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sábado, 20 de noviembre de 2021

“Los entresijos de una vida: un encuentro imaginario con Oscar Wilde”

 




por Adrián Ferrero

 

 

“Pasá, Oscar. No nos conocíamos personalmente. Pero la magia que puede operar la literatura y la poética sobre ciertas vidas las reúne más allá de todo tiempo, espacio, trascendencia y, en particular, cuando las vocaciones son afines. A mí me gusta mucho escribir. Escribir fue tu pasión. Una pasión que te hizo recorrer los infinitos pasadizos de la literatura, atravesar géneros y el género”, le digo como para iniciar una conversación entre extraños.

     Le invito una limonada (hace calor en La Plata, el bochorno de enero nos aplasta a ambos, de su Irlanda natal, a esta ciudad de provincias el universo citadino es tan distinto que debe de sentir que está frente a un mundo premoderno. Al mismo tiempo imagino sus lecturas en la Trinity College, donde se educó en sus estudios superiores. Una biblioteca tan destacada. Tan llena de historia, tan prolífica en autores, tan organizada por obra de sus bibliotecarios y responsables de la custodia de esos volúmenes, algunos antiquísimos.

“¿Y qué leías estando en el Trinity College? Allí estudió también Bram Stoker, el autor de Drácula. Para todos nosotros una obra paradigmática. Reconozcamos que Occidente ha sido desparejo en sus adaptaciones. Pero también los ha habido muy buenos. Los vampiros humanos son seres tan incógnitos como inquietantes”.

“A decir verdad, con Bram Stoker apenas intercambiamos una pocas y contadas palabras. Ninguno sabía que escribiríamos ambos cuentos infantiles. Y obras de naturaleza de tendencia gótica. Porque El retrato de Dorian Gray tiene mucho de gótico. ¿no te parece?”

“Me inclino por decirte que sí. Fue el primer libro tuyo que leí. Lo hice en español. En una pésima traducción española. Pero cumplió su función. Yo conocí su argumento, que era lo más importante. Su exquisitez, por momentos, también algo estilizada, debo reconocerlo. Pero que en términos generales me dejó satisfecho. Hace unos años alquilé, cuando todavía existían en la ciudad de La Plata, en un videoclub de DVDs una adaptación de esa novela. Fue una imagen de mucha intensidad la que se desprendía de esas imágenes. Sin embargo no até cabos con aquellas primera lectura del último año del bachillerato, de lecturas maratónicas porque me había propuesto ser un alumno de la carrera de Letras en la Universidad deliberadamente culto”.

“Bueno. Un film no tiene por qué ser semejante a su original literario. Puede recrearlo. Me extraña en un escritor ese comentario. La transposición del lenguaje literario al cinematográfico sufre infinidad de mediaciones y está sujeto naturalmente a la decisión de su director o de sus guionistas. Ignoro cómo se te puede escapar semejante evidencia. A mí me ha sucedido de asistir a adaptaciones de novelas a obras de teatro y no encontrar demasiados puntos en común. Pero siempre queda un resabio, esa recuerdo, esa remembranza auténtica (si está bien hecha, por profesionales sólidos, si es auténtico) de un aire de familia contundente o, al menos, de mucha afinidad”.

“Sí, es cierto. Pero uno suele solicitarle a las adaptaciones una fidelidad, que en particular las audiovisuales no suelen respetar. En particular si están realizadas en el marco de un cine comercial. En el cual se busca el efectismo más que la belleza estética o la perfección formal. No quisiera entrar en detalles que profundizaran esta discusión, pero me eximo de ver ciertas películas porque sé que son comerciales”.



“Sí. A mí me pasaba lo mismo en mis tiempos con los librs. De las obras de teatro a las novelas o de las novelas a las obras de teatro, el panorama en ocasiones resultaba desolador”.

“¿Por qué estudiaste literatura en el Trinity College?”, le pregunto con sumo interés por conocer una respuesta conclusiva.

