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lunes, 27 de abril de 2020

"Irina" un cuento para compartir



                                                      por Adrián Ferrero


     Es sabido. La flor del aloe vera, es fuerte como un abeto y fresca como el agua del otoño. Roja como una fogata con un tronco verde que la sostiene pero a la vez la inclina. Veremos que tiene que hacer el aloe vera en esta historia.
     Habían sido inseparables durante la infancia de ella. Él le inventaba juguetes, unía cartones con plasticolas de colores y pegaban papeles brillantes contra los azulejos del baño. La vida se les iba en la plaza. Le armaba caleidoscopios con pequeñas piezas de acrílico. Y le contaba cuentos. Muchos cuentos. Esa era una casa llena de cuentos.
     Los primeros paseos habían sido en coche.  Iban Juana con él  y la pequeña Irina. Irina ya desde que había nacido traía consigo buenas nuevas. Porque el día de su nacimiento su abuelo, que estaba en un hospital afectado por una operación de tímpano, llegó a escuchar las campanas que desde el Carmelo repicaron, justo en el horario en que nació Irina. Porque Irina llegó a este mundo a una hora redonda como un bostezo: las 00.00hs. En punto. De modo que sonaron las doce campanadas, Irina berreó y su madre pudo sentir sobre su pecho a esa bebé que latía con corazón de liebre y pelo de algodón alborotado.
     Irina no tomaba sopa. No le gustaba. Pero su padre tenía sus tretas. A los tres años logró que se hiciera fanática del arroz con leche con canela y cáscara de limón. Y a los cinco dejó las paletas de caramelo por la gelatina con trozos de banana y ananá.  Era receta de su padre: le ponía jugo de frutas y también algunas uvas pasas.     

     En el Jardín de infantes Irina tuvo una vida llena de gracias y morisquetas, de adivinanzas y canciones. Le gustaba pintar (su padre era pintor de cuadros, tenía su atelier) e Irina se hizo su grupito de amigas para trotar por el patio con caballitos de madera,  para armar figuras en la salita con formas geométricas y también por fin logró lo que pocos logran: ser querida por todo el curso. Es más: logró ser querida por todo el Jardín. Colaboraba en el reparto de los juguetes para las colectas y se ocupaba de consolar a sus compañeras cuando alguna lloraba con la pena negra por el manotazo de un patotero.
      Mientras su padre pintaba y pintaba y no le alcanzaban las telas y los óleos para cubrir sus formas geométricas con muchas curvas y algunas paralelas, ciertos rectángulos o figuras octogonales, el mundo giraba y giraba como ese globo terráqueo que tenía su abuelo en la casa quinta de Hernández.
     Juana era una mujer fría. Todo lo contrario del padre de Irina, que se llamaba Camilo. Camilo Por supuesto que como pintor había hecho exposiciones, muchas exposiciones pese a ser tan joven, porque desde muy chicos a él y a sus hermanos sus padres los habían mandado a estudiar a lo de una maestra de arte. Una maestra singular, que le soplaba al oído: “Caballos atravesando un arroyo al atardecer”. Y Camilo con una carbonilla de inmediato se ponía a trazar las formas hasta que terminaba, justo cuando el reloj de la clase indicaba su fin. Y un grupo de potrillos color gris corría por la llanura mientras otros vadeaban un arroyo lleno de juncos.
     El destino de Camilo quedó sellado además porque su casa estaba lleno de libros con cuadros de pintores famosos, que él desde muy chico  miraba con fervor. Y el tiempo de los colores pasteles llegaron. Y entonces Camilo lentamente comenzó a experimentar con nuevas técnicas. Nuevas para él, viejas para el mundo.
     Cuando Irina fue adolescente, en el Colegio Nacional al que asistió vio pinturas que reconocía de inmediato de pintores famosos en las clases de Historia del arte.  Vio las pinturas de Wassily Kandisky, las de Goya, las de Giorgio de Chirico, las de Leonora Carrington, las de Remedios Varo, las de Frida Kahlo y siguió buscando por su cuenta luego más y más pintores desconocidos. Rarezas solo para los entendidos. Algunas que su padre mismo le iba mostrando.  Camilo la llevaba a exposiciones a menudo o bien al atelier de amigos suyos.
     El tiempo pasó entre las pinceladas ocres de los otoños, los verdes que estallaban en verano junto con los azules eléctrico, los rojos y amarillos de la primavera y los verde oscuro del invierno, ese verde parecido al de las esponjas de lavar la vajilla.


