por Adrián Ferrero
Liliana Bodoc (Argentina, 1958-2018) fue una persona, no solo una escritora, de esas que no se repiten. De esas que no se repetirán. Me parece que si a uno le interesan otras cosas además de la literatura y hacer de ella un oficio, no puede sino tomarla como un referente. O quizás como un faro.
Dejó
sentado a las claras ya desde sus inicios como autora que no estaba dispuesta a
hacer carrera sino a tener una trayectoria que fuera de la mano de ciertos
principios irrenunciables Eso como punto de partida. En segundo lugar, sus
narraciones “de comienzos”, en términos de Edward Said ya la muestran como a
una mujer contestataria sin ser agresiva. Vehemente sin ser violenta.
Convincente sin ser insolente. Lo que por estos días convengamos que es inhabitual.
Más bien el paisaje social nos tiene acostumbrados a los agravios, las escenas
y los comportamientos confrontativos que han postergado el diálogo civilizado
en beneficio de ataques y ofensas. Sí la vi enojada. Sí la vi perder la calma.
Pero por motivos que tuvieran que ver con todo aquello que atentara contra la
dignidad humana. Y aún así cuidó siempre sus modales. En mesas redondas o paneles
en los que se levantaba el tono de la voz y la conversación se acaloraba más de
la cuenta era ella la que conciliaba. Se movía con altura en cada
circunstancia. Y en un mundo que mucho tiene de abyecto pero que se cuida muy
bien de mostrar sus aristas más esperanzadas, Liliana Bodoc era quien nos las
recordaba.
Otro punto que sí quisiera señalar, es que fue una persona coherente. No
postulaba en sus escritos actuar de un modo y vivía de otro. Ni había
contradicciones entre el hablar y el obrar. Muy por el contrario, planteaba una
observancia y había una congruencia entre ambas cosas que francamente no
dejaban de llamar la atención. Lo más gratificante de todo es que eso no era
una pose sino que se trataba de un estilo vida. Liliana Bodoc vivía la
literatura. Vivía lo que escribía (en lo que a principios y valores atañe) y
escribía lo que vivía porque su modo de tratar a sus semejantes era el del
funcionamiento de una ética paradigmática implícita en sus narraciones, tanto
en las infantiles como en las para jóvenes y adultos.
Hay
una poética de la reparación del dolor, de la restitución de los ultrajados sin
propagandas ni menos aún una literatura de tesis, de la imprescindible pérdida
de la cordura que sería bueno trajera consigo el arte. Por otro lado, un
interés capital por el humanismo: el ser humano, las personas tienen ciertos
derechos que deben ser respetados, son inalienables. Y quien transgrede esa
ofensa debe ser sancionado compensativamente pero no mediante la violencia sino
mediante un sistema que respete la legitimidad. Porque precisamente Liliana
Bodoc ante todo fue una persona respetuosa. Y se ganó el respeto de la sociedad
argentina y del de buena parte del mundo.
La
suya es una poética de la imaginación más desbordante, en la que pese a todo no
se pierden jamás por ello las coordenadas que remiten a un referente que
metaforiza los conflictos de la realidad social y política de todos los tiempos.
En lo referente, entre muchos otros temas, a cuestiones de género, totalitarismos,
racismos, discriminaciones, persecuciones religiosas o de etnia, entre muchas
otras. De allí una de las razones de su vigencia, además de la excelencia de su
prosa. Esto es: jamás se olvidaba del mundo en el que vivíamos pese a estar sumidos
en hazañas plagadas de dragones y de mundos prodigiosos. Este es el punto en
Bodoc. De creer que supuestamente estamos habitando lo distante, lo maravilloso
o lo irreal siempre nos encontramos frente a lo contiguo o lo cotidiano. Frente
a lo que estamos leyendo cada mañana en los diarios.
