Por Adrián Ferrero
Tengo un sol
guardado en mi valija. Lo traje de un viaje que hice a Brasil con mi hermano,
hace algunos meses. No le pedí permiso al sol para traerlo. Les cuento cómo fue
la historia. Mi hermano Gervasio, que es mi hermano mayor, nació cuando yo
todavía no había dado un soplo. No existía mi hálito. Yo no era cuando Gervasio
nació en un hospital de Córdoba. Mamá tenía una panza enorme (eso cuentan mis
tíos). Enorme, enorme, enorme. Dicen que ahí adentro estaba Gervasio guardado,
doblado en no sé cuántos dobleces (por eso salió todo arrugado), que hacía un
poco de ruido y que le gustaba la música clásica porque cuando la ponían se
quedaba quietito. No nació de una semilla, ni de un repollo, ni de una huerta,
ni lo trajo una cigüeña de París. Gervasio lloró una palangana de lágrimas.
Tuvo mocos. Pataleó y dijo un montón de cosas y nadie le entendió nada, porque
las dijo en idioma de bebé que todavía no ha sido descifrado pero algo quiere
decir. En fin, Gervasio cumplió ocho años y en ese momento yo, que no era,
empecé a ser en la panza de mamá. Lo
raro es que ni Gervasio ni yo nos
acordamos de la panza de mamá por adentro. ¿Amarilla? ¿Blanca? ¿Roja? ¿Mullida
como un acolchado? ¡Qué sé yo! La verdad es que el color de los recuerdos va
cambiando y lo que a uno le parecía blanco ahora es rojo, y lo que era rojo
ahora es morado.
La cosa es que
nos fuimos con mi hermano Gervasio a una playa de Brasil. Más precisamente a
Río de Janeiro. Los astrónomos dicen que existe un solo sol. Para mí que hay
muchos. Porque el sol de Brasil es mucho más fuerte y picante que el de mi
patio. Más amarillo, más caliente, más luminoso y rojo a la hora del atardecer.
Parece que hirviera en el cuerpo. Entonces, después de haber paseado como
locos, de haber comido dos calamares, un pulpo, un plato lleno de cornalitos,
cinco choclos calientes con manteca con la mano de esos que venden en la playa,
muchos helados de limón al agua, de haberme tomado un montón de jugos de
naranja y licuados de banana, Gervasio me preguntó:
-¿Qué querés que llevemos de recuerdo para casa? ¿qué
querés guardar en tu dormitorio?
Yo lo miré como si me hubiera dicho una adivinanza o un
insulto, de tan duro que me quedé. Como estatua o como piedra de cordillera.
Pensé, pensé, pensé. Una planta era muy grande. ¿Me dejarían subirla a un
avión? Comida ni loco porque me gusta más la de Argentina. Caracoles no porque
dan feo olor en la ducha y siempre se terminan perdiendo. Entonces, en ese momento, se nubló de golpe, se puso todo el
cielo oscuro, como cuando uno apaga una lámpara. Y le dije a Gervasio:
-Yo quiero llevarme el sol. Bah, no todo el sol, eso es
muy egoísta. Me llevo unos rayitos en la valija. Porque el sol de Brasil me
hace cosas que el de Argentina no. Por ejemplo: quema, pincha, salpica, muerde,
raspa, irradia chispas, es caliente como un fuego de asado de esos que hace
papá o comemos en las parrillas de la ruta ¿Te acordás?.
Gervasio me
miró con cara de planta, lo que por otra parte era muy natural llamándose de
ese modo.
-Sí, me llevo el sol en la mochila. La pongo un rato en la
playa, la abro, suspiro y el sol entra, contento porque va a subir conmigo al
avión, va a ir a la escuela, va a comer un desayuno amarillo de medialunas y
rojo de mermelada de ciruelas o de frutos del bosque y color blanco de manteca.
Gervasio dijo
sí, sí, y siguió poniéndose una crema
anaranjada en la rodilla. Mientras Gervasio se me reía con cara de jazmín del
país, yo miré al sol. Le hice una seña y
le silbé una nana. El sol, que no es zonzo como mi hermano Gervasio, y que
tampoco se pone cremas anaranjadas en el codo, entró sin chistar en la mochila.
Estaba amaestrado. Mi hermano bufó porque se acababa de nublar. Yo no dije ni
mu. Total, él no me creía nada.
El viaje en
avión fue un poco ajetreado. Todos me
pedían que apagara la luz de mi asiento. Pero ¿cómo apagar un sol, un rayito de
sol que se te metió entre la ropa y de
ahí a una media y a un zapato negro?
Llegamos a casa
de madrugada. Suerte, porque amanecía y
se suponía que a esa hora el sol se despereza y abre la boca grande como un melocotón. Le di
muchos besos a mis primas, sobre todo a Lina que es la más bonita de todas. Y,
entre nosotros, un poco me pica la panza o me hace cosquillas cuando la veo de tanto
que me gusta. Después le dije a mamá que me contara lo que había sucedido con
mis juguetes todo el tiempo que había estado ausente: si se habían peleado, si
había habido casamientos, nacimientos o si alguno se había ido a otro país o a
otro planeta (en mi familia pasan esas cosas). No había novedades. Al pato de
colores le seguía faltando un ala. Al
autito color sandía le habían pintado el paragolpes, a la pistola le habían
renovado los balines. Mamá habló y habló y habló y preguntó y preguntó y
preguntó. Yo no dije ni mu. Ya bastante
hablaba Gervasio, hablaba tantas cosas como pasto había en la plaza del
barrio.
Después de
darle un beso a mamá, otro a papá y uno
a mi prima Lina en la punta de la nariz, me fui a mi cuarto. Abrí la mochila y
una cascada de sol salió al abrir la mochila. Le dije “hola”, le dije “chau” y
me fui a dormir. El sol hablaba en brasileño y yo no le contestaba porque en mi
idioma eso no quería decir nada, ni mu, como si una vaca abriera el pico. Claro
que los que abren el pico son los pájaros. En fin, me fui a dormir y el sol
creo que me deseó buenas noches en un idioma raro, en un idioma de luz.
Al día
siguiente el sol había calentado toda la pieza, había iluminado todas mis
ventanas y me permitía ver hasta los rincones más escondidos de la habitación.
Pude ver hasta unas telarañas que ese bicho con patas largas y ojitos
amenazantes había estado hilando todo el verano. El solcito me decía cosas al
oído. Lo dejé salir, un poco porque hablaba mucho, otro poco porque un sol no
sirve para estar encerrado, y finalmente porque hacía tanto, pero tanto calor
que me estaba asando y todavía no era
domingo para comer choricitos bombón o morcillas vascas. No le dije nada a mi
hermano porque me iba a decir “¿Viste? Yo te dije”. Y yo no estaba dispuesto a
escuchar sus retos.
Me fui al
patio, jugué a la pelota un buen rato al solcito, claro que ya no sabía cuál
era sol argentino y cuál era el sol de allá, de donde se hablaba de otra manera
con la lengua y con la boca. En fin, yo ahora me pregunto. ¿Por qué hay soles
de tantos países? ¿Por qué no hay uno solo, el que yo miro, el que todos
miramos? La próxima vez que viaje me traigo un tiburón o una palmera. Pesarán
más pero no queman. Y yo, la verdad, es
que lo último que quiero es ser un quemo, como dicen mis compañeros en la
escuela.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario