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domingo, 19 de junio de 2022

"Fresias para Donato", (un cuento para el día del padre)

 



por Adrián Ferrero

 

     Hacía tiempo que se habían distanciado. Una distancia inexplicable. Una pelea entre padre e hijo empieza siempre con palabras llenas de ruido. Luego ese dolor se profundiza, desciende de la boca y la lengua hasta la garganta y el corazón y lamentablemente queda aprisionado en un lugar recóndito, muy cerca del rencor y del resentimiento. Con el tiempo se profundiza. Como una daga filosa que alguien entierra y vuelve a enterrar en nuestro pecho, con saña, toda vez que se evoca esa separación. “Dolor” y “daño” era lo que había separado a padre e hijo luego de una discusión en la que se lastimaron.

    Un asunto que sus hermanos (en total eran cuatro), manejaron mal. Muy mal. En lugar de aquietar las aguas, evitarles el sufrimiento, lo habían acentuado. Eran personas en las que no se podía confiar. Como en un lobo. Avivando las emociones tremendas de dejar de ver a quien más se ama. Motivo por el cual también se separó de sus hermanos. Él se llamaba Máximo. Lejos de estos hermanos insidiosos, se había quedado solo. Era viudo y como pudo había criado a sus dos hijos. No había vuelto a casarse ni formado pareja. Aventuras de un verano lo distraían pero al mismo tiempo lo angustiaban por lo efímero. No era amor, claro está, lo que encontraba entre esos brazos.  

     Máximo era un reconocido Profesor en la Universidad Nacional de Buenos Aires, en la materia Filosofía Antigua. Sabía griego y latín (más griego que latín). Se supone que si uno va a enseñar a los grandes pensadores de la Antigüedad Clásica, debe conocer no sé si para leer de corrido pero al  menos diccionario en mano, la prosa de los más célebres y los más sagaces autores del mundo. También la poesía ¿por qué no? Recordó la primera clase en la Universidad cuando cursaba la materia que luego él enseñaría. En efecto, solía evocar vívidamente una clase en la que el Profesor Daniel Martínez, que se había doctorado con una tesis sobre Aristóteles, les había leído fragmentos de los presocráticos: Heráclito y Parménides. Dos filósofos que solían pensar o iluminar el mundo con metáforas. “Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río”, le había escuchado decir en la primera clase de la Universidad siendo alumno, al titular de la materia. La idea de Heráclito de que el agua que discurre por el lecho pedregoso de un río nunca es la misma, y tampoco uno es el que se sumerge en ellas. Como se podrá apreciar, era una reflexión sobre el tiempo. También le interesaba leer los Diálogos de Platón. Y los libros de Aristóteles. Le había dado una clase particular, en su casa, a uno de sus amigos experto en Letras. Y sus discípulos lo llamaban para las fechas importantes, porque era un hombre querido.

     Sus dos hijos, Natalia y Julián, se habían quedado sin abuelo. Casi no recordaban momentos felices, de alegría o plenitud con Donato. Ustedes se preguntarán: “¿Pero cómo es posible que una persona haya dejado de ver a la raíz de ese ya añoso árbol del que como un brote, flor o una yema proviene? No me lo pregunten a mí, porque para mí también es inconcebible semejante desamor. Pregúntenselo a Donato y a Máximo. Si es que alcanzan a darles alguna respuesta razonablemente aceptable.

    Era un Día del Padre. Y Natalia fue la que dio el puntapié inicial. En tres grandes zancadas temprano por la mañana, subió los peldaños de la casa de su abuelo sin haberse anunciado. Esto es: avanzó por entre esa maleza de espinas y hielo en que nos sumerge el odio. Lo meditó mucho pero, sobre todo, lo sintió mucho. Y recordó (sí, este era el único recuerdo que tenía de su abuelo), cierta tarde en Mar del Plata, en la playa, cuando habían salido a pescar corvinas. Regresaron con un buen botín. Y hasta habían comido una enorme en la cena, luego de que Máximo las hubiera limpiado y hecho a la parrilla. Ella también recordaba el sol pegándole en el rostro, en la nuca, en la cabeza toda del mediodía, pese a que la pesca se prolongó hasta bien entrado el atardecer, cuando el sol ya languidecía en un horizonte de papel y fuego. La combustión del sol sobre su cabello y la combustión del pescado asado le hizo subir y bajar las pestañas. Ese parpadeo se debió a que miraba con detalle el mundo. Y porque tenía aquel día de pesca, tatuado en la frente, la zona del cuerpo que aloja a la inteligencia y al amor.  

