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sábado, 25 de julio de 2020

Lejos, al sur para Camilo, recién llegado


Lejos, al sur
para Camilo, recién llegado


     En esa casa, esa noche se tomó té con canela. Un té que olía a hierbas de la sierra. A la sierra cuando la primavera estalla en manzanilla y tomillo.
     El agua hirvió en la pava, sobre la salamandra. Chispas brotaban de la lumbre, que parecía una ventana del infierno. Pero esa casa era distinta. Era una casa en la que se estaban  haciendo planes. Y se cocinaban galletas de avena.
     Javier era empleado en el Ministerio de Salud. Catalina había estudiado para abogada, pero había comprendido a tiempo que hay que vivir lejos de las personas tramposas.
     No tenían hijos. Tenían muchas ganas de vivir, eso sí. Sobraba.
     Catalina tenía un roble en su jardín. Y tenía jazmines que ahora estaban secos y arrugados como la cáscara de una nuez. Y tenía el alma marchita de tanto trabajar en una escribanía, acercándole las escrituras a la Sra. Carmela. Ella le convidaba con un chocolate caliente cada mañana, cuando llegaba puntual después de tomar el micro. Era de noche cuando Catalina partía rumbo a la escribanía. Tenía que atravesar toda la ciudad. Tenía miedo. La ciudad estaba llena de lobos. Y los lobos tienen ojos de fuego.   



     Cierto día Catalina le contó a la Sra. Carmela que estaban cansados de la vida en esa ciudad llena de chismes. Entonces la Sra. Carmela, que había andado mundo le dijo: “¿Y por qué no se van a vivir a la Patagonia? Allí también hace frío. Mucho más que acá. Pero en temporada alta podrías vender tus chocolates con almendras. Y Javier podría o pedir un traslado o empezar una nueva vida. No sé. Quizás poniendo un negocio de venta de chocolates. Podrían vivir en una cabaña en un bosque. Cuidar que la gente no arroje residuos porque siempre hay personas sucias viviendo en los bosques. Podrían ir al cine porque en el Sur. En algunos lugares donde todavía hay algunos. O, por qué no, trabajar en un hotel en la parte jurídica. ¿No lo pensaron?”.
     Catalina la miró. Se la cayeron los anteojos al suelo. No se rompieron, porque eran anteojos como de caramelo de menta. Duros. Firmes.  
     “El tiempo dirá”, le respondió a la Sra. Carmela. Pero la idea giraba en su interior como un remolino de hojas de otoño. Recordó que en primavera el sur se vuelve todo de verde y las bellotas brotan de los árboles. Nacen flores con corolas frescas. Con el deshielo los arroyos comienzan a correr. Las truchas saltan. Los bulbos profundizan sus raíces. Es hora de ir al Sur.

Camino al Sur

     Esa noche urdieron su plan. Irían a San Martín de los Andes. Ellos conocían ese lugar. Lo habían visitado de niños. Habían trepado sus cerros. Habían comido, cosa curiosa, un solo chocolate. Un chocolate blanco como la nieve.
     Catalina le puso una cucharada más de miel al té de Javier. Así la vida les duraría más, como esa taza tibia, parecida a la piel de un recién nacido.   


