por María Cristina Alonso
Suena el timbre del recreo. Es una mañana de cualquier día de 1981, en cualquiera de las escuelas donde trabajo. Estamos en dictadura y la literatura, como otras cosas en el país, está rigurosamente vigilada. Salgo del aula con una bolsa llena de libros colgada del hombro. Los pasillos se llenan de alumnos, de voces, de gritos. Paso por delante del despacho de la directora que hace que lee unas planillas, pero vigila detrás de sus anteojos. Sonrío. Su trabajo es vigilar. El mío, el de no levantar sospechas. Llevo conmigo a unos tipos impresentables que no serían de su agrado y que -si los descubriera- serían invitados a abandonar el establecimiento inmediatamente.
Uno, por ejemplo, es un loco que, de tanto leer libros de caballería se cree un caballero andante, confunde molinos con gigantes y anda liberando galeotes. Otro se despierta convertido en insecto con el vientre abombado y parduzco, moviendo las patas sobre el cobertor. Va también Long John Silver, el Largo, un marinero aparentemente trabajador y honrado que es, en verdad, un pirata feroz al que le falta una pierna y lleva un loro posado en su hombro. También llevo a dos gauchos que se exilian -uno de ellos ha roto la guitarra y tiene dos lagrimones que le ruedan por la cara- en las tolderías. Hace barra con ellos una mujer adúltera, natural de Tostes, compradora compulsiva que terminará sus días ingiriendo arsénico en polvo. Y una muchacha suicida que escribe poemas desesperados y dice “Alejandra, Alejandra/ debajo estoy yo/ Alejandra” y sentencia que “una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo”. Y, para empeorar las cosas, también estoy con otro tipo que se la pasa vomitando conejos y es imparable. Yo no sé qué voy a hacer si la escuela se llena de conejos, que no se culpe a nadie. Pero, por momentos, lo imagino: conejos saltando sobre la mesa de la sala de profesores, escondiéndose en los mapas enrollados, saltando sobre los ficheros, saliendo desde dentro del cajón de la secretaria que pierde los anteojos con la impresión. Y ni hablar si suelto a los leones que han estado agazapados en la pradera artificial del cuarto de los niños.
No quiero que la directora me llame. Seguro que me pedirá que le haga un informe sobre el rendimiento de los alumnos, que pase notas en huidizos casilleros, que llene una declaración jurada con toda mi carga horaria. Y yo ando con mi bolsa, de aula en aula, tratando de que el capitán Ahab deje por un rato su obsesión por la ballena blanca y que los gitanos de Lorca no griten tan fuerte dentro de la fragua.
A pesar de que siento la mirada helada que me lanza tras sus anteojos de miope, paso por delante de sus narices con todos esos indisciplinados que llevo adentro de mi bolsa, que hablan a mis alumnos con el discurso revulsivo de la literatura.
A veces he intentado explicárselo cuando me agobia con reuniones de departamento y de padres. No puedo hacerle entender que, más allá de los programas oficiales y las recomendaciones pedagógicas, un profesor de literatura es un guía de lecturas, alguien que da de leer sus textos preferidos, que habla sobre lo que lee o escribe, que expone ante sus alumnos su biblioteca personal, los personajes que lo han marcado, las páginas que lo han emocionado.
Soy la suma de los libros que leo y doy de leer, tengo la armadura de mi biblioteca para soportar los embates de una profesión signada por las palabras. Con ese caudal me visto para afrontar las incontables horas de clase, los humores diversos de los alumnos y colegas, ese universo kafkiano que es una escuela cuyo mejor espacio es el aula de clase cuando todo está por inventarse.
Ser profesor y además un lector apasionado es complicado. La rutina de las horas interminables, el cansancio, la voz que se vuelve ronca, la parva de ejercicios para corregir vuelve a la tarea bastante poco atractiva para quien solo quiere tirarse a leer todo lo que -sospecha- no tendrá tiempo de leer en esta vida y ni hablar si además, quiere escribir. Ser escritor y profesor se vuelve complicado.
El poeta chileno Nicanor Parra se queja de la profesión en su poema titulado Autobiografía. Es profesor en un liceo oscuro, su pobreza lo lleva a vestir como un fraile mendicante. Pierde la voz y la vista dando clases cuarenta horas semanales, “Para ganar un pan imperdonable/ Duro como la cara del burgués/ Y con olor y con sabor a sangre.”
Parra, nacido en 1914 perteneciente a una familia de miembros vinculados a la música y al arte popular, hermano de Violeta, la que escribió ese bello poema, “Volver a los diecisiete”, es -además de poeta- profesor de física y matemática, tarea que ejerció en Chillán, en el Liceo de hombres y en Santiago mientras leía a Walt Whitman y comenzaba a gestar la antipoesía. “¿Qué es la poesía?”, se pregunta un uno de sus poemas. Y se responde: “Vida en palabras/ Un enigma que se niega a ser descifrado/ Por los profesores/ Un poco de verdad y una aspirina/ Antipoesía eres tú”. Y en Canciones rusas, escrito entre los años 1964- 1967, nos conmina en su poema titulado “Test”: “Subraye la frase que considera correcta./ Qué es la antipoesía: Un temporal en una taza de té?/ Una mancha de nieve en una roca?
Es un poeta reconocido, recibió el Premio Nacional de Literatura de Chile y el Premio Cervantes, entre otros, de tal manera que las cuarenta horas semanales de clase le permitieron, además, escribir una obra completamente original. Parra, con su obra, trascendió la vanguardia, se convirtió en antipoeta, artista visual, ecologista, creador de antidicursos y realizador de Artefactos, poemas visuales para los que utilizó objetos de consumo y los resignificó con una frase. Por ejemplo, una cruz con una leyenda: “Voy & vuelvo” o una zapatilla con la inscripción: “Mensaje en una zapatilla: levántate y anda”. Hizo antipoesía en las célebres bandejas de pastelitos, en una serie que tituló “Trabajos prácticos”. Las bandejitas descartables sirven de soporte, en un caso, para que un suicida escriba una carta y se despida: “Chao, no soporto la música ambiental”.
¿Qué diría mi directora si encontrara uno de los “Artefactos”, de Nicanor Parra, en mi bolsa de libros? Ay, Cristina, qué cosa rara son los escritores.
Lo cierto es que la literatura exige del profesor, y aún más si es un escritor, que plantee a sus alumnos las cuestiones del tiempo que le toca vivir. Porque la literatura no es inocente, y se despliega en múltiples interpretaciones.
Una clase de Literatura no es más que un entramado de voces que pugnan por interpretar las distintas maneras en que los hombres cuentan el mundo en que viven. Voces que se sublevan frente a las injusticias o que pasean su melancolía por las páginas de un cuento o de un poema.
Entre mis primeros trabajos tuve que dar clases en una escuela técnica. Cuarto de técnicos mecánicos. Eran todos varones, yo muy joven. El director me acompañó para presentarme.
Los chicos me miraron. Treinta pares de ojos posados sobre mí con desconfianza.
El director dijo mi nombre y les contó que yo iba a llevar la clase de Literatura.
-Sé- dijo confidente- que la Literatura no les sirve para nada, ustedes van a ser técnicos. Pero esta materia está en el programa y tienen que aprobarla.
Y me dejó con la tiza y el pizarrón lleno de fórmulas de la materia anterior.
-¿Saben para qué sirve la literatura? – pregunté con voz quebrada.
Se hizo silencio. Una tiza voló por los aires. La mayoría de los chicos bajó la cabeza. Uno se rió y emitió un sonido parecido al de un pájaro. Desde el fondo, un chico de cara alargada y llena de granos le tiró una munición de papel al compañero con una cerbatana. Si ellos no contestaban, yo tenía que dar la respuesta. Pero no pude. En ese tiempo había que seguir el programa oficial, Literatura hispanoamericana y argentina. Comenzar con el Inca Garcilaso y sus Comentarios Reales. Sé algunas cosas que aprendí a lo largo de mi larga carrera como profesora de secundaria, una de ellas es que no hay nada más aburrido que leer al Inca describiendo las maravillas de su raza extinguida.
