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miércoles, 1 de junio de 2022

A partir de una fotografía

 



Por María Cristina Alonso

Hace unos años, una prima me dio unas fotografías en las que estaba mi madre con sus hermanas. Unas fotografía de juventud, cuando eran solteras y vivían en el campo.  Sacarse fotos en los años 20, 30 era algo excepcional, inimaginable en estos tiempos de sobreabundancia de imágenes. Hoy cualquiera puede tomar fotografías de cada instante de su vida o filmar un video. Pero imaginemos aquellos tiempos en los que la tecnología daba sus primeros pasos y, de alguna manera, también modificaba la existencia.

 La fotografía había sido un invento de siglo XIX pero, en los albores del siglo XX aun seguía siendo un medio excepcional para las familias trabajadoras, y más en el ámbito rural. Así que, cuando vi la foto de mi madre y sus hermanas, sonrientes, acaso felices en ese instante, posando junto a una bicicleta de varón que tal vez no sabían montar, no sólo me conmovió, sino que me dio pie para seguir pensando en esa fotografía, para interrogarla.

 Roland Barthes en uno de sus últimos ensayos, La cámara lúcida, nos propone preguntarnos a nosotros mismos ¿qué es lo que vemos cuando estamos frente a una foto? ¿Por qué la imagen me gusta o no? ¿Qué es lo que me conmueve? ¿Se puede ver más «allá»?

Y eso fue lo que hice. Miré los vestidos, los zapatos, la forma de llevar los cabellos que en esa foto estaban alborotados por el viento, imaginé la época del año, traté de reconstruir con la imaginación lo que había más allá de esa llanura que crecía a espaldas de las chicas.

 Sigo con Barthes, el dice en su ensayo que  la fotografía reproduce al infinito lo que únicamente ha tenido lugar una sola vez y que, cuando una foto llega a nuestras manos nos anima y a su vez  la animamos. Y en eso radica la aventura de mirar fotografías.

 

Este ensayo Barthes lo escribió en 1977, poco después de la muerte de su madre. Precisamente, uno de los pasajes que me conmovieron y que me permiten relacionarlo con la operación que hice yo, a mi vez, con la fotografía de mi madre, es el pasaje en el que describe una antigua fotografía de su madre a los 5 años en un invernadero. Curiosamente no la muestra, dado que, nos dice, esa fotografía solo existe para él.  En esa foto de su madre de 5 años encuentra la esencia de la mujer mayor que él conoció. Y nos dice que la fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente” (Barthes, 1989, 31).




La fotografía nos plantea la diferencia entre ver y mirar. Hay un cuento del escritor norteamericano Paul Auster que se titula Cuento de navidad de Auggie Wrend. La historia que nos cuenta es la del dueño de una tabaquería de la calle Court, en el centro de Brooklyn que a partir del robo de una cámara fotográfica desarrolla un curioso proyecto artístico. Cada mañana durante doce años, a las siete en punto, se paraba en la esquina de la avenida Atlantic y la calle Clinton y sacaba una sola foto a color, siempre de la misma vista. Tenía más de cuatro mil fotografías ordenadas en un álbum con las fechas apuntadas debajo de cada una. Cuando Auggie le muestra su trabajo, el narrador al principio no comprende lo que se ha propuesto. Y el dueño del estanco le dice que una cosa es ver y otra mirar, que hay una frontera entre quienes pueden y quienes no pueden acceder al arte. Lo que intentaba hacer con esas fotografías aparentemente repetitivas, en las que se iba viendo la variación de las estaciones, los cambios de luz, la ropa de verano o de invierno que lucían los ocasionales transeúntes, era fotografiar al tiempo. Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo.



                                Paul Auster ilustrado por Isol

 

En el ensayo  al que me refería, Barthes define las relaciones entre la fotografía y la muerte, dado que la foto fija un instante que está fuera del tiempo, un registro atemporal y eterno. Horacio Quiroga plantea algo de eso en su cuento La cámara oscura, incluido en el libro Los desterrados de 1926.

 

A Quiroga la imagen técnica le había interesado e inspirado muchos de sus cuentos. Era un aficionado a la fotografía y, más tarde al cinematógrafo, fue uno de los primeros críticos de cine, un arte que por esa época no se lo tomaba muy en serio. Es más, conoce Misiones en 1903  porque el poeta Leopoldo Lugones lo invita a una expedición financiada por el Ministerio de Educación, en la que planeaba investigar unas ruinas de las misiones jesuíticas en calidad de fotógrafo.


