Lejos, al sur
para
Camilo, recién llegado
En esa casa, esa
noche se tomó té con canela. Un té que olía a hierbas de la sierra. A la sierra
cuando la primavera estalla en manzanilla y tomillo.
El agua hirvió en la pava, sobre la salamandra. Chispas brotaban de la
lumbre, que parecía una ventana del infierno. Pero esa casa era distinta. Era
una casa en la que se estaban haciendo planes. Y se cocinaban galletas de
avena.
Javier era empleado en el Ministerio de Salud. Catalina había estudiado
para abogada, pero había comprendido a tiempo que hay que vivir lejos de las
personas tramposas.
No tenían hijos. Tenían muchas ganas de vivir, eso sí. Sobraba.
Catalina tenía un roble en su jardín. Y tenía jazmines que ahora estaban
secos y arrugados como la cáscara de una nuez. Y tenía el alma marchita de
tanto trabajar en una escribanía, acercándole las escrituras a la Sra. Carmela.
Ella le convidaba con un chocolate caliente cada mañana, cuando llegaba puntual
después de tomar el micro. Era de noche cuando Catalina partía rumbo a la
escribanía. Tenía que atravesar toda la ciudad. Tenía miedo. La ciudad estaba
llena de lobos. Y los lobos tienen ojos de fuego.
Cierto día Catalina le contó a la Sra. Carmela que estaban cansados de
la vida en esa ciudad llena de chismes. Entonces la Sra. Carmela, que había
andado mundo le dijo: “¿Y por qué no se van a vivir a la Patagonia? Allí
también hace frío. Mucho más que acá. Pero en temporada alta podrías vender tus
chocolates con almendras. Y Javier podría o pedir un traslado o empezar una
nueva vida. No sé. Quizás poniendo un negocio de venta de chocolates. Podrían
vivir en una cabaña en un bosque. Cuidar que la gente no arroje residuos porque
siempre hay personas sucias viviendo en los bosques. Podrían ir al cine porque
en el Sur. En algunos lugares donde todavía hay algunos. O, por qué no,
trabajar en un hotel en la parte jurídica. ¿No lo pensaron?”.
Catalina la miró. Se la cayeron los anteojos al suelo. No se rompieron,
porque eran anteojos como de caramelo de menta. Duros. Firmes.
“El tiempo dirá”, le respondió a la Sra. Carmela. Pero la idea giraba en
su interior como un remolino de hojas de otoño. Recordó que en primavera el sur
se vuelve todo de verde y las bellotas brotan de los árboles. Nacen flores con
corolas frescas. Con el deshielo los arroyos comienzan a correr. Las truchas
saltan. Los bulbos profundizan sus raíces. Es hora de ir al Sur.
Camino al Sur
Esa noche urdieron su plan. Irían a San Martín de los Andes. Ellos
conocían ese lugar. Lo habían visitado de niños. Habían trepado sus cerros.
Habían comido, cosa curiosa, un solo chocolate. Un chocolate blanco como la
nieve.
Catalina le puso una cucharada más de miel al té de Javier. Así la vida
les duraría más, como esa taza tibia, parecida a la piel de un recién nacido.
Vendieron todo. Retiraron sus ahorros del banco. La casa iba a pasar a otros
dueños. Dueños amigos. Manos amigas. No dejaron
ni una sola silla. La idea que tenían era empezar una vida como empieza una
llovizna de repente. Como cuando un niño llega a este mundo.
El día que Catalina Se despidió de la Sra. Carmela un lagrimón como una
tormenta de verano se le derramó por la comisura de la boca y se deslizó por el
mentón. La Sra. Carmela la abrazó y le dijo: “Todo saldrá bien”. Y a
continuación: “Calma”. Fueron el ábrete sésamo de Catalina. ¿Vieron cuando
alguien pronuncia palabras que esperamos decir pero no nos salen y de pronto
las escuchamos de boca de alguien que queremos? Eso se parece bastante a la
gloria.
Catalina esa noche rezó, rezó. Les pidió a sus abuelos tener una vida
sana. Les pidió tener una vida en abundancia. Les pidió tener una vida larga con
Javier.
Era la última noche en la ciudad chismosa. Fue
hasta la alacena y comió una barra de chocolate de repostería. No había otro a
mano. Después se retiró a dormir. Soñó con un arco iris que de pronto se
convertía en un sol como un incendio. Y derramaba su calor en ese invierno. Era
un dragón. Auspiciaba vuelos y también mucha energía.
Fue al jardín, y recogió su aloe vera. Era la planta que su padre más
amaba porque lo había salvado de una herida terrible. Era una planta milagrosa
si los milagros existieran. Y ella era de las que sí creían en milagros. Cierta
vez había soñado que su padre le decía en sueños: “Creerás en milagros”. Pero
no como una orden. Sino como la prueba de que los milagros existían. Y de que
por ese motivo se lo encontraba en sueños.
Cuando quisieron acordar ya estaban acondicionando la cabaña. Hacía frío
en el invierno patagónico. Pero también había amor en el invierno patagónico.
