Por María Cristina Alonso
Hace unos años, una
prima me dio unas fotografías en las que estaba mi madre con sus hermanas. Unas
fotografía de juventud, cuando eran solteras y vivían en el campo. Sacarse fotos en los años 20, 30 era algo
excepcional, inimaginable en estos tiempos de sobreabundancia de imágenes. Hoy
cualquiera puede tomar fotografías de cada instante de su vida o filmar un
video. Pero imaginemos aquellos tiempos en los que la tecnología daba sus
primeros pasos y, de alguna manera, también modificaba la existencia.
Y eso fue lo que hice. Miré los vestidos, los zapatos, la forma de llevar los cabellos que en esa foto estaban alborotados por el viento, imaginé la época del año, traté de reconstruir con la imaginación lo que había más allá de esa llanura que crecía a espaldas de las chicas.
Este ensayo Barthes lo escribió en
1977, poco después de la muerte de su madre. Precisamente, uno de los pasajes
que me conmovieron y que me permiten relacionarlo con la operación que hice yo,
a mi vez, con la fotografía de mi madre, es el pasaje en el que describe una
antigua fotografía de su madre a los 5 años en un invernadero. Curiosamente no
la muestra, dado que, nos dice, esa fotografía solo existe para él. En esa foto de su madre de 5 años encuentra la
esencia de la mujer mayor que él conoció. Y nos dice que la fotografía repite
mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente” (Barthes,
1989, 31).
La fotografía nos plantea la
diferencia entre ver y mirar. Hay un cuento del escritor norteamericano Paul
Auster que se titula Cuento de navidad de Auggie Wrend. La
historia que nos cuenta es la del dueño de una tabaquería de la calle Court, en
el centro de Brooklyn que a partir del robo de una cámara fotográfica
desarrolla un curioso proyecto artístico. Cada mañana durante doce años, a las
siete en punto, se paraba en la esquina de la avenida Atlantic y la calle
Clinton y sacaba una sola foto a color, siempre de la misma vista. Tenía más de
cuatro mil fotografías ordenadas en un álbum con las fechas apuntadas debajo de
cada una. Cuando Auggie le muestra su trabajo, el narrador al principio no
comprende lo que se ha propuesto. Y el dueño del estanco le dice que una cosa
es ver y otra mirar, que hay una frontera entre quienes pueden y quienes no
pueden acceder al arte. Lo que intentaba hacer con esas fotografías
aparentemente repetitivas, en las que se iba viendo la variación de las
estaciones, los cambios de luz, la ropa de verano o de invierno que lucían los
ocasionales transeúntes, era fotografiar al tiempo. Auggie estaba fotografiando el tiempo, el
tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula
esquina del mundo.
Paul Auster ilustrado por Isol
En el
ensayo al que me refería, Barthes define
las relaciones entre la fotografía y la muerte, dado que la foto fija un
instante que está fuera del tiempo, un registro atemporal y eterno. Horacio
Quiroga plantea algo de eso en su cuento La
cámara oscura, incluido en el libro Los desterrados de 1926.
A Quiroga la imagen
técnica le había interesado e inspirado muchos de sus cuentos. Era un
aficionado a la fotografía y, más tarde al cinematógrafo, fue uno de los
primeros críticos de cine, un arte que por esa época no se lo tomaba muy en
serio. Es más, conoce Misiones en 1903
porque el poeta Leopoldo Lugones lo invita a una expedición financiada por el Ministerio de
Educación, en la que planeaba investigar unas ruinas de las misiones jesuíticas en calidad de
fotógrafo.
Todos sabemos lo que ocurrió después, Quiroga llegó a Misiones como un ocioso dandy y, una vez asentado en Misiones, experimentó una suerte de mimetismo con el paisaje que hizo que abandonara su atuendo y que tomara el aspecto de un habitante del lugar.
En La
cámara oscura se narra la muerte de el juez de Paz, Malaquías Sotelo y
del pedido de la esposa del difunto al narrador para que tome una fotografía de
su marido, un último recuerdo.
En
su ensayo, Barthes establece que en la fotografía existen tres intenciones:
hacer, experimentar y mirar. Y además, describe tres agentes que se encargarán
de efectivizar tales propósitos: el operator
que se encarga de tomar la fotografía (fotógrafo); el spectator es aquel que observa las imágenes en los periódicos,
libros, álbumes, colecciones de fotos (espectadores); y el spectrum, que “es el blanco, el referente, una especie de pequeño
simulacro” (Barthes 2005: 35), es decir, aquello que es fotografiado.
