Por Mario Escobar Castex (*)
Dedicado a:
“El caballito Bazán”
(En mi pueblo hubo alguien que
bien pudo llamarse Bazán o Pérez, -eso no tiene importancia-, que estará para siempre en
mi memoria y en mis ojos de mirar distancias. Para él, éste mi emocionado
recuerdo)
-Qué solo me he quedado
De mi mismo
De estar solo,
Sin saber si el aire
Es piedra
O mi locura la cordura del pez
O el jabalí.-
Y
el loco Bazán agregaba: -nací de padre ausente_ En un pueblo como éste, eso es
llevar una condena atada a la suela de los zapatos.
Yo
lo miraba desde mi tiempo y mi estatura. Aún lo estoy viendo con mis ojos de
mirar distancias. Desde aquel balcón en aquella calle polvorienta, cuando Enero
quemaba o llorando agosto su pena de neblina o aguacero. El loco Bazán.
Que
de recuerdos en tropel se precipitan al evocarme el tiempo su figura y volver a
revivir algunos hechos. Por ejemplo aquel, cuando se inauguró la plaza. Primera
y única plaza en un pueblo sin plazas.
Entonces
hubo himno, pericón y hasta fuegos artificiales, que muy pocos conocían aún,
menos Bazán por supuesto.
El
pobre loco miraba extasiado ese fuego tan extraño de mil formas y colores y las
explosiones de los cohetes en el suave aire de abril. Las interminables
piruetas de las llamas eran en sus ojos enormes un calidoscopio multicolor y
alucinante, mezcla de curiosidad y miedo. Por eso cuando comenzó a quemarse esa
enorme figura humana en lo alto de la pirotecnia fue como demasiado para él. –Así
no se mata a un hombre carajo-, gritó. Y la furiosa patada fue directa a una de
las rodillas de Fernández, intendente del pueblo muy de corbata y traje oscuro,
y con cara de circunstancia.
Los
gritos, las patadas y los relinchos de Bazán fueron recordados y comentados
durante muchos soles y muchas lunas por toda la gente de ese pueblito
pintoresco perdido en la inmensidad de la llanura bonaerense. Porque Bazán, en
sus delirios, era muchas cosas. Y entre esas muchas, caballito de trote.
Cuando
alguien lo veía pasar trotando y le preguntaba -¿adónde vas, Bazán?-, el
respondía: -a buscar al viejo- Porque él buscaba a su padre por el campo, los
potreros, los caminos del pueblo, siempre corriendo, relinchando, tirando
patadas al aire. Otras veces remontaba multicolores barriletes que les quitaba
a los chicos del barrio. Entonces el mundo era vasto y conocido porque decía
que sus ojos estaban cosidos con hilos invisibles al papel de aquellos
barriletes.
Entonces
regresaba por las tardes con sus ropas hechas jirones y con metros y metros de
hilo enlazados a su casi etéreo cuerpo de pobre alucinado. También pedaleaba
doradas bicicletas por los aires livianos de rubios atardeceres y degustaba
deliciosas flores en elegantes banquetes en palacios de mármoles opacos y
desflecadas alfombras. A deseos de sus ojos florecían las piedras y guijarros
de los campos y rodaban rumorosas las flores por los ríos de plata y cielo. El
tiempo se detenía de puro andar por las encrucijadas de todos los caminos. Los
barriletes, los trenes, las golondrinas transportaban su frágil cuerpo por los
vastos senderos de su mágico universo,
por su mundo sin vallas ni límites.
Un
día, acariciando a un perro flaco y triste, dijo súbitamente: -mañana me voy a
morir.-
-¿Y
vos cómo lo sabes, Bazán?-, preguntó alguien como al descuido.
-Yo
lo sé- dijo. Y salió trotando con sus ojos más llenos de paisajes y ausencias
que nunca.
Al
día siguiente nadie trabajó en el pueblo. Los negocios cerraron sus puertas. La
escuela suspendió las clases. La calle principal se llenó de gente. Todos
querían estar con Bazán: niños, ancianos, perros.
Había
cumplido su promesa de morirse.
Fernández,
el intendente, tuvo una idea feliz: pidió que diez caballos con sus respectivos
jinetes acompañaran el féretro con los restos de ese caballito tan querido por
todos en el pueblo. Además, como tenía veleidades de escritor fue el encargado
de despedirlo con algo que decía más o menos así:
Remontando barriletes te
recuerdo
Con tu mirada perdida allá en
el cielo
Y las flores cayendo
desmayadas
bajo el peso tan leve de tu cuerpo.
Y recuerdo tu ropa hecha
jirones,
Tus sandalias de loco
pescador,
Y esos ojos lejanos en el
tiempo
Con su mezcla de ausencia y de
dolor.
¿Qué míticos seres, qué
figuras
Vislumbraban tus ojos
soñadores
Esas tardes de abril
cuando el otoño
se poblaba de vientos y de
alondras?
¿Qué locas fantasías te
creabas
en el tiempo sin tiempo de tus sueños?
¿Qué formas, que colores se
agolpaban
en tu virgen y tan vasto
universo?
Remontando barriletes te
recuerdo
con las luces del otoño y sus sombras
mientras tus manos dibujaban espirales
en tu mundo de vientos y de alondras.
………..
Yo
también, pese a los años, te recuerdo caballito.
Asomado ahora a este balcón
enorme que es la vida, imaginándote correr libre y feliz por un cielo de
estrellas y luceros; barriletes y bicicletas; mamá y papá. Sobre todo papá, a
quien tanto buscabas.
(*) Mario Escobar Castex, nace en Moquehua, Partido de Chivilcoy, Provincia de Buenos Aires, un 1ro de Enero de 1931. De su lugar de origen dijo alguna vez: "Nací en un pueblo pequeño de casas blancas alienadas y calles de tierra, secas y polvorientas, cuando enero quemaba o cubiertas de barro llorando agosto su pena de neblina o aguacero". A los 17 años se instala en Buenos Aires y en 1962 se radica en Estados Unidos, allí colabora en los suplementos de la Opinión y en la Revista Master de la Universidad de California U.C.L.A.
Con su poema "Las horas demoradas", la cadena NBC hace un programa televisivo bilingüe para Navidad con gran repercusión y críticas.
Vuelta la democracia a partir de 1983, Marío vuelve a respirar los aires argentinos llenos de libertad y creación.
Ha obtenido varios premios y distinciones tanto en nuestro país como en el exterior. Es asiduo colaborador de nuestra Biblioteca Popular Madre Teresa de Virrey del Pino.
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