por Adrián Ferrero
a mi hermano Diego, con quien tan luego
las palabras son innecesarias
El tapón de la botella hizo ¡plop! y una
cascada de brillo como una brizna marina afloró. La casa después volvió al
silencio que había precedido a esa ceremonia. Acercó el pico de la botella a la
copa y derramó su contenido. El burbujeo le recordó cuando hervía ciertas
comidas. Esta vez fue hasta el borde adonde llegó el chispazo como marmita
helada de una bebida que él, no obstante, repudiaba porque, como es sabido, suele
ser bebida de la alta burguesía, esa vida de gente con pretensiones de nobleza,
lo más distante de la autencidad que él consideraba por principio un hombre
debía ser. Se trata de esas personas que suele a escalar posiciones
empresariales o bien profesionales en general que les permiten comenzar a
codearse con ciertos círculos, esos sí, de apellidos tradicionales, que por lo
general están escasos de recursos. En ocasiones sin escrúpulos, están atentos a
“los contactos”. Pero en este caso puntual, Diego había recibido un regalo de un
amigo del alma, más bien pobretón, que le había traído bajo el rayo del sol no
una botella sino una caja. Y, él sí, un
hombre de principios. Un laburante que le debía varios favores. Un amigo que
había muerto hacía unos meses por la pandemia. Pensó, luego de desinfectar la
caja, que una buena forma de honrarlo sería tomar una copa de ese champagne
bien habido. Su mujer también había muerto por el COVID-19 hacía seis años,
pero sin embargo su pérdida lo hizo sentir que debía mantenerse fuerte por sus
nietos y sus hijos. No tomar esa copa hubiera sido casi como un pequeño acto de
desprecio. Así fue como un sentimiento de bienestar al evocarlo neutralizó todo
rechazo y la bebida corrió por su garganta mientras brindaba tácitamente evocándolo,
recordando algunas cenas o asados de fin de semana con los amigos. Fue así como
ahuyentó todo fantasma.
De modo que había logrado mantenerse lo
suficientemente entero, alejado de la consternación pensando en las nuevas
generaciones. Hubo llamados, claro, y habría otros más tarde pasada la
medianoche. Él tomaría la iniciativa. Sabía que los nietos suelen estar en
otras cosas más edificantes y los adultos se olvidan del mundo cuando están
cortando el pan dulce o entrechocando copas. Los suelen dejar en un misterioso cono de sombra, particularmente si ellos son personas discretas que para no
molestar no frecuentan a sus hijos. Saben que interrumpen sus vidas, los
ocupan, los preocupan, son una carga para ellos, ven sus achaques y tal vez esa
sea la razón por la cual los mantengan
lejos de su mirada. Los recuerdan fuertes, nadando en la pileta o jugando al
fútbol.
Por estos meses Diego se había consagrado fundamentalmente
a su trabajo pero en su casa. Estaba jubilado de la Universidad. Era escultor y
había estudiado primero en la Universidad Nacional de La Plata. Luego en
Londres, en la Universidad de Oxford. Una beca de prestigio que había ganado
por concurso contra dos aspirantes que habían quedado de la UBA. Esto era un
indicador de que su Universidad también era de excelencia y él un hombre de
talento (si bien no pensó esto con soberbia, sino más bien como con el orgullo
que sentía su familia). Evocó las largas caminatas por el campus y las
bibliotecas eternas. También un viaje a Dublín, en donde había visitado la
Biblioteca del Trinity College. Fascinado, se pasó el día contemplando ese
monumento en el que había ediciones príncipe del Ulises o incluso de manuscritos de Oscar Wilde.
Diego había nacido en La Plata, en una
familia de clase media ilustrada, por supuesto ávida de que él y sus hermanos (dos
y dos) se cultivaran. Motivo por el cual había asistido a academias de idiomas,
clases de piano y de armonía, clases de canto, coros. Además de, como es
natural, a un taller de artes plásticas. Había ido a lo de Irene Humble, una docente
especializada integralmente en varias artes plásticas en la misma Universidad
Nacional de La Plata, con la que había estudiado distintas técnicas. Era una
mujer de temperamento, pero directa, nada agresiva, discreta, posgraduada en NY
en Columbia University.
