Los
desterrados del bosque
por
María Cristina Alonso
Hablemos de
bosques que funcionan en los relatos para niños como fronteras entre lo real y
lo maravilloso, como espacio en el que lo extraordinario sucede o donde se
inicia el viaje.
En El bosque
dentro de mí, de Adolfo Serra (FCE, 2016), un álbum sin palabras, un niño
encuentra en el agua no sólo su propia imagen sino a un misterioso ser que lo
acompañará en un viaje a través del bosque. Este bosque diseñado con una
reducida paleta de tintas negras y grises se irá poblando de ríos para vadear,
de anchos cielos por donde pasan bandadas de pájaros, de sombras y de luces
misteriosas, de pinos y abedules, de ojos y de estrellas. Por momentos la
oscuridad parecerá ocultar por completo al niño que no está solo, la compañía
del monstruo amigo le permitirá descubrir la maravilla de un cielo infinito.
El camino
parece largo pero al final el niño llega a la ciudad en donde su amigo, surgido
de las entrañas del bosque, se diluye y
parece devorado por esa otra selva, la del cemento.
El final
surgiere la transformación del personaje y la vuelta al mundo natural, como
subrayando que todos, en lo profundo, somos seres salvajes que huimos de los
excesos de la civilización. El mismo autor ha escrito sobre su libro: “Yo quiero hablar de la
naturaleza como algo abrumador, enorme, sencillo, brutal, bello. Los seres
humanos como seres de la naturaleza. Pero también quiero hablar de la
naturaleza interior. Crecer, madurar, evolucionar, cambiar. Descubrirse en
otros, descubrirse en uno mismo, vernos y no vernos. El reflejo, la búsqueda,
la identidad.”
Italo Calvino
publicó en 1966 un libro para niños titulado Marcovaldo, o
sea Las estaciones en la ciudad. Está integrado por veinte
relatos. Cada uno dedicado a una estación; el ciclo de las cuatro estaciones se
repite cinco veces. Todos los relatos tienen el mismo protagonista, Marcovaldo,
y siguen más o menos el mismo esquema.
Marcovaldo es
un obrero un tanto caricaturesco, una
especie de Charlie Chaplin, un hombre que viene de otra parte y que se
encuentra exiliado en la ciudad industrial. Lo cierto es que Marcolvaldo no
comprende el caos de la ciudad, las carencias en
medio de la abundancia, la urbanización irracional.
En “El bosque
sobre la autopista”, en el invierno helado de la posguerra, los niños confunden
los grandes carteles publicitarios con los árboles de un bosque. La idea de
salir a buscar un bosque en la ciudad la tiene Miguelito, el hijo menor de
Marcovaldo que, lee un libro –sacado en préstamo en la biblioteca de la
escuela, aclara Calvino-, sobre el hijo de un leñador que sale a juntar leña al
bosque. Miguelito confunde a los árboles con los carteles luminosos de la
autopista. El mismo Marcovaldo se suma a la empresa sorteando la mirada del
policía y saca leña de los anuncios de madera terciada. “¿Libro para niños?
¿Libro para jóvenes? ¿Para adultos? Hemos visto cómo todos estos planos
continuamente se entrecruzan. O más bien, ¿es un libro en el que el autor a
través de la pantalla de estructuras narrativas simplísimas, expresa su propia
relación, perpleja e interrogante, con el mundo?” Concluye en el prefacio.
Otra fábula
nos lleva a un bosque agredido por la sociedad industrial que construye una
fábrica sobre la cueva a donde un oso se ha echado a hibernar. Se trata del
cuento El oso que no lo era, escrito e ilustrado por Frank Tashlin,
publicado por primera vez en 1946 y con sucesivas reediciones.
El oso del cuento al que nos referimos se despierta en primavera y
encuentra que su cueva se ha convertido en una enorme fábrica. Es confundido
con un obrero y nadie le cree que es un oso. “Usted es un hombre tonto, sin
afeitar y con un abrigo de pieles”. Letanía que le van repitiendo el Capataz,
el Gerente, el Vicepresidente, el Vicepresidente Primero, el Presidente, los osos del
zoológico y del circo. El oso sigue afirmando que sólo es un oso, pero se lo
repiten tanto que al final pierde su personalidad y se suma al trabajo fabril
despersonalizador. El Oso resiste hasta que la fábrica cierra y los obreros son
despedidos. Vuelven a sus casas, pero el oso está solo y no tenía a dónde ir. Como ve a una bandada de gansos que vuelan
hacia el sur recuerda que el invierno está por llegar y busca una cueva para dormir
durante toda la estación. No obstante, al trabajo de mentira sistemática al que
había sido sometido (cualquier parecido con lo que los medios de comunicación
hacen con la gente difundiendo noticias falsas es verdadero) dice: “Pero no
puedo entrar en la cueva para invernar. No soy un oso. Soy un hombre, tonto,
sin afeitar y con un abrigo de pieles.”
Finalmente,
en un acto de supervivencia, vuelve a sus raíces, escucha y lee lo que le dice
el bosque y recupera su identidad.
Estas
tres obras, en donde el bosque y la sociedad urbana, industrial y consumista se
muestran en contrapunto se alejan del estereotipo del bosque como aparece en
los cuentos populares.
Señala Bruno
Bettelheim en sus libro Psicoanálisis de
los cuentos de hadas al referirse al bosque: “Desde tiempos inmemoriales, el bosque casi
impenetrable en el que nos perdemos ha simbolizado el mundo tenebroso, oculto y
casi recóndito de nuestro inconsciente. Si hemos perdido el marco de referencia
que servía de estructura a nuestra vida anterior y debemos ahora encontrar el
camino para volver a ser nosotros mismos, y hemos entrado en este terreno
inhóspito con una personalidad aún no totalmente desarrollada, cuando
consigamos salir de ahí, lo haremos con una estructura humana muy superior.”
En los tres
cuentos que hemos comentado, el bosque aparece como ese otro tópico de la
literatura, locus amoenus,
idealización de un mundo natural que la sociedad industrial, las ciudades de
cemento y la aglomeración humana interceptan permanentemente para no permitirle
al individuo encontrarse con su verdadero rostro.
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