por María Cristina Alonso
Está ahí, siempre creciendo, siempre en movimiento. Tiene algunas zonas transitadas con frecuencia, repasadas con dedos veloces y otras, territorios desiertos, olvidados, de esos por los que no pasan ni los bandidos que se pierden en la niebla.
No es una ciudad pero contiene miles, desde las que cuelgan del aire a las que se derrumban en medio de la guerra.
No es un pueblo, pero muchos Macondos, Comalas, Santa Marías, Colonias Velas, Yoknapatawphas encienden sus faroles justo en el momento en el que el sol se oculta con último suspiro.
No es un bar ni un salón de baile, pero he creído ver, a lo lejos que una mansión se ilumina y una multitud elegante baila y bebe champagne mientras Gabsy, o alguien que se le parece, se aleja solitario. No es un barco, pero a veces, cuando me acerco, veo surgir, desde las profundidades del mar, a una ballena diabólicamente blanca.
Suele permanecer en silencio. Sin embargo, cuando ando buscando esa palabra esquiva, me aturde con sinónimos y murmura poemas sobre antiguas batallas o amores que no cesan.
No es, a simple vista, una máquina del tiempo, pero de tanto en tanto, rugen sus motores cuando me instalo cómodamente en la cabina central donde están los mandos. Me pongo los anteojos para inspeccionar el mapa y le digo a alguien que quiere parecerse a Nemo que deseo marchar hacia el planeta rojo donde los yanquis ya han levantado puestos de salchichas en el lugar en el que había ciudades de cristal, o mejor, viajar hacia atrás y caerme de visita en la isla de Polifemo, para ver si era cierto eso que dicen de la sagacidad de Ulises.
Cápsula, reservorio, depósito, coto, artefacto, residencia, sostén, navío, a simple vista parece receptar en silencio el polvo que entra por la ventana, pero se estremece imperceptiblemente cuando fusilan a poetas en la madrugada o encarcelan a los que escriben nanas a los hijos que no pueden abrazar.
Por las noches, cuando apago las luces y dejo sólo encendida la del escritorio, de ella se escapan para flotar levemente en el aire violeta del sueño los británicos fantasmas de Henry James o el mismísimo padre de Hamlet desde la fría noche de Elsinor.
Parada frente a ella entrecierro los ojos y, entonces se encienden las fogatas de Pavese, relumbran los cuchillos de Borges, se ensombrece la selva de Quiroga, huele al cianuro que una muchacha llamada Ema está por beber, o se agitan las patas del insecto que anticipa metamorfosis y soledad.
Por ella me paro tan pronto en una esquina de Brooklyn o me largo con el coronel Mansilla a los ranqueles. Aunque no bebo, me tomo unos tragos con Marlowe cuando está triste y solitario o me deslizo en el Metro parisino para evitar que la Maga siga llorando por Rocamadour.
No es mi biografía, pero desde sus maderas arqueadas veo a la niña que fui paseando por los jardines troquelados de Aladino, tomando el té bajo las lilas con las mujercitas de la colección Robin Hood, caminando hacia la casa holandesa de atrás para vivir el encierro de Ana.
No es un avión ni una goleta, pero a veces me sumo al vuelo de Antoine para repartir cartas con el Correo del Sur y hablo entre amigos con algunos piratas escapados del mapa de Stevenson.
Frecuento algunos estantes más que otros, confieso arañas en las estancias de bests sellers adquiridos vaya a saber cómo y suelo detenerme en los girasoles de Van Gogh, en las bailarinas de Lautrec, en los cuellos infinitos de Modigliani. Se me estruja el corazón cuando el Nunca más aprieta sus hojas inundadas de horrores o elijo las infancias de Alejandra en el país del no me acuerdo.
Ha ido creciendo conmigo, se ha hecho grande a mi ritmo, la miro, nos miramos, nos reconocemos. Cuánto tiempo ha pasado, nos decimos. Ya casi no te queda lugar, me advierte.
Pero siempre hay un espacio para un libro más en mi biblioteca.
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