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lunes, 3 de noviembre de 2025

NOVEDAD que llega al Hormiguero... por María Cristina Alonso

 El pejerrey dorado de Patricio Vargas



Guillermo Martínez en su ensayo Once tesis (y antítesis) sobre la escritura de ficción desaconseja a sus alumnos de los cursos de escritura,  no usar la segunda persona por artificiosa ante la elección de un punto de vista narrativo. Claro que, a cada tesis planteada, el autor propone una antítesis, porque en toda escritura siempre es posible rebatir una posición.

En El pejerrey dorado, una breve y hermosa novela de Patricio Vargas, el punto de vista elegido para narrar esta historia es, precisamente, la segunda persona. El chico que han matado en una pelea ahora es una voz que le habla a la madre. “Me encontraron boca abajo en el barro. Boqueaba como un pescado”. Así inicia ese discurso en el que el muerto parece encontrarle un sentido a su breve y mísera vida y es, precisamente, ese uso de la segunda persona que invoca permanentemente a la madre, lo que hace más potente al relato.  

Desde el momento en que el muchacho protagonista es subido a una camilla después de una pelea desigual, deja de ser un cuerpo masacrado para convertirse solo en ojos y voz. “Abrí los ojos cuando me movieron para subirme a la camilla”, cuenta cuando logra sintonizar el murmullo lejano que es su propia voz. Como un pescado que boquea, el narrador rememora sucesos pasados, pero también se instala en el presente para describir los rituales de la propia muerte que lo envuelven. 

Desde entonces, asistiremos a un relato en el que la laguna se convierte en centro del mundo narrado incluyendo la leyenda fabulosa de un pejerrey dorado.

Una voz que construye un territorio, que lo define. Es  la laguna el paisaje donde se despliega el restringido mundo en el que ha transcurrido su vida, con la fauna humana que lo frecuenta, con los sucesos de violencia y desamparo, con el amor y la traición. 

Pescadores, negocios en torno a la pesca, personajes singulares, rústicos y solitarios, cargando historias pesadas y turbias -Ramírez, Solano, Colombo, la madre que se prostituye- son mirados con el devenir de esa voz que ha perdido el cuerpo pero que va y vuelve en el tiempo como “el agua de la laguna que pega contra las piedras o contra el casco de los botes”.

Vargas ha encontrado la música de la laguna y la va ejecutando con morosidad y poesía. Es un mundo brutal pero permeable a ciertos rasgos de ternura. El narrador va y viene de la sala donde lo velan a episodios pasados, a sus pendencias y humillaciones.

El movimiento del agua impulsa el relato, “la corriente va y viene en su incesante oficio, cargada de memorias sobre los hombres y los barcos..”

El chico que narra su experiencia de vida es espectador de la violencia familiar, del comercio sexual de su madre, de la incomprensión de las maestras y de una escuela que baja los brazos cuando se siente vencida para una realidad social que no puede, ni intenta cambiar. La novela registra y desnuda una sociedad de mezquindades miserias y desamparo sin teorizaciones, ni discursos. 

Por momentos el relato parece el de un náufrago que sabe de antemano que todo terminó para él, pero sigue todavía aferrado a una madera para ser testigo de lo que deja. Hay escenas muy logradas: los encuentros con Mío en casa de la tía, los momentos en el refugio del gusano en la plaza del cementerio, los relatos de los pescadores por las noches en la época del pejerrey.

Entre todas las voces que se cruzan convocadas por la voz del narrador -la abuela, el cura, el médico que firma el certificado, el hombre que arregla los cadáveres, la vecina, Ramírez con sus historias de Claribel- aparece, en otro registro, la de los documentales de animales que solía ver el protagonista. Una voz descriptiva que equipara el comportamiento de los animales con el de los hombres.

La novela cierra y deja, en la mano del lector el infinito desamparo de un adolescente que se construye desde el recuerdo, alguien tan desesperado que se compara con los peces cuando la laguna está baja y no tienen comida. “Yo, como ellos -nos dice- era capaz de morder cualquier anzuelo que tuviera cerca.” 



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