por Adrián Ferrero
“Pasá, Oscar. No nos
conocíamos personalmente. Pero la magia que puede operar la literatura y la
poética sobre ciertas vidas las reúne más allá de todo tiempo, espacio,
trascendencia y, en particular, cuando las vocaciones son afines. A mí me gusta
mucho escribir. Escribir fue tu pasión. Una pasión que te hizo recorrer los
infinitos pasadizos de la literatura, atravesar géneros y el género”, le digo
como para iniciar una conversación entre extraños.
Le invito una limonada (hace calor en La
Plata, el bochorno de enero nos aplasta a ambos, de su Irlanda natal, a esta
ciudad de provincias el universo citadino es tan distinto que debe de sentir
que está frente a un mundo premoderno. Al mismo tiempo imagino sus lecturas en
la Trinity College, donde se educó en sus estudios superiores. Una biblioteca
tan destacada. Tan llena de historia, tan prolífica en autores, tan organizada
por obra de sus bibliotecarios y responsables de la custodia de esos volúmenes,
algunos antiquísimos.
“¿Y qué leías estando
en el Trinity College? Allí estudió también Bram Stoker, el autor de Drácula. Para todos nosotros una obra
paradigmática. Reconozcamos que Occidente ha sido desparejo en sus
adaptaciones. Pero también los ha habido muy buenos. Los vampiros humanos son
seres tan incógnitos como inquietantes”.
“A decir verdad, con
Bram Stoker apenas intercambiamos una pocas y contadas palabras. Ninguno sabía
que escribiríamos ambos cuentos infantiles. Y obras de naturaleza de tendencia
gótica. Porque El retrato de Dorian Gray
tiene mucho de gótico. ¿no te parece?”
“Me inclino por
decirte que sí. Fue el primer libro tuyo que leí. Lo hice en español. En una
pésima traducción española. Pero cumplió su función. Yo conocí su argumento,
que era lo más importante. Su exquisitez, por momentos, también algo
estilizada, debo reconocerlo. Pero que en términos generales me dejó
satisfecho. Hace unos años alquilé, cuando todavía existían en la ciudad de La
Plata, en un videoclub de DVDs una adaptación de esa novela. Fue una imagen de
mucha intensidad la que se desprendía de esas imágenes. Sin embargo no até cabos
con aquellas primera lectura del último año del bachillerato, de lecturas
maratónicas porque me había propuesto ser un alumno de la carrera de Letras en
la Universidad deliberadamente culto”.
“Bueno. Un film no
tiene por qué ser semejante a su original literario. Puede recrearlo. Me
extraña en un escritor ese comentario. La transposición del lenguaje literario
al cinematográfico sufre infinidad de mediaciones y está sujeto naturalmente a
la decisión de su director o de sus guionistas. Ignoro cómo se te puede escapar
semejante evidencia. A mí me ha sucedido de asistir a adaptaciones de novelas a
obras de teatro y no encontrar demasiados puntos en común. Pero siempre queda
un resabio, esa recuerdo, esa remembranza auténtica (si está bien hecha, por
profesionales sólidos, si es auténtico) de un aire de familia contundente o, al
menos, de mucha afinidad”.
“Sí, es cierto. Pero
uno suele solicitarle a las adaptaciones una fidelidad, que en particular las
audiovisuales no suelen respetar. En particular si están realizadas en el marco
de un cine comercial. En el cual se busca el efectismo más que la belleza
estética o la perfección formal. No quisiera entrar en detalles que
profundizaran esta discusión, pero me eximo de ver ciertas películas porque sé
que son comerciales”.
“Sí. A mí me pasaba
lo mismo en mis tiempos con los librs. De las obras de teatro a las novelas o
de las novelas a las obras de teatro, el panorama en ocasiones resultaba
desolador”.
“¿Por qué estudiaste
literatura en el Trinity College?”, le pregunto con sumo interés por conocer
una respuesta conclusiva.
