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jueves, 18 de junio de 2020

"Volver del futuro: La casa maldita de Ricardo Mariño”




por Adrián Ferrero

     Cuando Ricardo Mariño llegó a este mundo, en 1956, ya H. G. Wells había ya escrito la novela La máquina del tiempo en Londres, en 1895. En esa novela, un hombre viaja al futuro en una máquina, luego de haber descubierto la cuarta dimensión. El dispositivo, descripto sin demasiado lujo de detalles, hace que la novela de Wells pertenezca al género de la ciencia ficción, y no forme parte, en su defecto, del género fantástico o de la literatura de tradición maravillosa. Lo que el protagonista encuentra es un panorama profundamente desolador. Lejos de cumplir con sus expectativas de llegar a una sociedad en la plenitud de su desarrollo, asiste a un mundo en decadencia habitado en su superficie por unos seres hedonistas (los Eloi), pero sin escritura, inteligencia ni fuerza física. El Viajero supone que así debió de terminar la humanidad tras resolver todos sus conflictos existenciales, sin embargo, poco después descubre que estos seres viven con un inmenso miedo al subsuelo y a la oscuridad. Ese subsuelo está dominado por unas siniestras criaturas, los Morlocks, otra rama de la especie humana que se ha habituado a vivir en las tinieblas y sale de noche para alimentarse de los Eloi que captura. Lo cierto es que en la presente novela, La casa maldita, que data de 1991, también las fechas y loso viajes son importantes.


     En efecto, dos niños que viven en un pueblo, se dirigen a una casa de la cual se afirma que está embrujada, habitada por fantasmas, los espectros de una familia que ha desaparecido pero en verdad permanece aún allí, los Vanderruil. Por lo menos, ese es el rumor que ha cundido. Un día, Irene René Levene y Matías Elías Díaz, se van a ese lugar con toda la intención de cerciorarse de que la historia que se cuenta es cierta.  Ellos ignoran, como ustedes ahora, lo que les sucederá.


     Pero las cosas son aún mucho más complejas. Porque la nouvelle juvenil reviste una serie de planos narratológicos, que en ella comenzarán a interactuar. Por un lado, el relato enmarcado (el que acabo de comenzar a referir). En segundo, el marco (al que me referiré). Por último, la realidad empírica, referencial, dentro de la cual los lectores nos movemos cotidianamente.

     Ahora bien: la gran pregunta en torno de esta novela es ¿quiénes son sus personajes principales? Porque se inicia con el comienzo de un relato, a continuación ese relato es descartado, aclarando un narrador en tercera persona omnisciente que el escritor no ha quedado satisfecho con ese resultado. Y a continuación se irán dejando de lado otros. Es aquí cuando comprendemos que estamos delante de un proceso creativo: alguien está escribiendo una historia y manifiesta vacilaciones. Hasta llegar por fin al comienzo de uno definitivo y el desarrollo de una trama (la de Inés y la de Matías). Nos enteramos que por detrás de la decisión de estos cambios en los comienzos de las historias, estos borradores son la hoja en blanco del escritor, insatisfecho con los resultados que va concibiendo. Estos cambios narratológicos, nos sumen en una sensación de provisoriedad, porque la estructura de cajas chinas. Pues tampoco sabemos si no elegirá en algún momento otro comienzo.

     Habrá otro detalle más, clave para comprender la convivencia de estos tres planos narrativos. La entrada en escena de un niño, que explica que quiere comprar una revista con un cuento  que transcurre en 1990, “dentro de 40 años”. Nos enteramos de que es el hijo del escritor que está iniciando y descartando comienzos para su historia por la intervención en un el diálogo con él, quien evidentemente se siente perturbado por la interrupción. Y lo deriva a su madre.

