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jueves, 11 de noviembre de 2021

Lorquiano (*)

 



Por Adrián Ferrero


“¡Caramba!”, me he dicho. Yo que pensaba ir a lo de Federico. Debo repasar antes sus libros. Regresar al
 Romancero gitano, de tan poderosa voz tonante. De ritmo tan corajudo. Esa voz parecida a si Zeus bramara. O bien escuchar las ráfagas de esas voces agudas, no las recuerdo gruesas al menos, de “La casa de Bernarda Alba”. O quizás, quizás… Quién sabe. “Bodas de sangre”. Pero en cambio, ahora que lo pienso. Sí releería en este mismo momento “Yerma”. Tan irremediable por aquel entonces. Tocaba la fatalidad más lamentada. Tan actual, tan vigente ahora, con tantos otros recursos para revertir su asunto. Ahora no sé si “Yerma” podría ser escrita más que como un fantasma histórico. Como lo sería la lepra o la tisis. Y también podría leer las conferencias.

     Lo recuerdo. Estaba yo en el Colegio Nacional “Rafael Hernández”, dependiente de la Universidad Nacional de La Plata, en el Departamento de Letras. Había ido a dar una mano. No había nadie en la oficina o el despacho. No sé cómo definir un espacio tan sagrado. Y también tan acotado. Era pequeño como ciertos jardines de invierno. Para mí era una habitación solo accesible a quienes sintieran veneración por bibliotecas, manuscritos, pergaminos. Pero también enseñar literatura era una misión tan noble por supuesto ¿Cómo denigrar esa en los mejores casos encendida tarea? Yo ya había egresado del Colegio. Pero iba. Me gustaba ir a ese Departamento. Colaboré en alguna tarea menor. De hecho fui durante un tiempo. Y fue allí donde leí entre desolado y degustando el prodigioso don de las maravillas de Federico su Poeta en Nueva York ¿Qué haría Federico en Nueva York? Él no diría la tilinguería de New York o escribiría NY. Él diría Nueva York con acento bien andaluz. Es entonces que he ahuyentado la idea de que para visitar a un amigo, a un amigo que en verdad es un maestro, porque si bien los ha habido en mayor medida él lo ha sido en varios otros sentidos, su voz, la inolvidable voz en sus textos. O una inspiración (mejor) uno debe antes tener a la mano, haber leído o releído toda su obra o sus obras mayores, en todo caso. Recuerdo que me detuve en el escalón de la puerta de casa. Me cepillé los zapatos sobre la alfombra. Me peiné porque tenía el pelo revuelto. Y fui hasta lo de Federico que andaba por La Plata de gira dictando conferencias. Había ido al Teatro Coliseo Podestá. Al Teatro Argentino, donde suelen hacer puestas de ópera excelentes. Había ido a un anfiteatro precisamente del Colegio Nacional del que acabo de hablar, siempre tan majestuoso. Es por eso que se me había ocurrido ir a visitarlo. Nuestro epistolario no era abultado pero sí lo suficiente como para saber quién era quién y quién no lo era. Y a qué nos atreveríamos a hacer en nuestras vidas con nuestros semejantes y qué límite no atravesar con su dignidad. Eso me orientó en dos pensamientos para saber en cómo sería este encuentro, que sabía fugaz. Recuerdo que caminé hacia el hotel en el que se hospedaba. Yo lo sabía porque había salido en el diario más importante de mi ciudad. Un diario, digamos, entre otros. En grandes letras de molde, como con orgullo de que alguien de su talla pisara suelo platense. Lo que el diario definió, en un típico lugar, común como “una personalidad”, frase que hubiera hecho reír hasta los costillares a Federico. Pero él no estaba en el hotel ni al nivel de leer ese diario sino ya en la vereda rodeado de gente. Una multitud de periodistas lo acosaba. Nos habíamos visto tan solo una vez. En cierta taberna de Andalucía en un viaje fugaz de estudios académicos que yo había realizado. Y fue su magia la que conquistó esa noche de  vino y conversación la que selló un pacto. Cuando nos despedimos en la puerta de la taberna para no volvernos a ver nunca más (eso creía yo), sabía que seríamos hermanos para siempre. Ese encuentro, pese a su vida socialmente agitada, sería el suficiente para reconocer nuestros rostros. La fisonomía de su bondad. Su bonhomía. Su gran sentido del humor. Su gracia. Su modo grácil de moverse por el mundo (y entre signos). Algo que yo sospechaba