por Adrián Ferrero
Hacía tiempo que se habían distanciado.
Una distancia inexplicable. Una pelea entre padre e hijo empieza siempre con
palabras llenas de ruido. Luego ese dolor se profundiza, desciende de la boca y
la lengua hasta la garganta y el corazón y lamentablemente queda aprisionado en
un lugar recóndito, muy cerca del rencor y del resentimiento. Con el tiempo se
profundiza. Como una daga filosa que alguien entierra y vuelve a enterrar en
nuestro pecho, con saña, toda vez que se evoca esa separación. “Dolor” y “daño”
era lo que había separado a padre e hijo luego de una discusión en la que se
lastimaron.
Un asunto que sus hermanos (en total eran
cuatro), manejaron mal. Muy mal. En lugar de aquietar las aguas, evitarles el sufrimiento,
lo habían acentuado. Eran personas en las que no se podía confiar. Como en un
lobo. Avivando las emociones tremendas de dejar de ver a quien más se ama. Motivo
por el cual también se separó de sus hermanos. Él se llamaba Máximo. Lejos de
estos hermanos insidiosos, se había quedado solo. Era viudo y como pudo había
criado a sus dos hijos. No había vuelto a casarse ni formado pareja. Aventuras
de un verano lo distraían pero al mismo tiempo lo angustiaban por lo efímero.
No era amor, claro está, lo que encontraba entre esos brazos.
Máximo era un reconocido Profesor en la
Universidad Nacional de Buenos Aires, en la materia Filosofía Antigua. Sabía
griego y latín (más griego que latín). Se supone que si uno va a enseñar a los
grandes pensadores de la Antigüedad Clásica, debe conocer no sé si para leer de
corrido pero al menos diccionario en
mano, la prosa de los más célebres y los más sagaces autores del mundo. También
la poesía ¿por qué no? Recordó la primera clase en la Universidad cuando
cursaba la materia que luego él enseñaría. En efecto, solía evocar vívidamente
una clase en la que el Profesor Daniel Martínez, que se había doctorado con una
tesis sobre Aristóteles, les había leído fragmentos de los presocráticos:
Heráclito y Parménides. Dos filósofos que solían pensar o iluminar el mundo con
metáforas. “Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río”, le había escuchado
decir en la primera clase de la Universidad siendo alumno, al titular de la
materia. La idea de Heráclito de que el agua que discurre por el lecho
pedregoso de un río nunca es la misma, y tampoco uno es el que se sumerge en
ellas. Como se podrá apreciar, era una reflexión sobre el tiempo. También le
interesaba leer los Diálogos de
Platón. Y los libros de Aristóteles. Le había dado una clase particular, en su
casa, a uno de sus amigos experto en Letras. Y sus discípulos lo llamaban para
las fechas importantes, porque era un hombre querido.
Sus dos hijos, Natalia y Julián, se habían
quedado sin abuelo. Casi no recordaban momentos felices, de alegría o plenitud con
Donato. Ustedes se preguntarán: “¿Pero cómo es posible que una persona haya
dejado de ver a la raíz de ese ya añoso árbol del que como un brote, flor o una
yema proviene? No me lo pregunten a mí, porque para mí también es inconcebible
semejante desamor. Pregúntenselo a Donato y a Máximo. Si es que alcanzan a
darles alguna respuesta razonablemente aceptable.
Era un Día del Padre. Y Natalia fue la que dio
el puntapié inicial. En tres grandes zancadas temprano por la mañana, subió los
peldaños de la casa de su abuelo sin haberse anunciado. Esto es: avanzó por
entre esa maleza de espinas y hielo en que nos sumerge el odio. Lo meditó mucho
pero, sobre todo, lo sintió mucho. Y recordó (sí, este era el único recuerdo
que tenía de su abuelo), cierta tarde en Mar del Plata, en la playa, cuando
habían salido a pescar corvinas. Regresaron con un buen botín. Y hasta habían
comido una enorme en la cena, luego de que Máximo las hubiera limpiado y hecho
a la parrilla. Ella también recordaba el sol pegándole en el rostro, en la
nuca, en la cabeza toda del mediodía, pese a que la pesca se prolongó hasta bien
entrado el atardecer, cuando el sol ya languidecía en un horizonte de papel y
fuego. La combustión del sol sobre su cabello y la combustión del pescado asado
le hizo subir y bajar las pestañas. Ese parpadeo se debió a que miraba con
detalle el mundo. Y porque tenía aquel día de pesca, tatuado en la frente, la
zona del cuerpo que aloja a la inteligencia y al amor.