     Lo cierto es que Natalia, en este preciso Día del Padre, no quería perder a su abuelo. Él también era padre. Padre de su padre. Sangre de su sangre. Ella era el producto de lo que ese hombre le había regalado a través de Máximo nada menos que la vida. Ella no podía olvidarlo. Y no quería que su abuelo no le diera el amor que ambos se merecían. El regreso al amor es una recorrida por las emociones, hasta evaporar la pena negra. Su abuelo Donato, cuando abrió la puerta casi no la reconoció. Tenía ya 20 años. Él era muy mayor. Le abrió con inseguridad, caminaba con un andador. Y Natalia vio todo el manojo de bastones de Donato que se arremolinaban, erguidos, enhiestos en un paragüero.

     Su abuelo la abrazó. Ella sabía que a su abuelo le costaría conocer a una persona luego de lustros de no verse. Motivo por el cual se apresuró al abrazo y le dijo: “Abuelo, soy Natalia, tu nieta mayor”. El rostro de Donato se iluminó como cinco ruiseñores. Les puedo asegurar que no solo se sentía profundamente arrepentido, sino también empapado por la fragancia y el viento que a uno le moja el rostro cuando ama a las personas que llegan para regalarle lo inesperado. La separación de su hijo había sido la separación de sus nietos quienes, supuestamente, debían tomar partido en favor de su padre. Pero Natalia era otra cosa. Otra clase de hija (y de nieta). Con problemas en la vista a esta altura de su vida, Donato deambulaba por la casa con motivo de que su traumatólogo le había dicho que para rehabilitar la marcha, hacía falta ejercitar sobre todo las rodillas. Y también practicar equilibrio. Un profesor de educación física, especializado en gerontología, se ocupaba de mantenerlo activo. De reforzar sus piernas como si fuera un asistente con el que también hablaba acerca de su vida. Es más, cuando el médico le preguntó por los hijos, vagamente giró el rostro, como escondiéndose, y se limitó a decir: “Bien”. Esa pregunta se enterró esta vez como un cuchillo dentado en su rostro, que se marchitó como una peonía que no es regada.

    Pero Natalia no solo fue generosa. Sino que fue inteligente. En lugar de llevarle una carta. En lugar de llevarle un reloj. En lugar de comprarle un par de cómodas pantuflas, compró flores. Recordó que había una esquina de la ciudad en la que un vendedor ofrecía ramos de fresias.

    Fue así que como con un trofeo, erguida y con paso seguro, le compró flores.
Lo dicho. Cuando él le abrió la puerta de calle, percibió la fragancia colorida de las fresias. Y percibió la fragancia de su nieta, con aroma a un jabón de violetas, lleno de frescura. Y cuando el abuelo, emocionado, cerró la puerta de calle, fue ella la que corrió el cerrojo y puso llave a la puerta de madera de cedro.

Le dijo:

-¿Dónde  nos sentamos, abuelo?

Donato le indicó el camino hacia el comedor. Donato estaba tan lleno de mariposas y vaquitas de San Antonio en el estómago con esta visita que se olvidó hasta de ofrecerle un vaso de agua, café o té. Fue ella la que tomó la delantera. Y preparó un delicioso café.

-¿Le ponés azúcar o edulcorante, abuelo?

Donato no podía hablar. Era de tal intensidad este reencuentro, que había solamente alcanzado a sentarse con dificultad en el sofá.

-¿Te acordás cuando íbamos a pescar corvinas en Mar del Plata, abu?

Donato creyó recordar vagamente que “abu” le decían Natalia y Julián. No el resto de sus nietos. Y de que no oía esa palabra desde hacía muchos años. Natalia pasó casi todo el Día del Padre junto a su abuelo, tomando café con tostadas con manteca y miel, la merienda perfecto para su abuelo. Hablaron, hablaron, hablaron.