“Bueno. Quería ser
escritor. Era la institución más prestigiosa de Irlanda. O de Dublín en todo
caso, su capital. Me pareció natural asistir a ese centro de irradiación
cultural además de una institución formativa de primer nivel. Sabía que estaban allí los mejores
profesores. Los mejores alumnos con quienes debatir acerca de los temas que me
importaban. No lo dudé un instante”
“¿Y cómo fue tu paso
por el Trinity College?”
“Bueno, había materias que me gustaban más, otras menos. El universo de la
cultura grecolatina me cautivó de inmediato. Y las literaturas extranjeras, en
particular los clásicos también fueron primordiales en mi educación. Yo no
sabía con lo que me iba a encontrar hasta que ingresé a esas aulas. Nos
reuníamos en largas tertulias a discutir sobre literatura con los compañeros
más afines. Lo cierto es que encontré allí interlocutores de todo tipo para
todas las materias. Desde Profesores tan cultos y brillantes a cuyas clases era
un lujo asistir hasta otros eruditos pasando por otros que nos entusiasmaban
para que prosiguiéramos nuestros estudios no solo en sus clases sino que nos
informaban acerca de otros autores. O bien nos sugerían que a lo largo de
nuestras vidas fuéramos grandes curiosos. Que nada nos detuviera en el camino
del conocimiento. Yo fui uno de ellos. Siempre me gustó la lectura. Y me lancé
a escribir cuando no todos mis compañeros lo hicieron. Ellos se formaron, sí,
en el Trinity pero su camino fue otro,
no el creativo. Sí el formativo, como te decía”.
“Yo estudié en la
Universidad Nacional de La Plata, la segunda o que está prácticamente a la par
de la de Buenos Aires. Allí se realiza mucha investigación. Los docentes
integran equipos de estudio sistemático y, por otro lado, el trabajo con
instituciones de investigación a nivel nacional resulta una alianza primordial
que luego vuelcan en sus clases. Resulta una experiencia francamente de una
aventura hacia el conocimiento y el pensamiento abstracto la reflexión sobre
los contenidos que estudiábamos. Había alumnos brillantes de mi promoción. En
ocasiones estudiábamos juntos. En otras simplemente hablábamos en los recreos
entre clase y clase. O nos juntábamos a tomar un café. Uno aprendía mucho de
esas charlas. Te diría que en el caso de amigos o conocidos brillantes más
destacado aún el acceso al conocimiento. Nos pasábamos nombres de escritores,
los poníamos todo en cuestión. Incluso a nosotros mismos, a nuestra mirada
sobre la literatura que podía llegar a ser anticuada en la medida en que avanzábamos en la carrera. Recuerdo que
odiaba estudiar con fotocopias. Por suerte como mis dos padres son Profesores
en Letras también por la Universidad Nacional de La Plata tenían buenas
bibliotecas en las cuales yo buscaba los libros originales”.
“Yo, como te podrás
imaginar, no soy de la época de las fotocopias. Asistía a la biblioteca del
Trinity College y pasaba horas analizando obras, estudiando, desplegando los
libros sobre los pupitres. Era la aventura del conocimiento. Y realmente estar
rodeado de libros era una fiesta”
“Sí. Yo recuerdo
haber asistido a la biblioteca mi Facultad. La de Humanidades y Ciencias de la
Educación. Pero también era mucho lo que comprobaba. Yo trabajaba no de tiempo
completo pero sí tenía mi empleo. Y con eso me alcanzaba para ir armándome una
biblioteca digna. O que a mí me resultaba atractiva”
“¿Y qué otros libros
leíste escritos por mí?”
“Algunas obras de
teatro. No todas por cierto. Algunas muy buenas. Son muy ingeniosas tus intervenciones
en los diálogos. Los argumentos son conversados pero dejan la sensación de
estar frente a la inteligencia. A la sagacidad. Pero también frente a la
belleza”
“Gracias. Me halagan
esas palabras. Me gustaba ver las puestas de mis obras. En distintas partes del
mundo. Naturalmente que no las podía ver. Pero cobraba por derechos de autor y
sabía que mis palabras emocionaban o hacían conmover o reír a otros”.