 Todos sabemos lo que ocurrió después, Quiroga llegó a Misiones como un ocioso dandy y, una vez asentado en Misiones, experimentó una suerte de mimetismo con el paisaje que hizo que abandonara su atuendo y que tomara el aspecto de un habitante del lugar.

En La cámara oscura se narra la muerte de el juez de Paz, Malaquías Sotelo y del pedido de la esposa del difunto al narrador para que tome una fotografía de su marido, un último recuerdo.

En su ensayo, Barthes establece que en la fotografía existen tres intenciones: hacer, experimentar y mirar. Y además, describe tres agentes que se encargarán de efectivizar tales propósitos: el operator que se encarga de tomar la fotografía (fotógrafo); el spectator es aquel que observa las imágenes en los periódicos, libros, álbumes, colecciones de fotos (espectadores); y el spectrum, que “es el blanco, el referente, una especie de pequeño simulacro” (Barthes 2005: 35), es decir, aquello que es fotografiado.

 En este cuento,  el narrador-personaje (ahora operator) acude al cuarto oscuro y revela la última y única fotografía del juez. Este hecho es vivido como una segunda ceremonia fúnebre, que llegará a su fin cuando el narrador obtenga el revelado del retrato: revelar una foto tomada a un cadáver –que era  todo un género para la época– tiene, sin embargo, el escalofrío de lo mágico. Celebra, en su revelado, una nueva ceremonia.

 En estas relaciones entre literatura y fotografía que estamos haciendo nos lleva a pensar en esos escritores que se deslumbraron a fines del siglo con un invento que les permitía perpetuar su imagen de una forma más veraz que la de la pintura. Y cuando miramos ahora esos retratos, no podemos dejar de verlos a partir de los efectos que nos ocasionó la lectura de su textos. Pienso en Lucio V. Mansilla, el autor de Una excursión a los indios ranqueles.

Mansilla era todo menos un hombre que quería pasara desapercibido. Se retrató incontables veces y, si miramos esas imágenes atentamente nos damos cuenta de todo lo que ellas nos cuentan. En primer lugar nos habla de los lugares por los que viajó. Se fotografía a bordo del barco que lo llevaba a Europa, en estudios de Berlín, de París, de Buenos Aires. Se retrató con distintos ropajes, algunos aparatosos porque, si algo quedaba claro era que Mansilla siempre quería concitar la atención de sus contemporáneos: con traje militar, como escritor sentado en su mesa de trabajo, con una enorme capa con su batallón en la línea de frontera (en 1870) que lo acompañaron a su famosa excursión con los ranqueles, con pieles, sombreros, siempre en posición de quien se sabe bello, extravagante.



Entre las fotografías más curiosas de Mansilla se encuentran las que se sacó en el estudio de fotografía Wilcomb de Buenos Aires. Se retrató de una forma muy pintoresca con un juego de espejos, el general aparecía en cinco imágenes como conversando consigno mismo. Se mostraba con su sombrero cilíndrico gris, su monóculo, su barba. Un gran conversador consigo mismo. De eso se trataba su obra de una larga conversación, de una cuaserie interminable. Haber posado para el juego de espejos fue interpretado como un gesto vanguardista que marcaba la modernidad constante y la personalidad única de Mansilla.

 En el libro póstumo, Papeles inesperados, de Julio Cortázar que reúne textos sueltos que fueron encontrados después de su muerte, hay un texto titulado Ventanas a lo insólito, que describe como al escritor  le gustaba ver las fotografías. En este artículo Cortázar cuenta que empezó a tomar fotografías en su juventud y cómo al hacerlo el sentimiento de lo fantástico lo esperaba en ese momento en que el papel sensible flotaba en la cubeta hasta el momento en que aparecía la imagen.

 


Y por eso, señala que no lo atraían las fotos en las que el elemento insólito se muestra por obra de la composición, del artificio. Si lo insólito sorprende, también él tiene que ser sorprendido por quien lo fija en una instantánea. La regla del juego es la espontaneidad. Lo insólito no se inventa, a lo sumo se lo favorece, y en ese plano la fotografía no se diferencia en nada de la literatura y del amor, zonas de elección de lo excepcional y lo privilegiado



Escribe: “Por eso, quizá, sigo entrando en cualquier foto como si fuera a darme una respuesta o una clave fuera del tiempo; ese novio sonriente al pie del altar, ¿no será ya el asesino futuro de la mujer que lo contempla enamorada? De alguna manera, la exploración de cualquier fotografía es infinita puesto que admite, como todas las cosas, múltiples lecturas, y lo insólito se sitúa casi siempre en la más prosaica y la más inocente.”