Como había comenzado con unas clases ya empezadas por la profesora saliente, los Comentarios estaban sobre el pupitre de algunos alumnos. Yo había preparado la clase, había escogido el capítulo. Comencé a leer “El templo del sol”. El Inca seguramente entretenía en su tiempo, pero no a mis flamantes alumnos de un cuarto año de técnicos mecánicos. Me empeñé con dos páginas pero, la clase estalló en carcajadas cuando el que estaba sentado en el fondo del salón, vaya a saber por qué pirueta que intentaba hacer, se desparramó en el piso. En ese momento pensé que el director tenía razón, la literatura del Inca Garcilaso no les iba a servir para nada. Así que busqué en mi bolsa de libros que llevaba por las dudas y, cuando volvieron a hacer silencio les dije:
-Vamos a empezar por las instrucciones- les mostré Historias de cronopios y de famas de Julio Cortázar y luego lo abrí en la parte del “Manual de instrucciones”.
Los miré uno por uno, sobre todo al que se había caído de la silla y ahora estaba acomodándose la camisa que se le había escapado del pantalón.
-¿Podrías explicarnos cómo hiciste para caerte de la silla?- le pregunté.
El chico bajó la cabeza. El resto de la clase milagrosamente hizo silencio. Seguramente esperaban el reto al que estaban acostumbrados. En la escuela siempre pasan dos cosas, te explican y te retan. Pero yo no tenía ganas. Demasiado habían gritado y perseguido y eliminado a nuestra generación y no había estudiado para policía sino para enseñar.
-Lo que te pido es que expliques, paso a paso, cómo hiciste para caerte de la silla, una especie de instrucción para alumnos que quieran imitarte.
Porque Julio Cortázar me había dado la gran idea. En Historias de Cronopios escribe instrucciones para cosas tan comunes como subir una escalera o dar cuerda a un reloj. Un libro que nos propone mirar con ojos nuevos las cosas de todos los días. Deconstruir los gestos que hacemos a diario y que ni siquiera pensamos, esa es la propuesta de Cortázar y la que le hice a mi alumno, sólo que él no estaba preparado, porque el Inca Garcilaso y las crónicas de Hernán Cortés no preparan para eso. Les leí las “Instrucciones para subir una escalera” y después les pedí que escribieran instrucciones para lo que quisieran. Salieron muchos textos sorprendentes y otros anodinos. A uno se le ocurrió escribir instrucciones para realizar machetes para copiarse en los exámenes, otros pensaron cómo encender la luz o abrir persianas. El que se había tirado de la silla escribió una serie de instrucciones para molestar a los profesores, y la clase terminó en algarabía.
Después volví al programa oficial y nos aburrimos todo el resto del año. Me había recibido hacía poco tiempo y aún no estaba preparada para plantear innovaciones. No eran tiempos propicios porque el mismo Cortázar estaba en la lista negra de los escritores censurados.
Tampoco volvimos a tener la visita del director que no había leído un libro en su vida y no podía saber que, a partir de sus palabras de desautorización, la literatura se convirtió en una manera nueva de mirar el mundo, capaz de desatar una tormenta en una taza de té.
Obras mencionadas en este capítulo:
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes. La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson. Martín Fierro, de José Hernández. Madame Bovary, de Flaubert. Poemas, de Alejandra Pizarnick. No se culpe a nadie, de Julio Cortázar. “La pradera”, de El hombre ilustrado, de Ray Bradbury. Moby Dick, de Melville. “Romance de la luna luna”, de Romancero Gitano, de Federico García Lorca. Poemas y antipoemas,, Artefactos, de Nicanor Parra. Comentarios reales, de Inca Garcilaso de la Vega. Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar.
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