por Adrián Ferrero
Cuando Ricardo Mariño llegó a este mundo, en 1956, ya H. G. Wells había
ya escrito la novela La máquina del
tiempo en Londres, en 1895. En esa novela, un hombre viaja al futuro en una
máquina, luego de haber descubierto la cuarta dimensión. El dispositivo,
descripto sin demasiado lujo de detalles, hace que la novela de Wells
pertenezca al género de la ciencia ficción, y no forme parte, en su defecto,
del género fantástico o de la literatura de tradición maravillosa. Lo que el
protagonista encuentra es un panorama profundamente desolador. Lejos de cumplir
con sus expectativas de llegar a una
sociedad en la plenitud de su desarrollo, asiste a un mundo en decadencia
habitado en su superficie por unos seres hedonistas (los Eloi), pero sin
escritura, inteligencia ni fuerza física. El Viajero supone que así debió de
terminar la humanidad tras resolver todos sus conflictos existenciales, sin
embargo, poco después descubre que estos seres viven con un inmenso miedo al
subsuelo y a la oscuridad. Ese subsuelo está dominado por unas siniestras
criaturas, los Morlocks, otra rama de la especie humana que se ha habituado a
vivir en las tinieblas y sale de noche para alimentarse de los Eloi que
captura. Lo
cierto es que en la presente novela, La
casa maldita, que data de 1991, también las fechas y loso viajes son
importantes.
En efecto, dos niños que viven en un pueblo, se dirigen a una casa de la
cual se afirma que está embrujada, habitada por fantasmas, los espectros de una
familia que ha desaparecido pero en verdad permanece aún allí, los Vanderruil.
Por lo menos, ese es el rumor que ha cundido. Un día, Irene René Levene y Matías
Elías Díaz, se van a ese lugar con toda la intención de cerciorarse de que la
historia que se cuenta es cierta. Ellos
ignoran, como ustedes ahora, lo que les sucederá.
Pero las cosas son aún mucho más complejas. Porque la nouvelle juvenil
reviste una serie de planos narratológicos, que en ella comenzarán a
interactuar. Por un lado, el relato enmarcado (el que acabo de comenzar a
referir). En segundo, el marco (al que me referiré). Por último, la realidad
empírica, referencial, dentro de la cual los lectores nos movemos
cotidianamente.
Ahora bien: la gran pregunta en torno de esta novela es ¿quiénes son sus
personajes principales? Porque se inicia con el comienzo de un relato, a
continuación ese relato es descartado, aclarando un narrador en tercera persona
omnisciente que el escritor no ha quedado satisfecho con ese resultado. Y a
continuación se irán dejando de lado otros. Es aquí cuando comprendemos que
estamos delante de un proceso creativo: alguien está escribiendo una historia y
manifiesta vacilaciones. Hasta llegar por fin al comienzo de uno definitivo y
el desarrollo de una trama (la de Inés y la de Matías). Nos enteramos que por
detrás de la decisión de estos cambios en los comienzos de las historias, estos
borradores son la hoja en blanco del escritor, insatisfecho con los resultados
que va concibiendo. Estos cambios narratológicos, nos sumen en una sensación de
provisoriedad, porque la estructura de cajas chinas. Pues tampoco sabemos si no
elegirá en algún momento otro comienzo.
Habrá otro detalle más, clave para comprender la convivencia de estos
tres planos narrativos. La entrada en escena de un niño, que explica que quiere
comprar una revista con un cuento que
transcurre en 1990, “dentro de 40 años”. Nos enteramos de que es el hijo del
escritor que está iniciando y descartando comienzos para su historia por la
intervención en un el diálogo con él, quien evidentemente se siente perturbado
por la interrupción. Y lo deriva a su madre.
En esta nouvella, tiene lugar el caso de esa gran dubitación delante de
la hoja en blanco que tiene lugar en la mente de todo escritor. Ricardo Mariño,
especularmente, ubica entonces el marco de este relato enmarcado, plasmando las
escenas de la escritura, sus decisiones, sus indefiniciones, los cambios, que
naturalmente conoce como pocos por profesión. Al fin y al cabo, es lo que le
debe de suceder cotidianamente.
Por fin, tiene lugar la elección de una fecha, evidentemente, porque en
el capítulo 2, ya queda contorneada una historia principal (la del relato
enmarcado) que, pese a que aún presentará complejidades desde los planos
ficcionales, también estabilizará una
trama. En esta trama, Matías Elías Díaz e Irene René Levene, se
dirigirán a la citada casona abandonada. Entrarán en ella, y para escapar al
susto que les produce un ruido en el piso de arriba (la casa tiene dos plantas)
Matías se introducirá en un baúl. Irene, en cambio, permanecerá afuera del baúl.
No obstante, cuando descubran que el temido peligro estaba encarnado en un
simple ratón, al abrir la tapa del baúl en el que estaba escondido Matías Elías
Díaz, “Los dos sintieron que eran arrastrados por una extraña fuerza. Aunque
esa sensación duró apenas un segundo (como si durante ese tiempo hubieran
estado en medio de un invisible remolino), cuando se recobraron apenas tuvieron
una fracción de tiempo para mirar alrededor y salir corriendo” (p. 28).
Claro que a partir de este momento el mundo habrá adquirido otra
fisonomía (ellos no, permanecerán idénticos). Llegarán al pueblo corriendo
porque sus bicicletas ya no estaban donde las habían dejado. Y sucede algo
sumamente extraño, que los deja perplejos. El lugar tiene otro aspecto. Se
dirigirán a la casa de Irene y allí se encontrarán con una mujer joven que es
nada más y nada menos que su abuela, infiere ella por el nombre con el que se
presenta. La mujer llama a su hija, de ocho años, con sus nombres de pila, Egle
Hebe, y cuál no sería la sorpresa de Irene cuando se encuentra con su madre de
niña. Luego de ir a una taberna (que antes no estaba en su ese pueblo), de
verificar Matías que está su abuelo de niño entre los parroquianos por tener un
mechón blanco y el rostro idéntico a una fotografía que se conserva en su casa,
caen en la cuenta de que han retrocedido en el tiempo. Exactamente al 19 de
noviembre de 1950, cuarenta años atrás. Matías Elías Díaz e Irena René Levene estaban
cursando su último año de la primaria antes del viaje en el tiempo, padeciendo
a una maestra, “la cocodrilo”, que les hacía la vida imposible.
Hay un grupo de parroquianos, al que toman la decisión de seguir cuando
salen de la taberna, y llegado un determinado momento se detienen en el camino.
Llega luego un carro del que desciende un baúl. Y el conductor lo raya
involuntariamente. Irene y Matías, escondidos detrás de ellos, en un maizal,
espiándolos, comprenden que se trata del mismo baúl en el que Matías se ha
ocultado en la casa maldita. Los hombres leerán una carta que venía acompañando
al baúl, en la que un primo les explica que ha retrocedido en el tiempo hasta
1492 porque deseaba a toda costa conocer cómo se había producido el
descubrimiento de América. En la carta les explica rigurosamente el
procedimiento que deben seguir para viajar en el tiempo. Se darán más detalles,
pero me gustaría detenerme aquí para no revelar más detalles de la trama.
De modo que Ricardo Mariño no solamente despliega un juego con planos narratológicos
en el seno de una misma ficción, sino con planos temporales en el marco de esos
planos. Habrá prolepsis y analepsis según los casos.
Esta construcción narratológica tan deslumbrante de Mariño, resulta desconcertante para los lectores y las lectoras tanto como ha desconcertado a los parroquianos o primos y luego a Matías Elías y a Irene René Levene.
Esta construcción narratológica tan deslumbrante de Mariño, resulta desconcertante para los lectores y las lectoras tanto como ha desconcertado a los parroquianos o primos y luego a Matías Elías y a Irene René Levene.