Lo cierto es que Natalia, en este preciso
Día del Padre, no quería perder a su abuelo. Él también era padre. Padre de su
padre. Sangre de su sangre. Ella era el producto de lo que ese hombre le había
regalado a través de Máximo nada menos que la vida. Ella no podía olvidarlo. Y
no quería que su abuelo no le diera el amor que ambos se merecían. El regreso
al amor es una recorrida por las emociones, hasta evaporar la pena negra. Su
abuelo Donato, cuando abrió la puerta casi no la reconoció. Tenía ya 20 años. Él
era muy mayor. Le abrió con inseguridad, caminaba con un andador. Y Natalia vio
todo el manojo de bastones de Donato que se arremolinaban, erguidos, enhiestos en
un paragüero.
Su abuelo la abrazó. Ella sabía que a su
abuelo le costaría conocer a una persona luego de lustros de no verse. Motivo
por el cual se apresuró al abrazo y le dijo: “Abuelo, soy Natalia, tu nieta
mayor”. El rostro de Donato se iluminó como cinco ruiseñores. Les puedo
asegurar que no solo se sentía profundamente arrepentido, sino también empapado
por la fragancia y el viento que a uno le moja el rostro cuando ama a las personas
que llegan para regalarle lo inesperado. La separación de su hijo había sido la
separación de sus nietos quienes, supuestamente, debían tomar partido en favor
de su padre. Pero Natalia era otra cosa. Otra clase de hija (y de nieta). Con
problemas en la vista a esta altura de su vida, Donato deambulaba por la casa
con motivo de que su traumatólogo le había dicho que para rehabilitar la
marcha, hacía falta ejercitar sobre todo las rodillas. Y también practicar
equilibrio. Un profesor de educación física, especializado en gerontología, se
ocupaba de mantenerlo activo. De reforzar sus piernas como si fuera un
asistente con el que también hablaba acerca de su vida. Es más, cuando el
médico le preguntó por los hijos, vagamente giró el rostro, como escondiéndose,
y se limitó a decir: “Bien”. Esa pregunta se enterró esta vez como un cuchillo
dentado en su rostro, que se marchitó como una peonía que no es regada.
Pero Natalia no solo fue generosa. Sino que
fue inteligente. En lugar de llevarle una carta. En lugar de llevarle un reloj.
En lugar de comprarle un par de cómodas pantuflas, compró flores. Recordó que
había una esquina de la ciudad en la que un vendedor ofrecía ramos de fresias.
Fue así que como con un trofeo, erguida y con
paso seguro, le compró flores.
Lo dicho. Cuando él le abrió la puerta de calle, percibió la fragancia colorida
de las fresias. Y percibió la fragancia de su nieta, con aroma a un jabón de violetas,
lleno de frescura. Y cuando el abuelo, emocionado, cerró la puerta de calle,
fue ella la que corrió el cerrojo y puso llave a la puerta de madera de cedro.
Le dijo:
-¿Dónde nos sentamos, abuelo?
Donato le indicó
el camino hacia el comedor. Donato estaba tan lleno de mariposas y vaquitas de
San Antonio en el estómago con esta visita que se olvidó hasta de ofrecerle un
vaso de agua, café o té. Fue ella la que tomó la delantera. Y preparó un
delicioso café.
-¿Le ponés azúcar
o edulcorante, abuelo?
Donato no podía
hablar. Era de tal intensidad este reencuentro, que había solamente alcanzado a
sentarse con dificultad en el sofá.
-¿Te acordás
cuando íbamos a pescar corvinas en Mar del Plata, abu?
Donato creyó
recordar vagamente que “abu” le decían Natalia y Julián. No el resto de sus
nietos. Y de que no oía esa palabra desde hacía muchos años. Natalia pasó casi
todo el Día del Padre junto a su abuelo, tomando café con tostadas con manteca
y miel, la merienda perfecto para su abuelo. Hablaron, hablaron, hablaron.
