Contar una historia es, en cierta manera, iniciar un viaje. Ricardo Piglia dice que sólo hay libros que cuentan un viaje o una investigación . Escritor y lector inician, en momentos distintos, un peregrinaje hacia un mundo desconocido: el del texto. Se instaurarán dos tiempos: el tiempo del escritor en el que construye su historia, el tiempo real de la escritura que puede llevarle meses o años, y el tiempo del lector que, a través del lenguaje, visita esos mundos, restituye el sentido a esa historia, la completa, la reconstruye con sus propias vivencias.
En esa bifurcación del tiempo, la literatura quizá plantee su máxima ambigüedad, su absoluta falta de límites, su desborde de fronteras. Es en ese territorio, en ese espacio impreciso, donde ocurre la verdadera aventura, el instante en el que la historia atrapa y es atrapada por el lector. En estas cuestiones pienso al querer definir la relación que se ha establecido entre la novela de aventuras y el público juvenil que ha sido no siempre su destinatario inmediato pero si, su consumidor más persistente.
La aventura y el viaje están en los comienzos de todos los relatos: los encontramos en la Odisea, en el Quijote, en Robinson Crusoe, en los Viajes de Gúlliver. La mayoría de estas historias responden al género novela, un género que se ha vuelto indestructible a lo largo del tiempo hasta tal punto que, cuando se habla de literatura juvenil -la que abarcaría esa franja etaria que va de los 12 a los 18 años- se piensa, inevitablemente, en la narrativa y, sobre todo, en la novela.
Porque las novelas de aventuras son la esencia misma de la ficción. La aventura, como dice Juan Sasturain en su estudio sobre El Eternauta, está asociada prejuciosamente al pecado de evasión y al entretenimiento. Como si escribir o leer aventuras estuviera automáticamente descalificado. Sin embargo, la aventura no es un género sino un componente estructural en todo relato, de este modo aventura se asimila a peripecia, a lo que sucede, a la acción.
¿Pero qué es la aventura? La a-ventura sería lo contrario de la ventura, lo que se contrapone a la rutina, a lo cotidiano. La aventura es el lugar del héroe, lo que le permite desafiar el riesgo y enfrentar al peligro. Por lo tanto, no es extraño que estas historias sean las que más ha consumido el público juvenil, e incluso que se apropiara de ellas aun cuando inicialmente no le estaban destinadas.
Cuando el niño se transforma en adolescente, se va alejando de la fantasía, va abandonando la pasividad imaginativa e intenta introducirse en el mundo real de una manera más activa. Las novelas de aventuras aportan esa cuota de adrenalina que parece ser tan necesaria en la adolescencia, época en la que se tiende a una identificación con el protagonista. En el espejo de estos textos, los héroes tropiezan con todo tipo de dificultades, tienen que vencer al monstruo, al dragón, escapar del infierno, llegar a brazada limpia a la orilla después del naufragio, pelear contra un ejército entero o contra los molinos de vientos, soportar inconmovibles el canto de las sirenas o escapar de la celda más oscura del castillo y –además- conquistar a la muchacha o llegar victorioso a la patria.
El joven que lee llega a la última página con el héroe hecho hilachas pero victorioso. La vida no se resuelve como en la literatura, no es fácil ser un héroe en la vida real y -acaso lo hayan sospechado los jóvenes lectores de todas las épocas- la felicidad en las páginas de los libros tampoco es demasiado duradera. ¿No envejecerá Ulises y se convertirá en una carga para Penélope y el pobre Telémaco que tanto lo anduvo buscando? ¿En qué clase de hombre se transformó Jim Hawkins después de volver de la isla del tesoro cuando supo que la aventura también tenía su costado amargo y decepcionante?
Si hay una etapa en que es necesario pasearse por el mundo de la imaginación a bordo de cualquier cosa es, precisamente, en la juventud. Y esos viajes nunca se olvidan. Dice Ema Wolf en un artículo dedicado a la literatura de aventuras:”A los libros de aventura les debo mi condición de lectora. (...) Si alguien me hubiera dicho entonces que eran libros de evasión, no lo habría entendido. Eran libros de conocimiento. Manuales para asomarse por primera vez al mundo(...) El amor, la fraternidad, el coraje, la lealtad sin límites estaban allí, intactos (...) En los libros de aventuras estaban también las palabras más hermosas. El repertorio de la marinería, del desierto, del tocador de las damas francesas, de la jungla, de los ladrones de caminos. Nadie había expurgado esas páginas de palabras difíciles. Estaban todas al alcance de la mano, como pequeñas cajas cerradas, secretas, valiosas. No necesitábamos diccionarios: las atrapábamos en su propia guarida."
