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viernes, 10 de julio de 2020

Diario de cuarentena. El poder de la ilustración


por María Cristina Alonso

¿Cómo despertamos cada mañana?

 
Sumergidos en la pandemia, flotando en sus aguas oscuras e inciertas, manteniéndonos a flote sobre cifras imposibles de asimilar, somos náufragos, cada uno en nuestras casas, esperando llegar a salvo a la orilla, sorteando monstruos, fantasmas y duendes enanos. 

Inevitablemente viene a mí, cuando la primera luz de la mañana entra por mi ventana, la imagen más poderosa de mi infancia. Está en un libro, claro, Cuentos para niños de la Editorial Sopena, una edición de 1941. Creo que se lo habían regalado a mi hermana, tal vez mi padre lo había comprado en la librería Depanis que no sólo tenía lápices, papeles y cuadernos, también vendía partituras musicales (era la época del auge de las profesoras de piano) y los libros que nos regalaban en cumpleaños y enfermedades. El dueño era un hombre enorme y canoso que estiraba sus manos hacia las estanterías para bajar todas esas cosas que uno ama en la infancia (y sigue amando): papel glasé, tijeras de plástico, tintas y lápices de colores y cuentos de editoriales españolas de algunos años atrás, como el ejemplar que recuerdo ahora, el que tiene la imagen más perturbadora de mi infancia y que, en esta mañana de un 9 de julio inverosímil, aun me aterroriza. Pertenece a un cuento muy elemental cuyo argumento puede sintetizarse en pocas líneas: una chica de nueve años se queda sola en su casa una tarde porque sus padres se van a visitar a una persona enferma. Lee Cuentos de hadas, un libro que le han regalado en su cumpleaños. Pasan las horas (qué padres más irresponsables pensé siempre), la chica empieza a sentir miedo y se va a su cuarto. En la creciente penumbra del crepúsculo unos fantasmas enormes empiezan a danzar alrededor de su cama y duendes y enanos con sonrisas perversas se trepan por los barrotes. Le hacen guiños, la señalan con el dedo, esas cosas que hacen los seres sobrenaturales. Mucho rato después los padres la encuentran aterrorizada, escondida entre las sábanas. Los fantasmas y duendes, claro, ya han desaparecido. Adviértase que el narrador sugiere que el terror de la niña y su desbordante imaginación es culpa de la literatura.

Desaparecen del cuento, claro, pero quedan para siempre -entre mis imágenes de terror- gracias a la ilustración de un anónimo dibujante (ni siquiera el autor del libro figura, mucho menos el del ilustrador que en esos tiempos era absolutamente ninguneado). En la ilustración la chica está vestida íntegramente de negro, digamos a la moda de una pupila de hospicio de la década del 20. Y el negro del vestido contrasta con los tonos pasteles, esfumados, del ambiente irreal donde los seres imaginarios (¿imaginarios?) avanzan entre la bruma.

En mi primera novela, Tías de infancia, Alicia, la protagonista lee este cuento. También a ella se le aparecen “duendes con caperuzas y barbar erizadas, enanos con pústulas en la cara y fantasmas aparatosos que danzaban y se acercaban a ella”. Cuando la desaparecida editorial Club de estudio decidió publicarlo me preguntaron acerca de qué imagen imaginaba para la tapa y describí la escena del cuento al ilustrador Chipo Sánchez que trabajaba para ese sello. Su dibujo –el ilustrador no vio el original- actualiza maravillosamente el terror que lo desconocido amenaza por las noches.

Así nos despertamos todas las mañanas cuando las noticias actualizan el imparable avance del virus. Asediados, inermes, desamparados.

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