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lunes, 14 de octubre de 2019

Sobre el único cuento infantil de Héctor Tizón


                                                                                                   por Adrián Ferrero



     El viaje, especialmente si es en barco, ha cautivado la imaginación de muchos escritores (y de muchos lectores) y conoce una larga tradición en Occidente, desde la Odisea hasta otros más recientes, como Moby Dick, ciertos libros ingleses como los de Robert Louis Stevenson y Joseph Conrad. Y por supuesto no quisiera olvidarme de los viajes espaciales, para estar algo más al día. Están los Viajes de Marco Polo, como libro paradigmático (sobre el que Graciela Montes y Ema Wolf escribieron un desprendimiento ganando el Prenio Alfaguara de España). Estos como los de naturaleza canónica, hay muchos más. El viaje marítimo o fluvial es otra forma del viaje, pero no la única. Quizás porque ofrecen esa promesa de aventura propia de los avatares meteorológicos tanto benéficos como adversos propios de los océanos. De avizorar costas y espacios nuevos, explorar territorios, realizar descubrimientos, encontrar lo inesperado. Pero también, este es el punto, encontrarse con uno mismo. O encontrarse transformado. Porque todo viaje resulta transformador.

     Conocidas son las peregrinaciones a templos o santuarios (Delfos, en Grecia; Luján o San Nicolás, en Argentina; Fátima, en Portugal), las expediciones, las exploraciones, esas distancias que se recorren a pie para una misión o bien para una aventura, como lo fueron para la “beat Generation”, de los EE.UU., esos largos viajes por las autopistas o los desiertos.
     Pero, profundamente, hondamente, además de un desplazamiento ¿qué es un viaje? Convendría evaluar las motivaciones, claro está, porque puede tratarse de uno con fines religiosos o espirituales, de otro con la misión de hacer llegar a otra persona un mensaje de alguna naturaleza o una información, otro puede ser, como en Mientras agonizo, de William Faulkner, conducir un grupo de familiares el ataúd de una madre como una misión emocional pero también como un ceremonia fúnebre del orden de lo doloroso o, acaso, también del duelo. 

     Pero el viaje fundante de Occidente, no caben dudas ha sido el de Ulises. Recordemos que también Ulises no solo viaja o regresa a Ítaca por haber partido. Regresa de una guerra. La que ha tenido lugar en Troya. Es decir, la que se canta en la Ilíada. Es su saga. Me abocaré precisamente en este breve artículo a abordar (en su doble acepción marítima y crítica) un cuento, el único infantil que ha  escrito el narrador y ensayista argentino Héctor Tizón, titulado El viaje (1997). Está sugerido para una edad a partir de los 11 años. Y pienso que esa sugerencia resulta acertada. Se trata de una prosa trabajada, de una narración que transcurre con prolepsis y analepsis y eso hace que para esa suerte de procesos de recomposición del relato a través de la experiencia lectora sean necesarias ciertas competencias además de una cierta psicología evolutiva para metabolizar sus contenidos que si bien no son agresivos desde el punto de vista de sus matices sí lo son desde sus connotaciones a mi juicio al menos también metafísicas.

En efecto, El viaje comienza con una frase escueta, afirmativa, de apertura, que parece un disparo. que anuncia y resume fácticamente el contenido de lo que será toda la trama. Pero no los sentidos que tendrá. Esto es: ese telón que esa frase descorre un velo, formula una sinopsis del guión de una obra pero su actuación resulta imprevisible: lo que le sigue. Un narrador extradiegético, esto es, que no forma parte de la historia ni como protagonista ni como personaje, anuncia es obertura. Lo condensa en un sintagma. A partir de ese momento, comienza a desplegarse la narración propiamente dicha. Si eliminamos el paratexto final de Tizón y el del ilustrador, Oscar Rojas, respectivamente, el cuento está dividido en XVI breves capítulos. Y en un determinado momento de la lectura, me asaltó un repentino pensamiento: “¿Qué habrá sentido Tizón al crear esta historia? ¿habrá vivido alguna de estas experiencias? ¿habrá sido testigo de alguna de estas escenas? ¿se las habrán contado? ¿qué experimentó mientras lo escribía?”. Diría que me resultó inevitable reflexionar en estos términos dado que también soy cuentista y cuando escribo un cuento siento cosas, me pasan cosas con lo que leo. Uno siente, en primer lugar, que  “crea un universo” autónomo.  A este punto quiero llegar. Tizón con su cuento crea un mundo con leyes propias. Parte de las que nos serán reveladas. Parte de las que no pero debemos imaginar. Parte que ni siquiera somos capaces de hacerlo ni menos aun de sospechar. De modo que, como en todo buen relato, hay zonas visibles, zonas invisibles pero posibles de reconocer y zonas conjeturales, que pueden estar  presentes de alguna cierta manera implícita.