Lo genial del libro es que gracias a intercalar ese género incidental que es la carta del viajero
a 1492, esa misma misiva a su vez brindará la clave a ambos niños para regresar
a su tiempo originario, del cual han sido arrancados involuntariamente,
desconociendo por completo lo que sucedía. No han viajado a otro lugar, porque
Matías no había marcado en el mapa que había dentro del baúl otro destino. Sin
embargo, este constituye uno de los puntos más jugosos de la trama, porque
permite que ambos personajes puedan reconocer a sus ancestros siendo adultos o
aún niños, en el caso de su madre, abuela y abuelo.
El mecanismo de relojería de la nouvelle La casa maldita cruza también otra clase de géneros: el gótico o
novela de horror (en particular en el comienzo), con la ciencia ficción y,
agregaría yo, la intriga y el misterio. Para lo que supone una obra infantil,
plantea un desafío a la comprensión lectora notable, que pone a la mente a
trabajar activamente.
La trama descolocará a quien la lee porque descubrirá la co presencia de planos narrativos simultáneos pero interdependientes al tiempo que sume a esos lectores en una situación de extrañamiento. Las discronías siempre conducen a preguntas profundas en torno de las coordenadas dentro de las cuales la vida cotidiana de los lectores y las lectoras se desarrolla. Este viaje compromete, por otra parte, tiempo y espacio. Pero en particular lo que lo rige de modo definitivo es el tiempo.
La trama descolocará a quien la lee porque descubrirá la co presencia de planos narrativos simultáneos pero interdependientes al tiempo que sume a esos lectores en una situación de extrañamiento. Las discronías siempre conducen a preguntas profundas en torno de las coordenadas dentro de las cuales la vida cotidiana de los lectores y las lectoras se desarrolla. Este viaje compromete, por otra parte, tiempo y espacio. Pero en particular lo que lo rige de modo definitivo es el tiempo.
El autor de la carta que informa sobre el funcionamiento de la máquina,
Saúl Abdul Majul, es una voz que llega del pasado a un presente del cual ya
está ausente. Porque ha viajado a la España de Colón durante el lapso que haya
decidido. Y para Matías e Irene, quienes escondidos habían escuchado esta
historia, el gran reto consistirá en poder regresar a su punto de partida, esto
es, al futuro. Para ello necesitarán servirse de un reloj y de un interlocutor
que cuente el tiempo que requieren para preparar la condiciones para hacerlo.
Lo consiguen. Logran que el hijo de un escritor realice el conteo en tanto
ellos se introducen en el baúl. Pero Liborio Riolobos, el ocasional conocido
que han logrado convencer para realizar semejante tarea con dos desconocidos,
se cansa de contar el tiempo y en lugar de llegar a su presente originario,
esto es, 1990, los hace llegar con su cálculo a 1989, a una clase en la escuela
en la que tienen a “la cocodrilo”, quien los mortifica. Ya no estarán en el
último año de la primaria, sino en el inmediatamente anterior. Entre tanto,
Liborio Riolobos, ignorándolo ellos, también habrá seguido ese manual de
instrucciones, irrumpiendo en la clase. Ellos se lo llevarán afuera del aula,
alegando que se trata de un primo, en
tanto la maestra reprende a los tres.
La nouvelle concluye con Liborio azorado asistiendo desde la vereda al
descubrimiento de un televisor. “¡Un verdadero cinematógrafo en miniatura! ¡Y
en colores!” (p. 77). Nuevamente los planos se desdibujan, porque lo que Liborio ve a su vez, es otro
plano ficcional, el que le muestra la imagen de un aparato de TV. Pero también
allí la escena es engañosa. Porque este habitante del pasado se encontrará con
otro invento, que le muestra representaciones, como las figuras chinescas de un
teatro que llega providencialmente, al estilo de un milagro, más que de un
progreso de la tecnología que él no está en condiciones de detectar en tanto
que avance de la civilización.
Todo este juego de planos resulta fascinante. Fascinante en tanto uno se
pregunta, una vez que ha logrado desentrañar sus mecanismos constructivos el
modo como una mente inteligente pero también dotada, inspirada y con oficio de
un escritor, ha logrado concebir semejante mecanismo de relojería en el que no
hay fisuras.