     Hasta que Natalia, sin poder comprender lo incomprensible y sin vueltas le preguntó:

-¿Y por qué están distanciados papá y vos?

Donato respondió con balbuceos. A esta altura ya lo había olvidado. Había reconocido en su nieta las frases llenas de armonía de Ana, la madre de sus hijos. Ella había fallecido con motivo del COVID-19. Natalia recién se había enterado una semana después cuando uno de sus primos, el de más grandeza, la había llamado por teléfono, con unas pocas y contadas palabras, que se parecían mucho a una magnolia, a los colores de una Santa Rita, el calor del pecho de una paloma torcaz, el lila de los agapantos. Lloraron a su abuela en silencio.  A Natalia se le había roto el corazón ese día, como un plato que se estrella en el suelo, astillándose.

     Natalia y su abuelo pasaron toda la tarde conversando. Ella le preguntó por sus años de trabajo como ingeniero especialista en acueductos. A él se lo notaba tan movilizado, que sólo podía hilar algunas breves frases. Hasta que pudo decir una frase como quien con eslabones arma una cadena fuerte, firme, segura.

     Antes de irse, Natalia le regaló un beso en la frente. Y le pidió que llamara a su papá. Que le hiciera ese favor. Era importante para ella que su padre y su abuelo se pudieran abrazar al menos en un llamado telefónico, como si vivieran en otra ciudad o en otro país.

Atendió Máximo:

-Hijo. Hola. Tantos años. Yo no me explico cómo me he perdido todos estos años sin ustedes, sin tu madre, sin mis nietos. Hoy estuvo Natalia. Me dijo que a esta hora ya estabas disponible.

     Natalia también le había dejado una caja de alfajores de maizena. Mientras aspiraba la dulzura de las fresias, que le recordaban un verano en una quinta alquilada con plantas de esta flor, Donato le dijo a su hijo Máximo:

-Yo te quería preguntar algo tan estúpido como inexplicable. Pero ¿por qué nos habíamos peleado nosotros dos?

     Máximo no respondió porque en ese Día del Padre, no estaba para el sabor rancio del rencor. Simplemente le preguntó si quería ir a comer u asado por la noche a su casa. Sabía que Natalia lo había ido a visitar. Ella había actuado. Y actuado bien. Dos gruesos lagrimones se deslizaron por el rostro de Máximo. Las gotas pasaron de los párpados a su mejilla y de allí se desplomaron al suelo.



     Poco tiempo después, Natalia lo pasó a buscar con el auto de su padre. Iban a cenar bajo la pérgola. El abuelo (ave que gorjea un canto inaudito) la  esperaba en la puerta de su casa, temblando. Unos nervios lleno de inquietud se abatían sobre felicidad del regreso.

-Abuelo. No te quedes en la vereda. Vení rápido al auto. Ya sé lo que te dijo el médico traumatólogo cuando fuiste. Me lo contó el primo Octavio.

-Ah, Octavio. Extraño, lo extraño mucho a él también.

     Natalia se había vestido con una solera color blanco. Y lucía luminosa, con la lozanía de la piel de un bebé. Olía a un perfume de maderas. Una gota por detrás de cada oreja.

-Dale. Subí que papá nos espera

     Cuando llegó, su hijo tenía las manos y la ropa llenos de carbón. Había asado, por expreso pedido de Natalia, corvina al limón. Y entonces fue cuando lo abrazó. Debo decirles que lloraron de emoción por tiempo tan prolongado pero también tan anhelado. Máximo besó la cabeza de su hija.

-Cuando estuvieron sentados a la mesa y la corvina servida, Natalia le dijo levantando su copa de vino Malbec:

-Por los buenos tiempos. Los que a partir de hoy comienzan a soplar en esta familia.

“Renacer, renacer…Lindo verbo en infinitivo para narrar este nuevo capítulo de mi vida”, se dijo Donato. Tan solo alcanzó a beber un sorbo. Natalia acababa de servirle su plato de corvina al limón.      

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