por Adrián Ferrero
Es sabido. La flor del aloe
vera, es fuerte como un abeto y fresca como el agua del otoño. Roja como una
fogata con un tronco verde que la sostiene pero a la vez la inclina. Veremos
que tiene que hacer el aloe vera en esta historia.
Habían sido inseparables
durante la infancia de ella. Él le inventaba juguetes, unía cartones con
plasticolas de colores y pegaban papeles brillantes contra los azulejos del
baño. La vida se les iba en la plaza. Le armaba caleidoscopios con pequeñas
piezas de acrílico. Y le contaba cuentos. Muchos cuentos. Esa era una casa
llena de cuentos.
Los primeros paseos habían
sido en coche. Iban Juana con él y la pequeña Irina. Irina ya desde que había
nacido traía consigo buenas nuevas. Porque el día de su nacimiento su abuelo,
que estaba en un hospital afectado por una operación de tímpano, llegó a
escuchar las campanas que desde el Carmelo repicaron, justo en el horario en
que nació Irina. Porque Irina llegó a este mundo a una hora redonda como un
bostezo: las 00.00hs. En punto. De modo que sonaron las doce campanadas, Irina
berreó y su madre pudo sentir sobre su pecho a esa bebé que latía con corazón
de liebre y pelo de algodón alborotado.
Irina no tomaba sopa. No le
gustaba. Pero su padre tenía sus tretas. A los tres años logró que se hiciera
fanática del arroz con leche con canela y cáscara de limón. Y a los cinco dejó
las paletas de caramelo por la gelatina con trozos de banana y ananá. Era receta de su padre: le ponía jugo de frutas
y también algunas uvas pasas.
En el Jardín de infantes Irina
tuvo una vida llena de gracias y morisquetas, de adivinanzas y canciones. Le
gustaba pintar (su padre era pintor de cuadros, tenía su atelier) e Irina se
hizo su grupito de amigas para trotar por el patio con caballitos de
madera, para armar figuras en la salita
con formas geométricas y también por fin logró lo que pocos logran: ser querida
por todo el curso. Es más: logró ser querida por todo el Jardín. Colaboraba en
el reparto de los juguetes para las colectas y se ocupaba de consolar a sus
compañeras cuando alguna lloraba con la pena negra por el manotazo de un
patotero.
Mientras su padre pintaba y
pintaba y no le alcanzaban las telas y los óleos para cubrir sus formas geométricas
con muchas curvas y algunas paralelas, ciertos rectángulos o figuras
octogonales, el mundo giraba y giraba como ese globo terráqueo que tenía su
abuelo en la casa quinta de Hernández.
Juana era una mujer fría.
Todo lo contrario del padre de Irina, que se llamaba Camilo. Camilo Por
supuesto que como pintor había hecho exposiciones, muchas exposiciones pese a
ser tan joven, porque desde muy chicos a él y a sus hermanos sus padres los
habían mandado a estudiar a lo de una maestra de arte. Una maestra singular,
que le soplaba al oído: “Caballos atravesando un arroyo al atardecer”. Y Camilo
con una carbonilla de inmediato se ponía a trazar las formas hasta que
terminaba, justo cuando el reloj de la clase indicaba su fin. Y un grupo de
potrillos color gris corría por la llanura mientras otros vadeaban un arroyo
lleno de juncos.
El destino de Camilo quedó
sellado además porque su casa estaba lleno de libros con cuadros de pintores
famosos, que él desde muy chico miraba
con fervor. Y el tiempo de los colores pasteles llegaron. Y entonces Camilo
lentamente comenzó a experimentar con nuevas técnicas. Nuevas para él, viejas
para el mundo.
Cuando Irina fue adolescente,
en el Colegio Nacional al que asistió vio pinturas que reconocía de inmediato
de pintores famosos en las clases de Historia del arte. Vio las pinturas de Wassily Kandisky, las de
Goya, las de Giorgio de Chirico, las de Leonora Carrington, las de Remedios
Varo, las de Frida Kahlo y siguió buscando por su cuenta luego más y más
pintores desconocidos. Rarezas solo para los entendidos. Algunas que su padre
mismo le iba mostrando. Camilo la
llevaba a exposiciones a menudo o bien al atelier de amigos suyos.
El tiempo pasó entre las
pinceladas ocres de los otoños, los verdes que estallaban en verano junto con
los azules eléctrico, los rojos y amarillos de la primavera y los verde oscuro
del invierno, ese verde parecido al de las esponjas de lavar la vajilla.
Un día, en medio de una clase
de tercer año, un preceptor la interrumpió. Llamó al docente. El docente quedó
paralizado. La llamaron a Irina y la
explicaron que bueno, en ocasiones estas cosas pasaban, las personas somos
seres no de naturaleza perenne sino mortal. Y que su padre, mientras colgaba un
cuadro en su atelier subido a una escalera, se había tropezado, y en una caída absurda,
había dejado más solo a este mundo, a esta ciudad, a esa familia, a Irina
que tiritaba como una hoja. Irina no reaccionó. El profesor le ofreció un vaso
de agua. Irina se retiró al fondo del aula. Pensó bien lo que iba a hacer. Y
sintió bien lo que iba a hacer. Se
reunió con su madre, que lloraba entre desangelada y perdida en una serie de
trámites engorrosos.
Los años pasaron. Irina no se
atrevía a ir al atelier de su padre. Habían decidido dejar todo como estaba.
Solo iba una señora a limpiar los pisos y a dar brillo a los muebles cada
quince días.
Era el lugar en el que su
padre había perdido la respiración. Ese lugar en el que una persona deja de ser
persona para convertirse en materia o, quizás, sustancia.
Cierta tarde, Irina le pidió
la llave del atelier a su madre. Su madre dudaba. Se debatía entre si correr el
riesgo de que le pudiera afectar estar en el lugar en el que su padre trabajaba
cotidianamente. Por fin aceptó. Con miedo.
Irina recorrió el lugar con
cierta perplejidad. Mirando cuadro por cuadro. Se asomó al balcón por el que se
veían las arboledas de la calle calle 51. Y también tembló de belleza ante ese
atardecer de fines de septiembre cuyos rayos rebotaban tras los cristales del
atelier y estallaban contra las paredes tan blancas como un mantel de lino colgado
al sol.
-Así era papá. Diáfano como las aguas cristalinas de una vertiente-se
escuchó decir en voz alta, sin sentir que lo estaba pronunciando al mismo
tiempo.
La imagen era la fotografía
más perfecta. Y más amada. Y más inolvidable que ella hubiera conocido jamás.
Se le heló la respiración. Vio a su padre. Vio la escena. Y supo que había sido lo suficientemente
amada como para que un padre pintara con sus pinceles, un instante tan memorable para él. Pero,
sobre todo, para ella. Como si presintiera que era importante dejarle un legado
para siempre.
Irina muchas veces volvió a
ver ese cuadro y las manos invisibles de su padre pintándolo. Era hora de
comenzar a pintar los suyos. Empezó por los del verano. Y pintó el primer
chapuzón en el mar que recordaba se había dado con su padre en Miramar.
Y pintó la primera vez que
habían andado en bicicleta en la vereda
de su casa. Y pintó el recuerdo de una visita a lo de sus abuelos en la que
habían comido muchos merengues. Hasta que un día, cierto día, digamos, pintó un
aloe vera. Era la planta preferida de su padre porque sabía que tenía
propiedades curativas. Y cuando él había vivido solo de joven la única planta
que tenía en la galería de su casa era un aloe. Y de pronto a Irina se le
escapó el pincel de entre los dedos, se independizó de ella. Porque una flor
como iridiscente, color toda roja y oro, tan larga como el cuello de un
dinosaurio pequeño salió del centro del aloe. Comprendió que la primavera había
llegado. Que era cierto lo que su padre siempre le había dicho: que el aloe
todo lo sana. El aloe vera había sanado su dolor enterrado como un tesoro en un
galeón en el fondo del océano. Y el color rojo y oro de su corola la había hecho
tan, tan feliz, que el mundo se alumbró con un sol tan estridente que
sintió que su luz se parecía a millares
de farolas en una noche de Navidad. La luz lo inundaba todo. Ella era feliz. Su
padre, estaba junto a ella a cada instante, a cada paso que daba. Y la luz del
mediodía la encontró observando hipnotizada la belleza inmarcesible de ese
aloe. De ese aloe que guardaría para siempre. Porque era el de su padre. Y era,
sobre todo, el que él le había enseñado a pintar sin habérselo enseñado.
Adrián Ferrero 7/4/2020
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