De ese que el invierno no puede transformar en escarcha. Puso leña en la nueva
salamandra. Una leña que había recogido en el bosque caída. Leña de alerce. No
la que se compraba. Catalina era de las que pensaban que el mundo debía
ahorrarse, porque no era millonario. Y podía agotarse como el dinero guardado
después de muchos años de esfuerzo en una cuenta. Por eso acopiaba los leños
del bosque.
Catalina había guardado una canasta hasta el tope con piñas porque le
gustaba la fragancia que emitían. Y las
guardaba porque pensaba que esa fragancia sería un buen alimento para abrigar el
amor en esa casa de té con miel.
Esa noche jugaron a las cartas. Un truco y ganó Javier. Ellos jugaban
para entretener el invierno. Los vidrios de la cabaña empañada. Y el trabajo
que por fin había llegado para Javier: el traslado a un puesto en un Parque
Nacional.
El trabajo era sencillo porque no le tocaba la parte de los recorridos y
el cuidado del territorio sino la de documentación y los archivos. Se ocupaba
también de clasificar la información sobre la fauna y la flora del Parque que
los zoólogos y botánicos le iban elevando.
De modo que pese a la nieve, al auto que a veces se atascaba, la vida
era una fiesta.
Catalina
hizo mermeladas y las vendió en hoteles y en casas de té. La dueña de la casa
de té “El Molino”, la más importante de San Martín de los Andes, cierta tarde
aceptó recibirla. Por supuesto que Catalina tenía mucha competencia. Pero
cuando las dueñas de las cases de té (empezando por la de “El Molino”) conocieron
el sabor de la mermelada de higo y canela en rama de Catalina no lo dudaron un
instante. Y cuando los dueños de los hoteles más caros hicieron una degustación
de los dulces de frambuesa y frutillas con trozos de cáscara de naranja
supieron que estaban frente a alguien que sabía muy bien lo que hacía. Y que
era la mejor.
Cuando se enteraron de que era abogada, todos quedaron desconcertados.
Eso favoreció a Catalina. Pero ella fue siempre la misma.
Terminó poniendo un negocio. “Lucero”. Se llamó el negocio. Porque esa
palabra le recordaba a una amiga que le había puesto así de nombre a su hija.
Por un secreto que le había confesado.
Catalina odiaba la palabra “empresaria”. Pero terminó siendo una
empresaria. Dio trabajo a personas que eligió muy bien de entre la ciudad de
San Martín de los Andes.
Cierta tarde, leyendo un libro del poeta Hugo Mujica, tuvo la revelación
de un nuevo sabor de dulce porque el libro le había dado una imagen inolvidable.
Invisible para los ojos, pero visible para el alma. El libro había unido una idea con una imagen.
Una imagen de una ráfaga con una fruta. Un árbol que se movía. Una vida que
empezaba. Ese día lo hizo preparar. Y fue un éxito.
La poesía de Hugo Mujica quedó unida a su trabajo como dulcera. A ella
le gustaba llamarse así: “Dulcera”. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, era mucho
mejor que llamarse “empresaria”. O “Dra.” Por “Abogada”. O mucho peor: que
alguien dijera de ella que era “empresaria”. Cuando en verdad ella era muchas
cosas más simples y más elegantes que una empresaria.
Cuando la luna se hubo puesto toda color hoja de papel, y ella pudo ver
los dibujos que había pintados en ella, tuvo una idea.
Se acercó a Javier. Lo abrazó. “Hagamos el amor”, le susurró cómplice
como quien va a cometer una travesura.
Poco tiempo después supo que estaba embarazada de un varón. Y que ese
varón se llamaría Camilo. El embarazo fue perfecto. Javier le traía leche de
cabra del Parque Nacional en unos toneles especiales de metal. Era la leche más
nutritiva. Ella hervía la leche. Ella comía hígado, porque le habían dicho que
tenía vitaminas para el alma, además de para el cuerpo.
Hasta
el día que nació Camilo con una madre fuerte como tres tigresas siberianas.
Y los dejo acá. Esta historia la siguen escribiendo Catalina y Javier. Probablemente
alguien muy cerca de ellos también. Yo simplemente fui el responsable de
contarles ese lado del mundo de las historias que los lectores apenas conocen,
porque la imaginación la oculta hasta que comienza a irrumpir en el mundo.
Estaba y no estaba a la vez. Solo hacía falta que alguien descorriera el velo
como se descorre la cortina de una ventana llena de luz. No diré nada más de
esta historia.
Solo diré que es como ninguna otra. Que he anhelado escribir su comienzo
como pocas veces en toda mi vida. Que ustedes son quienes tienen que seguirla, igual
que el camino que conduce a una ciudad en la que está por tener lugar una
fiesta. En la que hay un aloe vera que todo lo cura.
Y que si bien este no es un cuento de hadas, sí les adelanto que tiene
un final feliz.
Adrián Ferrero. 29
de junio de 2020
Hermoso.
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