Casas en las que no querríamos vivir
Por María Cristina Alonso
Cuando era un bebé, Edgar Allan Poe debió
haber tenido mucho frío. Sus padres eran unos actores de mala muerte que se
paseaban, sin mucha fortuna, de ciudad en ciudad con la compañía de la que
formaban parte. Casi no tuvo una casa donde crecer hasta que quedó huérfano y
Frances Allan, la mujer de un acaudalado comerciante de Richmond, Virginia, en
el sur de Estados Unidos, se lo llevó a vivir con ella. Esto ocurría en la segunda década del
siglo XIX. Todavía no había comenzado la guerra de secesión, la esclavitud era
legal y el Norte y el Sur eran dos mundos irreconciliables.
Ilustración: Luis Scafatti
Quizá en esa casa sureña, Poe tuvo la primera
sensación de pertenecer a un lugar, de tener una estructura que lo
cobijaba. Pero, mientras la madre
adoptiva lo colmaba de ternura, su padre -frío y conservador- se negaba a
adoptarlo y pronto comenzó a discutir con este hijo de actores que no cumplía
con sus expectativas.
El chico tenía una imaginación febril y
escuchaba fascinado a los esclavos sirvientes de la casa que le contaban
historias sobrenaturales con cadáveres y aparecidos. De ellos aprendió, a
través de su música, que el arte debía tener un ritmo, una respiración particular.
También escuchaba los relatos de los comerciantes amigos de Allan que hablaban
de exóticos viajes por mar, con episodios fantásticos y sobrenaturales.
Lo cierto es que, este escritor que hizo
nacer al cuento moderno nunca tuvo un lugar definitivo para vivir, ni sosiego
económico para escribir, ni verdadero reconocimiento a su talento. Ni siquiera
murió en una cama propia. Consumido por el alcohol y la desesperanza, terminó
sus días en un hospital de Baltimore, en tránsito hacia Richmond, perseguido
por varios fantasmas.
Ilustración: Luis Scafatti
Nunca tuvo una casa propia, pero inventó
muchas locaciones para sus personajes.
Una mujer enterrada viva en el sótano de una casa agrietada, un retrato
de otra mujer que parece haber absorbido la vida de su modelo, un espectro que
se pasea por los coloridos salones de un excéntrico príncipe que se cree
aislado de la peste, una habitación cerrada donde duerme un anciano cuyo ojo
enloquece al asesino, un sótano en el que un gato yace emparedado junto un
cadáver… Todos ellos personajes que viven en los cuentos de Edgard Allan Poe,
seres que transitan los horrores que el escritor norteamericano imaginó para
ellos y que están –ineludiblemente- ligados a los sitios donde fueron
concebidos.
Pensar en esas situaciones extremas a las que
Poe somete a sus personajes nos lleva a repasar la relación que este escritor
tuvo con las casas (mansiones, abadías, castillos).
Las moradas no sólo se constituyeron en meros
escenarios sino que, cada una de ellas, con sus características, jugó un rol
central en la construcción de sus historias.
La casa más inquietante que aparece en los
cuentos de Poe es la casa Usher. La mansión es descripta por el narrador en La caída de la casa Usher desde el
comienzo, es la verdadera protagonista del cuento. El joven viajero la mira
desde lejos, ha acudido al llamado de su amigo Roderick Usher que vive con su
hermana, lady Madeleine.
La casa, nos dice el joven, le provoca
profunda tristeza: las paredes están desnudas, las ventanas parecen ojos
vacíos, está rodeada por juncos escasos y siniestros. Y para peor, está
edificada junto a una laguna inmóvil que la refleja duplicando su siniestra
imagen y la envuelve con vapores
pestilentes. En su fachada tiene una grieta, “una fisura apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado del
edificio, en el frente, se abría camino pared abajo, en zig-zag, hasta perderse
en las sombrías aguas del estanque”.
Pasan muchas cosas en esa casa. Roderick es
un ser enfermizo que vive recluido y su hermana, a la que también aqueja la
enfermedad, muere mientras el visitante está en la mansión. La entierran en el
sótano, pero no se quedará tranquila en su tumba. Lo que sigue después está en
el cuento, pero la casa Usher se estremece y nos habla de la muerte y de la
enfermedad. Es una casa que influye sobre los personajes y, a la vez, estos la
modifican. Tiene en su interior una fuerza negativa y, sobre todo, esa grieta
que, a medida que avanza la enfermedad de Roderick, se agiganta. Cuando el
narrador huye de la casa, lo último que ve es su derrumbe: “mi
espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y
tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y
corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa
Usher.”
Otra edificación extraña es la que Poe
describe en el cuento La máscara de la
muerte roja.
El príncipe Próspero creía tener una abadía
fortificada a la que suponía no entraría la peste roja que diezmaba a la
población de su país. La peste roja era una enfermedad que comenzaba con
terribles dolores y hacía sangrar a sus víctimas por los poros.
La abadía
donde se refugiaba el príncipe con los mil caballeros y sus damas de la
corte tenía murallas altísimas y sus puertas habían sido soldadas con pesados
cerrojos. El príncipe era un poco exótico y había diseñado su mansión con una
sucesión de habitaciones dispuestas en forma irregular, decoradas con
tapicerías y vitrales de diferentes colores. Una de ellas era enteramente
verde; otra, azul; otra, naranja; otra, púrpura; otra, blanca; otra, violeta.
Pero el séptimo aposento era negro. Y si en las demás habitaciones las ventanas
hacían juego con los tapices y las alfombras, la habitación negra tenía
cristales de color rojo, como la sangre.
