por María Cristina Alonso
¿Cómo se narra la infancia si se ha padecido? Muchos
escritores sostienen que, en esos padecimientos nació su literatura. Una
recorrida por algunos días de infancia de autoras y autores cuyos primeros años
no fueron un paraíso perdido precisamente.
“Pero antes de comenzar
esta pequeña historia,- escribe Laura
Alcoba en el prólogo de su novela de sesgo autobiográfico, La casa de los conejos- quisiera hacerte una confesión: si al fin
hago este esfuerzo de memoria por hablar de la Argentina de los Montoneros, de
la dictadura y del terror, desde la altura de la niña que fui, no es tanto por
recordar como por ver si consigo, al cabo, de una vez, olvidar un poco".
Y lo que va a narrar es una infancia vivida en La Plata, en
los años previos a la dictadura, cuando comenzaba la violencia institucional.
Es 1975 y la madre tiene pedido de captura, por lo tanto deben mudarse de casa
y pasar a la clandestinidad. En la nueva vivienda, que está en las afueras se
crían conejos. Pero es sólo una fachada, porque en verdad es una casa
clandestina de Montoneros y, los que la comparten, van muriendo o
desapareciendo en las calles.
La niña que cuenta tiene siete años y con aparente
naturalidad nos dice cómo es la vida en la clandestinidad: ““Mi madre se decide finalmente a
explicarme, a grandes rasgos, lo que pasa. Hemos tenido que dejar nuestro
departamento, dice, porque desde ahora los Montoneros deberán esconderse. Es necesario,
ciertas personas se han vuelto muy peligrosas: son los miembros de los comandos
de las AAA, la Alianza Anticomunista Argentina, que <<levantan>> a
los militantes como mis padres y los hacen desaparecer. Por eso debemos
refugiarnos, escondernos; y también resistir. Mi madre me explica que eso se
llama <<pasar a la clandestinidad>>
A los once años, Alekséi Maksímovich Peshkov ve a su padre
yacer en el suelo de una habitación en penumbras. Parece más largo que nunca
envuelto en un lienzo blanco. El niño repara en los discos negros de las monedas de
cobre que tapan los ojos. El semblante sombrío lo aterroriza. A su lado, la
madre peina el largo cabello del muerto.
Con
esa escena comienza Días de infancia, un relato autobiográfico de Alekséi escrito
en 1913, que más tarde firmará sus libros como Máxim Gorki.
Con
la muerte del padre, lo que queda de la familia es acogida en casa de sus
abuelos. Así transcurre la infancia de
este escritor ruso, signada por una madre casi ausente y una familia brutal en
una época en la que, lo natural era
dirimir las cuestiones a los golpes con los más débiles. Los niños recibían
palizas terribles como castigo a sus
travesuras y las mujeres eran golpeadas por sus maridos y morían en silencio.
En ese mundo cruel, en la casa de sus abuelos donde se dirimen disputas entre
hermanos, brilla la abuela Akulina, “Desde
esos primeros días- escribe Maxim ya adulto- hice amistad con ella”.
La
abuela le pone luz a la oscuridad y a la sordidez de la pobreza con sus relatos:
le cuenta historias fantásticas de bandoleros generosos, de ermitaños piadosos,
de animales y malignos poderes del infierno.
“Sigue
contando”, le pide el nieto que será un futuro revolucionario y se hará amigo
personal de Vladimir Lenin y de Stalin. “¿Más
aún?”, le responde la abuela, y sigue: “Érase
una vez un duende escondido en una chimenea del hogar, que se había clavado un
alfiler en la pata y andaba cojeando de un lado al otro y gimiendo”. Y no
sólo relata, sino también la mujer interpreta el relato. Recuerda Gorgky “Al decir esto levantó el pie, se lo sujetó
con las dos manos, lo movió de un lado al otro y contrajo la cara como si ella
misma sintiera dolor.” Y el niño, festejando junto con unos marineros barbudos
que escuchan riendo y aplaudiendo volvía a pedir “vamos, abuelita; cuenta algo más”.
Atardecer.
