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miércoles, 17 de junio de 2020

Infancias: Narrar la oscuridad


por María Cristina Alonso

¿Cómo se narra la infancia si se ha padecido? Muchos escritores sostienen que, en esos padecimientos nació su literatura. Una recorrida por algunos días de infancia de autoras y autores cuyos primeros años no fueron un paraíso perdido precisamente.

Pero antes de comenzar esta pequeña historia,- escribe Laura Alcoba en el prólogo de su novela de sesgo autobiográfico, La casa de los conejos- quisiera hacerte una confesión: si al fin hago este esfuerzo de memoria por hablar de la Argentina de los Montoneros, de la dictadura y del terror, desde la altura de la niña que fui, no es tanto por recordar como por ver si consigo, al cabo, de una vez, olvidar un poco".


Y lo que va a narrar es una infancia vivida en La Plata, en los años previos a la dictadura, cuando comenzaba la violencia institucional. Es 1975 y la madre tiene pedido de captura, por lo tanto deben mudarse de casa y pasar a la clandestinidad. En la nueva vivienda, que está en las afueras se crían conejos. Pero es sólo una fachada, porque en verdad es una casa clandestina de Montoneros y, los que la comparten, van muriendo o desapareciendo en las calles.

La niña que cuenta tiene siete años y con aparente naturalidad nos dice cómo es la vida en la clandestinidad: ““Mi madre se decide finalmente a explicarme, a grandes rasgos, lo que pasa. Hemos tenido que dejar nuestro departamento, dice, porque desde ahora los Montoneros deberán esconderse. Es necesario, ciertas personas se han vuelto muy peligrosas: son los miembros de los comandos de las AAA, la Alianza Anticomunista Argentina, que <<levantan>> a los militantes como mis padres y los hacen desaparecer. Por eso debemos refugiarnos, escondernos; y también resistir. Mi madre me explica que eso se llama <<pasar a la clandestinidad>>


A los once años, Alekséi Maksímovich Peshkov ve a su padre yacer en el suelo de una habitación en penumbras. Parece más largo que nunca envuelto en un lienzo blanco. El niño  repara en los discos negros de las monedas de cobre que tapan los ojos. El semblante sombrío lo aterroriza. A su lado, la madre peina el largo cabello del muerto.

Con esa escena comienza Días de infancia, un relato autobiográfico de Alekséi escrito en 1913, que más tarde firmará sus libros como Máxim Gorki.

Con la muerte del padre, lo que queda de la familia es acogida en casa de sus abuelos.  Así transcurre la infancia de este escritor ruso, signada por una madre casi ausente y una familia brutal en una época  en la que, lo natural era dirimir las cuestiones a los golpes con los más débiles. Los niños recibían palizas terribles  como castigo a sus travesuras y las mujeres eran golpeadas por sus maridos y morían en silencio. En ese mundo cruel, en la casa de sus abuelos donde se dirimen disputas entre hermanos, brilla la abuela Akulina, “Desde esos primeros días- escribe Maxim ya adulto- hice amistad con ella”.

La abuela le pone luz a la oscuridad y a la sordidez de la pobreza con sus relatos: le cuenta historias fantásticas de bandoleros generosos, de ermitaños piadosos, de animales y malignos poderes del infierno.

“Sigue contando”, le pide el nieto que será un futuro revolucionario y se hará amigo personal de Vladimir Lenin y de Stalin. “¿Más aún?”, le responde la abuela, y sigue: “Érase una vez un duende escondido en una chimenea del hogar, que se había clavado un alfiler en la pata y andaba cojeando de un lado al otro y gimiendo”. Y no sólo relata, sino también la mujer interpreta el relato. Recuerda Gorgky “Al decir esto levantó el pie, se lo sujetó con las dos manos, lo movió de un lado al otro y contrajo la cara como si ella misma sintiera dolor.” Y el niño, festejando junto con unos marineros barbudos que escuchan riendo y aplaudiendo volvía a pedir “vamos, abuelita; cuenta algo más”.