“Sí. Lo imagino. A mí
en un sentido muy distinto me pasa con mis cuentos o con mis artículos o
poemas. Sentir que uno es capaz de tocar la fibra íntima de una persona con sus
palabras no es poca cosa. Diera la impresión de que el lenguaje es resulta
impactante en ciertas personas. Especialmente las sensibles a él”.
“¿Hubo alguna otra
obra mía que te gustara?”
“Me incliné mucho por
los cuentos infantiles. No me parecen ingenuos, como me dijo cierta vez una
Profesora de inglés que tuve. Tener valores, desplegar valores, plantear
dilemas éticos, ilustrar escenas del dolor, hablar del sacrificio por amor,
denunciar la frivolidad frente a niños que están aprendiendo lo que es ser en
lugar de aparentar, entender la escena del despejo para que otros puedan
disponer de lo que carecen, plantear problemáticas ligadas a la generosidad y
el egoísmo o, en todo caso, de qué modo revertirlo porque solo puede ser una
apariencia o bien un temor infundado, escuchar qué necesidades tiene un niño
(yo se los escribí a mi hijos porque eran
muy pequeños cuando comencé a producir esa parte de mi producción
literaria y yo estaba preocupado por el modo como la sociedad victoriana
educaba a los niños en el rigor menos que en libertad de ser y pensar, ser
influyentes para los escritores en la psicología de los niños me parece una tarea encomiable. Yo no tengo
obras mayores y obras menores en mi producción literaria. Mis cuentos
infantiles cuentan tanto como haber escrito obras de teatro que fueron
representadas en escenarios de Londres. Mis cuentos infantiles yo sé que fueron
leídos por muchos niños, incluido Borges, y que eso dejó una marca fuerte en su
educación, en su formación, en su sentido de la ética. Y que un autor se
detenga en la infancia también me resulta tarea encomiable. El universo de los
adultos pocas veces presta atención a la infancia. Pienso que los escritores
han sobrevalorado la literatura para adultos, han olvidado la literatura para
niños, salvo excepciones y la consideran un campo de trabajo completamente
menor, satelital. Sin embargo es sumamente complejo comunicarse exitosamente
con un niño. Alcanzar zonas de su emoción que lo movilicen, que lo conmuevan,
que lleguen a hacerlo cambiar de puntos de vista que la sociedad les ha
impuesto como mandatos. A mí me gustaba mucho hablarles a los niños con
palabras simples, en un lenguaje accesible, de temas profundos. No eran asuntos
menores ni un lenguaje menor. Eran, muy por el contrario, temas mayores, de
temáticas amplias pero que al mismo tiempo yo siempre concentraba en el
universo de los principios. Me interesaba la solidaridad entre semejantes. La
magia que logra que dos personas puedan encontrarse en el juego. También por
supuesto ser un buen escritor. Estar atento a escribir bien lo que escribía. No
hacerlo de modo descuidado. Un niño merecía lo mejor de mi parte, dado que son
lo más valioso y la prioridad en una
sociedad. Era un tema principal para mí que esos cuentos perduraran. Y para que
perduraran resulta sumamente importante que pusiera especial atención a
argumentos que fueran atemporales, esto es, que pasaran por encima de la
Historia, sino que se concentraran en experiencias humanas por fuera del tiempo
pero que alcanzaron la esencia de la condición humana. “El príncipe feliz”, por
ejemplo, el cuento que tradujo Borges de muy pequeño, sufre ese despojo de sus
distintas parte, esa depredación pero porque tiene un sentido. Él lo hace, él
consiente en que ello tenga lugar porque sabe que hará felices a otros, en que hará
felices otros niños que lo necesitan mucho más que él, que es una mera estatua.