     Hay muchas dimensiones muy ricas en esta historia dentro de la cual evidentemente hay otras que se revelan a medias. En primer lugar que quien narra en primera persona, es uno de los tres protagonistas. Están el Capitán (el abuelo del narrador), Efraín (un niño amigo de narrador) y el narrador en primera persona, el Ronco o el Ronquito, también un niño. Sin embargo, quien se inicia en la historia siendo un niño, cierra el libro, siempre como narrador en primera persona, ya evidentemente a una edad adulta, porque Efraín está casado, el Capitán ha muerto. Y el protagonista hasta es capaz de poner en duda (lo que tiene más de trampa o de juego, de ilusión que de verdad) que lo que sucedió haya tenido lugar, que haya sido un peregrino sueño. En tanto que artificio poético, resulta una hazaña tentadora, pero no demasiado verosímil. Más bien un juego narrativo de naturaleza provocadora para el lector. Un truco para que quien termina de leer el libro se desoriente, pensando que puede haber asistido a un espejismo llegando a poner en duda incluso su propia existencia en tanto existente que ha leído esa historia que abruptamente se desrealiza. Autorrflexivamente entonces este  narrador que duda de lo que ha tenido lugar desestabilizada el relato y lo pone en cuestión. Pone en cuestión una versión, se pone en cuestión a sí mismo en tanto que narrador y pone en cuestión su valor de verdad, haciendo lo propio con el lector y su actividad. Si no está seguro de que lo que ha narrado tuvo lugar ¿lo hemos leído o también nosotros junto con él debemos ponerlo en duda? En tanto que ejercicio peligroso, ese letal y brevísimo último párrafo, desbarata en diez líneas el relato entero en un juego más que en una operación seria que podamos creer como una afirmación dirigida a nosotros que aspira a que en tanto que lectores pensemos que no lo henos sido, por lo pronto, de una historia que para ese personaje era real y para nosotros apenas una trama verosímil. Y una trama que hemos disfrutado.  



     Pero regreso a la idea de viaje. Hay un punto muy claro que hace dialogar a El viaje con la Odisea.  Uno es una alusión al episodio de las sirenas en la epopeya del siglo VII a. C. En efecto, afirma el narrador en el apartado VIII: “En medio de la embarcación y hacia la popa, habíamos techado con hojas de palma una especie de cabina, para cuidarnos del sol, porque mi abuelo había dicho que el sol intenso y el reverbero del agua hacen oír voces a los marineros y los vuelven locos y entonces hay que atarlos al palo o se largan al agua” (p. 31). Aquí el intertexto implícito si bien no está mencionado  resulta evidente en el contexto. Muy en particular si tenemos en cuenta en el paratexto final de Tizón que clausura el libro, en el que habla en primera persona del cuento que ha escrito. En efecto, dice allí: “Algunas de las mejores obras aparentemente  escritas para adultos, son también las mejor logradas para los que no lo son aún, y me refiero por ejemplo a la Odisea”. De modo entonces clarísimo intertexto y paratexto dialogan de modo fecundo en un tándem que articula una cierta clave de lectura a la que resulta imposible sustraerse. Este, entonces, es un punto que resulta nítido. Y si bien ni los tripulantes de este barco ni el viaje tienen por objeto el regreso a la tierra de origen o a su amada luego de una contienda de la que participado, sí la metáfora del viaje condensa la idea de punto de partida, tránsito, transformación del sujeto, llegada a un determinado destino siendo otro distinto del que partió. Y la de avatares: que sí los tiene este libro. Esta tripulación de tres: un anciano, dos niños, ya plantea una asimetría entre quien sabe y quien aprende, por un lado. Quien orienta, quien conduce, quien guía y quien se deja guiar. Y entre quien manda y quien obedece. Pero también el más anciano puede enfermarse. Y los más pequeños velar por él, como de hecho ocurre en un momento del relato.

     El punto de partida es un pueblo. Un pueblo perdido, pobre en el que se juega a juegos de azar y se bebe (como lo hace el Capitán), pero poco más se puede esperar de su oferta. Por otro lado, los niños y el Capitán parecen vivir al día, producto de lo que pescan, de changas y el abuelo suele inclinarse por la bebida. Pide con asiduidad su jarra de vino incluso a otros.  Y respecto del alimento del que se proveen, se compone de peces que ellos mismos pescan del río. Pero hay sin embargo un cuidar (quizás precisamente por eso, aunque también por educación) del río, esto es, una suerte de ecología que se pone de manifiesto en actos concretos. En el cuidado del medio ambiente. Citaré dos ejemplos:
“-El río está  lleno-dije yo-. El río está lleno de peces.
-No le pidamos más –dijo mi abuelo-. No es bueno pedir lo que no es necesario.
-¿A quién le importa?-pregunté.
-Al río-dijo-. Ahora los asaremos aquí, entre las piedras” (p. 23).