En ese taller había aprendido primero a dibujar
con carbonilla. Largos caballos salvajes debajo de nubes tormentosas junto al
mar de Mármara (él titulaba de ese modo su obrqa singular). Tropillas que
cruzaban la costa de un océano encrespado. Ese era su paisaje favorito. Irene
ni siquiera debía darle una consigna. Simplemente se acercaba y le susurraba al
oído: “Carbonilla”. Y él apasionadamente ponía manos a la obra. De ahí había
pasado a las acuarelas. Dibujos simples, es cierto. Para él insulsos paisajes
que no se le habían resistido pero que sí le habían resultado lemtamente estimulantes.
Eso lo había llevado a realizar un cierto recorrido por museos de Buenos Aires,
a mirar en detalles libros de arte con reproducciones de algunos franceses del
siglo XIX, elegir a Vermeer, detenerse en René Magritte, también en Leonora
Carrington y Remedios Varo. Hasta ya no detenerse en el destino de la Facultad
de Bellas Artes. Su camino allí fue largo. Y también fue sinuoso. Después de
haber tentado con grabado había comprendido que no estaba dotado para esa
técnica (¿o ese arte?) ni tampoco le gustaba. Probó suerte con la pintura al
óleo. Tampoco. Hasta que había cierta vez asistido a una clase de escultura. Y
se había, como quien dice, enamorado definitivamente de ella. Un arte difícil, eso
es cierto. Pero todo en su vida le había costado mucho. No le gustaba hacer
cosas que le resultaran fáciles. Él era hombre de retos. Esto vale por decir
que era exigente para definir objetivos y cómo lograrlos. Le gustaba probarse. “Siempre
dar un paso más allá”, se decía. Ese vértigo lo conducía a una sucesiva
experimentación creativa. Y una vez descubierto, ese camino tal personalidad lo
condujo luego de su graduación derecho a la beca a Londres con la que accedió a
una preparación de excelencia. Además de a viajes y a conocer un idioma que le
abriría las puertas a muchos universos, uno de ellos fue la literatura
riquísima. Se acercaría a los grandes escritores norteamericanos y a las
narradoras sureñas de ese país. En poesía elegía dos opuestos: Emily Dickinson
y Walt Whitman, si bien esas largas tiradas de Whitman por momentos le
resultaban tediosas.
Un sudamericano en Oxford debía ser
primero admitido no digamos como un par pero sí como alguien respetable. Pero
los ingleses sí lo respetaron. Era trabajador, tenía talento, era sobrio, no
era vulgar y era discreto. Virtudes suficientes para ser como mínimo admitido
en una sala de trabajo sin desprecio y en una reunión social tampoco discriminado.
Probablemente, eso sí, pasar la Fiestas entre latinoamericanos con algún
español.
Lo cierto es que esa noche de Año Nuevo en
que la botella había hecho ¡plop! y la vida un poco se le había derramado junto
con ese champagne desangelado pero precioso sobre la copa, sintió casi que se
desangraba. Le pareció una manera triste, exangüe de terminar su año. Un 2021
en el que había aprendido una nueva técnica pese a estar jubilado. Conocido
grandes colegas que, pese a estar retirado, iban a su casa a que les mostrara
sus piezas (había renunciado a la idea de dar clases particulares). Le habían
ofrecido asesorar vía Zoom a dos grandes museos internacionales, uno con sede
en París y el otro en Brujas. De modo que sí, hubiera sido una noche triste
terminar ese 2021 con una copa aunque fuera como una brizna de espuma de mar. La
casa estaba silenciosa. Apenas, si uno prestaba una atención obsesiva se alcanzaría
a percibir el imperceptible aroma de las burbujas en la copa. O el gorgorito de
la ducha que jamás lograba que le arreglaran bien los plomeros. Era su
maldición.
De modo que después de comer una rodaja de
pionono de huevo, jamón, queso y aceitunas y medio tomate relleno se levantó inquieto
de su silla. Algo extraño se había apoderado de él. Resulta complejo para
alguien no consagrado a la creación explicar estos estados de un cierto
desasosiego. En que se impone la necesidad de un acto en particulaor. Pero
pienso al mismo tiempo que todo el mundo alguna vez se ha enamorado. Otros han
tenido hijos o hijas. Son emociones fuertes. Parecidas a temblores internos en
que la emoción y la energía surcan el cuerpo. Un estado no diría similar, pero diría
que de inquietud que se apodera de uno y debe ser ejecutado antes de que una
idea o una intuición se evaparen. Una fuerza interior potente, que busca
encontrar su cauce, entre lo que burbujea dentro frente a lo que se supone sobrevendrá.
