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viernes, 13 de agosto de 2021

“Segunda visita a El Trapiche: Liliana Bodoc y el regalo de un libro mar”

 



por Adrián Ferrero

 

     Esta vez no golpeo a la puerta de la cabaña de El Trapiche. No por mala educación. No por sentir un exceso (o abuso) de confianza de la que no gozamos. Sino que siento hoy, ahora mismo, que hasta el sonido de una cerradura podría perturbar su hacer, su estar haciendo. De modo que abro la puerta (delgada como hostia, ligera como pétalo de jazmín del país, como dice Tununa Mercado). Hay un límite nítido que separa ese interior de  magia y de batallas épicas y el que habito yo, de otra clase de batallas que sé que ella entiende y aprueba, pero sobre las que no escribe. O escribe de otro modo. La lateralmente, digamos. Metaforizándolas, digamos. Pero indudablemente  su escritura mira para este otro lado del mundo (de allí que vea su espalda y no su rostro, quizás por ese motivo está de espaldas a mí. Es decir: el universo, dividido en dos mitades, nos une y nos separa a la vez. Habito apenas una frontera de su mitad, toco con mis dedos, con mis pies, sus orillas. Su marea.

     De pronto la veo que se detiene frente a la computadora. O se distrae acaso del texto, pensativa. ¿La imaginación le habrá jugado una mala pasada, deteniendo su flujo? Debo decidirme. Y no puedo. Las ventanas están todas abiertas. Es (y será) una mañana inolvidable. Una mañana refrescante. Antonio no me ha visto llegar a la cabaña de El Trapiche porque ha salido a dar su caminata diaria, una caminata que puede durar más de dos kilómetros. En un hombre robusto no es extraño.

     No deseo que ella me vea. Quiero decir: no deseo interrumpir, irrumpir entre sus creaciones, malograr un solo detalle, un solo borde de sus borradores. Desviarla de un solo adjetivo. Sobresaltarla de un alquimista. Seré como un fantasma. Tan solo un narrador. Una figura invisible como la de la fábula de H. G. Wells. Pero con la diferencia de que estoy entre dragones que lanzan humaredas por sus fauces, dragones buenos, que se agazapan para salvar a sus compañeros del peligro que corren de ser atrapados  y luego cautivos de sus enemigos que aspiran a torturarlos para luego exterminarlos. No camino precisamente por entre las calles de Londres. Ni soy el invento de un inglés engreído. Ni soy tampoco un cuerpo literario. Soy un hombre empírico que de modo totalmente casual ha acudido a ese recurso con un objetivo noble.

     Ella ligeramente toma una taza de té de hierbas (¿cedrón? ¿tilo? ¿manzanilla?), a diferencia del mate de la vez anterior, en que también hablamos con esa infusión de por medio. Pero esta vez me resisto a interrumpir el acto mágico de dar a luz un universo, como todos los que ella ha concebido. Como esos pintores certeros que de una pincelada perfecta asestan a la tela la invención genial de un retrato o de un paisaje natural. ¿Una naturaleza muerta? Ahora estamos a solas en esa cabaña (yo: posición vertical, suelas silenciosas ¿sandalias? ropa de tela blanca) y ella con un pulóver que la ampara de cierta ráfaga de frío que le ha confiado a Antonio cunde por la casa a ciertas horas, hostil, peligroso como ciertas criaturas de sus libros. La silla es recta, dura, de madera: la columna está estirada, en su sitio. Ella no podría jamás estar encorvada. Ella es recta. Ella siempre en posición erguida. Vertical como toda cosa honesta. Vuelve a tomar otro sorbo de té, no se la escucha sorber la taza. Parece un ser alado como sus dragones. O no. Puede que un ave (¿paloma, calandria o  jilguero?, gorjeo puro). Sabemos que ella crea, recrea, digita el vuelo de la dragona blanca, despliega sus alas enormes, hace brotar la llamarada y la humareda. El relámpago y trueno de modo inexorable (probablemente suceda en instantes en la realidad: su escritura provoque la tan temida tempestad entre mortales).