pero jamás le había visto hacer, que era imitar a los ridículos. A los pedantes. A los mentirosos. A los pagados de sí mismos. A las chismosas. A los avaros. A los cretinos que cometían felonías. A las malvadas que se miraban al espejo. A los espejos que las contemplaban. A los escritores que se acercaban a otros para pedirles favores haciéndoles la corte. A los chupacirios. Sabía cómo encontrar a ese intenso Federico, como lo había definido María Rosa Pellegrini, una conocida con la que tenemos muchos consensos, que lee mis cuentos o mis ensayos cuando los publico en las revistas. De modo que lo que supuse efectivamente se confirmó cuando al verme alejó, literalmente ahuyentó como a una nube de moscas, lleno de fastidio y de furia,  con total poder de determinación, a esos periodistas del diario más importante de La Plata o de algunas radios, también algún canal de cable de TV de cuarta categoría, con escenografía de cartón pintado. Y vino hacia mí. Me dio un abrazo apretado, como de hermano. Me preguntó cómo andaba. “Leyéndote, pues”, dije cómplicemente. A continuación lo invité a tomar un café a un bar que me gusta porque va gente que no es rumbosa y hacen una exquisita tarta de manzanas al caramelo. “No, dulces no”. “Bueno, un sándwich de jamón crudo, con queso del bueno”. “Eso sí”, me dijo seguro, firme de sus gustos. Era un hombre de gustos seguros. Netos. Como para lo era para escribir. Sabía lo que quería comer del mismo modo en que sabía lo que quería del mundo, del mismo modo en que sabía ubicar el adjetivo preciso en un verso para que fuera potente. Su voz era como de fuego por el modo como le brotaba de la garganta. Un dragón iracundo. Pero también una alondra, etérea, feliz. No era un hombre dañino. También sabía a la perfección recrear con su escritura la jactancia en una presuntuosa. El matiz justo para lograr la inflexión de una voz en un lamento o el llanto de una voz quebrada. La perorata de un Don Juan. Nos sentamos. Él prefirió junto al gran ventanal del centro del local. La luz entraba como una cascada de río diáfano, a raudales. “¿Por qué?”, pregunté. Y de inmediato respondí: “La luz hechiza a Federico”. “La oscuridad también”, replicó. “Me gusta la noche. Me gusta bailar. Me gusta el vino. Las guitarras. Me gusta tocar el piano (claro que a cualquier hora toco el piano). Pero para no faltar a la verdad, me gusta ver el firmamento con el lucero. Tirarme sobre el verde acostado mirando al cielo para ver la Constelación de Orión». “Comprendo”, le dije, atento a sus palabras, pero sabiendo que yo era más bien un hombre de la noche que no salía sino que se quedaba enredado, escribiendo o leyendo. O revisando sus papeles. Corrigiendo sus manuscritos. Concibiendo artículos críticos. Por ejemplo, no estoy escribiendo lo que ustedes están leyendo en este momento porque se conmemore ningún aniversario sobre Federico. Ni su muerte ni nacimiento. Ni un cincuentenario. O la publicación de uno de sus libros principales. No. Esto era otra cosa. Yo me había sentado a escribir por detrás de la pantalla de mi computadora porque quería conocer a Federico. Me habían hablado mucho de él. Mucho. Había escuchado a sus personajes en puestas en La Plata, en Argentina, donde vivo. Lo había escuchado al piano en un álbum que había conseguido, una grabación defectuosa pero digna. En fin, sabía y no sabía. Por eso necesitaba honda, profundamente saber quién era Federico. Cuál era su rostro. Su efigie. Cómo conquistaba con su alegría todo lo que tocaba. Necesitaba saber cómo  hablaba, una cierta clase de dicción. Y cómo me hubiera hablado a mí, de estar a mi lado esta noche en que estoy escribiéndolo. Ese es el por qué escribo sobre Federico hoy. Y ese es el por qué de que llegara a mi ciudad y no yo a Andalucía. Si bien cierto es que cierto atardecer había tenido una revelación leyendo una de sus obras de teatro, tan ligada a mi vida, particularmente por unos personajes abominables, ahora llegaba él a La Plata para neutralizar ese recuerdo tan molesto. Yo lo convocaba no en versos sino en un encuentro a plena luz del día. Esa en que parece que el día todo lo promete. Pese a ser yo un hombre de la noche. Un hombre de interiores. Su vida andariega, de hombre viajero, que no podía quedarse quieto en ningún sitio, siempre me produjo una enorme admiración. Siempre subido a barcos. A trenes. En ese momento fue que llegó el sándwich de queso y jamón crudo. Esparció, deslizando con arte de monarca pero sin ínfulas la manteca sobre la miga. Yo recibí mi inamovible café doble. Le pedí canela, eso sí, a la moza. “¿Canela? ¿al café?” “¡Estás loco!”