Rusia 1917
La
niña flaca y despistada que andaba entre arrozales en los suburbios de Saigón
sin horarios, sin modales acostumbrada a contemplar el crepúsculo sobre el río,
es rememorada por Marguerite Duras
muchos años después, cuando recupera su permanencia en Indochina y reconoce,
cuando ya su nombre, es famoso y son incontables sus lectores que su escritura nace de esa infancia no
demasiado feliz.
Perteneciente
a una familia de colonos franceses en Indochina. Permanecerá en ese país desde
su nacimiento hasta los 18 años. La
brutal explotación francesa transcurre en un país de noches espléndidas, donde
no es posible distinguir las estaciones. Los colonos franceses no sólo les
roban las tierras a los campesinos sino que los golpean y cambian los
ideogramas chinos con que se escribía la lengua anamita por el alfabeto latino.
En
ese contexto la niña Maguerite no sólo vive penurias económicas sino que debe
soportar los golpes de la madre, directora de la escuela femenina de Sa Déc.
También le da feroces palizas el hermano “"Creía que mi hermano iba a matarme".
Golpes por partida doble que acaban poniéndola en brazos de un amante chino y empujada a la prostitución por
su propia familia que espera del chino dinero y favores.
Esa infancia de
desprotección y de abuso da origen, cuando ya está viviendo en Francia a una
bella e inquietante novela de impronta autobiográfica El amante.
Narrar la infancia es un tema recurrente y universal, y
suelen ser los acontecimientos vividos en los primeros años de vida los que
fundan el imaginario de muchos escritores. De los miedos de la infancia nacen
los monstruos que Maurice Sendak dibujó
en su libro álbum Donde viven los
monstruos. El ilustrador, nacido en Nueva York, hijo de una familia judía
que había emigrado a Estados Unidos, recordaba su infancia llena de acechanzas:
las económicas, -transcurre durante la Gran Depresión- el horror del Holocausto que devoraba a los
parientes que quedaron en Europa, la ferocidad de la Segunda Guerra. Y también
un acontecimiento de la crónica policial: el secuestro del hijo de un aviador,
Charles Lindbergh, un hecho ampliamente difundido por la prensa, llenó de
terror su noches. El niño secuestrado era hijo de un héroe nacional que había
sido el primer hombre en cruzar el océano Atlántico uniendo Nueva York y París,
y tenía sólo veinte meses. Lo buscaba febrilmente media nación, desde el
presidente Hoover hasta Al Capone, y apareció muerto dos meses después.
Maurice, que fue un niño enfermizo y nunca
develó a sus padres su homosexualidad. "Lo
único que quería -dijo en una entrevista el genial dibujante- era ser
heterosexual para que mis padres fueran felices". "Ellos nunca,
nunca, nunca lo supieron", señaló como una de sus obsesiones la
desaparición de los bebés. "Cuando el bebé Lindberg fue secuestrado ya
supe con 4 años que algo que le pasó a ese niño podría pasarme a mí. Nadie me
consoló cuando el bebé Lindberg fue encontrado muerto. Creo que los niños
pequeños saben cosas que no nos gustaría que supieran"
Escribe la especialista en literatura infantil, Ana Garralón:
“Sendak recuerda cómo las historias de su
padre siempre incluían niños que se perdían. Un motivo que él retomó como una
de las constantes en sus libros, fruto de una inmensa angustia infantil de
perderse o ser abandonado. Sendak siempre conecta con ese drama invisible de la
infancia: la soledad del niño asaltado por angustias, la cólera, o incluso el
miedo a la muerte.”[1]
En Informe de interior, Paul Auster viaja a su infancia para
recuperar sucesos que, sesenta años
después, todavía siguen siendo el emblema del dolor. En 1952 dice el escritor dirigiéndose
a sí mismo en segunda persona, “el año en que cumpliste los cinco, que incluía el verano
de Lenny, el comienzo de tu educación oficial y la campaña
Eisenhower-Stevenson, una epidemia de polio estalló por toda Norteamérica,
afectando a 57 626 personas, la mayoría niños, causando la muerte a 3300 y
dejando lisiadas de por vida a un número incalculable de ellas. Eso era miedo.