A pesar de que la peste andaba merodeando,
el Príncipe -que se creía seguro en su abadía-
quería divertirse. Y no tuvo mejor idea que organizar un baile de
máscaras.
La fiesta, nos cuenta Poe, era alegre y
magnífica y en todos los aposentos bailaban con desenfreno máscaras extrañas,
esplendorosas, grotescas. Hasta que el reloj de la cámara negra comenzó a sonar
y apareció “un enmascarado
que se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja
estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían
manchados por el horror escarlata”.
No hay refugio posible para el hombre
atormentado por la muerte, por la fatalidad, por la locura. Ninguna de las
casas que aparecen en los cuentos de Poe, protegen a sus habitantes. La vida es
una gran intemperie para estos seres, como el narrador de El corazón delator. La casa donde ha cometido un asesinato lo
denuncia y lo obliga a decir la verdad, movido por la culpa.
Ilustración: Alberto Breccia
Ha matado a un viejo sin justificación alguna
y esconde el cadáver levantando unas maderas del piso. Llega la policía, que ha
escuchado un lamento. El asesino está relajado y dialoga tranquilamente. Los
oficiales parecen satisfechos de las explicaciones, pero confiesa: “Me dolía la cabeza y creía percibir un
zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido
se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz
muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba
haciendo cada vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel
sonido no se producía dentro de mis oídos.” Finalmente el asesino termina
confesando: “¡Basta ya de fingir,
malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí…
ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!”
En el cuento El retrato oval, el criado del narrador insiste a su amo, que viene
malherido, que -para no pasar la noche a la intemperie- entre en un castillo
que encuentran de camino. El castillo
aunque parece recientemente abandonado,
conserva todo su esplendor. Está ricamente decorado, pero los dos
caminantes se instalan humildemente en una de las habitaciones más pequeñas, en
una torre aislada del resto del edificio. Hay pinturas por todos lados, y un
libro que explica lo que representan. El narrador lee con interés y, al correr
una lámpara, descubre el retrato de una joven con un dorado marco ovalado. La
muchacha parece viva.
Ilustración: Benjamín Lancombe
La ha pintado su enamorado, un pintor obsesivo
que extrae del modelo la
esencia para su pintura. A medida que la pinta, esta desfallece. Y cuando el
artista termina, ella muere. Nuestro Horacio Quiroga, que era lector de Poe,
tal vez haya encontrado inspiración en este cuento para otro muy célebre, El almohadón de plumas, donde también
hay una muchacha que se consume hasta
morir.
La última casa de Poe que visitaremos en este
itinerario es la que está en el
quartier Saint-Roch, en el cuarto piso de la rue Morgue, donde mueren
trágicamente madame L’Espanaye y su
hija, mademoiselle Camille L’Espanaye.
Ilustración: Leandro Fernández
Es uno de los tres cuentos con los que Poe
inicia el género policial: Los crímenes
de la calle Morgue.
El piso está en desorden. En el patio, el
cadáver de mandame L’Espanaye yace degollado;
el de Camile, encajado en la chimenea de la sala.
Una casa con varios pisos y varios habitantes,
y un crimen que parece no poder resolverse, porque es un misterio de
“habitación cerrada”, como se denominarán más adelante los relatos policíacos.
Este es el primero y, justo es decir, invento de Poe. Una historia contada como
un reto al lector para resolver un enigma que, en apariencia, no tiene
solución.
Minucioso, Poe describe el cuarto como fue
encontrado: “EL aposento se hallaba en el
mayor desorden: los muebles, rotos, habían sido lanzados en todas direcciones.
El colchón del único lecho aparecía tirado en mitad del piso. Sobre una silla
había una navaja manchada de sangre. Sobre la chimenea aparecían dos o tres
largos y espesos mechones de cabello humano igualmente empapados en sangre y
que daban la impresión de haber sido arrancados de raíz. Se encontraron en el
piso cuatro napoleones, un aro de topacio, tres cucharas grandes de plata, tres
más pequeñas de métal d’Alger, y dos sacos que contenían casi cuatro mil
francos en oro. Los cajones de una cómoda situada en un ángulo habían sido
abiertos y aparentemente saqueados, aunque quedaban en ellos numerosas prendas.
Descubrióse una pequeña caja fuerte de hierro debajo de la cama (y no del
colchón). Estaba abierta y con la llave en la cerradura. No contenía nada,
aparte de unas viejas cartas y papeles igualmente sin importancia.”
El que resuelve el caso -no vamos a contar
quién es el asesino, desde luego- es el chevalier Auguste Dupin, el detective
creado por Poe y que hace su primera aparición en este cuento y que va a sentar
las bases para la creación de otros detectives que protagonizarán posteriores
relatos policiales, como Sherolck Holmes, de Conan Doyle y Hércules Poirot, de
Agatha Christie.
Todas las casas que hemos recorrido están
invadidas por la oscuridad, hablan de ese monstruo que habita en el corazón
humano y que, muchas veces, revela la
capacidad que tenemos de destruir lo que amamos.
Los cuentos de Poe nos fascinan aunque hablen
de mundos muy lejanos del nuestro; porque están construidos para lograr un
efecto en el lector, de modo que no podamos abandonar el relato hasta llegar al
final.
No querríamos vivir en esas casas, pero el
escritor nos atrapa en esos castillos lúgubres, en esas curiosas abadías de
cristales rojos como la sangre, nos deja
en un salón donde una muchacha nos mira desde su retrato oval, o nos
empuja al sótano donde hay un cadáver escondido en la pared.
En sus cuentos fantásticos, Poe nos seduce con su imaginación desbordante y
con una belleza que lo trasciende.
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