. “El café se toma amargo. Con solo una gota de leche». “Sí, amargo sí, pero me gusta con canela. ¿qué remedio?”. “No, remedio ninguno. No es una pócima. Es una infusión. Y me alegro de que te guste así. Porque de ese modo jamás pretenderás quitarme mi café con solo una sola gota derramada de leche. Ni yo pretenderé siquiera sentir el aroma siquiera, ni menos aún probar el tuyo”. La Plata esa tarde me hacía rezongar más de la cuenta. No le di detalles. Pero sí los pensé. Me había cruzado por la calle con una mujer malvada. ¿Vieron cuando uno dice “una mujer mala”? ¿Capaz de lastimar, de decirle a cualquiera con malicia las peores cosas descaradamente? Había sido cercana a mí en otra época. En el auto la esperaba su esposo a quien detesto algo menos, porque no es tan malvado, pero digamos que no es una pareja que me caiga en gracia. “Mi hija”, le expliqué. «Le regalé media docena de platos de diario. Se fue a vivir sola. Estoy feliz porque ella está feliz». “Sí. Yo si fuera ella estaría igual de feliz”. Me miró y supo a qué me estaba refiriendo por nuestras cartas. “Regálale esto”, me dijo de pronto. Y sacó como de una chistera un reloj de cadena. “Pero Federico, es mucho”. “Regálaselo, es tu hija. Ella es mi amiga entonces. Es un alma buena”. Luego, a continuación, prosiguió: “Le dices que es para que lo guarde y lo mire cada tanto, para que recuerde que el tiempo vuela, se posa, regresa, se marcha, se instala en el futuro. Es memoria. El tiempo es capricho de sí mismo. Dile eso. Ella entenderá. Porque es hija tuya”. Federico con sus trucos de prestidigitador. Porque sacó de pronto una flor del florero sobre la mesa y la metió en su taza de café. “¡Pero qué haces!”, lo reconvine. Me detuvo en seco. “Es mi deseo de esta tarde: tomar un café negro amargo con una gota de leche y una flor dentro. Y con un buen amigo. Con un amigo cuyas cartas han dicho siempre la verdad“. Luego de hablar. Hablar. Hablar. Me contó de su viaje a Andalucía luego de una larga estadía en México. Había andado antes recorriendo por Brasil los morros. “Y ahora en pleno Río de la Plata”, agregué como una apostilla a pie en la página 500 de Guerra y paz de Tolstoi. “Exacto”. Vine de visita. A dictar una gira de conferencias. “Pero decidí que no iré a Buenos Aires. Andaré por eso que los porteños llaman ‘el interior del país. Me dicen que hay prodigios. La Patagonia. Los lagos”.  “Sí. No te puedes perder la Patagonia. Y las Cataratas del Iguazú. Te cuento de otros lugares”. Y fue allí donde se inició un largo paseo por Argentina. Siguió la charla hacia otros rumbos, como quien dice: «hablamos de bueyes perdidos». Y de pronto le digo: “Pero Federico. Una amistad con Salvador Dalí. Esos relojes que pintó que parecen flores marchitas de tan mal gusto. Esa bigote presumido. De excéntrico, lleno de impostura y con afán de que le posen las mirada”. “Bueno, fue un diálogo epistolar”, me explicó. Luego Federico, después de haber pagado (no hubo caso, no admitió que fuera su anfitrión). Se paró. Me detuvo en seco. Me contó en tres párrafos de su Compañía La Barraca. “¿Y cuál es la próxima puesta? ¿es una obra tuya?”. “No. Estoy cansado de mis propias obras. Pues, ‘Edipo Rey’”. Yo me quedé petrificado. Es una obra que venía de leer porque había preparado a mi sobrino en casa en la materia Lengua y literatura en el colegio. Le costaba. Encima le habían dado obras difíciles o largas. Un novela de Paul Auster  ¿A quién se le ocurre?, pensé yo. Será que no le tengo simpatía a Auster. Salvo por su novela El país de las últimas cosas, que llegué a enseñar en la Universidad. Y volviendo a mi sobrino, uno de los textos que figuraba en el programa de esa materia era “Edipo Rey”. Por otra parte, siempre me gustó “Edipo rey”. Porque me gustan las tragedias de destino.