No obstante, eso no significa que no tenga, pese a ser una estatua
personificada, precisamente, humanizada, una ética del semejante. Su
generosidad puesta de manifiesta en el donar o en el dar a otros lo que incluso
a él lo despoja de su propio ser constituyen una serie de atenciones hacia el
prójimo en estado de precariedad”
“Precisamente, Oscar. Fue por esa razón que cuando esta Profesora me dijo
que tus cuentos que eran ingenuos francamente a mí me indignó. Justamente porque
a mí me parecían cuentos dignos, que apuntaban a inculcar la dignidad, que leídos
por los niños transmitirían la idea de que brindarse al semejante es o podía
ser una forma de realización. La generosidad puede ser una forma de
realización. Y yo sentí en el momento en el que ella me dijo eso con un
profundo desdén (pese a que ella sí tenía valores, no era una desalmada ni nada
por el estilo), que te estaba descalificando
Yo también escribo cuentos
infantiles. Con mi hija, cuando era una niña (ahora tiene casi 20 años) jugábamos
a una práctica bastante singular. Ella hacía un dibujo y a partir de él yo
escribía un cuento. O a la inversa,
cuando fue más grande. Yo escribía cuentos y ella los ilustraba. Fue una
experiencia realmente maravillosa para mí. Había una fusión padre/hija que era
total. Había un entendimiento entre ambos que hacía que nos comprendiéramos de
inmediato. Tuve en casa, porque la compré, la traducción que Borges hizo a los 8
años de tu cuento ‘El príncipe feliz’. Luego regalé ese libro a una persona que
aprecio mucho que no vive en Argentina y que es muy admirador de Borges. Y
también traduje algunos de tus cuentos infantiles al español porque en las
clases con mi Profesora de inglés, que era también Traductora graduada en la
Universidad Nacional de La Plata le propuse hacerlo. Se trataba de un lenguaje
más simple. Más comunicativo. Más llano que una literatura alambicada llena de
adornos o de figuras que apuntaban a un alto grado de perfección formal (lo que
no me parece mal). Pero tus cuentos infantiles eran más acordes a mis conocimientos
del inglés que El retrato de Dorian Gray
por el que ella me propuso empezar. También me aunque fueran infantiles me
resultaban más apasionantes. Es cierto. Para la literatura para adultos me
faltaba vocabulario. Me resultaba tan perturbador acudir al diccionario de modo
permanente para poder terminar de leer esa novela que la terminé por descartar
y la dije que era imposible para mí seguirte en su narrativa. Hubo otros
cuentos que me gustaron. Otros para adultos. Los cuentos para niños tuyos los
leía de un tirón. Eran un deleite. Lo disfrutaba. Me dejaban colmado de
felicidad. Porque si bien algunos tenían argumentos muy tristes, lo cierto es
que tenían un fondo esperanzado. Y también el lector era el que completaba ese
circuito de la vida según el cual una literatura está pensada en verdad para
todas las edades. Como decía el teatrista infantil Hugo Midón, la literatura
infantil no es literatura infantil, es “literatura apta para todo público”. Lo
cierto es que, ya graduado, en un colegio secundario de City Bell, un barrio,
digamos exclusivo de La Plata, aledaño, dicté clases y enseñé El fantasma de Canterville, sobre el que
un músico argentino, Charly García, compuso una canción. La parodia de los
cuentos de fantasmas era literalmente una genialidad. Pero no pude pasar por el
prejuicio de que se enteraran de que habían tenido aventuras homosexuales y eso
fue motivo de mofas. Me amargó mucho no pode trabajar a fondo un texto
despegando vida privada de texto literario. Y me indignó la homofobia. Y eso
que eran chicos de una edad todavía temprana”.
“Sí. Eso ha solido
pasar en mi historia como si mi vida y mi obra de modo reduccionista se
limitaran a una opción sexual. Pero en fin, dejémoslo ahí. No me merece ni
media palabra”.
“Adhiere por
completo. También leí y escribí sobre la Balada
de la cárcel de Reading. Una narrativa amarga, dolorosa sobre la
experiencia vivida. De un alto nivel de dignidad y también de un alto nivel de
solidaridad ética. Pero en estos tiempos hablar de esas cosas, en particular
por parte de los intelectuales más destacados, es ser old fashion, estar fuera
de toda actualidad. Cómo debés haber sufrido en ese encierro atroz. Con
trabajos forzados. Todas las cárceles son atroces. Pero las de la época
victoriana deben de haber sido directamente una experiencia intolerable de la
que uno sale destrozado”.