“Bueno. Quería ser escritor. Era la institución más prestigiosa de Irlanda. O de Dublín en todo caso, su capital. Me pareció natural asistir a ese centro de irradiación cultural además de una institución formativa de primer  nivel. Sabía que estaban allí los mejores profesores. Los mejores alumnos con quienes debatir acerca de los temas que me importaban. No lo dudé un instante”

“¿Y cómo fue tu paso por el Trinity College?”
“Bueno, había materias que me gustaban más, otras menos. El universo de la cultura grecolatina me cautivó de inmediato. Y las literaturas extranjeras, en particular los clásicos también fueron primordiales en mi educación. Yo no sabía con lo que me iba a encontrar hasta que ingresé a esas aulas. Nos reuníamos en largas tertulias a discutir sobre literatura con los compañeros más afines. Lo cierto es que encontré allí interlocutores de todo tipo para todas las materias. Desde Profesores tan cultos y brillantes a cuyas clases era un lujo asistir hasta otros eruditos pasando por otros que nos entusiasmaban para que prosiguiéramos nuestros estudios no solo en sus clases sino que nos informaban acerca de otros autores. O bien nos sugerían que a lo largo de nuestras vidas fuéramos grandes curiosos. Que nada nos detuviera en el camino del conocimiento. Yo fui uno de ellos. Siempre me gustó la lectura. Y me lancé a escribir cuando no todos mis compañeros lo hicieron. Ellos se formaron, sí, en el  Trinity pero su camino fue otro, no el creativo. Sí el formativo, como te decía”.

“Yo estudié en la Universidad Nacional de La Plata, la segunda o que está prácticamente a la par de la de Buenos Aires. Allí se realiza mucha investigación. Los docentes integran equipos de estudio sistemático y, por otro lado, el trabajo con instituciones de investigación a nivel nacional resulta una alianza primordial que luego vuelcan en sus clases. Resulta una experiencia francamente de una aventura hacia el conocimiento y el pensamiento abstracto la reflexión sobre los contenidos que estudiábamos. Había alumnos brillantes de mi promoción. En ocasiones estudiábamos juntos. En otras simplemente hablábamos en los recreos entre clase y clase. O nos juntábamos a tomar un café. Uno aprendía mucho de esas charlas. Te diría que en el caso de amigos o conocidos brillantes más destacado aún el acceso al conocimiento. Nos pasábamos nombres de escritores, los poníamos todo en cuestión. Incluso a nosotros mismos, a nuestra mirada sobre la literatura que podía llegar a ser anticuada en la medida en que  avanzábamos en la carrera. Recuerdo que odiaba estudiar con fotocopias. Por suerte como mis dos padres son Profesores en Letras también por la Universidad Nacional de La Plata tenían buenas bibliotecas en las cuales yo buscaba los libros originales”.

“Yo, como te podrás imaginar, no soy de la época de las fotocopias. Asistía a la biblioteca del Trinity College y pasaba horas analizando obras, estudiando, desplegando los libros sobre los pupitres. Era la aventura del conocimiento. Y realmente estar rodeado de libros era una fiesta”

“Sí. Yo recuerdo haber asistido a la biblioteca mi Facultad. La de Humanidades y Ciencias de la Educación. Pero también era mucho lo que comprobaba. Yo trabajaba no de tiempo completo pero sí tenía mi empleo. Y con eso me alcanzaba para ir armándome una biblioteca digna. O que a mí me resultaba atractiva”

“¿Y qué otros libros leíste escritos por mí?”

“Algunas obras de teatro. No todas por cierto. Algunas muy buenas. Son muy ingeniosas tus intervenciones en los diálogos. Los argumentos son conversados pero dejan la sensación de estar frente a la inteligencia. A la sagacidad. Pero también frente a la belleza”

“Gracias. Me halagan esas palabras. Me gustaba ver las puestas de mis obras. En distintas partes del mundo. Naturalmente que no las podía ver. Pero cobraba por derechos de autor y sabía que mis palabras emocionaban o hacían conmover o reír a otros”.