Hasta que Natalia, sin poder comprender lo
incomprensible y sin vueltas le preguntó:
-¿Y por qué están
distanciados papá y vos?
Donato respondió
con balbuceos. A esta altura ya lo había olvidado. Había reconocido en su nieta
las frases llenas de armonía de Ana, la madre de sus hijos. Ella había
fallecido con motivo del COVID-19. Natalia recién se había enterado una semana
después cuando uno de sus primos, el de más grandeza, la había llamado por
teléfono, con unas pocas y contadas palabras, que se parecían mucho a una magnolia,
a los colores de una Santa Rita, el calor del pecho de una paloma torcaz, el
lila de los agapantos. Lloraron a su abuela en silencio. A Natalia se le había roto el corazón ese
día, como un plato que se estrella en el suelo, astillándose.
Natalia y su abuelo pasaron toda la tarde
conversando. Ella le preguntó por sus años de trabajo como ingeniero
especialista en acueductos. A él se lo notaba tan movilizado, que sólo podía hilar
algunas breves frases. Hasta que pudo decir una frase como quien con eslabones
arma una cadena fuerte, firme, segura.
Antes de irse, Natalia le regaló un beso
en la frente. Y le pidió que llamara a su papá. Que le hiciera ese favor. Era
importante para ella que su padre y su abuelo se pudieran abrazar al menos en
un llamado telefónico, como si vivieran en otra ciudad o en otro país.
Atendió Máximo:
-Hijo. Hola.
Tantos años. Yo no me explico cómo me he perdido todos estos años sin ustedes,
sin tu madre, sin mis nietos. Hoy estuvo Natalia. Me dijo que a esta hora ya
estabas disponible.
Natalia también le había dejado una caja
de alfajores de maizena. Mientras aspiraba la dulzura de las fresias, que le
recordaban un verano en una quinta alquilada con plantas de esta flor, Donato
le dijo a su hijo Máximo:
-Yo te quería
preguntar algo tan estúpido como inexplicable. Pero ¿por qué nos habíamos peleado
nosotros dos?
Máximo no respondió porque en ese Día del
Padre, no estaba para el sabor rancio del rencor. Simplemente le preguntó si
quería ir a comer u asado por la noche a su casa. Sabía que Natalia lo había
ido a visitar. Ella había actuado. Y actuado bien. Dos gruesos lagrimones se
deslizaron por el rostro de Máximo. Las gotas pasaron de los párpados a su
mejilla y de allí se desplomaron al suelo.
Poco tiempo después, Natalia lo pasó a buscar con el auto de su padre. Iban a cenar bajo la pérgola. El abuelo (ave que gorjea un canto inaudito) la esperaba en la puerta de su casa, temblando. Unos nervios lleno de inquietud se abatían sobre felicidad del regreso.
-Abuelo. No te
quedes en la vereda. Vení rápido al auto. Ya sé lo que te dijo el médico
traumatólogo cuando fuiste. Me lo contó el primo Octavio.
-Ah, Octavio.
Extraño, lo extraño mucho a él también.
Natalia se había vestido con una solera
color blanco. Y lucía luminosa, con la lozanía de la piel de un bebé. Olía a un
perfume de maderas. Una gota por detrás de cada oreja.
-Dale. Subí que
papá nos espera
Cuando llegó, su hijo tenía las manos y la
ropa llenos de carbón. Había asado, por expreso pedido de Natalia, corvina al
limón. Y entonces fue cuando lo abrazó. Debo decirles que lloraron de emoción
por tiempo tan prolongado pero también tan anhelado. Máximo besó la cabeza de
su hija.
-Cuando estuvieron
sentados a la mesa y la corvina servida, Natalia le dijo levantando su copa de
vino Malbec:
-Por los buenos
tiempos. Los que a partir de hoy comienzan a soplar en esta familia.
“Renacer,
renacer…Lindo verbo en infinitivo para narrar este nuevo capítulo de mi vida”,
se dijo Donato. Tan solo alcanzó a beber un sorbo. Natalia acababa de servirle
su plato de corvina al limón.
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