por María Cristina Alonso
Sin la lectura no sería posible sobrevivir a la pandemia. Vivo en un pueblo arrasado por el virus, un lugar con hospital casi colapsado y anuncios funestos de gente que muere. Mientras leo las noticias tan tristes, encerrada en mi escritorio, miro con felicidad a los libros que leí y a lo que me esperan aún para que reme hasta sus páginas. Leer me ha salvado siempre la vida. Recuerdo qué libro estaba leyendo en momentos difíciles. Leyendo a Paul Eluard sobreviví al terror de la dictadura en mis tiempos de estudiante en La Plata. Leyendo un tomo de Historia crítica de la Literatura Argentina apuraba las horas de la agonía de mi madre. Una biopic sobre un cura siniestro y represor fue devorada la noche en que ella murió y el sueño no llegaba. Un libro cualquiera me ayudó a atravesar esa oscuridad en la que la muerte se instala en una casa y no deja que llegue la madrugada.
En estos días, en la ciudad en la que vivo, mientras los contagios se multiplican de forma incontenible, Joel Dicker, un escritor de libros que atrapan y que nos devuelven al placer de ese lector ingenuo que fuimos alguna vez, me ayuda a aferrarme a la esperanza de que todo pasará.
Borges -por quien celebramos el día del lector- dijo que no se ufanaba de los libros que había escrito sino de los que había leído. Leer es la balsa a la que me subí de niña, con ella he llegado a lugares insólitos, desde la Isla del Tesoro hasta Yoknapatawpha, desde las tiendas de los ranqueles hasta el París de la Maga, desde Casabindo a Nagazaki, desde Chivilcoy a Ginebra. Siempre así, con un libro en la cartera. Un escudo indestructible. Puedo asegurar que en todo momento, los lectores somos felices.
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