En efecto, La casa maldita se
presenta como una novela que perfectamente está en condiciones de dialogar con
la gran tradición de relatos que desarticulan los planos de realidad y las tres
dimensiones, desde las Alicias de
Lewis Carroll hasta la novela de Sir Arthur Conan Doyle, El mundo perdido, sobre
una expedición a una meseta sudamericana en donde aún sobreviven animales
prehistóricos (primera novela que introduce los dinosaurios en la ficción de
todos los tiempos), pasando por Julio Verne. Todos clásicos europeos del siglo
XIX que, curiosamente, pasaron a formar parte de catálogos juveniles ócuando
originariamente fueron concebidos por sus autores como ficciones para adultos. Este
es un proceso que la literatura conoce de sobra. Un desplazamiento de públicos
que del lectorado adulto mediante una operación que el tiempo histórico define
(y no solo las adaptaciones o versiones), mediante una operación bastante
inexplicable, se modifica. El único que pareció tomarse en serio a algunos de
ellos entre los exponentes de los escritores de la alta literatura (o al menos
así lo pareció), fue Borges. Quizás por
el componente fantástico o de ficción científica que alentó su espíritu, como
se vería luego en la ficción fantástica o especulativa que cultivó. Por
supuesto que dejo por fuera de este catálogo todas las adaptaciones
cinematográficas o películas que están también atravesadas por estas
cavilaciones, temáticas y sería imposible inventariar. Pero también las artes
plásticas, como por ejemplo el dibujante neerlandés M. C. Escher, quien
problematizó las categorías entre ficción y realidad, con sus magníficos
dibujos es también otro espléndido ejemplo de esta vertiente. Y en pintura los
surrealistas, como el belga René Magritte hizo lo propio durante el siglo XX.
La casa maldita se inscribe en la
gran tradición de este corpus, lo hace con sentido de originalidad, no
acudiendo a la reproducción de un recurso
liminar sino introduciendo inflexiones propias respecto de un linaje que
aún tenía mucho para decir y también había callado lo suficiente como para dar
lugar a otros creadores a proseguirlo. Y que evidentemente en Argentina
encuentra un caso que si bien respeta en su idea central al intertexto de
Wells, también lo enmarca en contenidos que trazan un vuelco hacia los
problemas de génesis de escritura y los dilemas propios de la creación en la literatura.
La casa maldita prosigue un linaje
pero también disputa con él. Desde la periferia del mundo, con una versión que
suma sofisticación formal, encuentra un sitio de excelencia. Por añadidura, que
se trate de una ficción infantil, porque está pensada para niños y niñas a
partir de los 10 años, la vuelve una pieza incuestionablemente valiosa, además
de, nuevamente, transgresora. Acerca a
los niños a la noción de realidad paralela o alternativa, a la noción de
discronía, problematiza la realidad en términos del sentido común y lo pone
todo en cuestión en lo relativo a las leyes de funcionamiento del universo tal
como los humanos las concebimos cotidianamente. A nivel de los planos de
escritura el juego resulta magistral. La interrupción por parte del hijo del
padre escritor que brinda la idea original para el argumento de la trama,
también resulta un hallazgo. Eleva el rango del niño a la categoría de
inspirador para la ficción del escritor que como una mano invisible digitará
toda la trama, sin que lo notemos pero a sabiendas de que es una suerte de
alter ego de Ricardo Marinño. En efecto, por detrás de todo lo que vayamos
leyendo, si hemos estado atentos al comienzo de la novela, comprendemos que hay
una presencia que está siendo personaje a la vez que está tejiendo los hilos de
lo que leemos. Ellos actúan en tanto son escritor.
Esta nouvelle no hace sino confirmar que estamos ante una pluma mayor de
la narrativa infantil y juvenil argentina. Entre su trayectoria podemos
mencionar el Premio Casa de las
Américas, varias recomendaciones de IBBY (International Board of Books for
Young People) y en dos oportunidades el Premio Konex a la trayectoria (1994 y
2004).
La casa maldita a decir verdad
es un premio que nos regala Ricardo Mariño con magistral habilidad de
prestidigitador de la palabra. Como escritor que conjuga los dilemas de la
escritura con la más desatada de las imaginaciones de la invención en torno de
la representación de las escenas de la escritura.
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