“Fallecí a los 40
años. Probablemente producto de haber sido un paria que había atravesado por la
experiencia del sufrimiento más extremo”.
Me puse incómodo. Experimenté el dolor de
su dolor.
“¿Un poco de limonada
Oscar?”
“Sí por favor. Con
mucho hielo”.
“Perfecto. Tres cubos
de hielo. Tomá. A ver qué te parece el limón exprimido de mi limonero. El del
jardín de casa. Da frutos francamente deliciosos para esta clase de bebidas. En
ocasiones lo uso para rociar el pescado. O para alguna ensalada. Mi abuela le
ponía limón a la ensalada. Nunca me quedó en claro si lo hacía por mero placer
o por una cuestión de salud. Por la vitamina C que tienen los cítricos. Y el
kiwi”.
“No lo sé”.
“También leí un
trabajo tuyo muy conmovedor para mí. Me marcó para toda la vida. “El alma del
hombre bajo el socialismo. Es un ensayo o un largo artículo. O quizás fuera una
conferencia. Eso no importa en lo más mínimo en este preciso instante. De modo
que te pido que lo pasemos por alto a ese punto. Pero sí te diría que me
pareció la producción literaria o el universo de ideas de alguien preocupado
por la suerte de su sus semejantes”.
“En efecto. Eso es”.
“Citándote mucha
gente suele mencionarte o ponerte como ejemplo de un autor frívolo. Que
pronuncia ingeniosidades todo el tiempo. Ese ensayo viene a desmentir toda clase
de esas canalladas. O de esas falsas imágenes de escritor que se tenían sobre
vos”.
“Puede ser. Hay un
universo de principios que siempre estuvieron presentes en mi poética. Al que
no renuncié jamás. Es un universo de valores que si te fijás en las líneas que
atraviesan mi vida y mi obra son como letitmotivs, a los que regreso, de modo
recurrente. En toda mi obra está presenta la relación entre banalidad o
superficialidad y profundidad, entre
esencias y apariencias, entre pensar una ética del semejante como alguien a
quien se respeta aunque tampoco se lo sobrevalore”.
“A propósito. Hace
poco tuve la oportunidad de ver un noticiero (sobre eso fue sobre precisamente
sobre lo que escribí) en el que uno de tus nietos pronunciaba un discurso
públicamente en el cementerio de París en el que está enterrado tu cuerpo
porque de tanto que las personas besabas o tocaban tu tumba estaba deteriorada.
Había tenido que colocar un protector de un vidrio de mucho espesor para evitar
que tumba se siguiera deteriorando. Me pareció increíble. Si la sociedad
victoriana te había destituido de tu condición de sujeto, te había desterrado a
una condición de paria, te había difamado hasta sus zonas más exasperadas,
ahora la sociedad regresaba, en un movimiento compensatorio (que no llegaste a
ver, pero del que yo que yo ahora sí te informo) según el cual la vida de un
escritor repudiado era por fin reivindicada. Por toda clase de personas. Que
veían en él un ejemplo de dignidad”
Oscar había casi terminado su limonada. El
anochecer había caído sobre la ciudad de La Plata. Yo sabía que Oscar tenía un
largo viaje hasta Dublín. Era hora de despedirse. O de llegar a un adiós no
perenne pero sí transitorio.
“Tenés un largo viaje
hasta Dublín”.
“Sí, un largo, largo
viaje. Pero no me pesa. Iré mañana a la Biblioteca del Trinity College. Tomaré
prestado un libro de Platón, probablemente el El Banquete. Un libro que disfruté mucho la primera vez que leí. Y
me siente a leer entre esos bancos de madera tan luminosos, en esas salas por
las que la luz entra a raudales, como una cascada de agua muy pura”.
Me pareció, me dio impresión, fugazmente,
de que era el propio Oscar Wilde el que era una persona muy pura. Fue una
impresión fugaz. Atravesó mi mente. Luego tocó alguna zona de mi emoción
inesperada.
