por Elena Stapich
“…mis libros están abiertos, son un
poco ridículos, rompen con lo racional, quieren quebrar todo el tiempo esa cáscara
del deber ser, la mirada ajena.”
Isol
La
imagen opaca
Me
propongo abordar las representaciones de infancia que circulan en los discursos
de los adultos, especialmente en la literatura para niños, su carácter histórico y, por lo tanto,
mutable, y los cambios que se advierten
en las últimas décadas en torno a esta cuestión.
Comencemos
por acordar con qué idea de representación nos estamos manejando; este primer
“artefactito” teórico merece ser explicitado, ya que me permitió pensar y
escribir este trabajo y, por otro lado, porque circulan diversas nociones de
“representación” y no son intercambiables.
Dice Louis
Marin, citado por Roger Chartier, que la representación, en tanto efecto de una imagen (plástica, verbal,
gestual, etc.) posee un doble efecto: el de hacer presente lo ausente y el de
autorrepresentación, en tanto la imagen exhibe su propia presencia y así
constituye al otro como sujeto que mira.
Marin encuentra que “representar”
–en el ámbito político y jurídico- es ocupar el lugar de alguien que ha delegado su autoridad y el ejercicio de su
derecho en otro. También “representación” se vincula con la efigie, es decir,
lo que se coloca en lugar de la persona ausente. Estas acepciones resultan
particularmente interesantes para pensar cuestiones vinculadas con los
discursos que los adultos dirigen a los niños, si tenemos en cuenta que es
común que los “mayores” se consideren representantes de los intereses de los “menores”.
Más aún si tenemos en cuenta que en esos discursos es frecuente que aparezca la
imagen del niño, elemento ausente si los hay en el proceso de escritura,
ilustración, edición, crítica, venta, circulación de los libros para la
infancia.
Habría
otros significados para explorar, pero creo que el más productivo es el que
muestra la dimensión “reflexiva”, la opacidad enunciativa que hace que la
representación, a la vez que representa algo, se presenta a sí misma, esta
dialéctica entre la opacidad reflexiva y la transparencia transitiva.
Esta
noción permite explorar las diversas relaciones que los individuos o los grupos
mantienen con el mundo social, las operaciones de recorte y clasificación que
producen configuraciones para representar la realidad, las prácticas y los signos que apuntan a
hacer reconocer una identidad social y las formas institucionalizadas por las
cuales “representantes” (individuos singulares o instancias colectivas)
encarnan la coherencia de una comunidad, la fuerza de una identidad o la
permanencia de un poder. Ese poder no opera con la fuerza bruta, sino con
señales e indicios que solo necesitan ser mostrados, vistos, relatados, para
que la fuerza de la que son efecto sea aceptada y creída.
En este marco podemos comprender cómo operan ciertos
textos, ciertas imágenes, dentro del campo literario o, más específicamente, de
la literatura para niños, para imponer determinada representación acerca de la
infancia, de los vínculos entre los chicos y los adultos, de la función que le
atribuyen a lo literario, etc.
Como bien
señalara Michel de Certeau, la “creencia” de la que hablamos no tiene tanto que
ver con un objeto, sino que se trata más bien de la adhesión de los sujetos a
una proposición y al acto de anunciarla dándola por cierta –como el axioma
matemático-, es decir, a una modalidad de enunciación más que a su contenido.
De ahí la importancia de las estrategias que emplea un texto para persuadir al
lector, lo que no implica que los lectores –grandes o chicos- no puedan
encontrar el intersticio que les permita leer los textos de un modo otro, a
contrapelo, entre líneas, heterodoxamente.
Una
literatura de niños buenos y su deconstrucción
En un
libro de ensayos que se llama “El corral de la infancia”, título de premeditada
ambigüedad, dice Graciela Montes: “Hoy todo el mundo habla de infancia.
Sabemos, sin embargo, que durante muchísimos años la cultura occidental se
desentendió de los chicos (tal vez, sugieren los historiadores, porque los
chicos se morían como moscas y no valía la pena el esfuerzo de detener la
mirada en ellos) y que, tardíamente, en el siglo XVIII muy especialmente, se
empezó a hablar de infancia”. (p. 13)
En esta
instancia, se cruzan dos ideologemas decisivos: la consideración de la utilidad
como un valor supremo, que ha de dejar una huella muy fuerte en todas las
producciones simbólicas, con especial énfasis en la literatura, y la concepción
rousseauniana del hombre como un ser inocente que es corrompido por la
sociedad. Estas dos líneas confluyen en un interés inédito por la educación de
los niños, que son caracterizados a partir de aquí mediante dos metáforas
elocuentes: cristal puro y rosa inmaculada. Como señala Montes, la educación
tenderá a lo provechoso para la formación del niño, que deberá ser alejado, por
un lado, de la fantasía, por descontrolada e inútil, y, por otro, de ciertos
aspectos de la realidad que pudieran llegar a contaminar su pureza.
Las
historias para niños, en consecuencia, se alejarán del tradicional repertorio
de los cuentos de hadas, llenos de elementos fantásticos: animismo, magia,
transformaciones, y de crueldad, enfrentamientos, antropofagia, incesto y otros
elementos que sólo contribuirían a atemorizar a los chicos. Tampoco deberán ser
tan realistas como para que tengan lugar en ellos el sexo, la política, la
muerte, y otras cuestiones que sería conveniente que no descubran hasta más
adelante.
Los
materiales tradicionales no desaparecieron por acción de las buenas intenciones
de los pedagogos, pero quedaron sepultados bajo toneladas de textos repletos de
frases como: “Desde ese día el niño malo comprendió su error, se arrepintió y
enmendó su conducta. Esto nos enseña, amiguitos...”
A
propósito, señala María Adelia Díaz Rönner: “El discurso didáctico que apunta
hacia la moral o la moraleja engendra verdaderos desconsuelos, ya que desbarata
el placer por el texto literario – en su grado de gratuidad y transgresión
permanentes – para los incipientes lectores. Los educadores, padres o docentes,
tergiversan a menudo la dirección plural de los textos para consumarlos en una
zona unitaria de moralización.” (p. 19)
Elena Massat y Maite Alvarado
reflexionan: “Curiosamente, el patrón – niño permaneció inalterable a lo largo
de los años: desde la ilustración en adelante, los niños han sido pensados en
términos de sus supuestas necesidades, como si a partir de la leche materna,
todo lo que se les diera tuviera que ser inexorablemente nutritivo,
transformador; por eso, considerar al niño como receptor – recipiente resulta
casi natural, ahistórico.” (p. 64)
Se ha
forjado así una representación sobre la infancia tan poderosa que persiste
hasta ahora, con algunos cambios que le permiten adaptarse a los regímenes del
discurso social de nuestra época, no tan proclive a los finales con moraleja,
pero sí – indudablemente- inclinado a
hacer a la literatura para niños y adolescentes funcional a la diseminación del
pensamiento políticamente correcto.
Pero no
sería justo señalar estas continuidades sin marcar –por otra parte- algunas
rupturas que se han producido, en las que resuenan voces discordantes que
apuntan a deconstruir la representación dieciochesca, como los cuentos de Mark
Twain Historia de un niñito bueno e Historia de un niñito malo,
que, publicados a fines del siglo XIX, fueron
editados en 2005 por Fondo de Cultura Económica en una colección para niños.
En Historia de un niñito bueno se cuenta que Jacob Blivens era un niño
“exageradamente bueno”, y un fervoroso lector de todos los libros de la escuela
dominical. Allí estaba la clave de su extraño comportamiento. Jacob creía y
confiaba en todos aquellos niños-modelo de los libros, quería fervientemente
ser uno de ellos y formar parte de alguna de aquellas historias. El único
inconveniente era que a Jacob las cosas nunca le salían como en los libros. Su
obstinación en imitar a los niños buenos de los cuentos le significó toda clase
de vejaciones y accidentes. Preocupado
porque en las historias de sus adorados libritos de la escuela dominical los
niños buenos indefectiblemente morían rodeados de familia y admiradores, Jacob
ensayaba una y otra vez sus últimas palabras. Lamentablemente para Jacob, no
alcanzó a decirlas, ya que murió de
manera súbita despedazado por una explosión. La muerte de Jacob es una muerte
prohibida para un relato infantil “adecuado”, un desenlace de explosión y
despedazamiento en el que el narrador se regodea con los detalles.
Dice al respecto Marcela
Carranza: “…este borramiento absurdo de los límites entre la ficción y la
realidad en los textos ejemplarizantes constituye parte de su objetivo
pedagógico, de su razón de ser. Lo que Twain denuncia humorísticamente es la
ridiculez de una retórica, de una ficción para niños que niega su carácter de
ficción, y al hacerlo está a su vez negando la realidad del niño (y de la
naturaleza humana en general), con el objetivo manifiesto de imponer esa
ficción como modelo a alcanzar en la vida. Nadie, ni siquiera el narrador, cree
en el “modelo de vida” propuesto por esta literatura, salvo Jacob que está loco
o peca de la peor de las ingenuidades.” Obviamente, en Historia de un niñito malo se invierte la parábola y el
protagonista logra todo lo que se propone en la vida.
El
cuentista, de Saki, perteneciente a la época victoriana, trata de
una tía y sus tres sobrinos, quienes comparten un vagón de tren con un
caballero. Ante el intento infructuoso de la tía por entretener a los chicos
con un cuento sobre una niñita a quien todos ayudan en el momento de peligro
por tratarse de una niña muy buena, el caballero hace su propia apuesta y les
narra el cuento de una niña que era “espantosamente buena”. A partir de este oxímoron, logra concitar la
atención de los chicos. La protagonista muere devorada por el lobo: “…sacó a
Bertha de su escondite y se la zampó hasta el último bocado. Todo cuanto quedó
de la niña fueron los zapatos, unos jirones de ropa y las tres medallas a la
bondad.” (s/nº). El cuento no sólo
resulta impropio debido al desenlace macabro, prohibido en un relato infantil
apropiado, sino que para colmo de males la niña, a la inversa de la más
difundida Caperucita de los Grimm, es devorada no por su falta, sino por su
obediencia. Ante este horrible desenlace,
la niña más pequeña acota: “-El cuento empezó mal […] pero el final fue
lindo.” (s/nº)
El caballero del tren
demuestra un conocimiento intuitivo de los chicos como consumidores de
historias y sabe que no aceptan gato por liebre. Cuando el adulto pretende
entretener y moralizar al mismo tiempo, no consigue ni lo uno ni lo otro. Estos
relatos continúan empujando los límites de lo “aceptable” en un libro infantil
y produciendo resistencias entre los adultos mediadores.
En
nuestro país, niños “buenos” o “abuenizados” por la fuerza poblaron la
literatura infantil, los libros de lectura y las revistas infantiles. Hubo que
esperar hasta los transgresores años 60 para que Laura Devetach o María Elena
Walsh deconstruyeran el mandato que identificaba a la literatura para niños con
lo didáctico - moralizante. A partir del retorno de la democracia, surge
también la problematización del vínculo
adulto/niño, con escritoras como Graciela Montes o Iris Rivera.
Con la crisis del 2001 hace su aparición en
los textos la representación de una infancia al margen de la sociedad y, sobre
todo, del consumo, como puede encontrarse en los libros País de Juan, de María Teresa Andruetto, Hugo tiene hambre, de Silvia Schujer y Mónica Weiss, Mientras duermen las piedras, de María
Cristina Ramos.
Ni buenos ni malos: conflictuados
Pasaremos a
analizar dos libros-álbum en los que la representación de infancia está
caracterizada por el conflicto como rasgo principal, de modo que no solo se
evita una mirada maniquea que divida a los personajes en buenos y malos, sino que
también se huye de la cristalización del niño, al que se lo muestra en su
condición de ser provisorio, sujeto a transformación y en una interacción con el mundo adulto que genera en
él reacciones y reflexiones.
Totó Kartush es
el protagonista de Toda la verdad, de
Monique Zepeda e Ixchel Estrada. La imagen establece una fuerte
intertextualidad con Pinocho. Totó dice una mentira pero, a partir de allí,
reflexiona y cambia su conducta, entre otras cosas porque los adultos le dicen
que debe decir siempre la verdad. Lo paradójico es que a Totó la obediencia a
los adultos lo pone frente a nuevos problemas, ya que, al parecer, no hay verdades absolutas, entre ellas el
mandato de decir siempre la verdad. Pero las verdades relativas paralizan a
Totó, al convertir sus respuestas en producto del azar, y reacciona con una
sarta de malas palabras, las que son reprimidas por los adultos mediante el uso
de otras malas palabras. Pero esa es otra historia…
Finalmente, Petit, el monstruo, de Isol. “Petit” es
como decir “cualquier chico”. Y como cualquier chico, Petit a veces es bueno y
a veces, malo. Las imágenes refuerzan la identificación del lector con Petit:
son simples, algo desprolijas, como las de los chicos, pero con signos
superpuestos que refuerzan la dualidad: al niño se sobreimprime a veces el conejo
–todo suavidad- y a veces el perro
–ferocidad-. Por momentos tienen alitas superpuestas y por momentos proyecta la
sombra de un vampiro, su jopo parece a veces un halo de santidad. Petit
reconoce la contradicción y reflexiona, quiere un manual de instrucciones para
vivir, pero parece que eso no existe y cuando más se esfuerza peor le salen las
cosas. La mamá, por su parte, parece aceptar esta naturaleza contradictoria de
Petit. Se muestra comprensiva frente a la hipótesis infantil: “Debo ser un niño
bueno-malo, tal vez.” (s/nº) Pero no por eso deja de castigarlo. Lo que lleva a
Petit a interrogarse sobre el carácter hereditario de la dualidad, mientras su
perro, Tadeo, solo parece interesado en jugar y en que le hagan mimos, ajeno a
toda interrogación neurótica.
En síntesis, se
trata de “cuentos morales”, pero sin moraleja. Cuentos que proponen una imagen
de infancia que abre interrogantes, da qué pensar.
Lo que la literatura para niños puede
Dice Jorge Larrosa: “…la infancia es lo otro: lo
que, siempre más allá de cualquier intento de captura, inquieta la seguridad de
nuestros saberes, cuestiona el poder de nuestras prácticas y abre un vacío en
el que se abisma el edificio bien construido de nuestras instituciones de
acogida.” (p. 166)
Si renunciamos a la pretensión de un saber
total sobre la infancia, renunciamos
también a una representación de ella que se postule como verdadera. Los libros
que nos muestran imágenes de la infancia nos dicen más sobre los adultos que
sobre los chicos. Ese es el poder reflexivo de la imagen.
Entonces, ¿qué podemos pedirle a la
literatura para niños? ¿Qué puede esta literatura? Tal vez algo de lo que puede
esté en el orden de la mediación, del ser puente entre los adultos y los chicos. Pero esa
función requiere de un pensamiento sobre la infancia que incluya la idea de la
otredad, un pensamiento en el que el adulto contemple a los niños como una
cultura frente a otra.
Bajtin postula: “Una cultura ajena se descubre
más plena y profundamente sólo a los ojos de otra cultura […]. Un sentido
descubre sus honduras al encontrarse y toparse con otro sentido ajeno: entre
ellos se establece una especie de diálogo, que supera el carácter cerrado y
unilateral de ambos sentidos, de ambas culturas. […] En un semejante encuentro dialógico
de dos culturas, ellas dos no se funden ni se mezclan, sino que cada una
conserva su unidad y su integridad abierta, pero las dos se enriquecen
mutuamente.” (pp. 158-159)
Tal vez sea hora de liberar a la literatura
para niños de su función de control y homogeneización de las conductas
infantiles para pensarla como el lugar en que se puede abrir el diálogo con los
chicos, un diálogo auténtico, que ayude a correr los velos con los que nos
hemos dificultado una relación sincera con ellos, una relación más simétrica y
desinteresada.
Bibliografía
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también soy (fragmentos sobre el otro). México, Taururs.
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Certeau, Marin. Buenos Aires, Manantial.
De Certeau, M. (2000) La invención de lo cotidiano. México,
Universidad Iberoamericana.
Díaz Rönner, M. (1991) Cara y cruz de la literatura infantil. Buenos
Aires, Libros del Quirquincho.
Isol (2013) Petit, el monstruo. Buenos Aires, Calibroscopio.
Larrosa, J. (2000) “El enigma de la infancia. O lo que va de lo
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Profana. Estudios sobre lenguaje,
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Massat, E. y Alvarado, M. (1993) “¿De o para
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Apuntes para una estética de la infancia. Buenos Aires, La Marca.
Montes, G. (2001) El corral de la infancia. México, Fondo
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Saki / Rivera, A. (ilustradora) (2009) El contador de cuentos. Barcelona,
Ekaré.
Twain, M. (2007) “La historia del
niño bueno” y “La historia del niño malo”. En: Cuentos completos I. Buenos Aires, Claridad.
Zepeda, M. y Estrada, I. (2009) Toda la verdad. México, Océano.
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