, casi naïve. En ese
mundo todo se invierte, no para la satisfacción, sino para la sorpresa y el
desconcierto. Pero no se trata de devenir lo que no se es, invirtiendo ese rol
fundante de la identidad sino, por el contrario, asumir aquél del que está
investida la genuina imaginación, capaz de formular afrimaciones eimposibles
semánticos, como es posible advertir en todo fantasy. Sin inhibir lo existente,
la ficción acude a lo audaz.
Pero lo que propone Kovadloff es una
vuelta de tuerca más compleja que la de la mera moraleja del mundo del revés o
de la negatividad. Por el contrario, el autor insiste en la necesidad de que
mediante la imaginación (razonada o bien maravillosa), los seres humanos no
necesiten apelar a ningún tipo de astucia, ni técnica ni cosmética, para
comprender y asumir lo que son, para persistir en su ser sin desvíos ni
deformaciones disciplinadoras. Y que el mero hecho de comprender y hacerse
cargo de lo que son constituye ello mismo una verdadera aventura, una odisea autónoma
en la que vale la pena embarcarse. Desistir de ello supone una amputación a la
portentosa capacidad de, reflexivamente, poder asistir a nosotros mismos como
un espectáculo que nos brinde satisfacción y realización, además de perspectivas
de un futuro concreto, funciones todas ellas que revitalizan el don de la
vitalidad..
Los contornos de los seres que habitan esta
obra están delineados según un horizonte humano, animal pero también del orden
de lo inanimado. Lo inanimado o lo no humano que se torna, mediante el hálito
de la ficción, mediante un suplo en un ser animado. Así, una nube como un
caballo percherón de un circo puede comunicarse con la protagonista, en donde
va montada. Puede hablar con otras nubes como los seres humanos hablan “por
teléfono pero sólo a larga distancia como si estuvieran al lado” y no a la
inversa. O bien los queluces, mediante una combinación medieval de hombres con
aves, persisten en un idioma que sólo se habla en primera persona del plural,
una lengua, también, inclusiva desde su misma nominalización y comprensible
para Natalia, pero portan aquellos indicios propios de las aves. No sólo
vuelan. Sino que pueden sostenerse en el aire, como plumas o globos, desafiando
la ley de la gravedad. Esta suerte, una vez más, de desafío, parecería
constituir la semilla de la poética de Kovadloff. Se trata de organizar un
patrón cultural según el cual la ficción desarticula las narrativas represivas y
coercitivas de la imaginación social y de pensar siempre opciones alternativas
a las del orden de lo real..
Kovadloff viene a insistir: La ley, la
ley del Padre, la ley social, la norma burguesa, son fruto de una
insatisfacción propia de todo sistema social y políticamente organizado, que
contiene sujeción y represión, ante la cual se vuelven necesarias la acción
insurreccional depositada en los relatos, compensatorios y corrosivos a la vez.
La ficción viene a desordenar, como un espejo distorsionado, lo que
aparentemente la ilusión óptica del sentido común impide percibir en su
opacidad. Los personajes de Kovadloff se rebelan, revelando al mismo tiempo las
leyes que la sociedad normaliza, pero que resultan ampliamente represivas para
la expresión de las de los sujetos sociales, particularmente los infantiles,
que suelen no tener voz o cuya voz no suele ser atendida. Una vez más, aquellos
a quienes les es dado revisar, impugnar, cuestionar. Aquellos capaces de una
verdadera rebelión contra los signos, contra las instituciones que los signos
reescriben, son los niños, cuya capacidad de producción ficcional es de tal
magnitud que alcanza el orden de lo portentoso e ilimitado, pese a su corta edad.
La inexperiencia no constituye un disvalor, sino, por el contrario, la
condición sine qua non para establecer una relación discontinua con la cultura,
en su sentido más irreductiblemente negativo.
La ley de la gravedad, la ley de la
individuación, la ley de la unicidad, la ley social, son sometidas a una
profunda revisión por una imaginación insumisa que, esta vez, se ve puesta en
abismo por la ficción narrativa protagonizada por Natalia.
Natalia es humana pero logra volar. Las
nubes vuelan pero son como caballos percherones. Las nubes hablan. Los hombres
no son hombres o no lo son a secas. Las estrellas son planetas habitables y
habitados. Las ventanas no se abren al mundo terrestre sino a uno prodigioso.