     En esta nouvella, tiene lugar el caso de esa gran dubitación delante de la hoja en blanco que tiene lugar en la mente de todo escritor. Ricardo Mariño, especularmente, ubica entonces el marco de este relato enmarcado, plasmando las escenas de la escritura, sus decisiones, sus indefiniciones, los cambios, que naturalmente conoce como pocos por profesión. Al fin y al cabo, es lo que le debe de suceder cotidianamente.

     Por fin, tiene lugar la elección de una fecha, evidentemente, porque en el capítulo 2, ya queda contorneada una historia principal (la del relato enmarcado) que, pese a que aún presentará complejidades desde los planos ficcionales, también estabilizará una  trama. En esta trama, Matías Elías Díaz e Irene René Levene, se dirigirán a la citada casona abandonada. Entrarán en ella, y para escapar al susto que les produce un ruido en el piso de arriba (la casa tiene dos plantas) Matías se introducirá en un baúl. Irene, en cambio, permanecerá afuera del baúl. No obstante, cuando descubran que el temido peligro estaba encarnado en un simple ratón, al abrir la tapa del baúl en el que estaba escondido Matías Elías Díaz, “Los dos sintieron que eran arrastrados por una extraña fuerza. Aunque esa sensación duró apenas un segundo (como si durante ese tiempo hubieran estado en medio de un invisible remolino), cuando se recobraron apenas tuvieron una fracción de tiempo para mirar alrededor y salir corriendo” (p. 28).



     Claro que a partir de este momento el mundo habrá adquirido otra fisonomía (ellos no, permanecerán idénticos). Llegarán al pueblo corriendo porque sus bicicletas ya no estaban donde las habían dejado. Y sucede algo sumamente extraño, que los deja perplejos. El lugar tiene otro aspecto. Se dirigirán a la casa de Irene y allí se encontrarán con una mujer joven que es nada más y nada menos que su abuela, infiere ella por el nombre con el que se presenta. La mujer llama a su hija, de ocho años, con sus nombres de pila, Egle Hebe, y cuál no sería la sorpresa de Irene cuando se encuentra con su madre de niña. Luego de ir a una taberna (que antes no estaba en su ese pueblo), de verificar Matías que está su abuelo de niño entre los parroquianos por tener un mechón blanco y el rostro idéntico a una fotografía que se conserva en su casa, caen en la cuenta de que han retrocedido en el tiempo. Exactamente al 19 de noviembre de 1950, cuarenta años atrás. Matías Elías Díaz e Irena René Levene estaban cursando su último año de la primaria antes del viaje en el tiempo, padeciendo a una maestra, “la cocodrilo”, que les hacía la vida imposible.

     Hay un grupo de parroquianos, al que toman la decisión de seguir cuando salen de la taberna, y llegado un determinado momento se detienen en el camino. Llega luego un carro del que desciende un baúl. Y el conductor lo raya involuntariamente. Irene y Matías, escondidos detrás de ellos, en un maizal, espiándolos, comprenden que se trata del mismo baúl en el que Matías se ha ocultado en la casa maldita. Los hombres leerán una carta que venía acompañando al baúl, en la que un primo les explica que ha retrocedido en el tiempo hasta 1492 porque deseaba a toda costa conocer cómo se había producido el descubrimiento de América. En la carta les explica rigurosamente el procedimiento que deben seguir para viajar en el tiempo. Se darán más detalles, pero me gustaría detenerme aquí para no revelar más detalles de la trama.

     De modo que Ricardo Mariño no solamente despliega un juego con planos narratológicos en el seno de una misma ficción, sino con planos temporales en el marco de esos planos. Habrá prolepsis y analepsis según los casos. 
Esta construcción narratológica tan deslumbrante de Mariño, resulta desconcertante para los lectores y las lectoras tanto como ha desconcertado a los parroquianos o primos y luego a Matías Elías y a Irene René Levene.

