por Adrián Ferrero
No suelo hacer apologías de escritores ni escritoras en forma individual a propósito de sus biografías. Es algo que no me parece conducente. Diera la impresión de una cierta pedagogía cuando no a chisme. Más complejo, más sabio, más inteligente, me resulta hacer crítica literaria. Es cierto que reivindico encendidamente determinadas causas o ideologías, especialmente si considero que se falta o se ha faltado a la ética en directa relación con ellas. Y especialmente si considero que esas causas son nobles. Estimo importante adoptar esa posición en un escritor de verdadera vocación y de genuina talla para volverlo completo y que me resulte respetable. Pero en esta ocasión si me lo permiten haré una excepción. Porque hablaré de una persona extraordinaria. Federico García Lorca (Fuente Vaqueros,1898-Camino de Viznar de Alcafar, Granada, 1936), fue un poeta, dramaturgo y prosista español del cual se ignora el lugar donde yacen sus restos. Y explicaré a continuación por qué digo esto. Adscrito a la generación del ‘27, fue el poeta de mayor influencia y popularidad de la literatura española del siglo XX. Como dramaturgo se le considera una de las figuras cumbre del teatro español del siglo XX, junto con Valle-Inclán y Buero Vallejo. Fue asesinado, más concretamente fusilado, por el bando sublevado un mes después del Golpe de Estado con el que tuvo lugar el inicio de la Guerra Civil Española. Y su cuerpo no se supo jamás dónde está enterrado. Lorca tenía 38 años. Convengamos que es toda una vida por delante para escribir sus obras mayores. Sin embargo, pese a ello, a su vida fugaz como un cometa, dejó un legado espléndido y, más que eso, de pionero. García Lorca, animado por una profunda conciencia social había creado su compañía de teatro itinerante, La Barraca, firmó regularmente manifiestos antifascistas y colaboró con organizaciones como Ayuda Roja Internacional. Por ello se ganó el desprecio de la Falange y el resto de la derecha. En su propia ciudad mantuvo una estrecha relación con los grupos de izquierda moderada. Si a eso sumamos su homosexualidad, que no era un secreto (recordemos, estamos en los años ’20), como podrá imaginarse el lector o la lectora de estas líneas a los personajes de la derecha civil o militar, de acentuado pudor a las buenas costumbres, de una hipócrita doble moral, de naturaleza habitualmente intolerante, conservadora, absolutista y tradicionalista, no solo no resultaba simpático sino una irritante amenaza al orden social. En lo personal, la lectura de las obras de teatro de García Lorca no me ha deparado sino momentos de una felicidad inaudita.
Me he visto envuelto afortunadamente ya desde el colegio secundario al que asistí, dependiente de la Universidad Nacional de La Plata, en esos conflictos, por lo general protagonizados por la psicología femenina pero en sus aristas más complejas y formuladas de un modo para nada misógino ni ingenuo. Sino, muy por el contrario, ubicando a la mujer en un lugar protagónico de dignidad, dotándola de una voz que no callaba sino más bien denotaba un gran poder de determinación. Así que pasen cinco años (1931), fue una obra de teatro que me marcó, me conmovió, me sigue marcando toda vez que la releo. Por motivos personales cuando la leí por primera vez la sentí cerca, me acompañó cuando estaba rodeado de adulto de gente intratable. Luego, me deslumbró su forma y sus contenidos. Recuerdo en ella el uso de la luz y del espacio. También del vestuario. Me pareció experimental, me pareció innovadora y hasta precursora. Me lo sigue pareciendo. O bien cuando vi alguna de sus puestas, causaban impacto, revolucionaban las emociones por su potencia dramática. Al punto de que llegué a preguntarme francamente de qué lugar de las entrañas alguien estaba dotado de tan poderoso magma para concebir semejante voz. Este carácter poderoso que le adjudico queda plasmado en los temperamentos, en los dilemas, en los desplazamientos escénicos, en la dimensión riquísima de los parlamentos, de los significados, en los tonos, en la musicalidad, en la variedad de las subjetividades traducidas en acentos, en los matices de la variedad de caracteres. También en Lorca hay silencios elocuentes. Luego leí Poeta en Nueva York (1940) conmovido por su nivel de consciencia social y su sensibilidad, su compromiso frente al demoledor capitalismo de EE.UU., que evidentemente experimentó con repudio además de con una inmensa desaprobación. Doy