Y más adelante:                                                                                                                   

-Esto ya no da ni siquiera para morir…Han convertido el bosque en carbón, los pájaros se han ido y ya no vendrán las lluvias-dijo. Comenzaba a estar borracho pero no lo sabíamos.
-Están arruinando este país.
-¿Quiénes, pregunté?
-Todos-dijo-. Pero yo me iré.”. (p. 26).

De modo que hay aquí una ética del cuidado de la naturaleza de la que el Capitán alecciona acerca de que debe tomarse solo lo necesario. Él no propone no tomar. Sino que debe tomarse lo que no dañara la naturaleza. Da a entender, en unas pocas palabras, que la ruina de esa toponimia natural ha sido el resultado de comportamientos inescrupulosos, dañinos o, en todo caso, desaprensivos por parte de humanos. Y muy asociado a este descuido de la naturaleza la declaración de una partida: “Pero yo me iré”. Ello puede ser sinónimo del viaje como  puede ser sinónimo de la muerte, en un hombre de su edad.
     Al abuelo (el narrador lo llama indistintamente de ambos modos), llamarlo “Capitán” denota la categoría de hombre de navegación. En este sentido, estaría connotando esta segunda denominación un significado que axiológicamente reenvía al universo de lo que efectivamente están haciendo, que es viajando por río con un destino también de navegante. Y llego al punto. ¿Hay un destino? Evidentemente así está planteado el cuento.


     Ese destino es el mar. Un lugar ancho, amplio, prácticamente carente de márgenes y lindes. Caracterizado por su apertura. Empapa de una inmensa sensación de plenitud y libertad. En tanto que destino remite una vez más a la epopeya y a otros tantos relatos por él connotados. Hay un tránsito del agua dulce al agua salada y del pueblo a las ciudades. Esto es: hay una transformación en primer lugar en el medio ambiente. A partir de allí, la partida, el viaje y la llegada a un destino completamente distinto, también lo serán. La transformación será inevitable y será, agregaría yo, irreversible.

     Cerraría estas breves reflexiones sobre el cuento con las palabras del propio Tizón. Dice en el paratexto final: “De todos los desafíos que en mi vida he padecido como escritor (…), el más difícil ha sido aquel de escribir un relato para niños no tan pequeños. Y no refutaré a nadie que pretenda sostener que he fracasado en el intento”. En efecto, Tizón es un conocido narrador y ensayista para adultos. No puede sino contemplar la ejecución de la producción de un cuento para niños sino como algo que va contra su propia naturaleza. No porque no la considere noble. Más bien todo lo contrario. La tiene en demasiada alta estima. Es precisamente por ese mismo motivo porque tiene la suficiente autocrítica como para saber que siendo un escritor “para adultos” escribir “para niños” muy fácil resulta deslizarse hacia lo que tanto él como otros pueden considerar desacertado o poco pertinente. No obstante, la contradicción de que “Algunas de las mejores obras aparentemente escritas para adultos, son también  las mejores logradas para los que no lo son aún (…)” pareciera desmentir, al menos parcialmente, casi en una jugada maestra, esta atribución a una edad determinadas formas y contenidos. Y agrega a continuación que una serie de personas que conoció, fundamentalmente marginales, extranjeros o fronterizos (las cursivas de Tizón) que fueron sus maestros, le enseñaron algunas cosas importantes. “Ellos me enseñaron, por ejemplo, que viajar es el verbo que por antonomasia simboliza la vida”. De modo que si viajar es símbolo de vivir, desplazarse de un origen mediocre a otro de una infinita riqueza es una metáfora de que esa vida se ha visto beneficiada de manera incomparable: se ha llegado por fin a un destino más valioso. Con más posibilidades de crecer y desarrollarse. Un destino noble. Así, viajan el Capitán, el Ronquito y Efraín pero en verdad viven una vida distinta. O van al encuentro de otra clase de vida que será la definitiva. Para el abuelo, será morir. Para Efraín, formar una familia. Sobre el Ronquito, pese a que ser quien narra, y que afirmar años después estar en el galpón abandonado junto al río, se cuida muy bien disimular la información sobre sí mismo ahora que es un adulto. La administra quizás con toda la intención de avivar curiosidad en el lectorado. Nuevamente surgen esos blancos que anuncié que todo lector debe reponer. Y con ese último párrafo lo logra.

      No solo considero que Tizón no ha fallado sino todo lo contrario. Pienso que ha escrito una pieza con maestría, encanto narrativo, capacidad reflexiva, temas profundos que se ha orientado hacia zonas de la experiencia del ser humano primordiales en un lenguaje accesible y en una construcción narrativa que no resulta tampoco previsible. Por todos estos motivos, El viaje merece ser leído, abordado críticamente, enseñado. Ningún regalo mejor para los niños de la edad sugerida como posibles destinatarios.    

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