por María Cristina Alonso
En su libro La boca del tiempo, Eduardo Galeano recopila historias que vivió o escuchó. Entre ellas está esta:
“EL PADRE
Vera faltó a
la escuela. Se quedó todo el día encerrada en casa. Al anochecer, escribió una
carta a su padre. El padre de Vera estaba muy enfermo, en el hospital. Ella
escribió:
—Te digo que te quieras, que te cuides, que te protejas, que te mimes, que te
sientas, que te ames, que te disfrutes. Te digo que te quiero, te cuido, te
protejo, te mimo, te siento, te amo, te disfruto.
Eduardo Galeano escribe una breve, minúscula historia de despedida. Es la de un padre enfermo que se
marcha y de una niña, su hija, que le escribe para que viaje protegido. Ese padre, Héctor Carnevale fue un
poeta fugaz, que murió demasiado joven pero que alcanzó a publicar un libro de
poemas luminoso: el alimento y los ojos.
El mismo Galeano escribe en la contratapa: “En este poema, la flecha/ es el blanco. Del hambre/ de luz, nacen estos
fulgores. / Ellos atraviesan el/ basural de la tierra/ y la noche del cielo y /
ardiendo van en busca/ de lo que son:/ la ciega mirada que nos/ perdona, la
muda palabra/ que nos comprende.”
Publicado en 1993 el alimento y los ojos apenas pudo
ser disfrutado por su autor. Héctor Carnevale murió joven. Había nacido en
Bragado, provincia de Buenos Aires, en 1952 y había estudiado antropología.
Estaba vinculado familiarmente a través de su mujer con el escritor uruguayo.
En el alimento y los ojos las imágenes
están trabajadas con los elementos del sueño, con esa fina sustancia del mundo
que el poeta sabía que iba a dejar: “He
caído en tu jardín/ soy una piedra/ yo/ carne del tiempo”, escribe en el
inicio. El libro está estructurado como un largo poema dividido en tres partes
que son la desgarrada invocación a un dios de un hombre que siente que la vida
se le va y tiene que encontrarle a eso un sentido.
Tamara Kamenszain, en
su libro de ensayos La edad de la poesía, dice -refiriéndose a varios poetas que
escribieron sobre el final de sus días- que “la poesía es lo más parecido a una autobiografía porque no hay una
manera humana de abandonar la primera persona gramatical, aunque se ensayen
otras… Escribir en verso, entonces, supone escribir en forma de diario:
extremando en cada escansión, en cada suspensión del sentido, en cada parálisis
narrativa, lo que se está por terminar”.[2]
En el inicio de ese viaje que el poeta se apresta a
realizar ofrenda “esta delicada luz de mi
cuerpo de niño/ que ha soñado/ ser/ alimento de los ángeles”. Toda la
primera parte es una larga interrogación sobre el dolor humano, el basural del
mundo, el tiempo que apresura la muerte. Y si el corazón de dios es alimento,
éste a veces se encuentra negado a los hombres: ¿Por qué tan abajo enterrado tu corazón?”, se pregunta. La búsqueda
es una travesía, a veces en las tinieblas, donde la Palabra no se encuentra: “Aquí dejo los ojos que me has dado, Señor, /
¡Acéptame la ofrenda!”
Si en la primera parte de este libro el poeta se llena
de preguntas, en la segunda, titulada “las ofrendas” éstas continúan “qué has visto en mi carne?” pero aparece
la certeza de que hay un lugar en donde todo recupera su sentido: “Sé que todo lo que falta/ tiene su lugar./
Sé que el cielo es/ la completud que busco.”
Por eso el hambre del poeta se sacia con las palabras,
ellas son su alimento: “Deja una hogaza
en cada estrella// ¡Qué la luna sea tu pan, Señor!”
En la tercera parte el poeta halla la respuesta. Una
vez que ha entregado su cuerpo, que ha buscado inútilmente la explicación a los
misterios del mundo y a los de su propia e insignificante humanidad, está listo
para escuchar el verbo divino que no es otra cosa que el espejo de su propia
voz. Por algo Isidoro Blaistein dice, citando a Shakespeare, que “los poetas son los espías de Dios y que Dios
es una luz imprecisa que los poeta ven sin enceguecerse, sin entornar los ojos
mientras los boquiabiertos tropiezan en la oscuridad.”[3]
En el poema de Héctor Carnevale, Dios habla para
devolver al poeta el material con el que construye sus versos. “No tengas miedos -le dice- Yo no hablo con
la lengua dulce y extranjera del hombre. / Yo soy la única posibilidad de
entender/ Soy la Palabra”.
Es en el poema que este hombre enfermo busca alguna mínima respuesta. Poesía como
alimento, como consuelo, mirador para ver lo que otros no ven, para apreciar la
luz y la oscuridad, y para añorar lo que se pierde. Como en los versos de Héctor
Viel Temperley, otro poeta que escribió bajo la experiencia de la enfermedad y
la cercanía de la muerte, en Hospital
Británico: “Es mi parte de tierra la que llora por los ciruelos que ha
perdido.”
Para un poeta que busca en las palabras magias y
fulgores para entrar en lo desconocido, la carta de su hija Vera, como cuenta
Eduardo Galeano, debe haber sido el mejor vehículo para viajar en el sueño.
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