     Vendieron todo. Retiraron sus ahorros del banco. La casa iba a pasar a otros dueños. Dueños amigos. Manos  amigas. No dejaron ni una sola silla. La idea que tenían era empezar una vida como empieza una llovizna de repente. Como cuando un niño llega a este mundo.
     El día que Catalina Se despidió de la Sra. Carmela un lagrimón como una tormenta de verano se le derramó por la comisura de la boca y se deslizó por el mentón. La Sra. Carmela la abrazó y le dijo: “Todo saldrá bien”. Y a continuación: “Calma”. Fueron el ábrete sésamo de Catalina. ¿Vieron cuando alguien pronuncia palabras que esperamos decir pero no nos salen y de pronto las escuchamos de boca de alguien que queremos? Eso se parece bastante a la gloria.
     Catalina esa noche rezó, rezó. Les pidió a sus abuelos tener una vida sana. Les pidió tener una vida en abundancia. Les pidió tener una vida larga con Javier.
     Era la última noche en la ciudad chismosa. Fue hasta la alacena y comió una barra de chocolate de repostería. No había otro a mano. Después se retiró a dormir. Soñó con un arco iris que de pronto se convertía en un sol como un incendio. Y derramaba su calor en ese invierno. Era un dragón. Auspiciaba vuelos y también mucha energía.
     Fue al jardín, y recogió su aloe vera. Era la planta que su padre más amaba porque lo había salvado de una herida terrible. Era una planta milagrosa si los milagros existieran. Y ella era de las que sí creían en milagros. Cierta vez había soñado que su padre le decía en sueños: “Creerás en milagros”. Pero no como una orden. Sino como la prueba de que los milagros existían. Y de que por ese motivo se lo encontraba en sueños.
     Cuando quisieron acordar ya estaban acondicionando la cabaña. Hacía frío en el invierno patagónico. Pero también había amor en el invierno patagónico. De ese que el invierno no puede transformar en escarcha. Puso leña en la nueva salamandra. Una leña que había recogido en el bosque caída. Leña de alerce. No la que se compraba. Catalina era de las que pensaban que el mundo debía ahorrarse, porque no era millonario. Y podía agotarse como el dinero guardado después de muchos años de esfuerzo en una cuenta. Por eso acopiaba los leños del bosque.
     Catalina había guardado una canasta hasta el tope con piñas porque le gustaba la fragancia  que emitían. Y las guardaba porque pensaba que esa fragancia sería un buen alimento para abrigar el amor en esa casa de té con miel.
     Esa noche jugaron a las cartas. Un truco y ganó Javier. Ellos jugaban para entretener el invierno. Los vidrios de la cabaña empañada. Y el trabajo que por fin había llegado para Javier: el traslado a un puesto en un Parque Nacional.
     El trabajo era sencillo porque no le tocaba la parte de los recorridos y el cuidado del territorio sino la de documentación y los archivos. Se ocupaba también de clasificar la información sobre la fauna y la flora del Parque que los zoólogos y botánicos le iban elevando.
     De modo que pese a la nieve, al auto que a veces se atascaba, la vida era una fiesta.
    Catalina hizo mermeladas y las vendió en hoteles y en casas de té. La dueña de la casa de té “El Molino”, la más importante de San Martín de los Andes, cierta tarde aceptó recibirla. Por supuesto que Catalina tenía mucha competencia. Pero cuando las dueñas de las cases de té (empezando por la de “El Molino”) conocieron el sabor de la mermelada de higo y canela en rama de Catalina no lo dudaron un instante. Y cuando los dueños de los hoteles más caros hicieron una degustación de los dulces de frambuesa y frutillas con trozos de cáscara de naranja supieron que estaban frente a alguien que sabía muy bien lo que hacía. Y que era la mejor.
   
  Como si eso fuera poco, Catalina tenía una risa como una cascada de vertiente y daba una mano blanca y suave como un copo de algodón.
     Cuando se enteraron de que era abogada, todos quedaron desconcertados. Eso favoreció a Catalina. Pero ella fue siempre la misma.
     Terminó poniendo un negocio. “Lucero”. Se llamó el negocio. Porque esa palabra le recordaba a una amiga que le había puesto así de nombre a su hija. Por un secreto que le había confesado.
     Catalina odiaba la palabra “empresaria”. Pero terminó siendo una empresaria. Dio trabajo a personas que eligió muy bien de entre la ciudad de San Martín de los Andes.
     Cierta tarde, leyendo un libro del poeta Hugo Mujica, tuvo la revelación de un nuevo sabor de dulce porque el libro le había dado una imagen inolvidable. Invisible para los ojos, pero visible para el alma.  El libro había unido una idea con una imagen. Una imagen de una ráfaga con una fruta. Un árbol que se movía. Una vida que empezaba. Ese día lo hizo preparar. Y fue un éxito.
     La poesía de Hugo Mujica quedó unida a su trabajo como dulcera. A ella le gustaba llamarse así: “Dulcera”. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, era mucho mejor que llamarse “empresaria”. O “Dra.” Por “Abogada”. O mucho peor: que alguien dijera de ella que era “empresaria”. Cuando en verdad ella era muchas cosas más simples y más elegantes que una empresaria.
     Cuando la luna se hubo puesto toda color hoja de papel, y ella pudo ver los dibujos que había pintados en ella, tuvo una idea.
     Se acercó a Javier. Lo abrazó. “Hagamos el amor”, le susurró cómplice como quien va a cometer una travesura.
     Poco tiempo después supo que estaba embarazada de un varón. Y que ese varón se llamaría Camilo. El embarazo fue perfecto. Javier le traía leche de cabra del Parque Nacional en unos toneles especiales de metal. Era la leche más nutritiva. Ella hervía la leche. Ella comía hígado, porque le habían dicho que tenía vitaminas para el alma, además de para el cuerpo.
    Hasta el día que nació Camilo con una madre fuerte como tres tigresas siberianas.




      Y los dejo acá. Esta historia la siguen escribiendo Catalina y Javier. Probablemente alguien muy cerca de ellos también. Yo simplemente fui el responsable de contarles ese lado del mundo de las historias que los lectores apenas conocen, porque la imaginación la oculta hasta que comienza a irrumpir en el mundo. Estaba y no estaba a la vez. Solo hacía falta que alguien descorriera el velo como se descorre la cortina de una ventana llena de luz. No diré nada más de esta historia.
     Solo diré que es como ninguna otra. Que he anhelado escribir su comienzo como pocas veces en toda mi vida. Que ustedes son quienes tienen que seguirla, igual que el camino que conduce a una ciudad en la que está por tener lugar una fiesta. En la que hay un aloe vera que todo lo cura.
     Y que si bien este no es un cuento de hadas, sí les adelanto que tiene un final feliz.

Adrián Ferrero. 29 de junio de 2020

1 comentario:

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