     Lo genial del libro es que gracias a intercalar ese  género incidental que es la carta del viajero a 1492, esa misma misiva a su vez brindará la clave a ambos niños para regresar a su tiempo originario, del cual han sido arrancados involuntariamente, desconociendo por completo lo que sucedía. No han viajado a otro lugar, porque Matías no había marcado en el mapa que había dentro del baúl otro destino. Sin embargo, este constituye uno de los puntos más jugosos de la trama, porque permite que ambos personajes puedan reconocer a sus ancestros siendo adultos o aún niños, en el caso de su madre, abuela y abuelo.

     El mecanismo de relojería de la nouvelle La casa maldita cruza también otra clase de géneros: el gótico o novela de horror (en particular en el comienzo), con la ciencia ficción y, agregaría yo, la intriga y el misterio. Para lo que supone una obra infantil, plantea un desafío a la comprensión lectora notable, que pone a la mente a trabajar activamente. 
La trama descolocará a quien la lee porque descubrirá la co presencia de planos narrativos simultáneos pero interdependientes al tiempo que sume a esos lectores en una situación de extrañamiento.  Las discronías siempre conducen a preguntas profundas en torno de las coordenadas dentro de las cuales la vida cotidiana de los lectores y las lectoras se desarrolla.  Este viaje compromete, por otra parte, tiempo y espacio. Pero en particular lo que lo rige de modo definitivo es el tiempo.  



     El autor de la carta que informa sobre el funcionamiento de la máquina, Saúl Abdul Majul, es una voz que llega del pasado a un presente del cual ya está ausente. Porque ha viajado a la España de Colón durante el lapso que haya decidido. Y para Matías e Irene, quienes escondidos habían escuchado esta historia, el gran reto consistirá en poder regresar a su punto de partida, esto es, al futuro. Para ello necesitarán servirse de un reloj y de un interlocutor que cuente el tiempo que requieren para preparar la condiciones para hacerlo. Lo consiguen. Logran que el hijo de un escritor realice el conteo en tanto ellos se introducen en el baúl. Pero Liborio Riolobos, el ocasional conocido que han logrado convencer para realizar semejante tarea con dos desconocidos, se cansa de contar el tiempo y en lugar de llegar a su presente originario, esto es, 1990, los hace llegar con su cálculo a 1989, a una clase en la escuela en la que tienen a “la cocodrilo”, quien los mortifica. Ya no estarán en el último año de la primaria, sino en el inmediatamente anterior. Entre tanto, Liborio Riolobos, ignorándolo ellos, también habrá seguido ese manual de instrucciones, irrumpiendo en la clase. Ellos se lo llevarán afuera del aula, alegando que se trata de un  primo, en tanto la maestra reprende a los tres.                             

     La nouvelle concluye con Liborio azorado asistiendo desde la vereda al descubrimiento de un televisor. “¡Un verdadero cinematógrafo en miniatura! ¡Y en colores!” (p. 77). Nuevamente los planos se desdibujan,  porque lo que Liborio ve a su vez, es otro plano ficcional, el que le muestra la imagen de un aparato de TV. Pero también allí la escena es engañosa. Porque este habitante del pasado se encontrará con otro invento, que le muestra representaciones, como las figuras chinescas de un teatro que llega providencialmente, al estilo de un milagro, más que de un progreso de la tecnología que él no está en condiciones de detectar en tanto que avance de la civilización.

     Todo este juego de planos resulta fascinante. Fascinante en tanto uno se pregunta, una vez que ha logrado desentrañar sus mecanismos constructivos el modo como una mente inteligente pero también dotada, inspirada y con oficio de un escritor, ha logrado concebir semejante mecanismo de relojería en el que no hay fisuras.