Y finalmente se pregunta “Después de todo, ¿quién puede estar seguro de la fidelidad de las imágenes sobre el papel?”

 En una conferencia que dictó en La Habana en 1962, titulada "Algunos aspectos del cuento", Cortázar compara la escritura del cuento y de la novela con la fotografía y el cine, respectivamente, formulando una poética que conecta explícitamente visualidad y escritura.

Hay dos cuentos en los que la fotografía se sitúa en el centro de la ficción: Las babas del diablo e Infierno en Solentiname.

 En Las babas del diablo (Las armas secretas) una fotografía se va alterando a medida que el fotógrafo la va mirando y desencadena diferentes variantes de la historia. En una realidad, Roberto Michel toma una foto en la Isla de Saint Louis, en París cuando ve a una mujer rubia que parece seducir a un muchacho.

 Los límites entre la foto y la realidad se borran, de manera que se confunden presente y pasado. El cuento nos lleva a preguntar cuál es la realidad y cuál la fantasía. Para ello, en este cuento, Cortázar crea un narrador que relata desde dos momentos diferentes. Uno en un momento cercano, cuando toma la fotografía u otro más lejano, cuando toma distancia y ve la fotografía en su casa.¿Cuál es la realidad y cuál la fantasía? El fotógrafo y narrador, Roberto Michel, está presente en la trama y ve de cerca lo que ocurre, pero además se desdobla, toma distancia y puede mirar la trama desde lejos. En ese sentido la fotografía, que parece una prueba irrefutable de la realidad, también puede ser parte de la fantasía. La foto también es una ironía porque puede ser solo una representación de la realidad.


Julio Cortázar en Solentiname


Hay otro cuento que Cortázar escribe en 1976. Se trata de Apocalipsis de Solentiname (Alguien que anda por ahí).

Un narrador en primera persona, alter ego del autor que viaja a Nicaragua a visitar al poeta Ernesto Cardenal. Ambos viajan a la isla de Solentiname, una pequeña comunidad insular. Allí se encuentra con unas pinturas inocentes en un rincón, que lo  impresionan por su belleza. Son pinturas de  y s campesinos de la zona, que describen la esencia del lugar: Al día siguiente, decide tomar fotos a los cuadros. De regreso en París, cuando revela y proyecta las diapositivas en lugar de los dibujos rústicos y naif, se encuentra ante la visión de terribles escenas de tortura y masacre ocurridas en territorio latinoamericano. En un momento anterior de la historia, el narrador teoriza sobre los aspectos mágicos de la fotografía, especialmente de las Polaroids. “A todos les parecía muy normal eso porque desde luego estaban habituados a servirse de esa cámara pero yo no, a mí ver salir de la nada, del cuadradito celeste de la nada esas caras y esas sonrisas de despedida me llenaba de asombro y se los dije, me acuerdo de haberle preguntado a Óscar qué pasaría si alguna vez después de una foto de familia el papelito celeste de la nada empezara a llenarse con Napoleón a caballo, y la carcajada de don José Coronel que todo lo escuchaba como siempre, el yip, vámonos ya para el lago.”

Volviendo al cuento, el elemento fantástico aparece durante la proyección europea, el narrador ha fotografiado cuadros naif de escenas campesinas en Solentiname sin saber lo que sucederá con las imágenes. Reveladas, estas tienen la capacidad de transformarse antes los ojos del fotógrafo.

 

En estos dos cuentos, Las babas del diablo y Apocalipsis en Solentiname, la cuestión de la fotografía le permite a Julio Cortázar pensar la literatura. Tanto el texto como la imagen fotográfica no pueden intervenir en la realidad, no pueden modificar nada, pero tienen un carácter testimonial. Recordemos que el problema de la “literatura comprometida” era una preocupación para el autor y su generación apoyando a la revolución cubana y la nicaragüense.

