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miércoles, 16 de octubre de 2019

Poe y las locaciones de sus cuentos


 Casas en las que no querríamos vivir

Por María Cristina Alonso


  Cuando era un bebé, Edgar Allan Poe debió haber tenido mucho frío. Sus padres eran unos actores de mala muerte que se paseaban, sin mucha fortuna, de ciudad en ciudad con la compañía de la que formaban parte. Casi no tuvo una casa donde crecer hasta que quedó huérfano y Frances Allan, la mujer de un acaudalado comerciante de Richmond, Virginia, en el sur de Estados Unidos, se lo llevó a vivir con  ella. Esto ocurría en la segunda década del siglo XIX. Todavía no había comenzado la guerra de secesión, la esclavitud era legal y el Norte y el Sur eran dos mundos irreconciliables.
Ilustración: Luis Scafatti

  Quizá en esa casa sureña, Poe tuvo la primera sensación de pertenecer a un lugar, de tener una estructura que lo cobijaba.  Pero, mientras la madre adoptiva lo colmaba de ternura, su padre -frío y conservador- se negaba a adoptarlo y pronto comenzó a discutir con este hijo de actores que no cumplía con sus expectativas.

  El chico tenía una imaginación febril y escuchaba fascinado a los esclavos sirvientes de la casa que le contaban historias sobrenaturales con cadáveres y aparecidos. De ellos aprendió, a través de su música, que el arte debía tener un ritmo, una respiración particular. También escuchaba los relatos de los comerciantes amigos de Allan que hablaban de exóticos viajes por mar, con episodios fantásticos y sobrenaturales.

   Lo cierto es que, este escritor que hizo nacer al cuento moderno nunca tuvo un lugar definitivo para vivir, ni sosiego económico para escribir, ni verdadero reconocimiento a su talento. Ni siquiera murió en una cama propia. Consumido por el alcohol y la desesperanza, terminó sus días en un hospital de Baltimore, en tránsito hacia Richmond, perseguido por varios fantasmas.
                                                                         Ilustración: Luis Scafatti
  
Nunca tuvo una casa propia, pero inventó muchas locaciones para sus personajes.   Una mujer enterrada viva en el sótano de una casa agrietada, un retrato de otra mujer que parece haber absorbido la vida de su modelo, un espectro que se pasea por los coloridos salones de un excéntrico príncipe que se cree aislado de la peste, una habitación cerrada donde duerme un anciano cuyo ojo enloquece al asesino, un sótano en el que un gato yace emparedado junto un cadáver… Todos ellos personajes que viven en los cuentos de Edgard Allan Poe, seres que transitan los horrores que el escritor norteamericano imaginó para ellos y que están –ineludiblemente- ligados a los sitios donde fueron concebidos.

  Pensar en esas situaciones extremas a las que Poe somete a sus personajes nos lleva a repasar la relación que este escritor tuvo con las casas (mansiones, abadías, castillos).
 Las moradas no sólo se constituyeron en meros escenarios sino que, cada una de ellas, con sus características, jugó un rol central en la construcción de sus historias.

  La casa más inquietante que aparece en los cuentos de Poe es la casa Usher. La mansión es descripta por el narrador en La caída de la casa Usher desde el comienzo, es la verdadera protagonista del cuento. El joven viajero la mira desde lejos, ha acudido al llamado de su amigo Roderick Usher que vive con su hermana, lady Madeleine.

  La casa, nos dice el joven, le provoca profunda tristeza: las paredes están desnudas, las ventanas parecen ojos vacíos, está rodeada por juncos escasos y siniestros. Y para peor, está edificada junto a una laguna inmóvil que la refleja duplicando su siniestra imagen y la envuelve con vapores pestilentes. En su fachada tiene una grieta, “una fisura apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado del edificio, en el frente, se abría camino pared abajo, en zig-zag, hasta perderse en las sombrías aguas del estanque”.

  Pasan muchas cosas en esa casa. Roderick es un ser enfermizo que vive recluido y su hermana, a la que también aqueja la enfermedad, muere mientras el visitante está en la mansión. La entierran en el sótano, pero no se quedará tranquila en su tumba. Lo que sigue después está en el cuento, pero la casa Usher se estremece y nos habla de la muerte y de la enfermedad. Es una casa que influye sobre los personajes y, a la vez, estos la modifican. Tiene en su interior una fuerza negativa y, sobre todo, esa grieta que, a medida que avanza la enfermedad de Roderick, se agiganta. Cuando el narrador huye de la casa, lo último que ve es su derrumbe: “mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher.”

 Otra edificación extraña es la que Poe describe en el cuento La máscara de la muerte roja.
  El príncipe Próspero creía tener una abadía fortificada a la que suponía no entraría la peste roja que diezmaba a la población de su país. La peste roja era una enfermedad que comenzaba con terribles dolores y hacía sangrar a sus víctimas por los poros.

  La abadía  donde se refugiaba el príncipe con los mil caballeros y sus damas de la corte tenía murallas altísimas y sus puertas habían sido soldadas con pesados cerrojos. El príncipe era un poco exótico y había diseñado su mansión con una sucesión de habitaciones dispuestas en forma irregular, decoradas con tapicerías y vitrales de diferentes colores. Una de ellas era enteramente verde; otra, azul; otra, naranja; otra, púrpura; otra, blanca; otra, violeta. Pero el séptimo aposento era negro. Y si en las demás habitaciones las ventanas hacían juego con los tapices y las alfombras, la habitación negra tenía cristales de color rojo, como la sangre.

   A pesar de que la peste andaba merodeando, el Príncipe -que se creía seguro en su abadía-  quería divertirse. Y no tuvo mejor idea que organizar un baile de máscaras.
  La fiesta, nos cuenta Poe, era alegre y magnífica y en todos los aposentos bailaban con desenfreno máscaras extrañas, esplendorosas, grotescas. Hasta que el reloj de la cámara negra comenzó a sonar y apareció “un enmascarado que se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata”.

  No hay refugio posible para el hombre atormentado por la muerte, por la fatalidad, por la locura. Ninguna de las casas que aparecen en los cuentos de Poe, protegen a sus habitantes. La vida es una gran intemperie para estos seres, como el narrador de El corazón delator. La casa donde ha cometido un asesinato lo denuncia y lo obliga a decir la verdad, movido por la culpa.
Ilustración: Alberto Breccia

Ha matado a un viejo sin justificación alguna y esconde el cadáver levantando unas maderas del piso. Llega la policía, que ha escuchado un lamento. El asesino está relajado y dialoga tranquilamente. Los oficiales parecen satisfechos de las explicaciones, pero confiesa: “Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.” Finalmente el asesino termina confesando: “¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

  En el cuento El retrato oval, el criado del narrador insiste a su amo, que viene malherido, que -para no pasar la noche a la intemperie- entre en un castillo que encuentran de camino.   El castillo aunque parece recientemente abandonado,  conserva todo su esplendor. Está ricamente decorado, pero los dos caminantes se instalan humildemente en una de las habitaciones más pequeñas, en una torre aislada del resto del edificio. Hay pinturas por todos lados, y un libro que explica lo que representan. El narrador lee con interés y, al correr una lámpara, descubre el retrato de una joven con un dorado marco ovalado. La muchacha parece viva.
Ilustración: Benjamín Lancombe

La ha pintado su enamorado, un pintor obsesivo que extrae del modelo la esencia para su pintura. A medida que la pinta, esta desfallece. Y cuando el artista termina, ella muere. Nuestro Horacio Quiroga, que era lector de Poe, tal vez haya encontrado inspiración en este cuento para otro muy célebre, El almohadón de plumas, donde también hay una muchacha que se consume   hasta morir.

 La última casa de Poe que visitaremos en este itinerario es la que está en el quartier Saint-Roch, en el cuarto piso de la rue Morgue, donde mueren trágicamente madame L’Espanaye y su hija, mademoiselle Camille L’Espanaye.

Ilustración: Leandro Fernández

  Es uno de los tres cuentos con los que Poe inicia el género policial: Los crímenes de la calle Morgue.
   El piso está en desorden. En el patio, el cadáver de mandame L’Espanaye yace degollado; el de Camile, encajado en la chimenea de la sala.
 Una casa con varios pisos y varios habitantes, y un crimen que parece no poder resolverse, porque es un misterio de “habitación cerrada”, como se denominarán más adelante los relatos policíacos. Este es el primero y, justo es decir, invento de Poe. Una historia contada como un reto al lector para resolver un enigma que, en apariencia, no tiene solución.

  Minucioso, Poe describe el cuarto como fue encontrado: “EL aposento se hallaba en el mayor desorden: los muebles, rotos, habían sido lanzados en todas direcciones. El colchón del único lecho aparecía tirado en mitad del piso. Sobre una silla había una navaja manchada de sangre. Sobre la chimenea aparecían dos o tres largos y espesos mechones de cabello humano igualmente empapados en sangre y que daban la impresión de haber sido arrancados de raíz. Se encontraron en el piso cuatro napoleones, un aro de topacio, tres cucharas grandes de plata, tres más pequeñas de métal d’Alger, y dos sacos que contenían casi cuatro mil francos en oro. Los cajones de una cómoda situada en un ángulo habían sido abiertos y aparentemente saqueados, aunque quedaban en ellos numerosas prendas. Descubrióse una pequeña caja fuerte de hierro debajo de la cama (y no del colchón). Estaba abierta y con la llave en la cerradura. No contenía nada, aparte de unas viejas cartas y papeles igualmente sin importancia.”

  El que resuelve el caso -no vamos a contar quién es el asesino, desde luego- es el chevalier Auguste Dupin, el detective creado por Poe y que hace su primera aparición en este cuento y que va a sentar las bases para la creación de otros detectives que protagonizarán posteriores relatos policiales, como Sherolck Holmes, de Conan Doyle y Hércules Poirot, de Agatha Christie.

 Todas las casas que hemos recorrido están invadidas por la oscuridad, hablan de ese monstruo que habita en el corazón humano y que, muchas veces, revela  la capacidad que tenemos de destruir lo que amamos.

  Los cuentos de Poe nos fascinan aunque hablen de mundos muy lejanos del nuestro; porque están construidos para lograr un efecto en el lector, de modo que no podamos abandonar el relato hasta llegar al final.

  No querríamos vivir en esas casas, pero el escritor nos atrapa en esos castillos lúgubres, en esas curiosas abadías de cristales rojos como la sangre, nos deja  en un salón donde una muchacha nos mira desde su retrato oval, o nos empuja al sótano donde hay un cadáver escondido en la pared.

  En sus cuentos fantásticos, Poe  nos seduce con su imaginación desbordante y con una belleza que lo trasciende.





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