Por María Cristina Alonso
Una mañana encuentro
-sobre la mesa de la sala de profesores de un colegio centenario donde
trabajaba- un ejemplar de Una excursión a
los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla. Es una vieja edición que
alguien ha sacado de la biblioteca y ha olvidado regresarla. Sin dudarlo, la
llevo al salón de clases de quinto año donde estamos leyendo a Borges. Pero lo bueno de la literatura es que
los libros dialogan entre ellos todo el tiempo. “Les presento a un tipo
excepcional -les digo a los chicos cuyas miradas apenas si se posan sobre mi
persona porque han tenido plástica y todavía hay carpetas y acuarelas sobre el
banco.
Mostrando el libro
les digo que les traigo la obra de un gran viajero, un señorito culto del siglo
XIX que vivió más en Europa que en su país y que, ya a los dieciocho años, su
padre lo mandó en un viaje para alejarlo de una muchacha que, según la familia,
no le convenía y llegó más lejos que cualquier argentino de su época: a la
India y subió al Himalaya. De ahí en más se convirtió en un viajero. No un
turista, un viajero que transita por el mundo para aprender a mirarlo sin
prejuicio. No obstante, el más famoso de sus viajes lo hizo tierra adentro, hacia
el territorio de los ranqueles que, para los hombres de su época, era un
territorio despreciado al que pronto harían desaparecer.
Hablamos con los
chicos sobre viajes. Muchos no han viajado casi, ni siquiera a la capital o lo
han hecho en excursiones organizadas por la escuela. Los viajes educativos son
tan imprescindibles como la tiza y el pizarrón. Los viajes cambian la
perspectiva. Mansilla lo sabía, por eso escribía en su libro Una excursión a los indios ranqueles:
“Sin contrastes hay existencia, no hay vida. Vivir es sufrir y gozar, aborrecer
y amar, creer y dudar, cambiar de perspectiva física y moral.”
Y entonces, les
cuento y los invito a que imiten al coronel Mansilla, cuando estaba en la
guerra del Paraguay y los días se le hacían por demás de monótonos. Cansado de
mirar siempre el mismo paisaje, las mismas trincheras paraguayas, los mismos
árboles, se subía a un promontorio, daba la espalda al enemigo, abría las
piernas y arqueaba el cuerpo hasta tener la cabeza entre ellas. Así los objetos
quedaban del revés, se resignificaban, la perspectiva variaba y la apreciación
del mundo también. Algo así como mirar el mundo con ojos nuevos.
Porque Mansilla,
además de haber sido un nómade, un tipo que tanto estaba en París como hablando
con el cacique Mariano Rosas, sabía que, además de moverse de un lado a otro,
había otras manera de viajar, de soportar el aburrimiento, y eso sólo se
encuentra en los libros.
En su diario de
viaje, cuando Mansilla sólo tiene dieciocho años y sale por primera vez de su
casa, de su mundo conocido y debe soportar el largo viaje en buque que lo
llevará a Europa, a Egipto, a la India, se consuela con los libros.
Escribe con letra
menuda y despatarrada en su camarote, hamacado por las olas: “La lectura ha
sido el principal entretenimiento. Mientras duren los libros no hay que temer!”
Por
eso, entre tantos escritores malhumorados, enojados y tristes, Lucio Mansilla
es un tipo feliz. Alguien que ha viajado por el mundo desde joven, que
ha ido a la India a los 18 años y subido al Himalaya, que se ha paseado
por los salones de Londres, de París, de Buenos Aires. Es fino y culto, viene
de una familia adinerada, es sobrino de Rosas y se enamora incontables veces.
Cree en una Argentina con destino de progreso como todos los hombres de fin de
siglo en la que no están incluidos los pueblos originarios. Sin embargo, mira
al mundo sin prejuicios.
Su
viaje a las tolderías ranqueles tiene por objetivo, más que firmar un tratado
de paz que él sabe que será violado rápidamente, probarse que puede adentrarse
en territorio aborigen y comprender ese mundo que los demás desconocen y
demonizan. Su capacidad para mirar el mundo cabeza abajo le permite reconocer
que los términos civilización y barbarie no son verdades absolutas, que, en
muchas ocasiones, los ranqueles por
ejemplo, son más civilizados, más piadosos y solidarios que los blancos. Piensa
que la solución no es el exterminio sino la asimilación a través de la religión
y el trabajo. Dice, "hay que vivir para experimentar contrastes", en
los extremos es donde se encuentra la felicidad. Y al tocar los extremos se da
cuenta de que el mundo occidental sólo ha desplegado su barbarie sobre los más
indefensos, los ha llenado de vicios, los ha ido destruyendo lentamente para
darles el mazazo final.
Escribe
apoyado en la montura del caballo, escribe para dar cuenta de su fuerza y
salud, de su capacidad de descubrir los verdaderos valores en la naturaleza, en
ese viaje interior aprende mucho más que en todos los libros y opúsculos en que
los blancos hablan sobre el tema. Escribe para decir que los ranqueles le han
dado lecciones de humanidad y, de paso, porque no es un santo, sino un tipo que
quiere a toda costa ocupar altos cargos en el gobierno, que es el hombre ideal,
que conoce a la tierra porque ha dormido sobre el lomo del caballo mirando las
estrellas y sabe apreciar que no hay manjar más grande que una tortilla de
avestruz comida a cielo abierto.
Leemos
algunas páginas del viaje de Mansilla. A esas alturas ya hemos hablado de cómo
sería un viaje hoy a un mundo desconocido cuando ya casi no quedan lugares sin
explorar, cuando podemos conectarnos con gente de cualquier parte del mundo. ¿A
otro planeta?, ¿Es viajar hacer un tour donde está todo previsto? ¿Con qué ojos
miraría Mansilla este siglo XXI?
Eso
ya lo escribió María Rosa Lojo en una novela que recomiendo a mis alumnos: La Pasión de los nómades. En ella, un
Lucio escapado del paraíso y convertido en fantasma se enfrenta a una Argentina
posmoderna.
Suena
el timbre y termino mi clase volviendo a los viajes de Mansilla, hablo de sus
trajes pintorescos y sus sombreros con plumas, de su pasión por los retratos
–los hay de todas las etapas de su vida- de las fotografías múltiples que se
tomó en la célebre Casa Witcomb, en las que, mediante un juego de espejos,
Mansilla aparece en cinco imágenes como conversando consigo mismo, fotos
novedosas que fueron exhibidas en las vidriera de la calle Florida. Un viajero
inteligente y sagaz que hace del viaje una fiesta para él y para nosotros que
lo leemos.
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