                                                                            Atardecer. Rusia 1917

La niña flaca y despistada que andaba entre arrozales en los suburbios de Saigón sin horarios, sin modales acostumbrada a contemplar el crepúsculo sobre el río, es rememorada por Marguerite Duras muchos años después, cuando recupera su permanencia en Indochina y reconoce, cuando ya su nombre, es famoso y son incontables sus lectores que  su escritura nace de esa infancia no demasiado feliz.



Perteneciente a una familia de colonos franceses en Indochina. Permanecerá en ese país desde su nacimiento hasta los 18 años.  La brutal explotación francesa transcurre en un país de noches espléndidas, donde no es posible distinguir las estaciones. Los colonos franceses no sólo les roban las tierras a los campesinos sino que los golpean y cambian los ideogramas chinos con que se escribía la lengua anamita por el alfabeto latino.



En ese contexto la niña Maguerite no sólo vive penurias económicas sino que debe soportar los golpes de la madre, directora de la escuela femenina de Sa Déc. También le da feroces palizas el hermano “"Creía que mi hermano iba a matarme". Golpes por partida doble que acaban poniéndola en brazos de un  amante chino y empujada a la prostitución por su propia familia que espera del chino dinero y favores.

Esa  infancia de desprotección y de abuso da origen, cuando ya está viviendo en Francia a una bella e inquietante novela de impronta autobiográfica El amante.

Narrar la infancia es un tema recurrente y universal, y suelen ser los acontecimientos vividos en los primeros años de vida los que fundan el imaginario de muchos escritores. De los miedos de la infancia nacen los monstruos que Maurice Sendak dibujó en su libro álbum Donde viven los monstruos. El ilustrador, nacido en Nueva York, hijo de una familia judía que había emigrado a Estados Unidos, recordaba su infancia llena de acechanzas: las económicas, -transcurre durante la Gran Depresión- el  horror del Holocausto que devoraba a los parientes que quedaron en Europa, la ferocidad de la Segunda Guerra. Y también un acontecimiento de la crónica policial: el secuestro del hijo de un aviador, Charles Lindbergh, un hecho ampliamente difundido por la prensa, llenó de terror su noches. El niño secuestrado era hijo de un héroe nacional que había sido el primer hombre en cruzar el océano Atlántico uniendo Nueva York y París, y tenía sólo veinte meses. Lo buscaba febrilmente media nación, desde el presidente Hoover hasta Al Capone, y apareció muerto dos meses después.


Maurice, que fue un niño enfermizo y nunca develó a sus padres su homosexualidad. "Lo único que quería -dijo en una entrevista el genial dibujante- era ser heterosexual para que mis padres fueran felices". "Ellos nunca, nunca, nunca lo supieron", señaló como una de sus obsesiones la desaparición de los bebés. "Cuando el bebé Lindberg fue secuestrado ya supe con 4 años que algo que le pasó a ese niño podría pasarme a mí. Nadie me consoló cuando el bebé Lindberg fue encontrado muerto. Creo que los niños pequeños saben cosas que no nos gustaría que supieran"

Escribe la especialista en literatura infantil, Ana Garralón: “Sendak recuerda cómo las historias de su padre siempre incluían niños que se perdían. Un motivo que él retomó como una de las constantes en sus libros, fruto de una inmensa angustia infantil de perderse o ser abandonado. Sendak siempre conecta con ese drama invisible de la infancia: la soledad del niño asaltado por angustias, la cólera, o incluso el miedo a la muerte.[1]

En Informe de interior, Paul Auster viaja a su infancia para recuperar  sucesos que, sesenta años después, todavía siguen siendo el emblema del dolor. En 1952 dice el escritor dirigiéndose a sí mismo en segunda persona, “el año en que cumpliste los cinco, que incluía el verano de Lenny, el comienzo de tu educación oficial y la campaña Eisenhower-Stevenson, una epidemia de polio estalló por toda Norteamérica, afectando a 57 626 personas, la mayoría niños, causando la muerte a 3300 y dejando lisiadas de por vida a un número incalculable de ellas. Eso era miedo. No a las bombas ni a un ataque nuclear, sino a la polio. Deambulando por las calles de tu barrio aquel verano, a menudo te encontrabas con grupos de mujeres que hablaban en compungidos murmullos, mujeres que empujaban cochecitos de niño o paseaban al perro, mujeres con miedo en la mirada, miedo en el apagado timbre de sus voces, y la conversación siempre era sobre la polio, el invisible azote que se extendía por todas partes, que podía invadir el cuerpo de cualquier hombre, mujer o niño en cualquier momento del día o de la noche”