Hombres y pájaros, de modo deslumbrante, entreverados, nuevos seres, capaces de
interpelar e intercambiar información y puntos de vista con niños ávidos por
escucharlos con suma atención. Los niños y niñas pueden cambiar de ser y de rol
(aunque no de aspecto, convirtiéndose en una suerte de dobles o alter egos) y
devenir sus pares, ocupar sus lugares y usurpar de modo bienhechor sus
familias. Los seres de otros mundos son capaces de ingresar a familias ajenas y
terrestres, que no los perciben como invasores. Aquellos que escuchan y no sólo
oyen. Aquellos a quienes se les ocurre en una noche aburrida, mirar por la
ventana y pensar que, estando en Mar del Plata, aún el mundo podría ser
distinto y ser alados en vez de marítimos.
El sentido común, las frases hechas y el
universo religioso acuden a las figuraciones y el léxico del orden de lo aéreo
para dar cuenta de una inteligencia proverbial o una audacia desafiante en el
arte de pensar o de simbolizar. Natalia y
los queluces no elude este espacio sémico. Pensar con inteligencia y ser
talentoso es también “tener vuelo”. Pero no menos cierto es que la sabiduría
popular estigmatiza a quienes “tienen pajaritos en la cabeza” o “viven en las
nubes” o son “de vuelo corto”, y a quienes hay que “cortarles las alas”. Habría
entonces una sería de figuraciones en torno del vuelo y de los seres alados de
naturaleza peyorativa. Aparentemente en el caso de la ficción narrativa
infantil de Kovadloff lo alado está contaminado de significados que remiten a
la inteligencia, la sabiduría, el desafío, el talento, la exploración de nuevas
territorialidades, no sólo las toponímicas sino también las de los nuevos
significados. La levedad etérea del ser constituye un símil de la capacidad de
superar las incapacidades humanas y de, por el contrario, acceder a otras no
menos fecundas.
La angeología y el eurocentrismo, lo
fabuloso y lo maravilloso, la mitología bíblica y las cosmogonías orientales, las
sagas y los misterios, algunos precursores del nonsense como Lewis Carroll,
entre otros, sitúan a esta narración en una tradición ante la cual no parece
rebelarse sino más bien apropiarse para recrearla. En efecto, Kovadloff no
pareciera proponerse nombrar lo que nadie conoce, sino nombrar lo que ya ha
sido nombrado, pero con sus palabras, con sus propias fábulas y
metaforizaciones. Innegablemente, está avisado de que toda lengua y, en
especial, todo lenguaje literario, están sostenidos por una historia de
ficciones colectivas que le preceden, pero también de silencios. Allí es donde
procura involucrarse con el pasado literario y, naturalmente con el futuro de
su propuesta.
La dedicatoria del libro a Elsa Bornemann,
paratexto que se completa con la frase “que nos devuelve la infancia
iluminada”, pone algunos acentos para una posible lectura de la obra. Una
recuperación, un rescate de algo denegado, extraviado, retaceado o bien
fenecido, pero aún vital, capaz de volver a ser alimentado, y de volver a ser
bajo el caleidoscopio de lo novedoso y resucitar. Devolver no sólo es recuperar
algo que nos ha sido birlado, mutilado o extirpado. También puede ser el
denegar los juicios terminantes, los prejuicios inútiles, los pensamientos
cerrados, las zonas oscuras de la vida social e individual. Las ficciones, las narrativas
de la infancia, reconoce Kovadloff, son como redes o lupas unidas de las
cuales podemos recoger lo que, evanescente, se había disuelto o desvanecido. Lo
que la cultura había obturado confinándolo al pasado y al orden del recuerdo,
de lo fenecido. La luz, encarnada en los relatos, en las ficciones cuya
temporalidad imaginaria la infancia atraviesa a lo largo de todas las edades de
su etapa viene a reconstruir mediante una nueva perspectiva.
La co protagonista de la narración y doble
de la protagonista, Liatana, introduce en el texto la posibilidad del juego con
las palabras, de las infinitas combinaciones, insubordinaciones y las desobediencias
a las que los niños parecieran ser tan afectos. Liatana es el doble perfecto de
Natalia. Habla y dice lo mismo que ella pero invirtiendo las palabras, a través
de intercambios de sílabas o citas. Es tan parecida a ella que termina usurpando
el lugar de Natalia en su propia familia y Natalia, en cambio, permanece al
abrigo de ese mundo utópico y al revés del suyo, poblado de ironías
gozosas.
Entre un mundo pensado desde la
posibilidad que expande posibilidades de la libertad subjetiva y otro que
parece desordenado, los términos en que se plantea esta ficción es la d un
combate (moderado) entre puntos de vista agentes de dinamismo social o bien de
otros que aspiran a mantener las cosas
en un lugar no común sino también que impide el progreso del pensamiento y de
los comportamientos, así como de los pensamientos de los que van de la mano. Y
en esta contienda, la distopía y la
utopía entablan una discusión y zona polémica que la lectura de este libro
disparará en el pública infantil para problematizar lo que parecía una
afirmación categórica. En adelante no lo será tanto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario