por Adrián Ferrero
El viaje, especialmente si es en barco, ha
cautivado la imaginación de muchos escritores (y de muchos lectores) y conoce
una larga tradición en Occidente, desde la Odisea
hasta otros más recientes, como Moby Dick,
ciertos libros ingleses como los de Robert Louis Stevenson y Joseph Conrad. Y
por supuesto no quisiera olvidarme de los viajes espaciales, para estar algo
más al día. Están los Viajes de Marco
Polo, como libro paradigmático (sobre el que Graciela Montes y Ema Wolf
escribieron un desprendimiento ganando el Prenio Alfaguara de España). Estos
como los de naturaleza canónica, hay muchos más. El viaje marítimo o fluvial es
otra forma del viaje, pero no la única. Quizás porque ofrecen esa promesa de aventura
propia de los avatares meteorológicos tanto benéficos como adversos propios de
los océanos. De avizorar costas y espacios nuevos, explorar territorios,
realizar descubrimientos, encontrar lo inesperado. Pero también, este es el
punto, encontrarse con uno mismo. O encontrarse transformado. Porque todo viaje
resulta transformador.
Conocidas son las peregrinaciones a
templos o santuarios (Delfos, en Grecia; Luján o San Nicolás, en Argentina;
Fátima, en Portugal), las expediciones, las exploraciones, esas distancias que
se recorren a pie para una misión o bien para una aventura, como lo fueron para
la “beat Generation”, de los EE.UU., esos largos viajes por las autopistas o
los desiertos.
Pero, profundamente, hondamente, además de
un desplazamiento ¿qué es un viaje? Convendría evaluar las motivaciones, claro
está, porque puede tratarse de uno con fines religiosos o espirituales, de otro
con la misión de hacer llegar a otra persona un mensaje de alguna naturaleza o
una información, otro puede ser, como en
Mientras agonizo, de William Faulkner, conducir un grupo de familiares el
ataúd de una madre como una misión emocional pero también como un ceremonia
fúnebre del orden de lo doloroso o, acaso, también del duelo.
Pero el viaje fundante de Occidente, no
caben dudas ha sido el de Ulises. Recordemos que también Ulises no solo viaja o
regresa a Ítaca por haber partido. Regresa de una guerra. La que ha tenido
lugar en Troya. Es decir, la que se canta en la Ilíada. Es su saga. Me abocaré precisamente en este breve artículo
a abordar (en su doble acepción marítima y crítica) un cuento, el único
infantil que ha escrito el narrador y
ensayista argentino Héctor Tizón, titulado El
viaje (1997). Está sugerido para una edad a partir de los 11 años. Y pienso
que esa sugerencia resulta acertada. Se trata de una prosa trabajada, de una
narración que transcurre con prolepsis y analepsis y eso hace que para esa suerte
de procesos de recomposición del relato a través de la experiencia lectora sean
necesarias ciertas competencias además de una cierta psicología evolutiva para
metabolizar sus contenidos que si bien no son agresivos desde el punto de vista
de sus matices sí lo son desde sus connotaciones a mi juicio al menos también metafísicas.
Hay muchas dimensiones muy ricas en esta
historia dentro de la cual evidentemente hay otras que se revelan a medias. En
primer lugar que quien narra en primera persona, es uno de los tres
protagonistas. Están el Capitán (el abuelo del narrador), Efraín (un niño amigo
de narrador) y el narrador en primera persona, el Ronco o el Ronquito, también
un niño. Sin embargo, quien se inicia en la historia siendo un niño, cierra el
libro, siempre como narrador en primera persona, ya evidentemente a una edad
adulta, porque Efraín está casado, el Capitán ha muerto. Y el protagonista
hasta es capaz de poner en duda (lo que tiene más de trampa o de juego, de
ilusión que de verdad) que lo que sucedió haya tenido lugar, que haya sido un
peregrino sueño. En tanto que artificio poético, resulta una hazaña tentadora,
pero no demasiado verosímil. Más bien un juego narrativo de naturaleza
provocadora para el lector. Un truco para que quien termina de leer el libro se
desoriente, pensando que puede haber asistido a un espejismo llegando a poner
en duda incluso su propia existencia en tanto existente que ha leído esa
historia que abruptamente se desrealiza. Autorrflexivamente entonces este narrador que duda de lo que ha tenido lugar
desestabilizada el relato y lo pone en cuestión. Pone en cuestión una versión,
se pone en cuestión a sí mismo en tanto que narrador y pone en cuestión su
valor de verdad, haciendo lo propio con el lector y su actividad. Si no está
seguro de que lo que ha narrado tuvo lugar ¿lo hemos leído o también nosotros
junto con él debemos ponerlo en duda? En tanto que ejercicio peligroso, ese
letal y brevísimo último párrafo, desbarata en diez líneas el relato entero en
un juego más que en una operación seria que podamos creer como una afirmación
dirigida a nosotros que aspira a que en tanto que lectores pensemos que no lo
henos sido, por lo pronto, de una historia que para ese personaje era real y
para nosotros apenas una trama verosímil. Y una trama que hemos disfrutado.
Pero regreso a la idea de viaje. Hay un
punto muy claro que hace dialogar a El
viaje con la Odisea. Uno es una alusión al episodio de las sirenas
en la epopeya del siglo VII a. C. En efecto, afirma el narrador en el apartado
VIII: “En medio de la embarcación y hacia la popa, habíamos techado con hojas
de palma una especie de cabina, para cuidarnos del sol, porque mi abuelo había
dicho que el sol intenso y el reverbero del agua hacen oír voces a los marineros
y los vuelven locos y entonces hay que atarlos al palo o se largan al agua” (p.
31). Aquí el intertexto implícito si bien no está mencionado resulta evidente en el contexto. Muy en
particular si tenemos en cuenta en el paratexto final de Tizón que clausura el
libro, en el que habla en primera persona del cuento que ha escrito. En efecto,
dice allí: “Algunas de las mejores obras aparentemente escritas para adultos, son también las mejor
logradas para los que no lo son aún, y me refiero por ejemplo a la Odisea”. De modo entonces clarísimo
intertexto y paratexto dialogan de modo fecundo en un tándem que articula una
cierta clave de lectura a la que resulta imposible sustraerse. Este, entonces,
es un punto que resulta nítido. Y si bien ni los tripulantes de este barco ni
el viaje tienen por objeto el regreso a la tierra de origen o a su amada luego
de una contienda de la que participado, sí la metáfora del viaje condensa la
idea de punto de partida, tránsito, transformación del sujeto, llegada a un
determinado destino siendo otro distinto del que partió. Y la de avatares: que
sí los tiene este libro. Esta tripulación de tres: un anciano, dos niños, ya
plantea una asimetría entre quien sabe y quien aprende, por un lado. Quien
orienta, quien conduce, quien guía y quien se deja guiar. Y entre quien manda y
quien obedece. Pero también el más anciano puede enfermarse. Y los más pequeños
velar por él, como de hecho ocurre en un momento del relato.
El punto de partida es un pueblo. Un
pueblo perdido, pobre en el que se juega a juegos de azar y se bebe (como lo
hace el Capitán), pero poco más se puede esperar de su oferta. Por otro lado,
los niños y el Capitán parecen vivir al día, producto de lo que pescan, de
changas y el abuelo suele inclinarse por la bebida. Pide con asiduidad su jarra
de vino incluso a otros. Y respecto del
alimento del que se proveen, se compone de peces que ellos mismos pescan del
río. Pero hay sin embargo un cuidar (quizás precisamente por eso, aunque
también por educación) del río, esto es, una suerte de ecología que se pone de
manifiesto en actos concretos. En el cuidado del medio ambiente. Citaré dos
ejemplos:
“-El río está lleno-dije yo-. El río está lleno de peces.
-No le pidamos más
–dijo mi abuelo-. No es bueno pedir lo que no es necesario.
-¿A quién le
importa?-pregunté.
-Al río-dijo-.
Ahora los asaremos aquí, entre las piedras” (p. 23).
Y más adelante:
-Esto ya no da ni
siquiera para morir…Han convertido el bosque en carbón, los pájaros se han ido
y ya no vendrán las lluvias-dijo. Comenzaba a estar borracho pero no lo
sabíamos.
-Están arruinando
este país.
-¿Quiénes,
pregunté?
-Todos-dijo-. Pero
yo me iré.”. (p. 26).
De modo que hay
aquí una ética del cuidado de la naturaleza de la que el Capitán alecciona
acerca de que debe tomarse solo lo necesario. Él no propone no tomar. Sino que
debe tomarse lo que no dañara la naturaleza. Da a entender, en unas pocas
palabras, que la ruina de esa toponimia natural ha sido el resultado de
comportamientos inescrupulosos, dañinos o, en todo caso, desaprensivos por
parte de humanos. Y muy asociado a este descuido de la naturaleza la declaración
de una partida: “Pero yo me iré”. Ello puede ser sinónimo del viaje como puede ser sinónimo de la muerte, en un hombre
de su edad.
Al abuelo (el narrador lo llama
indistintamente de ambos modos), llamarlo “Capitán” denota la categoría de
hombre de navegación. En este sentido, estaría connotando esta segunda
denominación un significado que axiológicamente reenvía al universo de lo que
efectivamente están haciendo, que es viajando por río con un destino también de
navegante. Y llego al punto. ¿Hay un destino? Evidentemente así está planteado el
cuento.
Ese destino es el mar. Un lugar ancho,
amplio, prácticamente carente de márgenes y lindes. Caracterizado por su
apertura. Empapa de una inmensa sensación de plenitud y libertad. En tanto que
destino remite una vez más a la epopeya y a otros tantos relatos por él
connotados. Hay un tránsito del agua dulce al agua salada y del pueblo a las
ciudades. Esto es: hay una transformación en primer lugar en el medio ambiente.
A partir de allí, la partida, el viaje y la llegada a un destino completamente
distinto, también lo serán. La transformación será inevitable y será, agregaría
yo, irreversible.
Cerraría estas breves reflexiones sobre el
cuento con las palabras del propio Tizón. Dice en el paratexto final: “De todos
los desafíos que en mi vida he padecido como escritor (…), el más difícil ha
sido aquel de escribir un relato para niños no tan pequeños. Y no refutaré a
nadie que pretenda sostener que he fracasado en el intento”. En efecto, Tizón
es un conocido narrador y ensayista para adultos. No puede sino contemplar la ejecución
de la producción de un cuento para niños sino como algo que va contra su propia
naturaleza. No porque no la considere noble. Más bien todo lo contrario. La
tiene en demasiada alta estima. Es precisamente por ese mismo motivo porque
tiene la suficiente autocrítica como para saber que siendo un escritor “para
adultos” escribir “para niños” muy fácil resulta deslizarse hacia lo que tanto
él como otros pueden considerar desacertado o poco pertinente. No obstante, la
contradicción de que “Algunas de las mejores obras aparentemente escritas para
adultos, son también las mejores
logradas para los que no lo son aún (…)” pareciera desmentir, al menos
parcialmente, casi en una jugada maestra, esta atribución a una edad
determinadas formas y contenidos. Y agrega a continuación que una serie de
personas que conoció, fundamentalmente marginales, extranjeros o fronterizos (las
cursivas de Tizón) que fueron sus maestros, le enseñaron algunas cosas
importantes. “Ellos me enseñaron, por ejemplo, que viajar es el verbo que por
antonomasia simboliza la vida”. De modo que si viajar es símbolo de vivir,
desplazarse de un origen mediocre a otro de una infinita riqueza es una
metáfora de que esa vida se ha visto beneficiada de manera incomparable: se ha
llegado por fin a un destino más valioso. Con más posibilidades de crecer y
desarrollarse. Un destino noble. Así, viajan el Capitán, el Ronquito y Efraín pero
en verdad viven una vida distinta. O van al encuentro de otra clase de vida que
será la definitiva. Para el abuelo, será morir. Para Efraín, formar una
familia. Sobre el Ronquito, pese a que ser quien narra, y que afirmar años
después estar en el galpón abandonado junto al río, se cuida muy bien disimular
la información sobre sí mismo ahora que es un adulto. La administra quizás con
toda la intención de avivar curiosidad en el lectorado. Nuevamente surgen esos
blancos que anuncié que todo lector debe reponer. Y con ese último párrafo lo
logra.
No solo considero que Tizón no ha fallado
sino todo lo contrario. Pienso que ha escrito una pieza con maestría, encanto
narrativo, capacidad reflexiva, temas profundos que se ha orientado hacia zonas
de la experiencia del ser humano primordiales en un lenguaje accesible y en una
construcción narrativa que no resulta tampoco previsible. Por todos estos
motivos, El viaje merece ser leído,
abordado críticamente, enseñado. Ningún regalo mejor para los niños de la edad
sugerida como posibles destinatarios.
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