Pero volvamos a la primera idea, la de que toda aventura también es un viaje. Fernando Savater, en su libro La infancia recobrada, define el género de esta manera: “El ochenta por ciento de las aventuras reviste explícita o implícitamente un viaje, desglosable siempre con suma facilidad en pasos hacia la iniciación. El esquema es obvio: el adolescente, todavía en el ámbito placentario de lo natural, recibe la llamada de la aventura, en forma de mapa, de enigma, relato fabuloso, objeto mágico..., acompañado por un iniciador, figura de energía demoníaca a quien juntamente teme y venera, emprende un trayecto rico en peripecias, dificultades y tentaciones, debe superar sucesivamente pruebas y, finalmente, vencer a un monstruo o, más generalmente, a la Muerte misma; al cabo renace a una nueva vida, ya no natural, sino artificial, madura y de un rango delicadamente invulnerable.
El viaje es siempre visto como algo significativo desde la sabiduría épica: para el narrador nunca se peregrina en vano. No se vuelve igual de la isla del tesoro, ni desde el centro de la tierra, ni de los mundos desconocidos. El viaje siempre es una iniciación en un saber que antes no se tenía. Se pone a prueba la audacia, se experimenta el riesgo, el vértigo. El regreso implica traer una mochila más pesada, se ha conocido el dolor, pero también se experimenta el triunfo, que no es otra cosa que el crecimiento.
De esta manera, desde los textos ficcionales más antiguos que se conocen, contar es siempre contar un viaje, es narrar la experiencia del viaje en busca de historias. Con el paso del tiempo, la literatura fue complejizando esta concepción, pero la misma persiste como una matriz. Viajes que, a veces, sólo se hacen con la imaginación. La literatura está llena de viajeros, porque el viajero, a lo largo del camino, encuentra una verdad y también se adueña de una nueva mirada sobre el mundo.
Aunque desde la Grecia clásica pueden encontrarse interesantes antecedentes de la literatura juvenil de aventuras (textos literarios dirigidos al cultivo del intelecto y la sensibilidad), sólo desde finales del siglo XIX, cuando comienza a hablarse de la adolescencia como una etapa con peculiaridades psicológicas, hay ejemplos claros de obras dirigidas específicamente a este público: Así, no sólo Defoe o Swift, también Wells, Chesterton, Stevenson, Twain, Burnett, Alcott, Burroughs, Doyle y muchos otros han constituido durante años el patrimonio literario del adolescente.
En estos clásicos juveniles, podemos encontrar ciertos rasgos comunes que los han convertido en lectura predilecta de varias generaciones de adolescentes: Es cierto que muchos de estos autores no escribieron para niños pero sus obras fueron apropiadas por ellos porque tenían algunas de las claves que les interesaban. Entre ellas, el viaje iniciático. La isla del tesoro, de Stevenson, o las novelas de Julio Verne no son sino viajes iniciáticos.
Sin embargo, uno de los primeros antecedentes en el que la aventura y el viaje se unen en un libro destinado a los jóvenes data del siglo XVII. En 1689, Fenelon se convierte en preceptor de los tres hijos del Delfín, y sobre todo del más difícil de los tres que parece haber sido el Duque de Borgoña. En pos de narraciones que puedan interesarle a su joven alumno encuentra un tema: el viaje de Telémaco en busca de su padre, y así escribe Las aventuras de Telémaco, libro en el que compendia todo su saber geográfico, económico y moral. Allí ya están los condimentos de la aventura: un naufragio, el de Telémaco que arriba a la isla de Calipso en compañía de Minerva, que se presenta disfrazada bajo el aspecto de un anciano, Mentor. Y, mientras Calipso reconoce en Telémaco al hijo de Ulises, de quien ha quedado enamorada, se dispone a escuchar el relato del joven sobre su viaje a Pilas y a Lacedemonia. Un tiempo instalado en otro tiempo, el relato del naufragio y el tiempo de la historia que cuenta Telémaco. De esta manera comienza el rapto del lector hacia esos mundos donde suceden las peripecias.
Otros náufragos famosos harán el deleite del público juvenil.En 1719 aparece el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, y en 1726, Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, dos obras que entran a formar parte de la literatura subterránea de los niños, fascinados por esos textos que, más allá de sus complejas ideas sobre la condición del hombre, hacen de Robinson y Gulliver dos héroes insuperables, dos héroes enfrentados con la aventura absoluta. Por lo demás, proliferaron versiones y adaptaciones, traducciones de traducciones, no siempre felices.
Con Robinson, Defoe utilizó la ficción para profetizar sobre los procesos económicos y sociales del momento histórico. Es más, Robinson Crusoe ha sido considerado el perfecto símbolo del hombre económico, resultado de la sociedad moderna, llegando a verse incluso como el prototipo del joven precapitalista inglés, cuyo pecado radica en no estar nunca conforme con lo que tiene y siempre querer más. Sin embargo, el lector juvenil leyó en él las virtudes del héroe que atraviesa pruebas en la soledad y casi al borde de la locura, capaz de volver a su patria invicto y acompañado por el fiel Viernes.