     Un día, en medio de una clase de tercer año, un preceptor la interrumpió. Llamó al docente. El docente quedó paralizado.  La llamaron a Irina y la explicaron que bueno, en ocasiones estas cosas pasaban, las personas somos seres no de naturaleza perenne sino mortal. Y que su padre, mientras colgaba un cuadro en su atelier subido a una escalera, se había tropezado, y en una caída absurda, había dejado más solo a este mundo, a esta ciudad, a esa familia, a Irina que tiritaba como una hoja. Irina no reaccionó. El profesor le ofreció un vaso de agua. Irina se retiró al fondo del aula. Pensó bien lo que iba a hacer. Y sintió bien lo que iba a hacer.  Se reunió con su madre, que lloraba entre desangelada y perdida en una serie de trámites engorrosos.
     Los años pasaron. Irina no se atrevía a ir al atelier de su padre. Habían decidido dejar todo como estaba. Solo iba una señora a limpiar los pisos y a dar brillo a los muebles cada quince días.
     Era el lugar en el que su padre había perdido la respiración. Ese lugar en el que una persona deja de ser persona para convertirse en materia o, quizás, sustancia. 
     Cierta tarde, Irina le pidió la llave del atelier a su madre. Su madre dudaba. Se debatía entre si correr el riesgo de que le pudiera afectar estar en el lugar en el que su padre trabajaba cotidianamente. Por fin aceptó. Con miedo.
      Irina recorrió el lugar con cierta perplejidad. Mirando cuadro por cuadro. Se asomó al balcón por el que se veían las arboledas de la calle calle 51. Y también tembló de belleza ante ese atardecer de fines de septiembre cuyos rayos rebotaban tras los cristales del atelier y estallaban contra las paredes tan blancas como un mantel de lino colgado al sol.

    Asombrada de no conocer algunos de los cuadros, Irina comprendió que era mucho lo que no sabía de Camilo. Hasta que llegó a un cuadro cubierto por un cortinaje de terciopelo. Sin dudarlo descorrió la cubierta color celeste. Y cuál no sería su sorpresa cuando se vio a sí misma, en el momento preciso de nacer: las mismas facciones de la fotografía que tenían en la mesa de luz, su madre, el mismo hospital, la camilla de la que le habían hablado. Los médicos que la habían asistido. Y su padre sosteniéndola en el aire, en un gesto triunfal, como el de quien exhibe al mundo no un trofeo que se ha ganado, sino el regalo más bello que ha recibido en toda su vida. Miró  el cuadro, escrutó sus formas, sus contornos, sus colores. Era la postal exacta que ella había protagonizado pero jamás había visto. Era la escena de la que había sido  protagonista pero no testigo.
-Así era papá. Diáfano como las aguas cristalinas de una vertiente-se escuchó decir en voz alta, sin sentir que lo estaba pronunciando al mismo tiempo.
     La imagen era la fotografía más perfecta. Y más amada. Y más inolvidable que ella hubiera conocido jamás. Se le  heló la respiración. Vio  a su padre. Vio la escena.  Y supo que había sido lo suficientemente amada como para que un padre pintara con sus pinceles,  un instante tan memorable para él. Pero, sobre todo, para ella. Como si presintiera que era importante dejarle un legado para siempre.
     Irina muchas veces volvió a ver ese cuadro y las manos invisibles de su padre pintándolo. Era hora de comenzar a pintar los suyos. Empezó por los del verano. Y pintó el primer chapuzón en el mar que recordaba se había dado con su padre en Miramar.


     Y pintó la primera vez que habían andado en bicicleta en  la vereda de su casa. Y pintó el recuerdo de una visita a lo de sus abuelos en la que habían comido muchos merengues. Hasta que un día, cierto día, digamos, pintó un aloe vera. Era la planta preferida de su padre porque sabía que tenía propiedades curativas. Y cuando él había vivido solo de joven la única planta que tenía en la galería de su casa era un aloe. Y de pronto a Irina se le escapó el pincel de entre los dedos, se independizó de ella. Porque una flor como iridiscente, color toda roja y oro, tan larga como el cuello de un dinosaurio pequeño salió del centro del aloe. Comprendió que la primavera había llegado. Que era cierto lo que su padre siempre le había dicho: que el aloe todo lo sana. El aloe vera había sanado su dolor enterrado como un tesoro en un galeón en el fondo del océano. Y el color rojo y oro de su corola la había hecho tan, tan feliz, que el mundo se alumbró con un sol tan estridente que sintió  que su luz se parecía a millares de farolas en una noche de Navidad. La luz lo inundaba todo. Ella era feliz. Su padre, estaba junto a ella a cada instante, a cada paso que daba. Y la luz del mediodía la encontró observando hipnotizada la belleza inmarcesible de ese aloe. De ese aloe que guardaría para siempre. Porque era el de su padre. Y era, sobre todo, el que él le había enseñado a pintar sin habérselo enseñado.

Adrián Ferrero 7/4/2020

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