     Luego me dijo varias cosas más. No eran filosóficas. Simplemente estaban llenas de encanto. La escena que yo veía lentamente se iba alejando, difusa, de mí. Como un cristal de Murano en que de pronto comienza uno no a saber si se derrite, soplando de él un artesano, o a darle su forma definitiva. Él se marchaba rumbo a meterse en una novela de Reina Roffé, una escritora argentina radicada en España en la que yo estaba sumido ahora. Para no faltar a la verdad, por ese motivo había puesto el acento en leerlo antes de verlo. Porque la novela me había cautivado. Es por eso mismo que lo tenía delante de mí. Gracias a Reina Roffé y su notable novela. El otro amor de Federico. Una novela ambiciosa y muy recomendable (dicho sea de paso), que Reina Roffé misma había tenido la deferencia de enviarme por correo desde España porque yo estaba investigando acerca de su poética Y no tenía modo de conseguirla por ese entonces en La Plata. Fue si mal no recuerdo en 2009. Todavía puedo evocar el día en que ese libro abultado, grueso como un lingote de oro que destellaba incandescencia, llegó a casa. La fiesta que fue para mí abrir el envoltorio, literalmente romperlo en hilachas, deshilacharlo, sin sospechar su contenido pero al sí saber que era un libro de antemano, experimentar una felicidad inmensa. Y de pronto que saliera del paquete como de la galera de un mago, como del bombín de Chaplin este en particular. Tenerlo, olerlo, pensar en Reina Roffé, en su gentileza, en comenzar a leerlo de inmediato. Pensar en Federico. Que fue lo que hice. Una novela llena de dolor y de intensa dicha. Como quien dice unas “Bodas” (ocasión festiva). Y a continuación agrega: “de Sangre” (de modo declarado, derramamiento de sustancia vital preciosa). Nos separamos en un momento en que supe qué le iba a escribir en la siguiente carta. En el que supe que le iba a escribir a Reina Roffé para agradecerle el envío con mis propias palabras. Las más honestas. Y en el que supe que él jamás iba a poder tener, porque se marchaba a España. Y que ya no podría responder a ninguna otra carta que le enviara. Estaba todo escrito. Por circunstancias de destino había sido posible este encuentro. Gracias a Reina Roffé. Que me había abierto las puertas de un cofre. U cofre del tiempo como reloj de Federico, que yo tenía en mi bolsillo para mi hija Emilia. Como antes lo había hecho con Juan Rulfo. Luego se fue marchando, como la juventud o como la lozanía. Yo me fui marchando, como un extraño en su propia ciudad, la ciudad de la furia. Mi propia furia. Y con el brazo en volandas me gritó: “Romance de la pena negra”. Y antes de todo me dije contestando a una expresión poco feliz por cierto, de un escritor: «Sí, claro. Seguramente. Andaluz profesional». Pero de pronto, en un insight, lo comprendí todo, de una manera tan abrupta como si me hubieran arrojado un baldazo de agua helada sobre el rostro. Escuché en mi memoria la canción “Alma ausente”, la última del álbum doble de Ana Belén, en el que el primer álbum consiste en una serie de poemas musicalizados por grandes músicos argentinos y españoles. Y resonó nuevamente en mi cabeza primero el “Romance de la pena negra”, que musicalizó Fito Páez. El que me había gritado de lejos Federico. Y a continuación, como para cerrar el círculo perfecto de una cinta de Moebius, “Alma ausente”, a la que el esposo de Ana Belén, Víctor Manuel San José  había musicalizado. La canción/poema final del álbum. Una elegía. Una despedida es ese poema. Víctor Manuel San José la había consagrado una música preciosa como se le consagra a un rey una ofrenda. Y todo encajó. Yo encajé en mi lugar en el mundo. Y me dije a cambio: “Alma presente”. Un poema de Federico. Premonitorio. Y a continuación, por asociación libre, seguí pensando: “Cuerpo insepulto”. “Sin paradero. NN”. “Tumba sin merecidas camelias”. “Franco. El servidor del Maldito”. Y en ese preciso momento fue que dejamos de vernos.

(*) Artículo aparecido en la Revista La Vagabunda de México.

2 comentarios:

  1. Hermoso, Adrián. Para mí Poeta en Nueva York es el libro más hermoso. Ahora, agrego esta página, que es muy difícil de definir. Te felicito.

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  2. un acierto presentizar con datos puntuales a Lorca, porque en definitiva un escritor es parte de los lectores y se le conoce de tanto amar sus palabras más que a nuestra propia vida. Hay escritores que se nos hacen piel y allí los llevamos a cuestas a pesar de nosotros mismos.

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