Con Gulliver, Swift quiso amargarnos la vida. Con su duro sarcasmo, el escritor irlandés flagela a la humanidad mostrando la soberbia y la ambición sin límites de sus congéneres. Pero también Gulliver, además de decirnos que somos espantosos, atraviesa mundos fantásticos, seres pequeñísimos y gigantes, y se queda con los caballos, seres pensantes y racionales.
Los viajes de Gulliver, sombría novela que, si bien fue objeto de apropiación por el público juvenil, es mucho más que un relato de aventuras, es una reflexión desgarradora sobre la condición humana. Para Gulliver, después de su largo viaje lleno de experiencias extraordinarias, visitando reinos y civilizaciones exóticas, acaso más justas que las europeas, el retorno parece imposible. Pero vuelve porque, dice el navegante: “¿quién no se siente arrastrado por sus fobias y por su parcialidad hacia el lugar en el que se ha nacido?”
Toda la literatura de aventuras girará en torno a los tópicos que estos dos geniales autores imprimieron a sus héroes: la soledad, los obstáculos por vencer, los mundos desconocidos, la confrontación con la naturaleza.
Estas dos obras tienen en común el tema del viaje extraordinario, como también estaba en el Telémaco de Fenelon. En el siglo XIX será Julio Verne el que retomará el tema de los mundos desconocidos que, al decir de Michel Butor permiten alimentar, de la manera más concreta posible en el niño, la representación de un mundo exterior a los padres, de un mundo desconocido para estos.”
Es que las novelas, y mucho más las de aventuras, nacen de la insatisfacción, de ese desacuerdo que el escritor siente con el mundo. Tal vez por eso, este género nos lleva de paseo a donde nunca podremos ir. Ese quizá sea el mayor éxito que este género ha obtenido en el público juvenil. El lector adolescente recoge el guante y sale al aire puro de la imaginación y a vivir en otro tiempo que es diferente del real. Vargas Llosa señala de esta manera el origen de la literatura: ”Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos –ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros– quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar –tramposamente– ese apetito, nacieron las ficciones". Pero, sin embargo, esto no significa –agrega el escritor– que la novela sea sinónimo de irrealidad: "No se escriben novelas para contar la vida sino para transformarla."
De esta manera, el novelista es el mediador entre el deseo de aventura del lector y su concreción en las peripecias del héroe. El novelista es el que imprime en la mente del lector esas escenas que quedarán para siempre en el imaginario colectivo. Stevenson, que escribió una novela de viajes y piratas memorable, La isla del Tesoro, pensó en la forma con que él construía su mundo ficcional: ”Los hilos de un relato se entrelazan cada tanto y forman un diseño en la trama; los personajes adoptan cada tanto una actitud, los unos ante los otros o ante la naturaleza, que graba el relato en la memoria como una ilustración. Crusoe retrocediendo ante la huella de un pie, Aquiles gritando contra los troyanos, Ulises doblando el enorme arco, cada uno de ellos es un momento culminante de la leyenda, y cada uno quedó impreso en el ojo de la mente para siempre. Podemos olvidarnos de otras cosas; olvidaremos las palabras, por bellas que sean; olvidaremos el comentario del autor, aunque haya sido ingenioso y exacto, pero estas escenas memorables, que ponen la marca definitiva de la verdad en un relato y colman, de una vez, nuestra capacidad de goce simpático, las adoptamos de tal modo en el seno de nuestra mente que ya nada podrá borrar o debilitar esa impresión. Es esta, pues, la función plástica de la literatura: dar cuerpo a un personaje, pensamiento o emoción en algún acto o actitud que impresione de manera notable al ojo de la mente “
Si de aventuras se trata, a veces vida y escritura se juntan. Chesterton señala en un ensayo dedicado a Stevenson que, si bien fueron los jóvenes los que se solazaron con las aventuras narradas en La isla del tesoro, el que más las disfrutó fue el escritor escocés, cuando hizo su propio viaje a los mares del Sur, ya no metafórica sino físicamente, y encontró en Samoa su isla soñada.