“Sí. Lo imagino. A mí en un sentido muy distinto me pasa con mis cuentos o con mis artículos o poemas. Sentir que uno es capaz de tocar la fibra íntima de una persona con sus palabras no es poca cosa. Diera la impresión de que el lenguaje es resulta impactante en ciertas personas. Especialmente las sensibles a él”.

“¿Hubo alguna otra obra mía que te gustara?”

“Me incliné mucho por los cuentos infantiles. No me parecen ingenuos, como me dijo cierta vez una Profesora de inglés que tuve. Tener valores, desplegar valores, plantear dilemas éticos, ilustrar escenas del dolor, hablar del sacrificio por amor, denunciar la frivolidad frente a niños que están aprendiendo lo que es ser en lugar de aparentar, entender la escena del despejo para que otros puedan disponer de lo que carecen, plantear problemáticas ligadas a la generosidad y el egoísmo o, en todo caso, de qué modo revertirlo porque solo puede ser una apariencia o bien un temor infundado, escuchar qué necesidades tiene un niño (yo se los escribí a mi hijos porque eran  muy pequeños cuando comencé a producir esa parte de mi producción literaria y yo estaba preocupado por el modo como la sociedad victoriana educaba a los niños en el rigor menos que en libertad de ser y pensar, ser influyentes para los escritores en la psicología de los niños me  parece una tarea encomiable. Yo no tengo obras mayores y obras menores en mi producción literaria. Mis cuentos infantiles cuentan tanto como haber escrito obras de teatro que fueron representadas en escenarios de Londres. Mis cuentos infantiles yo sé que fueron leídos por muchos niños, incluido Borges, y que eso dejó una marca fuerte en su educación, en su formación, en su sentido de la ética. Y que un autor se detenga en la infancia también me resulta tarea encomiable. El universo de los adultos pocas veces presta atención a la infancia. Pienso que los escritores han sobrevalorado la literatura para adultos, han olvidado la literatura para niños, salvo excepciones y la consideran un campo de trabajo completamente menor, satelital. Sin embargo es sumamente complejo comunicarse exitosamente con un niño. Alcanzar zonas de su emoción que lo movilicen, que lo conmuevan, que lleguen a hacerlo cambiar de puntos de vista que la sociedad les ha impuesto como mandatos. A mí me gustaba mucho hablarles a los niños con palabras simples, en un lenguaje accesible, de temas profundos. No eran asuntos menores ni un lenguaje menor. Eran, muy por el contrario, temas mayores, de temáticas amplias pero que al mismo tiempo yo siempre concentraba en el universo de los principios. Me interesaba la solidaridad entre semejantes. La magia que logra que dos personas puedan encontrarse en el juego. También por supuesto ser un buen escritor. Estar atento a escribir bien lo que escribía. No hacerlo de modo descuidado. Un niño merecía lo mejor de mi parte, dado que son lo  más valioso y la prioridad en una sociedad. Era un tema principal para mí que esos cuentos perduraran. Y para que perduraran resulta sumamente importante que pusiera especial atención a argumentos que fueran atemporales, esto es, que pasaran por encima de la Historia, sino que se concentraran en experiencias humanas por fuera del tiempo pero que alcanzaron la esencia de la condición humana. “El príncipe feliz”, por ejemplo, el cuento que tradujo Borges de muy pequeño, sufre ese despojo de sus distintas parte, esa depredación pero porque tiene un sentido. Él lo hace, él consiente en que ello tenga lugar porque sabe que hará felices a otros, en que hará felices otros niños que lo necesitan mucho más que él, que es una mera estatua. No obstante, eso no significa que no tenga, pese a ser una estatua personificada, precisamente, humanizada, una ética del semejante. Su generosidad puesta de manifiesta en el donar o en el dar a otros lo que incluso a él lo despoja de su propio ser constituyen una serie de atenciones hacia el prójimo en estado de precariedad”