 

Silvina Ocampo que escribe cuentos  en los que lo atroz, lo monstruoso aparecen relacionados con los niños terribles y perversos que ella imagina. En muchos como en Las fotografías (Las invitadas) ensaya la parodia para indagar el uso doméstico de la fotografía estableciendo la relación entre el valor de registro de la realidad y la construcción y escenificación que conlleva el acto de sacar una fotografía, el ritual que ello implica.


 


El cuento Las fotografías narra el cumpleaños de quince de Adriana que no puede moverse a causa de una parálisis. El festejo se organiza en función del ritual fotográfico. Se estudian y se preparan minuciosamente las poses y ubicaciones de los personajes. Es verano, hace calor, los sándwich se derriten. La agasajada tiene sed y pide agua, pero todos los asistentes están tan compenetrados con la organización de las poses socialmente establecidas para cada toma fotográfica que no se dan cuenta que la chica se muere sofocada por el calor y el agotamiento.

 

En este cuento, el valor de la fotografía como registro de un acontecimiento social que es la entrada en la femineidad del personaje que cumple quince años se entrelaza con la  idea literal de que la cámara detiene el tiempo, fija un momento para siempre, porque el cuento termina con la muerte de Adriana. La fotografía no la inmortaliza, no documenta un momento en la vida de la protagonista, sino que la mata.

 

En 1888, según lo señala Ricardo Piglia en sus clases por la televisión pública, Emile Zola, uno de los más conspicuos representantes del naturalismo descubre la fotografía y decide experimentar con ella. El naturalismo, corriente literaria emparentada con el realismo intentaba  reproducir la realidad con una objetividad documental en todos sus aspectos, tanto en los más sublimes como los más vulgares, desagradables o sórdidos, por lo tanto no  es raro que Zola se interesara por la fotografía que podía registrar lo cotidiano de manera tan veraz.



Como su editor Charpentier, Zola se entusiasmó con esa nueva forma de expresión que era la fotografía, compraron cámaras, revelaron ellos mismos los negativos, experimentaron con nuevas papeles. Cuando Zola viajó a Inglaterra después del sonado caso Dreyfus y escribir el “Yo acuso”, aprovechó su estadía en Londres para fotografiar la vida cotidiana: las calles, las mansiones y los paisajes.



 

Amigo de los pintores Cezanne, Monet, Renoir, muchas de las fotografías de Zolá recuerdan sus pinturas. Trabaja, como los impresionistas sobre series, el mismo paisaje en distintas estaciones del año, con sol con lluvia, con nieve.

Pero también retrata amigos y familia, sobre todo de su familia oculta, Jeanette y sus hijos, así como escenas de la vida cotidiana.

A la Exposición Universal de París de 1900, Emile Zola no va con un cuaderno de notas, sino con su cámara fotográfica.Experimenta y registra una visión de 360 grados de la exposición como en las modernas panorámicas utilizando el tren que recorría el recinto. Según sus críticos la fotografía no influyó en su obra literaria puesto que concebía la fotografía como una actividad independiente de la literatura.

 

¿Qué miramos cuando miramos una fotografía? María Teresa Andruetto parece resolverlo en este poema que titula “Kodak”:

 

Yo miraba,
tras la lente de una Kodak
con la que él sacó fotos de la guerra,
antes que la muerte disolviera
sus pupilas y delegara en mis ojos
el dolor de mirarme devastada
por la ausencia.

 

¿Cuántas historias contiene una foto y hasta dónde llegan esas imágenes tomadas una mañana cualquiera, de un otoño lejano? Chicas que escuchaban radioteatros nació de aquella foto y se convirtió en dibujos y un poema. Me gustó pensar en dos dispositivos tecnológicos que hacían de esas chicas que trabajaban a destajo en el campo una vida más llevadera. Una la fotografía, gracias a ellas algunos de esos instantes de su vidas quedaron fijos para siempre. La otra es la radio que tenía una presencia importantísima en sus vidas, que les traía noticias de un mundo anhelado y distante.


 Toda fotografía es una botella lanzada al mar. Como algunas de ellas, a veces se hunden o desaparecen. Otras, muy pocas, son salvadas de las aguas del olvido y siguen hablando. Yo rescaté las de mi madre y sus hermanas jóvenes y felices y, durante un tiempo, me contaron algunas cosas.

 

(Chicas que escuchaban radioteatros, textos y dibujos de María Cristina Alonso. Buenos Aires, Editorial Niña Pez, 2022)

 

 

 

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