     Tan de repente la veo encorvarse sobre el teclado. El tecleteo de las letras es el señalado indicio de que el hilo de la trama que estaba meditando de pronto acaba de desatarse, se vuelve visible a sus ojos, tangible a su tacto. Es capaz de distinguir fisonomías, tramas, el rostro de un malvado cuyas facciones detecta para identificarlo y de ese modo ubicarlo en tal o cual lugar de la historia. Pero también saber a quién tiene delante, que no es de su misma madera. De modo que va a su encuentro. Logra percibir un encuentro entre un eunuco y una dama de la corte. Es capaz de que un grupo de adolescentes visiten a un viejo que hace morisquetas para realizar una tarea escolar y terminen todos disfrazados interpretando a fragmentos de obras de Shakespeare gracias a este prestidigitador que ha realizado el encantamiento. Es capaz de que un perro mire a los ojos a Jesús, se hablen recíprocamente, conversen acerca de lo que vendrá, que como sabemos será terrible. Y que el perro llore por su amo con un gemido imperceptible para no alarmarlo pero de pronto se contenga porque debe narrar, narrar, narrar hasta el último suspiro, en que entre chismes y versiones, se le atribuirán a este hombre muchos destinos (o muchas vidas). Circularán los cuentos de las alcahuetas. Miga de León calla, cuando ve que su  rostro se ha derrumbado, exangüe. Y comprende que ha dejado de tener sentido ponerle palabras a aquello que no es de este mundo.



     Ella es capaz de que una niña vea el mar en unos ojos, los ojos de una muñeca que son los que a su vez sí lo han visto, un mar anhelado, tan anhelado que por fin lo ha convocado su deseo, tibio deseo de infancia. La mirada, no obstante, no es de lagrimón o llanto. Es la imagen del mar dibujado en unos ojos en vaivén, que vienen y van, vienen y van. Esta mujer puede también hacer que un amor se emancipe al mismo tiempo que una patria. Y que la canela, frotada con otras cuatro especias (secreto embrujo), cautive el deseo anhelante de un hombre que por obra de estos oficios llenos de milagro, producto de una mujer afanosa, que trajina con la maravilla y el encanto, sea irresistible. Ella ha sido criada libre, pero sin embargo también le es dado comprender la suerte de una esclava. La escucha y sabe de su sabiduría ilimitada. Su padre huele también la canela, evoca otros tiempos, pero ya están marchitas esas carnes de viejo para tales ceremonias. La canela despierta el celo de aquel hombre joven, el que ella desea con el alma trepidante. Pero también con el cuerpo. Es por eso que acude a la canela. Estimulante convocatoria al encuentro vislumbrado en fantasías.


     Ahora la escritora  hace una pausa. ¿estará cansada o la historia se habrá interrumpido en su imaginación secreta? Bebe otro trago de té. Lo debe de haber percibido frío porque lo hace a un lado, con una infinita paciencia, con una infinita delicadeza, como si fuera un pequeño pichón que debe ser apartado de un sitio hacia otro sin violencia. Es que se ha distraído con su historia. El vapor del té, ahora se ha arruinado. Es que son tantas a la vez las tramas, tantos hilos, tantos cabos que debe atar a la hora de trazar el primer dibujo de una línea ligera como plumón. Y luego cortar con los dientes el hilo de la costura.

      Piensa en un búho. Y de pronto escucho que pronuncia: “Oficio, oficio, oficio”. Yo entiendo de qué me está hablando. Pero para ella tal vez en ese momento tal vez solo sea una intuición. Una persistente idea sensible que se proyectará más adelante. Son seres sabios los búhos. Pero también vuelan por las noches noche. Y ella es una mujer de la mañana. “Ella es la mujer matinal”, me digo. Claro que la delgada línea que separa a la noche de la madrugada convengamos que todavía es oscura. Puede que circulen búhos en tanto ella hornea su pan. Los rayos del sol se pueden confundir con los rayos de la luna. Ella tiene una hilera de algunas de estas aves en miniatura en la repisa del comedor para que la inspiren a la hora de entrever el futuro cuando la trama no avanza, ha quedado paralizada porque la inspiración se ha marchado por debajo de la puerta. Pero ¿no era yo quien estaba junto a la puerta? ¿habré sido el responsable de esta detención? Y me siento culpable de una posible falta. Frente a ella, como podrán imaginarse, me avergüenza doblemente. Prácticamente un pecado.

     Toma la taza y la lleva a la cocina. No va a dejar una taza sin lavar o para que la lave otro. Es una mujer que desconoce las mezquindades. Regresa pero no me ve (cierto: yo soy el invisible hombre londinense, que por cierto desentona por completo con mi esencia sudamericana). Estoy ahora en el otro extremo de la cabaña. Puedo verla escribir como poseída porque ha encontrado el hilo que la conducía hacia esos hombres plagados de maldad y de violencia frente a estos otros, tan dispuestos a dar batalla por sus hijos y sus mujeres, por sus campos y sus moliendas. No permitirán que estos invasores inescrupulosos se anexen una tierra de modo ilegítimo.