por descontado que prácticas como la del racismo, tan en boga por entonces (aun hoy lo es, seamos honestos, no hace falta sino ver una entrega de premios en EE.UU. y cómo se celebra el triunfo de una persona negra, quien hace a continuación un alegato), no habrán pasado desapercibidas ni escapado a su aguda percepción del universo social, asistiendo a ese desprecio con tristeza, rechazo y disidencia. El poemario es vehemente en tal sentido, si bien lo muestra más dolido que combativo. Se lo percibe quebrado por ese espectáculo desolador. Como María Elena Walsh en Maryland, en la casa de Juan Ramón Jiménez. Ya en ese momento, supe de su grandeza y de su talla ética. Y cuando leí el Romancero gitano (1928), en una etapa de mi vida universitaria lo suficientemente esclarecida como para ser capaz de discernir lo que era un buen poeta de uno malo (si bien no lo leí en sus aulas sino por fuera de ellas, por algo será), fui capaz de captar peculiaridades, analizar los distintos componentes de su lírica, sus figuras, su retórica, una vez más el portento de una voz nacida de esa zona recóndita pero inusitada de alguien que sobrepasa la medianía de la que suele quedar cautivo el yo lírico más frecuente de sus colegas se me volvió evidente. Pero lo más importante, me cautivó. No me condujo a analizar sus formas o sus recursos. Sino que se trataba de una obra cuyas dimensiones eran de portento. Lorca destacaba. Entraba en ebullición cuando escribía. Su literatura era un estallido. Un magma. No un grito. Ojo con esto. La sutileza de su escritura trabajaba la frase con delicadeza pese a estar inmersa en ese burbujeo, pero sin restarle por ello una gota de fuerza. El verso estaba literalmente blindado. Y una poesía con inflexiones y formas naturalmente populares, que no desmerecían sin embargo a los mejores versos de reconstrucción oral mediante la escritura literaria pero al mismo tiempo elaboración rítmica, fortaleza sonora, impulso, audacia, valentía, una vez más, con ingredientes que siempre consideré dramáticos, aún en ese género que responde a otros códigos. Lorca lograba lo imposible o se adelantaba a lo que otros harían: cruzar los géneros. Había una transposición en Lorca entre los géneros. Sobre todo entre la lírica y la dramaturgia. Eso se vuelve evidente en obras como el Romancero gitano. Recuerdo una anécdota en una clase de un profesor de la Facultad en la carrera de Letras de la Universidad Nacional de La Plata, donde me doctoré, considerado una eminencia. Indudablemente lo es o lo fue. Pero en la asignatura teatro disentimos. Cuando cierta vez hablábamos de dramaturgia, dije que me gustaba Lorca. Como esperando de mí una respuesta entiendo yo que más sutil, un autor a su juicio de culto o bien más transgresor (como Copi), más secreto incluso, me dijo: “¿De veras te gusta Lorca?”. Como decepcionado de mí. Pero también con un sugestivo tono de desprecio. Como si yo me entregara a la lectura de best sellers, de folletines, de literatura simplista o vulgar. Naturalmente que lo confirmé sin el menor asomo ni de represión ni de cobardía ni menos aún de vergüenza. Tampoco de soberbia. Se cuenta una anécdota profundamente desagradable que no reproduciré porque estuvo en boca de un franquista acerca de cómo Lorca fue asesinado, de qué modo y por qué se lo hizo en esos términos. Baste con decir que fue deleznable e ignominioso. Me provoca tal repugnancia el solo hecho de pronunciar palabras que estuvieron en boca de un franquista que procuraré olvidar semejante aberración.
La escritora argentina Reina Roffé ha escrito una novela magistral y monumental sobre Lorca: El otro amor de Federico (2009). Es ambiciosa y es lograda. Está estructurada según un contrapunto confesional y otro festivo, relativo a su vida social vinculada a compañías, puestas, entrevistas con periodistas y diálogos con colegas. Lorca es de esos escritores que honran y honrarán por siempre a nuestra profesión. Esos escritores que da gusto tenerlos de paradigmas de este oficio. De esos autores de los cuales uno tiene sus libros siempre a mano porque sabe que en algún momento, tarde o temprano, releerá una obra de teatro o leerá un poemario o quizás sus prosas. Y que uno sabe que se trata de una poética que jamás envejecerá, por detrás de la cual hubo un hombre que participó de causas nobles. Y que lo hizo de modo valiente. Mis respetos, Federico García Lorca. Y chapeau.
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