“Precisamente, Oscar. Fue por esa razón que cuando esta Profesora me dijo que tus cuentos que eran ingenuos francamente a mí me indignó. Justamente porque a mí me parecían cuentos dignos, que apuntaban a inculcar la dignidad, que leídos por los niños transmitirían la idea de que brindarse al semejante es o podía ser una forma de realización. La generosidad puede ser una forma de realización. Y yo sentí en el momento en el que ella me dijo eso con un profundo desdén (pese a que ella sí tenía valores, no era una desalmada ni nada por el estilo), que te estaba descalificando

Yo también escribo cuentos infantiles. Con mi hija, cuando era una niña (ahora tiene casi 20 años) jugábamos a una práctica bastante singular. Ella hacía un dibujo y a partir de él yo escribía un cuento. O  a la inversa, cuando fue más grande. Yo escribía cuentos y ella los ilustraba. Fue una experiencia realmente maravillosa para mí. Había una fusión padre/hija que era total. Había un entendimiento entre ambos que hacía que nos comprendiéramos de inmediato. Tuve en casa, porque la compré, la traducción que Borges hizo a los 8 años de tu cuento ‘El príncipe feliz’. Luego regalé ese libro a una persona que aprecio mucho que no vive en Argentina y que es muy admirador de Borges. Y también traduje algunos de tus cuentos infantiles al español porque en las clases con mi Profesora de inglés, que era también Traductora graduada en la Universidad Nacional de La Plata le propuse hacerlo. Se trataba de un lenguaje más simple. Más comunicativo. Más llano que una literatura alambicada llena de adornos o de figuras que apuntaban a un alto grado de perfección formal (lo que no me parece mal). Pero tus cuentos infantiles eran más acordes a mis conocimientos del inglés que El retrato de Dorian Gray por el que ella me propuso empezar. También me aunque fueran infantiles me resultaban más apasionantes. Es cierto. Para la literatura para adultos me faltaba vocabulario. Me resultaba tan perturbador acudir al diccionario de modo permanente para poder terminar de leer esa novela que la terminé por descartar y la dije que era imposible para mí seguirte en su narrativa. Hubo otros cuentos que me gustaron. Otros para adultos. Los cuentos para niños tuyos los leía de un tirón. Eran un deleite. Lo disfrutaba. Me dejaban colmado de felicidad. Porque si bien algunos tenían argumentos muy tristes, lo cierto es que tenían un fondo esperanzado. Y también el lector era el que completaba ese circuito de la vida según el cual una literatura está pensada en verdad para todas las edades. Como decía el teatrista infantil Hugo Midón, la literatura infantil no es literatura infantil, es “literatura apta para todo público”. Lo cierto es que, ya graduado, en un colegio secundario de City Bell, un barrio, digamos exclusivo de La Plata, aledaño, dicté clases y enseñé El fantasma de Canterville, sobre el que un músico argentino, Charly García, compuso una canción. La parodia de los cuentos de fantasmas era literalmente una genialidad. Pero no pude pasar por el prejuicio de que se enteraran de que habían tenido aventuras homosexuales y eso fue motivo de mofas. Me amargó mucho no pode trabajar a fondo un texto despegando vida privada de texto literario. Y me indignó la homofobia. Y eso que eran chicos de una edad todavía temprana”.

“Sí. Eso ha solido pasar en mi historia como si mi vida y mi obra de modo reduccionista se limitaran a una opción sexual. Pero en fin, dejémoslo ahí. No me merece ni media palabra”.

“Adhiere por completo. También leí y escribí sobre la Balada de la cárcel de Reading. Una narrativa amarga, dolorosa sobre la experiencia vivida. De un alto nivel de dignidad y también de un alto nivel de solidaridad ética. Pero en estos tiempos hablar de esas cosas, en particular por parte de los intelectuales más destacados, es ser old fashion, estar fuera de toda actualidad. Cómo debés haber sufrido en ese encierro atroz. Con trabajos forzados. Todas las cárceles son atroces. Pero las de la época victoriana deben de haber sido directamente una experiencia intolerable de la que uno sale destrozado”.