Mansilla
era todo menos un hombre que quería pasara desapercibido. Se retrató
incontables veces y, si miramos esas imágenes atentamente nos damos cuenta de todo
lo que ellas nos cuentan. En primer lugar nos habla de los lugares por los que
viajó. Se fotografía a bordo del barco que lo llevaba a Europa, en estudios de
Berlín, de París, de Buenos Aires. Se retrató con distintos ropajes, algunos
aparatosos porque, si algo quedaba claro era que Mansilla siempre quería
concitar la atención de sus contemporáneos: con traje militar, como escritor
sentado en su mesa de trabajo, con una enorme capa con su batallón en la línea
de frontera (en 1870) que lo acompañaron a su famosa excursión con los
ranqueles, con pieles, sombreros, siempre en posición de quien se sabe bello,
extravagante.
Y por eso, señala que no lo atraían las fotos en las que el elemento insólito se muestra por obra de la composición, del artificio. Si lo insólito sorprende, también él tiene que ser sorprendido por quien lo fija en una instantánea. La regla del juego es la espontaneidad. Lo insólito no se inventa, a lo sumo se lo favorece, y en ese plano la fotografía no se diferencia en nada de la literatura y del amor, zonas de elección de lo excepcional y lo privilegiado
Escribe:
“Por eso, quizá, sigo entrando en
cualquier foto como si fuera a darme una respuesta o una clave fuera del
tiempo; ese novio sonriente al pie del altar, ¿no será ya el asesino futuro de
la mujer que lo contempla enamorada? De alguna manera, la exploración de
cualquier fotografía es infinita puesto que admite, como todas las cosas,
múltiples lecturas, y lo insólito se sitúa casi siempre en la más prosaica y la
más inocente.”
Y
finalmente se pregunta “Después de todo, ¿quién puede estar seguro de la
fidelidad de las imágenes sobre el papel?”
Hay dos cuentos en los que la fotografía se sitúa en el
centro de la ficción: Las babas del diablo e Infierno
en Solentiname.
Julio
Cortázar en Solentiname
Hay otro cuento que Cortázar escribe
en 1976. Se trata de Apocalipsis
de Solentiname (Alguien que anda por ahí).
Un narrador en primera persona, alter
ego del autor que viaja a Nicaragua a visitar al poeta Ernesto Cardenal. Ambos
viajan a la isla de Solentiname, una pequeña comunidad insular. Allí se
encuentra con unas pinturas inocentes en un rincón, que lo impresionan por su belleza. Son pinturas
de y s campesinos de la zona, que
describen la esencia del lugar: Al día siguiente, decide tomar fotos a los cuadros. De regreso en París,
cuando revela y proyecta las diapositivas en lugar de los dibujos rústicos y
naif, se encuentra ante la visión de terribles escenas de tortura y masacre
ocurridas en territorio latinoamericano. En un momento anterior de la historia,
el narrador teoriza sobre los aspectos mágicos de la fotografía, especialmente
de las Polaroids. “A todos les parecía muy
normal eso porque desde luego estaban habituados a servirse de esa cámara pero
yo no, a mí ver salir de la nada, del cuadradito celeste de la nada esas caras
y esas sonrisas de despedida me llenaba de asombro y se los dije, me acuerdo de
haberle preguntado a Óscar qué pasaría si alguna vez después de una foto de
familia el papelito celeste de la nada empezara a llenarse con Napoleón a
caballo, y la carcajada de don José Coronel que todo lo escuchaba como siempre,
el yip, vámonos ya para el lago.”
Volviendo al cuento, el elemento fantástico aparece durante
la proyección europea, el narrador ha fotografiado cuadros naif de escenas
campesinas en Solentiname sin saber lo que sucederá con las imágenes.
Reveladas, estas tienen la capacidad de transformarse antes los ojos del
fotógrafo.
En estos dos cuentos, Las babas del
diablo y Apocalipsis en Solentiname, la cuestión de la fotografía le permite a
Julio Cortázar pensar la literatura. Tanto el texto como la imagen fotográfica
no pueden intervenir en la realidad, no pueden modificar nada, pero tienen un
carácter testimonial. Recordemos que el problema de la “literatura
comprometida” era una preocupación para el autor y su generación apoyando a la
revolución cubana y la nicaragüense.