No obstante, si de epidemias se trata, dentro de veinte años o más, una escritora o escritor rememorando episodios oscuros de la infancia, escribirá cómo era la vida en tiempos del covid 19.

Alejandra Pizarnik decía que nació con la oscuridad en su alma. Y fue tejiendo su poesía con los hilos de esa trágica oscuridad. Entre el sueño y la locura, en la trama sutil de sus versos hay niñas que entran en la muerte con los ojos abiertos.  Dice en Infancia: “Hora en que la yerba crece/ en la memoria del caballo./El viento pronuncia /discursos ingenuos/en honor de las lilas,/y alguien entra en la muerte/con los ojos abiertos/como Alicia en el país de lo ya visto.”


La infancia de Alejandra trascurre en Avellaneda, en una familia de origen ruso-judío que arrastra el dolor  de un país marcado por la guerra y el Holocausto.


Estuve en Buenos Aires. Me enfermé. Vómitos y gripe. Cinco días en cama.
Fui a una radio y a la Esma. Me rebautizaron Princesa Peronista y Princesa Rusa. Respectivamente.
En la Esma hablé de fantasmas y estaban ahí.
Vi Infancia clandestina y Mi vida después. Tenía la esperanza de que Infancia clandestina no me gustara/conmoviera, pero no tuve suerte. Fui al teatro dispuesta a llorarme todo apenas la viera a Carla con panza y así fue.
Festejo las lágrimas como goles. (…)

“El día que hablé en la Esma -dije cosas muy sesudas en un congreso muy sesudo- era el aniversario del secuestro de Paty y Jose. Traté de no pensar, pero cuando leí "simbólicamente omnipresentes" se me vinieron encima, ellos y todos sus amigos.
Concluido el evento académico, fuimos caminando con Jota y mi amiga Ana hasta el casino de oficiales. No lo había visto en tres días de congreso pero estaba ahí, detrás de los otros edificios y de los árboles, fosforescente. Fuimos, lo miré de frente, se apagó hasta quedar como lo que es, una construcción más bien pequeña a la que le falta mantenimiento, dije algo así como: los recordamos y los queremos mucho, me di vuelta y me fui por la avenida Néstor. Ana tenía medio porro y lo fumamos debajo de la calesita de las Madres. Lloviznaba.”


La que escribe es Mariana Eva Pérez, dramaturga e investigadora nacida en 1977 que fue criada por sus abuelos paternos después de haber sido entregada a ellos por los secuestradores de sus padres (José Manuel Perez Rojo, responsable militar de la Columna Oeste de Montoneros, y su pareja, Patricia Julia Roisinblit, integrante de la Sanidad de esa columna), secuestrados y desaparecidos el seis de octubre de 1978. Escribe primero en un blog que tituló Una princesa montonera” y luego se convirtió en libro. Es la voz de los hijos de los activistas políticos argentinos desaparecidos. Una voz, como la de muchos hijos desestabilizadora, que propone cruces entre ficción y no ficción poniendo en cuestión lo que se recuerda y por qué y qué vínculos guarda todo ello con la verdad.



La oscuridad en algunas infancias se viste con golpes, discriminación, terrores inconfesados, contextos políticos hostiles, guerras, muertes, desamparo. De esas infancias complicadas nacen relatos en los que, cuando no puede operar la memoria, lo hace la imaginación. Pero siempre suele haber una abuela  Akulina, como la de Gorki, que llega con una historia para iluminar la noche destemplada de un niño que sufre y que intenta comprender el mundo en el que le ha tocado vivir.




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