Si
uno presta una mirada de conjunto a su poética, se encuentra con que no hay
fisuras, no hay contradicciones. Todo encaja y no hay disonancias. Todo es, por
el contrario, consonante. Aspiró, por ejemplo, con su Saga de los confines a que el referente histórico que daba cuenta
del lugar de la mujer en la sociedad fuera sacudido por su ficción para
encontrar un paradigma que la ubicara en un espacio tanto de acción, de dicción
como de enunciación más poderoso. Esto está
presente en toda su poética. No solamente en una novela o un relato como
contenido aislado. En este sentido hablo también de coherencia en la poética de
Liliana Bodoc.
Jamás
fui testigo de un desplante de su parte. De manipulaciones mediáticas o un
culto de la personalidad. Siempre fue una persona humilde, de perfil bajo, agradecida
a la vida, a los suyos, a quienes hacían algo por ella. Y jamás fue ni
soberbia, ni narcisista ni ambiciosa. Sospecho que desconocía la malicia. Su
solidaridad quedaba demostrada a cada momento y lo hizo con hechos concretos.
Predicó con el ejemplo. Fue pluralista y tolerante con la diferencia.
Respetuosa de la diversidad. Esto se nota particularmente en ficciones en las
cuales se plantea como núcleo temático el de las persecución del diferente o en
las cuales hay una hegemonía de un grupo que mediante la lógica de la exclusión
persiguen a otros grupos.
Me
parece que es bueno no olvidar a personas virtuosas como ella. En lo personal,
tuvo un trato irreprochable en la entrevista que realizamos por correo
electrónico. En los intercambios que mantuvimos se manifestó siempre accesible,
cordial y cuando le escribí para que supiera que el libro que había preparado
del que ella junto a otras autoras formaba parte (que solo por unas pocas
semanas no llegó a ver) estaba exultante.
Si
tuviera que imaginármela ahora lo haría en un paraje lleno de todos los
habitantes de un bestiario del cual ella teje las tramas para que se muevan o
inquieten a los humanos o a otras almas habitantes de quién sabe qué obstinado
universo.
En
la entrevista que mantuvimos, todavía recuerdo el impacto de una respuesta que
me dio la pauta de la talla de su ética. La interrogué por el origen de su
libro de cuentos infantiles Sucedió en
colores, en cada uno de los cuales uno de ellos predomina. Hay objetos,
personajes y paisajes que son de un color dominante sin mezclarse con los de
otro. Entonces me respondió que esa idea provenía de unas rimas que le cantaba
o recitaba su padre de niña, en las que sucedía (precisamente) eso mismo. Pero
cuando tomó la decisión de escribir un libro siguiendo similar procedimiento me
dijo: “Entonces, fui a ver a mi padre para pedirle permiso para usar esa misma idea”.
Este episodio me dejó paralizado porque fui testigo de su grandeza y de su lealtad.
De su lealtad en primer lugar para con
los seres queridos. Pero alguien con esta educación ¿cómo no iba a haberla
extensiva a su ficción? Resulta inconcebible luego de esta anécdota que
refiero.
No
conocía el divismo pese a su altísimo nivel de reconocimiento y excelencia. Y
creo que siempre supo que era lo último a lo que debía parecerse un escritor de
verdad: ser alguien que pensara primero en su prójimo (en especial el más
desfavorecido) y luego en sí mismo y su imagen frente a un espejo. Y a decir
verdad, puestos a pensar seriamente, esto no está reñido con el
profesionalismo. Sino todo lo contrario.
Se
la echa de menos. Pero sus libros allí están, espléndidos e intactos. Con solo
abrirlos, la magia de su voz comienza a empaparnos de una riqueza incesante
inmarcesible.
Todo lo que decís en este artículo es tal cual. Quienes tuvimos el privilegio de tenerla cerca, de conocerla como maestra de escritura, sabemos de la calidad de persona que era. Se la extraña y mucho, pero cuando el dolor no cede, ahí está su palabra, cobijándonos en su calidez
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