Por María Cristina Alonso
Leer Moby Dick de Melville es pelear
con sus más de 800 páginas con la misma pasión con que el capitán Ahab lo hace
con la ballena blanca. No es un libro fácil de digerir, pero su lectura es
deslumbrante.
Melville construye un mundo a partir de un solo tema: la ballena. “Para
producir un gran libro –nos dice- hay que elegir un gran tema. Nadie podrá
escribir ninguna obra grande sobre las pulgas, aunque muchos lo hayan
intentado”.
Ilustración: Gabriel Pacheco
Esta novela, publicada en 1851, fue leída en su tiempo como una simple
novela de aventuras. Pero es, desde luego, mucho más que eso. Es una novela que
nos habla de la actividad de la caza de la ballena, de la soledad del mar, de
los múltiples trabajos en la factoría, de las técnicas para manejar el arpón en
el momento en que se está en el bote frente al cetáceo, del empecinamiento del
hombre que le asigna a un elemento de la naturaleza la condición de mal
absoluto. Es la historia de un hombre, el capitán Ahab, que va por los mares a
bordo del Pequod con la sola intención de vengarse de Moby Dick, la ballena que
le ha arrancado una pierna, contada por un sobreviviente de esa descomunal empresa,
Ismael.
Pero para narrar este combate marítimo cuyo esquema abarca unas pocas
líneas, Melville intenta contarlo todo: hace una descripción científica de la
ballena, dedica capítulos a la cola, a la cabeza, a los tipos de cachalotes, a
describir cómo luce el barco en el momento en que faenan al animal, qué se
siente cuando se está en el bote, cómo son esos hombres que hacen largos viajes
que duran tres o cuatro años para volver con los barriles repletos de esperma
de ballena tan útiles para la vida de los hombres del siglo XIX.
Su proyecto es totalizador: “Como yo me he propuesto manejar a ese leviatán
debo mostrarme omnisciente hasta en el menor detalle sin olvidar las
microscópicas células de la sangre y hurgando hasta el último recodo de sus
entrañas”.
Pero antes, en los primeros capítulos, el narrador Ismael juega un poco con
los lectores, cuenta cómo es la ciudad desde donde sale el Pequod, Nantucket,
donde “una brizna de hierba es un oasis, tres briznas (después de buscarla un
día entero) una pradera”, y sus hombres, al caer la noche se dedican a
descansar mientras “morsas y ballenas van y vienen por su almohada”.
También destina varios capítulos a presentar otro personaje apasionante, el
que será su compañero: "Queequeg era un nativo de Rokovoko, una isla muy
lejana situada en el sudoeste. No figura en ningún mapa: los lugares verdaderos
nunca figuran en ellos".
Melville utiliza todos los recursos literarios conocidos en su tiempo: el
relato autobiográfico, que por momentos se pierde y luego recupera, la
descripción fantástica, que luego obtiene una rigurosa explicación (p. ej., las
sombras vagamente humanas que se deslizaban hacia el "Pequod" en la
brumosa mañana de la partida); las múltiples digresiones como el discurso del
sacerdote sobre Jonás, la inclusión de narraciones independientes, digresiones
eruditas o científicas, diálogos teatrales, la historia natural de la ballena y
lo referente a su caza, el lenguaje coloquial.
Ilustración: Marcelo Spotti
El personaje central, pues es él el manomaníaco que seduce a toda la tripulación
para que lo acompañe en esa lucha desaforada contra una única ballena a la que
atribuye la condición de encarnación del mal absoluto, está trabajado con un
refinamiento exquisito propio de un narrador magnífico. Nadie que haya
transitado estas páginas deslumbrantes puede borrar la imagen de Ahab en la
proa del Pequod, con la pata de hueso clavada en un agujero de la madera,
esperando a la ballena bajo la “furtiva humedad de la noche que se le secaba
con el sol de la mañana.”
Y ni hablar de las páginas destinadas a significar la blancura de la ballena y
asociarla con el mal, esa misma operación que Sarmiento hace con el color rojo
en las páginas del Facundo: “Era sobre todo la blancura de la ballena lo que me
aterraba”, nos dice.
Moby Dick aparece en los últimos capítulos, cuando ya los lectores estamos
desesperados y atiborrado de datos. Con esta dilación Melville nos comunica la
experiencia monstruosa de Ahab frente a su propio delirio. Starbuck lo dice:
“Debes reconocerlo, Moby Dick no te busca. Eres tú quien lo persigue”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario