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viernes, 8 de mayo de 2020

Lecturas de infancia: ¿se acabaron los niños buenos?



                                                                      





por Elena Stapich


“…mis libros están abiertos, son un poco ridículos, rompen con lo racional, quie­ren quebrar todo el tiempo esa cáscara del deber ser, la mirada ajena.”
Isol

La imagen opaca

Me propongo abordar las representaciones de infancia que circulan en los discursos de los adultos, especialmente en la literatura para niños,  su carácter histórico y, por lo tanto, mutable, y  los cambios que se advierten en las últimas décadas en torno a esta cuestión.
Comencemos por acordar con qué idea de representación nos estamos manejando; este primer “artefactito” teórico merece ser explicitado, ya que me permitió pensar y escribir este trabajo y, por otro lado, porque circulan diversas nociones de “representación” y no son intercambiables.
Dice Louis Marin, citado por Roger Chartier, que la representación, en tanto  efecto de una imagen (plástica, verbal, gestual, etc.) posee un doble efecto: el de hacer presente lo ausente y el de autorrepresentación, en tanto la imagen exhibe su propia presencia y así constituye al otro como sujeto que mira.
                Marin encuentra que “representar” –en el ámbito político y jurídico- es ocupar el lugar de alguien que  ha delegado su autoridad y el ejercicio de su derecho en otro. También “representación” se vincula con la efigie, es decir, lo que se coloca en lugar de la persona ausente. Estas acepciones resultan particularmente interesantes para pensar cuestiones vinculadas con los discursos que los adultos dirigen a los niños, si tenemos en cuenta que es común que los “mayores” se consideren representantes de los intereses de los “menores”. Más aún si tenemos en cuenta que en esos discursos es frecuente que aparezca la imagen del niño, elemento ausente si los hay en el proceso de escritura, ilustración, edición, crítica, venta, circulación de los libros para la infancia.
Habría otros significados para explorar, pero creo que el más productivo es el que muestra la dimensión “reflexiva”, la opacidad enunciativa que hace que la representación, a la vez que representa algo, se presenta a sí misma, esta dialéctica entre la opacidad reflexiva y la transparencia transitiva.
Esta noción permite explorar las diversas relaciones que los individuos o los grupos mantienen con el mundo social, las operaciones de recorte y clasificación que producen configuraciones para representar la realidad,  las prácticas y los signos que apuntan a hacer reconocer una identidad social y las formas institucionalizadas por las cuales “representantes” (individuos singulares o instancias colectivas) encarnan la coherencia de una comunidad, la fuerza de una identidad o la permanencia de un poder. Ese poder no opera con la fuerza bruta, sino con señales e indicios que solo necesitan ser mostrados, vistos, relatados, para que la fuerza de la que son efecto sea aceptada y creída.
En este marco  podemos comprender cómo operan ciertos textos, ciertas imágenes, dentro del campo literario o, más específicamente, de la literatura para niños, para imponer determinada representación acerca de la infancia, de los vínculos entre los chicos y los adultos, de la función que le atribuyen a lo literario, etc.
Como bien señalara Michel de Certeau, la “creencia” de la que hablamos no tiene tanto que ver con un objeto, sino que se trata más bien de la adhesión de los sujetos a una proposición y al acto de anunciarla dándola por cierta –como el axioma matemático-, es decir, a una modalidad de enunciación más que a su contenido. De ahí la importancia de las estrategias que emplea un texto para persuadir al lector, lo que no implica que los lectores –grandes o chicos- no puedan encontrar el intersticio que les permita leer los textos de un modo otro, a contrapelo, entre líneas, heterodoxamente.

Una literatura de niños buenos y su deconstrucción



En un libro de ensayos que se llama “El corral de la infancia”, título de premeditada ambigüedad, dice Graciela Montes: “Hoy todo el mundo habla de infancia. Sabemos, sin embargo, que durante muchísimos años la cultura occidental se desentendió de los chicos (tal vez, sugieren los historiadores, porque los chicos se morían como moscas y no valía la pena el esfuerzo de detener la mirada en ellos) y que, tardíamente, en el siglo XVIII muy especialmente, se empezó a hablar de infancia”. (p. 13)
En esta instancia, se cruzan dos ideologemas decisivos: la consideración de la utilidad como un valor supremo, que ha de dejar una huella muy fuerte en todas las producciones simbólicas, con especial énfasis en la literatura, y la concepción rousseauniana del hombre como un ser inocente que es corrompido por la sociedad. Estas dos líneas confluyen en un interés inédito por la educación de los niños, que son caracterizados a partir de aquí mediante dos metáforas elocuentes: cristal puro y rosa inmaculada. Como señala Montes, la educación tenderá a lo provechoso para la formación del niño, que deberá ser alejado, por un lado, de la fantasía, por descontrolada e inútil, y, por otro, de ciertos aspectos de la realidad que pudieran llegar a contaminar su pureza.
Las historias para niños, en consecuencia, se alejarán del tradicional repertorio de los cuentos de hadas, llenos de elementos fantásticos: animismo, magia, transformaciones, y de crueldad, enfrentamientos, antropofagia, incesto y otros elementos que sólo contribuirían a atemorizar a los chicos. Tampoco deberán ser tan realistas como para que tengan lugar en ellos el sexo, la política, la muerte, y otras cuestiones que sería conveniente que no descubran hasta más adelante.
Los materiales tradicionales no desaparecieron por acción de las buenas intenciones de los pedagogos, pero quedaron sepultados bajo toneladas de textos repletos de frases como: “Desde ese día el niño malo comprendió su error, se arrepintió y enmendó su conducta. Esto nos enseña, amiguitos...”
A propósito, señala María Adelia Díaz Rönner: “El discurso didáctico que apunta hacia la moral o la moraleja engendra verdaderos desconsuelos, ya que desbarata el placer por el texto literario – en su grado de gratuidad y transgresión permanentes – para los incipientes lectores. Los educadores, padres o docentes, tergiversan a menudo la dirección plural de los textos para consumarlos en una zona unitaria de moralización.” (p. 19)
                Elena Massat y Maite Alvarado reflexionan: “Curiosamente, el patrón – niño permaneció inalterable a lo largo de los años: desde la ilustración en adelante, los niños han sido pensados en términos de sus supuestas necesidades, como si a partir de la leche materna, todo lo que se les diera tuviera que ser inexorablemente nutritivo, transformador; por eso, considerar al niño como receptor – recipiente resulta casi natural, ahistórico.” (p. 64)
Se ha forjado así una representación sobre la infancia tan poderosa que persiste hasta ahora, con algunos cambios que le permiten adaptarse a los regímenes del discurso social de nuestra época, no tan proclive a los finales con moraleja, pero sí – indudablemente-  inclinado a hacer a la literatura para niños y adolescentes funcional a la diseminación del pensamiento políticamente correcto.
Pero no sería justo señalar estas continuidades sin marcar –por otra parte- algunas rupturas que se han producido, en las que resuenan voces discordantes que apuntan a deconstruir la representación dieciochesca, como los cuentos de Mark Twain Historia de un niñito bueno e Historia de un niñito malo,
que, publicados a fines del siglo XIX, fueron editados en 2005 por Fondo de Cultura Económica en una colección para niños.
                En Historia de un niñito bueno se cuenta que Jacob Blivens era un niño “exageradamente bueno”, y un fervoroso lector de todos los libros de la escuela dominical. Allí estaba la clave de su extraño comportamiento. Jacob creía y confiaba en todos aquellos niños-modelo de los libros, quería fervientemente ser uno de ellos y formar parte de alguna de aquellas historias. El único inconveniente era que a Jacob las cosas nunca le salían como en los libros. Su obstinación en imitar a los niños buenos de los cuentos le significó toda clase de vejaciones y accidentes.  Preocupado porque en las historias de sus adorados libritos de la escuela dominical los niños buenos indefectiblemente morían rodeados de familia y admiradores, Jacob ensayaba una y otra vez sus últimas palabras. Lamentablemente para Jacob, no alcanzó a decirlas, ya que murió  de manera súbita despedazado por una explosión. La muerte de Jacob es una muerte prohibida para un relato infantil “adecuado”, un desenlace de explosión y despedazamiento en el que el narrador se regodea con los detalles.
Dice al respecto Marcela Carranza: “…este borramiento absurdo de los límites entre la ficción y la realidad en los textos ejemplarizantes constituye parte de su objetivo pedagógico, de su razón de ser. Lo que Twain denuncia humorísticamente es la ridiculez de una retórica, de una ficción para niños que niega su carácter de ficción, y al hacerlo está a su vez negando la realidad del niño (y de la naturaleza humana en general), con el objetivo manifiesto de imponer esa ficción como modelo a alcanzar en la vida. Nadie, ni siquiera el narrador, cree en el “modelo de vida” propuesto por esta literatura, salvo Jacob que está loco o peca de la peor de las ingenuidades.” Obviamente, en Historia de un niñito malo se invierte la parábola y el protagonista logra todo lo que se propone en la vida.
 El cuentista,  de Saki,  perteneciente a la época victoriana, trata de una tía y sus tres sobrinos, quienes comparten un vagón de tren con un caballero. Ante el intento infructuoso de la tía por entretener a los chicos con un cuento sobre una niñita a quien todos ayudan en el momento de peligro por tratarse de una niña muy buena, el caballero hace su propia apuesta y les narra el cuento de una niña que era “espantosamente buena”. A  partir de este oxímoron, logra concitar la atención de los chicos. La protagonista muere devorada por el lobo: “…sacó a Bertha de su escondite y se la zampó hasta el último bocado. Todo cuanto quedó de la niña fueron los zapatos, unos jirones de ropa y las tres medallas a la bondad.” (s/nº).  El cuento no sólo resulta impropio debido al desenlace macabro, prohibido en un relato infantil apropiado, sino que para colmo de males la niña, a la inversa de la más difundida Caperucita de los Grimm, es devorada no por su falta, sino por su obediencia. Ante este horrible desenlace,  la niña más pequeña acota: “-El cuento empezó mal […] pero el final fue lindo.” (s/nº)


El caballero del tren demuestra un conocimiento intuitivo de los chicos como consumidores de historias y sabe que no aceptan gato por liebre. Cuando el adulto pretende entretener y moralizar al mismo tiempo, no consigue ni lo uno ni lo otro. Estos relatos continúan empujando los límites de lo “aceptable” en un libro infantil y produciendo resistencias entre los adultos mediadores.
En nuestro país, niños “buenos” o “abuenizados” por la fuerza poblaron la literatura infantil, los libros de lectura y las revistas infantiles. Hubo que esperar hasta los transgresores años 60 para que Laura Devetach o María Elena Walsh deconstruyeran el mandato que identificaba a la literatura para niños con lo didáctico - moralizante. A partir del retorno de la democracia, surge también la   problematización del vínculo adulto/niño, con escritoras como Graciela Montes o Iris Rivera.
 Con la crisis del 2001 hace su aparición en los textos la representación de una infancia al margen de la sociedad y, sobre todo, del consumo, como puede encontrarse en los libros País de Juan, de María Teresa Andruetto, Hugo tiene hambre, de Silvia Schujer y Mónica Weiss, Mientras duermen las piedras, de María Cristina Ramos.

Ni buenos ni malos: conflictuados

Pasaremos a analizar dos libros-álbum en los que la representación de infancia está caracterizada por el conflicto como rasgo principal, de modo que no solo se evita una mirada maniquea que divida a los personajes en buenos y malos, sino que también se huye de la cristalización del niño, al que se lo muestra en su condición de ser provisorio, sujeto a transformación y en una  interacción con el mundo adulto que genera en él reacciones y reflexiones.
Totó Kartush es el protagonista de Toda la verdad, de Monique Zepeda e Ixchel Estrada. La imagen establece una fuerte intertextualidad con Pinocho. Totó dice una mentira pero, a partir de allí, reflexiona y cambia su conducta, entre otras cosas porque los adultos le dicen que debe decir siempre la verdad. Lo paradójico es que a Totó la obediencia a los adultos lo pone frente a nuevos problemas, ya que, al parecer,  no hay verdades absolutas, entre ellas el mandato de decir siempre la verdad. Pero las verdades relativas paralizan a Totó, al convertir sus respuestas en producto del azar, y reacciona con una sarta de malas palabras, las que son reprimidas por los adultos mediante el uso de otras malas palabras. Pero esa es otra historia…
Finalmente, Petit, el monstruo, de Isol. “Petit” es como decir “cualquier chico”. Y como cualquier chico, Petit a veces es bueno y a veces, malo. Las imágenes refuerzan la identificación del lector con Petit: son simples, algo desprolijas, como las de los chicos, pero con signos superpuestos que refuerzan la dualidad: al niño se sobreimprime a veces el conejo –todo suavidad- y a veces  el perro –ferocidad-. Por momentos tienen alitas superpuestas y por momentos proyecta la sombra de un vampiro, su jopo parece a veces un halo de santidad. Petit reconoce la contradicción y reflexiona, quiere un manual de instrucciones para vivir, pero parece que eso no existe y cuando más se esfuerza peor le salen las cosas. La mamá, por su parte, parece aceptar esta naturaleza contradictoria de Petit. Se muestra comprensiva frente a la hipótesis infantil: “Debo ser un niño bueno-malo, tal vez.” (s/nº) Pero no por eso deja de castigarlo. Lo que lleva a Petit a interrogarse sobre el carácter hereditario de la dualidad, mientras su perro, Tadeo, solo parece interesado en jugar y en que le hagan mimos, ajeno a toda interrogación neurótica.
En síntesis, se trata de “cuentos morales”, pero sin moraleja. Cuentos que proponen una imagen de infancia que abre interrogantes, da qué pensar.

Lo que la literatura para niños puede

Dice  Jorge Larrosa: “…la infancia es lo otro: lo que, siempre más allá de cualquier intento de captura, inquieta la seguridad de nuestros saberes, cuestiona el poder de nuestras prácticas y abre un vacío en el que se abisma el edificio bien construido de nuestras instituciones de acogida.” (p. 166)  
Si renunciamos a la pretensión de un saber total sobre la infancia,  renunciamos también a una representación de ella que se postule como verdadera. Los libros que nos muestran imágenes de la infancia nos dicen más sobre los adultos que sobre los chicos. Ese es el poder reflexivo de la imagen.
Entonces, ¿qué podemos pedirle a la literatura para niños? ¿Qué puede esta literatura? Tal vez algo de lo que puede esté en el orden de la mediación, del ser puente  entre los adultos y los chicos. Pero esa función requiere de un pensamiento sobre la infancia que incluya la idea de la otredad, un pensamiento en el que el adulto contemple a los niños como una cultura frente a otra.
 Bajtin postula: “Una cultura ajena se descubre más plena y profundamente sólo a los ojos de otra cultura […]. Un sentido descubre sus honduras al encontrarse y toparse con otro sentido ajeno: entre ellos se establece una especie de diálogo, que supera el carácter cerrado y unilateral de ambos sentidos, de ambas culturas. […] En un semejante encuentro dialógico de dos culturas, ellas dos no se funden ni se mezclan, sino que cada una conserva su unidad y su integridad abierta, pero las dos se enriquecen mutuamente.” (pp. 158-159)
Tal vez sea hora de liberar a la literatura para niños de su función de control y homogeneización de las conductas infantiles para pensarla como el lugar en que se puede abrir el diálogo con los chicos, un diálogo auténtico, que ayude a correr los velos con los que nos hemos dificultado una relación sincera con ellos, una relación más simétrica y desinteresada.


Bibliografía

Bajtín, M. (2000) “La cultura”. En: Yo también soy (fragmentos sobre el otro). México, Taururs. 
Carranza, M. (2007) “La literatura infantil ¿una cuestión de límites?”. Conferencia VII  Jornadas Jitanjáfora Literatura/Escuela. Mar del Plata.
Chartier, R. (1996) Escribir las prácticas. Foucault, de Certeau, Marin. Buenos Aires, Manantial.
De Certeau, M. (2000) La invención de lo cotidiano. México, Universidad Iberoamericana.
Díaz Rönner, M. (1991) Cara y cruz de la literatura infantil. Buenos Aires, Libros del Quirquincho.
Isol (2013) Petit, el monstruo. Buenos Aires, Calibroscopio.
Larrosa, J. (2000) “El enigma de la infancia. O lo que va de lo imposible a lo verdadero”. En: Pedagogía Profana. Estudios sobre lenguaje, subjetividad, formación. Buenos Aires, Ediciones Novedades Educativas.
Massat, E. y Alvarado, M. (1993) “¿De o para la infancia?”. En: Incluso los niños. Apuntes para una estética de la infancia. Buenos Aires, La Marca.
Montes, G. (2001) El corral de la infancia. México, Fondo de Cultura Económica.
Saki / Rivera, A. (ilustradora) (2009) El contador de cuentos. Barcelona, Ekaré.
Twain, M. (2007) “La historia del niño bueno” y “La historia del niño malo”. En: Cuentos completos I. Buenos Aires, Claridad.
Zepeda, M. y Estrada, I. (2009) Toda la verdad. México, Océano.





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