Rondaba la
hora del pichón cuando me desperté. Los callejones, a veces, son cómodos; este
lo sería porque ya era mi tercera siesta. Me levanté con hambre, Tal vez en el
parque pudiera haber cardenales rojos. Su sabor es más dulce que el del
benteveo y son más raros de encontrar.
Tomé un baño: levanté una pata y empecé a lengüetazos por mi pelo. Lo
malo de los callejones es que son sucios y están llenos de tierra. Terminé con
la pierna y seguí con la otra hasta que algo empezó a subir por mi garganta y
quedó atorado.. Ya sabía lo que era, su forma y composición. Fue horrible,
quería expulsarlo. Parecía que la fuerza que hacía para sacarlo era inútil.
Tragarlo no era posible, sentía que me imposibilitaba la respiración. Hasta que
al final lo logré, vomité y la vi. Una húmeda y mediana bola de pelos grises.
Con esto terminó mi baño, me dirigí a la plaza y mientras caminaba en mis
cuatro patas, y mi cola se movía, empecé a pensar en el día.
Salí del callejón y me encontré con mi
primer desafío. Lo había visto desde cachorro, aun desde la caja, al piso
negro. No era como el resto del suelo. No solo era duro como la vereda donde caminan los humanos sino que,
cuando hacía calor, era mucho más caliente que cualquier otra parte. Pero lo
peor es lo que se mueve por ese suelo. Siempre hay muchos de ellos y hacen
ruido, son rápidos y si no los ves, no te confíes. La primera vez que aprendí
esta verdad fue de cachorro. Desde la caja, con mis hermanos, veíamos el suelo
negro con curiosidad pero ninguno se atrevía a salir. Hasta que el primero de
la camada lo intentó. Nunca tuvo nombre, pero siempre lo recordaré por la
mancha negra en su espalda. Así Mancha se preparó y de un salto salió de la
caja. Aterrizó primero en sus patas delanteras y después en las traseras. Nos miró
y caminó hasta el borde de la vereda, volvió a echarnos una mirada y con una
pata, tocó el suelo negro. A la primera pata le siguió la segunda, la tercera y
cuando ya estaba caminando por el suelo empezó a revolcarse por el. Estaba tan
feliz que quisimos seguirlo, pero antes de que pudiéramos, aparecieron esos que
siempre rondan por el suelo negro. Rápido y echando humo pasaron, y no se
detuvieron. Mancha fue de ahí en
adelante tan solo una mancha. Esa fue la primera vez que vi un metal-rueda.
Nunca puede uno confiarse si está en el suelo negro porque no sabe cuando podrían
aparecer, a veces se detienen pero son los menos. Jamás entenderé por qué los
humanos se meten en su interior y los montan. Entonces ahí estaba de frente al
suelo negro, como siempre vi a cada lado y me prepare. Nada de un lado, nada
del otro. Salté y corrí. No importaba que no estuvieran a la vista, los
metal-rueda siempre estaban ahí. Antes de llegar al limite del suelo negro
pegue un salto y aterricé en la vereda . Por suerte logré llegar sin cruzarme
con ningún metal-rueda, pero había algo raro.
La plaza estaba vacía, aves había pero
humanos no. Desde que vivía en el callejón siempre había habido gente a esa
hora; no era raro verlos sentados dando de comer a las palomas, o caminando
para meterse en un metal-rueda largo, o recostados en el pasto, o comiendo. Los
humanos siempre estaban presentes pero esta vez se hacían notar por su
ausencia. Hasta que me di cuenta. En cada extremo de la plaza hay una casa, una de blanco y otra rosada con
rejas. Las rejas siempre están cerradas, solo a veces las abren. Y cuando aparecen otras rejas más grandes, es porque
está a punto de empezar la fiesta. Las fiestas siempre empezaban
poco después de que aparecieran las rejas. Supe que tenía que apurarme
para comer. Camine por la plaza, quería ver qué aves había. Estaban las palomas
pero su sabor no es bueno. Uno pensaría que, como siempre son alimentadas por
humanos, su sabor sería diferente, más blanda y grasosa en vez de nervios
puros. De todos modos, es bueno que estén en caso de no conseguir otras aves.
Cerca de la casa de rosado hay unas fuentes, a veces había aves ahí. Mientras
me acercaba, pensaba en las fiestas. Nunca son iguales, cambia la gente, la
comida, los ruidos y hasta los colores que traen. Siempre cambian excepto por
dos cosas:
- La casa de blanco siempre termina de otro color,
muchas veces con carteles o con fuego a su alrededor.
- Aparecen los Botas.
Siempre
están, junto con los que celebran jugando, como cuando uno es cachorro. Golpeándolos
o alejándose de la de rosado. Muy pocas veces los he visto retroceder, y nunca
es por mucho tiempo. Hasta algunas veces los he visto lanzar agua a los que
celebran; y ese día no iba a ser la excepción.
Me acerqué, mientras oía el agua de la fuente,
y lo vi. Ese era mi día, o eso pensé en ése momento, por encontrar un cardenal
rojo. Me apoyé sobre mis patas traseras, con mis ojos fijos en esa ave, y saque
las garras de mis patas delanteras. Salté, y en un parpadeo mis garras se
clavaron en el ave, y caí en la fuente. El agua se tiñó de bordo, el cardenal
sabía muy bien pero tuve que escupir su cabeza.
Después de la comida solo quedaba dormir una
siesta, así que me dirigí de nuevo a mi callejón. Pero lo oí, el inconfundible
chillido que siempre hay antes de las fiestas. Corrí por el parque, salté y
mire rápidamente el suelo negro.Seguí corriendo hasta llegar a mi callejón. Me
volteé y lo vi.Todos estaban ahí, los de cada festejo, todos ellos. Parecía qué
iba a ser una fiesta larga, así que tendría que encontrarme un buen lugar para
la siesta.
Lo intente, y nada: siempre y en todas
partes, estaba el constante ruido de los festejantes. Decidí que tenía que
volver a ver, y lo que vi fue sorprendente; por primera vez los Botas ya no
estaban.
Horas más
tarde, las dos casas estaban iluminadas en fuego. La fiesta había terminado. Ya
no hubo más.

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