Silvina Ocampo que escribe cuentos en los que lo atroz, lo monstruoso aparecen
relacionados con los niños terribles y perversos que ella imagina. En muchos
como en Las fotografías (Las invitadas) ensaya la parodia para indagar
el uso doméstico de la fotografía estableciendo la relación entre el valor de
registro de la realidad y la construcción y escenificación que conlleva el acto
de sacar una fotografía, el ritual que ello implica.
El cuento Las
fotografías narra el cumpleaños de quince de Adriana que no puede moverse a
causa de una parálisis. El festejo se organiza en función del ritual
fotográfico. Se estudian y se preparan minuciosamente las poses y ubicaciones
de los personajes. Es verano, hace calor, los sándwich se derriten. La
agasajada tiene sed y pide agua, pero todos los asistentes están tan
compenetrados con la organización de las poses socialmente establecidas para
cada toma fotográfica que no se dan cuenta que la chica se muere sofocada por
el calor y el agotamiento.
En este cuento, el
valor de la fotografía como registro de un acontecimiento social que es la
entrada en la femineidad del personaje que cumple quince años se entrelaza con la idea literal de que la cámara detiene el
tiempo, fija un momento para siempre, porque el cuento termina con la muerte de
Adriana. La fotografía no
la inmortaliza, no documenta un momento en la vida de la protagonista, sino que
la mata.
En 1888, según lo señala Ricardo
Piglia en sus clases por la televisión pública, Emile Zola, uno de los más
conspicuos representantes del naturalismo descubre la fotografía y decide
experimentar con ella. El naturalismo, corriente literaria emparentada con el
realismo intentaba reproducir la realidad con una objetividad
documental en todos sus aspectos, tanto en los más sublimes como los más
vulgares, desagradables o sórdidos, por lo tanto no es raro que Zola se interesara por la
fotografía que podía registrar lo cotidiano de manera tan veraz.
Como su editor
Charpentier, Zola se entusiasmó con esa nueva forma de expresión que era la
fotografía, compraron cámaras, revelaron ellos mismos los negativos,
experimentaron con nuevas papeles. Cuando Zola viajó a Inglaterra después del
sonado caso Dreyfus y escribir el “Yo acuso”, aprovechó su estadía en Londres
para fotografiar la vida cotidiana: las calles, las mansiones y los paisajes.
Amigo de los pintores
Cezanne, Monet, Renoir, muchas de las fotografías de Zolá recuerdan sus
pinturas. Trabaja, como los impresionistas sobre series, el mismo paisaje en
distintas estaciones del año, con sol con lluvia, con nieve.
Pero también retrata amigos y familia,
sobre todo de su familia oculta, Jeanette y sus hijos, así como escenas de la
vida cotidiana.
A la Exposición Universal de París de
1900, Emile Zola no va con un cuaderno de notas, sino con su cámara fotográfica.Experimenta
y registra una visión de 360 grados de la exposición como en las modernas
panorámicas utilizando el tren que recorría el recinto. Según sus críticos la
fotografía no influyó en su obra literaria puesto que concebía la fotografía
como una actividad independiente de la literatura.
¿Qué miramos cuando miramos una
fotografía? María Teresa Andruetto parece resolverlo en este poema que titula
“Kodak”:
Yo miraba,
tras la lente de una Kodak
con la que él sacó fotos de la guerra,
antes que la muerte disolviera
sus pupilas y delegara en mis ojos
el dolor de mirarme devastada
por la ausencia.
¿Cuántas historias contiene una foto y
hasta dónde llegan esas imágenes tomadas una mañana cualquiera, de un otoño
lejano? Chicas que escuchaban
radioteatros nació de aquella foto y se convirtió en dibujos y un poema. Me
gustó pensar en dos dispositivos tecnológicos que hacían de esas chicas que
trabajaban a destajo en el campo una vida más llevadera. Una la fotografía,
gracias a ellas algunos de esos instantes de su vidas quedaron fijos para
siempre. La otra es la radio que tenía una presencia importantísima en sus
vidas, que les traía noticias de un mundo anhelado y distante.
(Chicas que escuchaban radioteatros,
textos y dibujos de María Cristina Alonso. Buenos Aires, Editorial Niña Pez, 2022)
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