“Fallecí a los 40 años. Probablemente producto de haber sido un paria que había atravesado por la experiencia del sufrimiento más extremo”.

    Me puse incómodo. Experimenté el dolor de su dolor.

“¿Un poco de limonada Oscar?”

“Sí por favor. Con mucho hielo”.

“Perfecto. Tres cubos de hielo. Tomá. A ver qué te parece el limón exprimido de mi limonero. El del jardín de casa. Da frutos francamente deliciosos para esta clase de bebidas. En ocasiones lo uso para rociar el pescado. O para alguna ensalada. Mi abuela le ponía limón a la ensalada. Nunca me quedó en claro si lo hacía por mero placer o por una cuestión de salud. Por la vitamina C que tienen los cítricos. Y el kiwi”.

“No lo sé”.

“También leí un trabajo tuyo muy conmovedor para mí. Me marcó para toda la vida. “El alma del hombre bajo el socialismo. Es un ensayo o un largo artículo. O quizás fuera una conferencia. Eso no importa en lo más mínimo en este preciso instante. De modo que te pido que lo pasemos por alto a ese punto. Pero sí te diría que me pareció la producción literaria o el universo de ideas de alguien preocupado por la suerte de su sus semejantes”.

“En efecto. Eso es”.

“Citándote mucha gente suele mencionarte o ponerte como ejemplo de un autor frívolo. Que pronuncia ingeniosidades todo el tiempo. Ese ensayo viene a desmentir toda clase de esas canalladas. O de esas falsas imágenes de escritor que se tenían sobre vos”.

“Puede ser. Hay un universo de principios que siempre estuvieron presentes en mi poética. Al que no renuncié jamás. Es un universo de valores que si te fijás en las líneas que atraviesan mi vida y mi obra son como letitmotivs, a los que regreso, de modo recurrente. En toda mi obra está presenta la relación entre banalidad o superficialidad  y profundidad, entre esencias y apariencias, entre pensar una ética del semejante como alguien a quien se respeta aunque tampoco se lo sobrevalore”.

“A propósito. Hace poco tuve la oportunidad de ver un noticiero (sobre eso fue sobre precisamente sobre lo que escribí) en el que uno de tus nietos pronunciaba un discurso públicamente en el cementerio de París en el que está enterrado tu cuerpo porque de tanto que las personas besabas o tocaban tu tumba estaba deteriorada. Había tenido que colocar un protector de un vidrio de mucho espesor para evitar que tumba se siguiera deteriorando. Me pareció increíble. Si la sociedad victoriana te había destituido de tu condición de sujeto, te había desterrado a una condición de paria, te había difamado hasta sus zonas más exasperadas, ahora la sociedad regresaba, en un movimiento compensatorio (que no llegaste a ver, pero del que yo que yo ahora sí te informo) según el cual la vida de un escritor repudiado era por fin reivindicada. Por toda clase de personas. Que veían en él un ejemplo de dignidad”

     Oscar había casi terminado su limonada. El anochecer había caído sobre la ciudad de La Plata. Yo sabía que Oscar tenía un largo viaje hasta Dublín. Era hora de despedirse. O de llegar a un adiós no perenne pero sí transitorio.

“Tenés un largo viaje hasta Dublín”.

“Sí, un largo, largo viaje. Pero no me pesa. Iré mañana a la Biblioteca del Trinity College. Tomaré prestado un libro de Platón, probablemente el El Banquete. Un libro que disfruté mucho la primera vez que leí. Y me siente a leer entre esos bancos de madera tan luminosos, en esas salas por las que la luz entra a raudales, como una cascada de agua muy pura”.

     Me pareció, me dio impresión, fugazmente, de que era el propio Oscar Wilde el que era una persona muy pura. Fue una impresión fugaz. Atravesó mi mente. Luego tocó alguna zona de mi emoción inesperada.

