Mi buena y sabia amiga la doctora Graziella Pogolotti, título que lleva siempre como justo blasón de la nobleza del pueblo, me citó como “los clásicos” ―y de paso enriqueció mi idea original― en su popular columna que replica semanalmente la prensa nacional: “En estos días de coronavirus, un amigo, el poeta Norberto Codina, observaba con sagacidad que no debía hablarse de aislamiento social, sino de aislamiento físico. En efecto, la dimensión espiritual que habita en nosotros es un reservorio vital, fuente de vida similar a lo que tradicionalmente se denominaba alma. Se construye desde las primeras edades en el intercambio entre los humanos”.


Aislamiento o distanciamiento social es un término errado que estamos reproduciendo. Lo que se trata es de fomentar el aislamiento o distanciamiento físico, pues el vínculo social nos es más necesario que nunca, aunque sea a través de llamadas telefónicas con fijos o celulares ―que sustituyen las añoradas visitas―; el intercambio por correo electrónico, whatsapp, facebook, etc. Cuando en las esporádicas salidas para gestiones puntuales saludamos ―nasobuco y calle mediante―, a vecinos o conocidos; o cuando en determinadas noches salimos a los balcones, patios y portales de nuestras casas a batir palmas con el resto del barrio, para sentirnos enlazados en la resonancia de esos aplausos. Para no hablar que oír música, ver tv o series, estar al tanto de las noticias más que nunca, o el sencillo acto de la lectura, es una forma ejemplar de interactuar socialmente.
El drama devastador de las epidemias me acompaña desde la más temprana infancia, pues siempre estuvo presente en las conversaciones de mi madre quien, huérfana con apenas dos años, no pudo conocer a mi abuela que moriría muy joven en su natal Manzanillo. De ella conservo levemente el legado de su existencia, y no me quedaría más que una sombra de su belleza, de la que dan fe un par de fotos y el testimonio de sus amigas las maestras Núñez Béjar. Mi abuela falleció en 1918, producto de la llamada “influenza del dengue” —como se le mencionaba en mi familia—, o la mal llamada “gripe española”, pandemia que en poco más de una año cobró entre cuarenta y cincuenta millones de vidas en el mundo —incluyendo la del coronel José María Lezama Rodda, narrada dramáticamente por su hijo en Paradiso, saldo similar al de  la Gran Guerra. Entre los muertos célebres que acarreó esta pandemia, bastaría con nombrar a figuras excepcionales como el pintor austríaco Gustav Klimt o el poeta francés Guillermo Apollinaire, creadores cuya presencia crece con el tiempo.


La cultura, y la literatura en particular, siempre han acompañado las tragedias que ha protagonizado la humanidad, y bastaría recordar unos pocos ejemplos ilustres, lecturas que nunca pasan de moda. En el siglo XIV, ante los embates de la peste bubónica o peste negra, un grupo de jóvenes se refugió en las afueras de la entonces próspera Florencia y durante esa cuarentena y de la mano de Boccaccio, dio lugar a una obra cumbre de la literatura universal, los cuentos del Decamerón. En el proemio de la obra el autor escribe: “¡Cuántos valerosos hombres, cuántas hermosas mujeres, cuántos jóvenes gallardos a quienes no otros que Galeno, Hipócrates o Esculapio hubiesen juzgado sanísimos, desayunaron con sus parientes, compañeros y amigos, y llegada la tarde cenaron con sus antepasados en el otro mundo!”.
Según la columnista Merry MacMasters, en artículo publicado por el periódico mexicano La Jornada, se especula si el dramaturgo William Shakespeare en su autoaislamiento provocado por la peste que azotó a Londres en 1606 “escribió o no en cuarentena (…) tres obras de teatro. Se dice que (…) escribió El Rey Lear y La tragedia de Macbeth, dos de sus más grandes obras, así como Antonio y Cleopatra, durante una reclusión forzada”, e igual muchos de sus poemas, sobre todo sus inmortales sonetos, que más de cuatro siglos después tanto admiramos. Al decir del estudioso Jonathan Bates “la peste fue la fuerza más poderosa que moldeó su vida y la de sus contemporáneos”.
Daniel Defoe —quien por cierto escribió Fortunas y adversidades de la famosa Moll Flanders, excelente novela picaresca que se emparenta con el clásico florentino por su sensualidad y desenfado—, dio a conocer en marzo de 1722, hace justo 298 años, Diario del año de la peste. Ficción narrativa de las experiencias de un hombre durante el año de 1665, en el que la ciudad de Londres sufrió el azote de “la gran plaga”. Otra novela, Los novios, la obra que inmortalizara el nombre de Alessandro Manzoni, es famosa por su convincente recreación de la peste milanesa de 1630.
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El último hombre en la tierra es una novela con ribetes apocalípticos y futurista escrita por Mary Shelley, dada a conocer por primera vez en 1826. Narra la historia de una sociedad, en un futuro hipotético, que ha sido arrasada por una plaga, ficción que transcurre a finales del siglo XXI. Recordemos que Shelley es autora de una pieza insuperable como Frankenstein, obra de la que se dice concibió durante su tiempo de reclusión en 1816 —junto a otros escritores como Lord Byron y John Polidori—, en el llamado por sus efectos climáticos “año sin verano”. En el clásico latinoamericano El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez, uno de sus personajes protagónicos, el doctor Juvenal Urbino, es un famoso médico que se dedica a combatir el cólera.
En estos tiempos de aislamiento, el escritor israelí Etgar Keret escribió el cuento “Esposa Inquebrantable”, en donde el autor conjetura cómo sería su muerte provocada por el coronavirus. El relato inicia de esta forma: “Desde que el brote de la epidemia explotó, por fin he logrado imaginar mi propia muerte. No es que antes no lo hubiera intentado, pero cada vez que estaba en cama acostado, con los ojos cerrados, e intentaba vislumbrar mis últimos suspiros, algo salía mal.”
Pero más allá de estas historias que nos acompañan de siempre, y que la muerte sea por su naturaleza un destino común, su condición no es todo lo democrática que nos enseñan, pues no debemos olvidar que la peor de las pandemias, y la más antigua de todas, es la desigualdad económica, por eso el titular de un periódico europeo nos recuerda que el coronavirus se ceba en los barrios obreros de Nueva York, cuando la metrópoli se ha convertido en el epicentro mundial de la crisis. Independiente de que la epidemia no ha perdonado ni a países ni a ciudades del llamado primer mundo, y ha afectado a príncipes, primeros ministros, primeras damas, figuras de Hollywood y futbolistas de élite, son sin dudas las clases más desprotegidas, los humildes de siempre, las principales víctimas. En muchos países pobres, pienso en África y América Latina, puede haber decenas de miles de infestados que ni tan siquiera cuentan como cifras. “En esta crisis todo el mundo va a perder algo” comentó la prensa, pero como sucede siempre los pobres perderán lo poco que les dejan, todo y más… Por cierto, según el economista colombiano Luis Fernando Ángel, en lo que ha transcurrido del año —hasta el 25 de marzo—, habían muerto 100 veces más personas por hambre que por Covid-19, pero de eso muchos ni se han enterado.
Para concluir quiero regresar, apostando por la esperanza y por la vida, a mi idea original de que la interrelación social diversa y a distancia y las buenas lecturas, que nunca envejecen, nos ayuden en estos tiempos difíciles y nos hagan mejores para el mañana y que todo el mundo, sin distinción, gane algo.



(*) artículo extraído de la Revista Cubana
      "La Jiribilla"