“Terminé la limonada. Hemos hablado de lo
fundamental que dos escritores pueden hablar. De sus cosas esenciales. Si bien
de tu obra casi no hemos hablado. Y es hora de que parta. De que me retire
primero a mis aposentos, en un hotel de La Plata, ni muy caro ni muy barato. Ni
lujoso ni paupérrimo. Como me gustan ahora (ahora) a mí las cosas. Fuer de todo
lujo. De toda extravagancia. Yo me excusé y le dije:
“Oscar. Mi obra es un corpus de muchos artículos y cuentos publicados en
revistas. No todos literarios porque el mundo en el que vivimos me preocupa
mucho. Cavilo mucho acerca de él. He escrito algunos cuentos para niños. Mucha
crítica literaria. Algunos trabajos interdisciplinarios con artistas plásticos
o fotógrafos profesionales. Eso es todo”.
“No es poco”, agregó
Oscar.
“No es poco ni es
mucho. Simplemente ‘es’. Es lo que pude o quise o salió escribir en mi vida.
Una vida consagrada a la escritura, entre otras cosas, de las cuales no
elegimos demasiadas”.
“Eso es cierto. Yo
elegí. Y tomé algunas decisiones que me hicieron muy desdichado. El universo de
los textos es el que cuenta después del de la familia, cuando hayamos partido”:
“Por eso mismo tengo
la teoría de que bueno es vivir una vida digna. Aprender de grandes maestros.
Leer a los grandes autores. Como vos. Que hoy has llegado a mi casa y jamás lo
has hecho. En un universo paradojal que me deja sin palabras porque hemos
podido reconstruir parte del pasado. Y hemos podido reconstruir parte de tu
obra. Y te he podido contar mediante qué urdimbre mi vida se fue atando con la
tuya. Gracias”.
“Mi agradecimiento a
vos”.
“Solo te pido una
cosa. No regreses a la sociedad victoriana. Ahora el mundo ha cambiado. Te
recibirán con honores si visitás el Trinity y College para buscar El Banquete de Platón”.
“Es cierto. Ni el éxito
ni el fracaso. Ni el sufrimiento ni la vida lujosa y hedonista. Ni el
agotamiento por el estudio ni el esparcimiento extremo. Creo que me aproximo a
la edad de la discreción. Puede que visite a mis nietos antes de marcharme
rumbo a Dublín. Creo que residen en París”.
“Puede ser un buen
comienzo”
Acompañé a Oscar hasta el rellano de la
puerta de calle. Nos dimos un fuerte apretón de manos. Luego recordé todo lo
que había sufrido. Y decidí abrazarlo, porque me resulta intolerable el
territorio del dolor. Y creo que hay que evitárselos a otras personas. Y a
quienes lo han padecido de modo brutal, corresponde brindarles una reparación,
en la medida en que lo permite nuestro corazón y las circunstancias según las
cuales se brinda un encuentro entre extraños. El abrazo fue fuerte. Y fue,
diría yo sobre todo (y este fue el punto), fue sentido.
“Gracias”, dijo
Oscar, percibí que entre emocionado pero, más que emocionado de que alguien lo
recibiera sin hacer diferencias entre lo que su vida había sido antes y después
de la tragedia.
“Nada que agradecer.
Honrado por visita semejante”.
Alcancé a ver que
hasta se sonrojaba. Me sorprendió una exhibición en un hombre de mundo como
Oscar Wilde.
Ya había caído la noche. Las farolas de la
vereda se habían encendido. Yo le indiqué el camino que tenía que seguir, si
bien vivo en un barrio céntrico.
Se marchó. Pero luego de caminar unos
pasos, mientras yo custodiaba su partida, giro sobre sí mismo, me miró a los
ojos en un gesto de bondad infinita. Yo lo miré a los ojos, dándole a entender
que había comprendido que había sido un encuentro entre dos hombres que habían
mantenido una comunicación muy profunda. Giró nuevamente la cabeza y siguió su
caminata. Yo custodié su partida hasta que en la esquina de la verde dobló
hacia lo izquierda. Y lentamente entré a mi casa. Cerrando la puerta cancel.
Adrián Ferrero, 12 de noviembre de 2021
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