     “Terminé la limonada. Hemos hablado de lo fundamental que dos escritores pueden hablar. De sus cosas esenciales. Si bien de tu obra casi no hemos hablado. Y es hora de que parta. De que me retire primero a mis aposentos, en un hotel de La Plata, ni muy caro ni muy barato. Ni lujoso ni paupérrimo. Como me gustan ahora (ahora) a mí las cosas. Fuer de todo lujo. De toda extravagancia. Yo me excusé y le dije:
“Oscar. Mi obra es un corpus de muchos artículos y cuentos publicados en revistas. No todos literarios porque el mundo en el que vivimos me preocupa mucho. Cavilo mucho acerca de él. He escrito algunos cuentos para niños. Mucha crítica literaria. Algunos trabajos interdisciplinarios con artistas plásticos o fotógrafos profesionales. Eso es todo”.

“No es poco”, agregó Oscar.

“No es poco ni es mucho. Simplemente ‘es’. Es lo que pude o quise o salió escribir en mi vida. Una vida consagrada a la escritura, entre otras cosas, de las cuales no elegimos demasiadas”.

“Eso es cierto. Yo elegí. Y tomé algunas decisiones que me hicieron muy desdichado. El universo de los textos es el que cuenta después del de la familia, cuando hayamos partido”:

“Por eso mismo tengo la teoría de que bueno es vivir una vida digna. Aprender de grandes maestros. Leer a los grandes autores. Como vos. Que hoy has llegado a mi casa y jamás lo has hecho. En un universo paradojal que me deja sin palabras porque hemos podido reconstruir parte del pasado. Y hemos podido reconstruir parte de tu obra. Y te he podido contar mediante qué urdimbre mi vida se fue atando con la tuya. Gracias”.

“Mi agradecimiento a vos”.

“Solo te pido una cosa. No regreses a la sociedad victoriana. Ahora el mundo ha cambiado. Te recibirán con honores si visitás el Trinity y College para buscar El Banquete de Platón”.

“Es cierto. Ni el éxito ni el fracaso. Ni el sufrimiento ni la vida lujosa y hedonista. Ni el agotamiento por el estudio ni el esparcimiento extremo. Creo que me aproximo a la edad de la discreción. Puede que visite a mis nietos antes de marcharme rumbo a Dublín. Creo que residen en París”.

“Puede ser un buen comienzo”

     Acompañé a Oscar hasta el rellano de la puerta de calle. Nos dimos un fuerte apretón de manos. Luego recordé todo lo que había sufrido. Y decidí abrazarlo, porque me resulta intolerable el territorio del dolor. Y creo que hay que evitárselos a otras personas. Y a quienes lo han padecido de modo brutal, corresponde brindarles una reparación, en la medida en que lo permite nuestro corazón y las circunstancias según las cuales se brinda un encuentro entre extraños. El abrazo fue fuerte. Y fue, diría yo sobre todo (y este fue el punto), fue sentido.

“Gracias”, dijo Oscar, percibí que entre emocionado pero, más que emocionado de que alguien lo recibiera sin hacer diferencias entre lo que su vida había sido antes y después de la tragedia.

“Nada que agradecer. Honrado por visita semejante”.

Alcancé a ver que hasta se sonrojaba. Me sorprendió una exhibición en un hombre de mundo como Oscar Wilde.

     Ya había caído la noche. Las farolas de la vereda se habían encendido. Yo le indiqué el camino que tenía que seguir, si bien vivo en un barrio céntrico.

     Se marchó. Pero luego de caminar unos pasos, mientras yo custodiaba su partida, giro sobre sí mismo, me miró a los ojos en un gesto de bondad infinita. Yo lo miré a los ojos, dándole a entender que había comprendido que había sido un encuentro entre dos hombres que habían mantenido una comunicación muy profunda. Giró nuevamente la cabeza y siguió su caminata. Yo custodié su partida hasta que en la esquina de la verde dobló hacia lo izquierda. Y lentamente entré a mi casa. Cerrando la puerta cancel.

 

Adrián Ferrero, 12 de noviembre de 2021

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