     En efecto, La casa maldita se presenta como una novela que perfectamente está en condiciones de dialogar con la gran tradición de relatos que desarticulan los planos de realidad y las tres dimensiones, desde las Alicias de Lewis Carroll hasta la novela de Sir Arthur Conan Doyle, El mundo perdido, sobre una expedición a una meseta sudamericana en donde aún sobreviven animales prehistóricos (primera novela que introduce los dinosaurios en la ficción de todos los tiempos), pasando por Julio Verne. Todos clásicos europeos del siglo XIX que, curiosamente, pasaron a formar parte de catálogos juveniles ócuando originariamente fueron concebidos por sus autores como ficciones para adultos. Este es un proceso que la literatura conoce de sobra. Un desplazamiento de públicos que del lectorado adulto mediante una operación que el tiempo histórico define (y no solo las adaptaciones o versiones), mediante una operación bastante inexplicable, se modifica. El único que pareció tomarse en serio a algunos de ellos entre los exponentes de los escritores de la alta literatura (o al menos así lo  pareció), fue Borges. Quizás por el componente fantástico o de ficción científica que alentó su espíritu, como se vería luego en la ficción fantástica o especulativa que cultivó. Por supuesto que dejo por fuera de este catálogo todas las adaptaciones cinematográficas o películas que están también atravesadas por estas cavilaciones, temáticas y sería imposible inventariar. Pero también las artes plásticas, como por ejemplo el dibujante neerlandés M. C. Escher, quien problematizó las categorías entre ficción y realidad, con sus magníficos dibujos es también otro espléndido ejemplo de esta vertiente. Y en pintura los surrealistas, como el belga René Magritte hizo lo propio durante el siglo XX.


     La casa maldita se inscribe en la gran tradición de este corpus, lo hace con sentido de originalidad, no acudiendo a la reproducción de un recurso  liminar sino introduciendo inflexiones propias respecto de un linaje que aún tenía mucho para decir y también había callado lo suficiente como para dar lugar a otros creadores a proseguirlo. Y que evidentemente en Argentina encuentra un caso que si bien respeta en su idea central al intertexto de Wells, también lo enmarca en contenidos que trazan un vuelco hacia los problemas de génesis de escritura y los dilemas propios de la creación en la literatura. La casa maldita prosigue un linaje pero también disputa con él. Desde la periferia del mundo, con una versión que suma sofisticación formal, encuentra un sitio de excelencia. Por añadidura, que se trate de una ficción infantil, porque está pensada para niños y niñas a partir de los 10 años, la vuelve una pieza incuestionablemente valiosa, además de, nuevamente, transgresora.  Acerca a los niños a la noción de realidad paralela o alternativa, a la noción de discronía, problematiza la realidad en términos del sentido común y lo pone todo en cuestión en lo relativo a las leyes de funcionamiento del universo tal como los humanos las concebimos cotidianamente. A nivel de los planos de escritura el juego resulta magistral. La interrupción por parte del hijo del padre escritor que brinda la idea original para el argumento de la trama, también resulta un hallazgo. Eleva el rango del niño a la categoría de inspirador para la ficción del escritor que como una mano invisible digitará toda la trama, sin que lo notemos pero a sabiendas de que es una suerte de alter ego de Ricardo Marinño. En efecto, por detrás de todo lo que vayamos leyendo, si hemos estado atentos al comienzo de la novela, comprendemos que hay una presencia que está siendo personaje a la vez que está tejiendo los hilos de lo que leemos. Ellos actúan en tanto son escritor.

     Esta nouvelle no hace sino confirmar que estamos ante una pluma mayor de la narrativa infantil y juvenil argentina. Entre su trayectoria podemos mencionar el  Premio Casa de las Américas, varias recomendaciones de IBBY (International Board of Books for Young People) y en dos oportunidades el Premio Konex a la trayectoria (1994 y 2004).

     La casa maldita a decir verdad es un premio que nos regala Ricardo Mariño con magistral habilidad de prestidigitador de la palabra. Como escritor que conjuga los dilemas de la escritura con la más desatada de las imaginaciones de la invención en torno de la representación de las escenas de la escritura.                           




                                                                                                                                               

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