     Ella ha jugado la partida. Ella ha encontrado el modo de salir del laberinto para introducirse en el campo de batalla. Las lanzas atraviesan pechos y las espadas se entrechocan (¿cómo entender en alguien dado a la paz más absoluta que escriba tantas historias de batallas? ¿es que una mujer encantadora puede convertirse en amazona). Su paz precisamente consiste en dar la Gran Batalla contra el Mal. Queda el testimonio de ese combate cuerpo a cuerpo, sangre a sangre, herida contra herida, en el filo de las páginas de sus libros más belicosos.

     Ella no pertenece al continente de Wells. Ella no pertenece al Norte. Ella es la mujer de la Constelación del Sur. Como yo mismo. Ella es una de quien lo he aprendido. Gira la cabeza y me ve. Se da cuenta no de que la he estado espiando (el colmo de la falta de modales, de invasión a la privacidad). Pero también se da cuenta de que solo aspiraba a tener acceso a la cocina de su escritura. Entonces, me hace un gesto cómplice con la cabeza. El hombre el Norte debe volverse hombre del Sur. Solo ella ha sido capaz de ver un hombre que no podía ser visto. Solo ella tiene el don. Él escribe también sus propios relatos. Pero sobre el agua. El agua protagoniza sus historias bajo infinitas formas. Eso lo ha pronunciado otra mujer extraordinaria. Esa mujer que ha pronunciado esas palabras, se ha machado inexplicablemente de su vida. Y lo ha dejado a solas. ¿Un duelo por pérdida de afecto? Abandonemos esa viejas historia.

-“El agua, el agua. Nuestro cuerpo tiene mucho agua”, dice ella. Y se golpea el muslo izquierdo con el puño.

-“Y mis dedos la tienen”, le contesto. “He escrito un libro de mar”. Una historia de mar.

_-“¿Cómo es eso?”, se manifiesta sorprendida. Ella, que pareciera conocerlas todas. O ser capaz de inventarlas.

-“Tendrías que leerlo”, le digo.

“Sí, claro que lo haré. Será el antídoto perfecto contra el fuego de mis dragones”. Yo retrocedo hasta la pared. Estoy arrinconado por esa mujer incandescente. Temeroso de haber provocado alguna emoción incómoda en ella.

-“El fuego, el aire, la tierra, el agua”, pronuncia como cuatro peligros. Como cuatro regalos. Como cuatro profecías. Traza un círculo de fuego con la mano derecha que lo ilumina todo. Me extiende la mano.
-“Tu libro de mar”. No logro percibirlo pero sé que ahora existe. En algún lugar existe. Extiendo la mano y callo. No ha depositado ningún objeto dentro de la palma de mi mano. Tampoco ha escrito nada. Pero algún misterio ha comenzado a tener lugar.

     En ese instante una idea muy intensa se apodera de mi imaginación, de modo tan  potente que no puedo traducirla a palabras. Y que flotando el aire, la tierra, el fuego, el agua que me ha regalado entre las manos,  se vuelve más tangible. Lo ha hecho para que sea ahora yo quien lo escriba. Ha depositado en mí una cierta clase de responsabilidad. Lo que para mí es terrible y es un acontecimiento de naturaleza extraordinaria.

-“Ahora eres es un escritor de agua para siempre”. “Ondinas”, refuerza.



     En ese preciso momento se escucha el pedregullo que rueda o se entrechoca. Es Antonio. Yo, hombre de mar al fin y al cabo, puedo y no puedo aceptar ese regalo que viene del fuego, de la intensidad de una hoguera en la que están ardiendo las copas de un bosque de cedros. O de maderos bajo una marmita. O una salamandra que abriga una pequeña cabaña en El Trapiche. Los chispazos centellean. Me llevo mi libro de mar. Le hago una inclinación respetuosa de cabeza. Le digo: “Gracias por el fuego. Gracias por el libro de mar”. “En adelante será mi anhelo”. Yo que soy hombre de agua, por eso la leo, para avivar la llama de la creación, le agradezco este regalo que bajo la forma de un impacto emocionante me ha dejado en estado de shock.
     Entra Antonio, sorprendido de la presencia de un extraño (he dejado de ser invisible gracias a sus artes, “No es necesario que lo seas”, me ha dicho serenamente). Ella en un brinco ya está junto a su lado, le dice tres palabras al oído y todo queda en su sitio. Ha pronunciado un hechizo.

     Yo ahora estoy afuera de la cabaña. El sol chisporrotea sobre el parabrisas como el fuego de sus libros. Ella me despide desde la puerta con un brazo en alto, agitándolo. Su mirada es muy intensa. Me acomodo en el asiento de conductor. Jamás me llevé bien con los autos. Prefiero las bicicletas. Arranco. Entre mis manos alcanzo a distinguir las primeras gotas. El libro de mar ha dado comienzo.  

 

 

 

 

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