No a las bombas ni a un ataque nuclear, sino a la polio. Deambulando por las
calles de tu barrio aquel verano, a menudo te encontrabas con grupos de mujeres que hablaban en
compungidos murmullos, mujeres que empujaban cochecitos de niño o paseaban al
perro, mujeres con miedo en la mirada, miedo en el apagado timbre de sus voces,
y la conversación siempre era sobre la polio, el invisible azote que se
extendía por todas partes, que podía invadir el cuerpo de cualquier hombre,
mujer o niño en cualquier momento del día o de la noche”
No obstante, si de epidemias se trata, dentro
de veinte años o más, una escritora o escritor rememorando episodios oscuros de
la infancia, escribirá cómo era la vida en tiempos del covid 19.
Alejandra Pizarnik
decía que nació con la oscuridad en su alma. Y fue tejiendo su poesía con los
hilos de esa trágica oscuridad. Entre el sueño y la locura, en la trama sutil
de sus versos hay niñas que entran en la muerte con los ojos abiertos. Dice en Infancia: “Hora en que la yerba crece/ en la memoria del caballo./El viento pronuncia /discursos
ingenuos/en honor de las lilas,/y alguien entra en la muerte/con los ojos
abiertos/como Alicia en el país de lo ya visto.”
La infancia de Alejandra trascurre en Avellaneda, en
una familia de origen ruso-judío que arrastra el dolor de un país marcado por la guerra y el
Holocausto.
“Estuve en Buenos Aires. Me enfermé. Vómitos y gripe. Cinco días en
cama.
Fui a una radio y a la Esma. Me rebautizaron Princesa Peronista y Princesa
Rusa. Respectivamente.
En la Esma hablé de fantasmas y estaban ahí.
Vi Infancia clandestina y Mi vida después. Tenía la esperanza
de que Infancia clandestina no
me gustara/conmoviera, pero no tuve suerte. Fui al teatro dispuesta a llorarme
todo apenas la viera a Carla con panza y así fue.
Festejo las lágrimas como goles. (…)
“El día que hablé en la Esma -dije cosas muy sesudas en un congreso muy sesudo-
era el aniversario del secuestro de Paty y Jose. Traté de no pensar, pero
cuando leí "simbólicamente omnipresentes" se me vinieron encima,
ellos y todos sus amigos.
Concluido el evento académico, fuimos caminando con Jota y mi amiga Ana hasta
el casino de oficiales. No lo había visto en tres días de congreso pero estaba
ahí, detrás de los otros edificios y de los árboles, fosforescente. Fuimos, lo
miré de frente, se apagó hasta quedar como lo que es, una construcción más bien
pequeña a la que le falta mantenimiento, dije algo así como: los recordamos y
los queremos mucho, me di vuelta y me fui por la avenida Néstor. Ana tenía
medio porro y lo fumamos debajo de la calesita de las Madres. Lloviznaba.”
La que escribe es Mariana Eva Pérez,
dramaturga e investigadora nacida en 1977 que
fue criada por sus abuelos paternos después de haber sido entregada a ellos por
los secuestradores de sus padres (José Manuel Perez Rojo, responsable militar
de la Columna Oeste de Montoneros, y su pareja, Patricia Julia Roisinblit,
integrante de la Sanidad de esa columna), secuestrados y desaparecidos el seis
de octubre de 1978. Escribe primero en un blog que tituló “Una princesa montonera”
y luego se convirtió en libro. Es la voz de los hijos de los activistas
políticos argentinos desaparecidos. Una voz, como la de muchos hijos desestabilizadora,
que propone cruces entre ficción y no ficción poniendo en cuestión lo que se
recuerda y por qué y qué vínculos guarda todo ello con la verdad.
La oscuridad en algunas
infancias se viste con golpes, discriminación, terrores inconfesados, contextos
políticos hostiles, guerras, muertes, desamparo. De esas infancias complicadas
nacen relatos en los que, cuando no puede operar la memoria, lo hace la imaginación.
Pero siempre suele haber una abuela Akulina, como la de
Gorki, que llega con una historia para iluminar la noche destemplada de un niño
que sufre y que intenta comprender el mundo en el que le ha tocado vivir.
[1]
Garralón, Ana. El juego secreto de Maurice Sendak, en https://anatarambana.blogspot.com/2019/01/el-juego-secreto-de-maurice-sendak.html?m=1
Quiero mudarme de casa, ¿alguien sabe de alguna empresa de mudanzas en Murcia?
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