En la Argentina, durante el siglo XX, las historias de aventuras dejaron de situarse en la Malasia, Singapur o África negra para suceder a la vuelta de la esquina, cerca de la propia casa, en un espacio conocido. Esta es la operación que hace Oesterheld en su historieta El Eternauta, publicada en la revista Hora Cero en 1957, con el guión de Héctor Germán Oesterhedl y dibujos de Solano López. En ella se cuenta también un viaje y su personaje es un viajero que viene del siglo XXV, Juan Salvo. Ha visto mucho –demasiado- y sólo tiene una meta: reencontrarse con su mujer y su hija. Entonces se corporiza frente al guionista y narra. Narra el espanto, narra la invasión de los “Ellos”, esos seres de otro planeta que nunca aparecen dibujados, porque el mal -en esta historia- parece no tener forma. Y la historia no ocurre en el Londres de Wells o en la Nueva York o Los Angeles de la Ciencia Ficción de moda en los años 50. Sucede en nuestro Buenos Aires. Comienza en una casa del barrio de Vicente López donde cuatro amigos juegan al truco. Ahí, en una noche cualquiera de un invierno de 1959, comienza la nevada mortal y también se inicia la aventura.
Oesterheld es, para muchos críticos, el mejor escritor de aventuras de la Argentina. Su idea de la aventura es completamente original, rompe con el modelo del héroe individual que sólo rescata a la muchacha o evita una catástrofe. Oesterheld concibe al héroe colectivo, un héroe que juega en grupo, que suma individualidades para responder a las peripecias. Y el enemigo ya no es un estereotipo, es una fuerza que sólo se manifiesta a través de sus esclavos que son seres oprimidos y que no persiguen un objetivo en sí mismo.
También es bueno apuntar que las aventuras en los guiones de este autor siempre terminan mal, se trastruecan los conceptos de victoria y derrota porque lo que se plantean son las contradicciones existenciales.
Esta historieta fue clave para los jóvenes que la leyeron en la década del 50, pero sigue vigente para los lectores del siglo XXI porque es de esas historias que se iluminan para atrás -como señala Juan Sasturain -. Oesterheld cuenta, veinte años antes, en clave de ciencia ficción, una asombrosa historia que anticipa el país cercado por el horror de la dictadura militar de los años setenta, cuando ya su autor, Héctor Germán Oesterheld, era un desaparecido más.
El tema de la invasión, tan transitado en la literatura de anticipación, ofrece aquí otras lecciones. Los héroes de Oesterheld no son seres superiores, sino argentinos normales, gente común que se enfrenta con un enemigo que casi es innombrable, se enfrenta con el mal. El mundo parece estar en equilibrio. La gente va a su trabajo, al cine, realiza sus tareas cotidianas. Pero, de pronto, algo que viene desde el exterior pone en peligro la paz del planeta. Es la invasión, la amenaza extraterrestre, es la confirmación de que no hay armonía que dure, de que el enemigo siempre está al acecho y los hombres, siempre indefensos, en este mundo insignificante perdido en el universo.
Así se contó, desde los primeros tiempos de la ciencia-ficción, la amenaza absoluta, la fragilidad de la tierra frente al otro, al desconocido que viene, casi siempre, para destruir y someter. H. G.Wells narró esta situación límite en un libro que aún hoy se lee con inquietud, La guerra de los mundos. Una invasión a Inglaterra por los marcianos, con derrota final de los invasores incluida.
Desde entonces, las novelas, el cine y la historieta se empeñaron en reeditar una y otra vez esa situación espeluznante. En muy pocos casos, los invasores venían en son de paz, con fines altruistas. Oesterheld, en El Eternauta, la contó otra vez, pero en su ficción no hay una fe ciega en la capacidad del ser humano para salir airoso de las asechanzas del espacio. La historia termina mal, pero rescata -como no lo hacían las historietas en boga- la solidaridad de los héroes anónimos que aúnan sus esfuerzos para sobrevivir.
Es que Héctor Germán Oesterheld tiene confianza en el héroe colectivo. Él decía que siempre le había fascinado leer Robinson Crusoe, novela escrita por Daniel Defoe en el siglo XVIII, y que El Eternauta era su versión de ese relato. Pero en El Eternauta, el héroe verdadero es el héroe colectivo, el hombre “en grupo”. Aquí está el nudo de lo que debemos destacar en este libro. La idea que puede trasladarse al mundo de hoy. Un mundo en el que ya no son los extraterrestres la amenaza, sino la miseria, la desigualdad, la corrupción, la violencia, que parecen haber trastocado todas las relaciones sociales.
Al comienzo decíamos que contar es iniciar un viaje, y en esta historia, la condición de viajero del tiempo de su protagonista es el mecanismo que posibilita el relato. Juan Salvo, convertido en un viajero infinito, cuenta al guionista una historia que aún no sucedió.
En definitiva, el relato empuja a la aventura, se viaja para contar. Después vendrá el otro viaje, el del lector. Porque, como dice Bioy Casares, "La impaciencia es un mal que aqueja a los viajeros. Si uno anda, quiere llegar, y si ha llegado, muy poco después quiere partir. ¿Dónde está, pues, el placer del viaje? Como el de tantas cosas, en la mente, en el recuerdo".
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