Algo inminente. Algo que es importante y que nada podrá detener. Resulta
inexorable si uno es un artista de verdad. Ni siquiera una borrasca. Ni
siquiera un temblor de tierra. Ni siquiera un tornado podría distraerlo de esa idea
que se apodera de un artista cuando ha concebio la gran dimensión que precede
al acto de crear. Ni siquiera un mar embravecido porque ella misma lo es.
Se abrió su garganta, cuyos anillos esa tarde
se habían apretado por unos instantes con motivo de haber sentido una angustia
extraña, mezcla de abatimiento con frustración, y sabido es que la angustia se
aloja, precisamente, en ese preciso espacio del cuerpo. Y puede llegar a apretar
como una serpiente. Real o imaginaria.
De modo que después de haber tomado de un
trago la copa (sin demasiado placer, es cierto, pero como para entonarse), de
haber comido lo necesario (lo necesario para tener energías) y de haberse
lavado las manos (para trabajar con la higiene de modo solícito, según un
ritual adquirido en Oxford, en sus primeras obras), fue a su estudio. Cosa
curiosa. Esta vez, en lugar de acudir a sus elementos más habituales, abrió una
bolsa de arcilla fresca. La había comprado hacía tres días. “Modelar algo para
aflojar la mano”, se había dicho al comprarla. La había comprado a la pasada.
Mientras se había fugado de la pandemia para hacerse de un par de instrumentos.
Fue entonces cuando comprendió que esa noche no tallaría nada. Fue entonces
cuando comprendió que esa noche pasaría algo. Algo ligeramente distinto. Modelaría.
¿Y qué modelaría? Lo ignoraba por completo. Sólo se trataba de poner manos a la
obra. Y comenzar a descubrir, muy sutilmente, muy lentamente, que proponía esa
sustancia en diálogo con la tal inquietud difusa.
En el arte pasa un poco eso. Salvo que
tenga uno muy en claro hacia dónde se dirige (lo que en ocasiones sucede), en
otras hay que sentarse e ir viendo el destino al que se quiere o debe alcanzar en
verdad según lo dicten los desplazamientos, las fuerzas que cruzaban por sus
interiores. O cuál es el más acertado según nos lo indica una cierta capacidad
que a la vez ignoramos. Ojo. También el oficio. La experiencia en el ejercicio de hacer realizado muchas obras lo
había preparado para ejecutar con sabiduría las nuevas. En este caso la
cuestión era: qué pretendía hacerle decir a la arcilla. Porque la arcilla era
como un abecedario. Y sus manos una lapicera, y la forma de la arcilla el cuento
escrito o por escribir. “Ficción”, se dijo. “Ficción”, se repitió.
Se calzó su ropa de trabajo. Puso junto a
él una jarra de agua fresca con cubos de hielo y un vaso de vidrio transparente porque no sabía cuánto le
demandaría esa obra (ni tampoco si podría terminarla) y comenzó. Hacía calor
ese diciembre que había sido intolerablemente tórrido.
Primero pensó. Luego palpó el bloque como
quien acaricia las nalgas de una mujer. Y luego se lanzó a ir buscando formas
sobre esa materia tan rica y al mismo tiempo tan elemental. Tan maleable y con
volumen a la vez. De ella habían nacido las primeras piezas de alfarería de la
Historia de la civilización. Las tablillas con los primeros signos documentados.
Muchos eran números para contabilizar animales u objetos. Posesiones. Pero
también algunas tinajas de vino. Y aún hoy, en ciertas zonas de América en
particular, personas había que las moldeaban o bien como utensilios o bien para
venderlas como artesanías a los turistas. “Color local”, se dijo. “Color
local”, se repitió horrorizado. Y también, naturalmente, él lo sabía, existía
esa especialidad en su Facultad. Especialidad que él había rechazado
tajantemente. Si bien, había conocido a artistas magníficos en esa especialidad.
Pintores que habían sido artistas de cerámica. Por supuesto escultores. Pero
él era escultor. Se había entrenado en ese arte sublime que a sus ojos era el
mejor de todos. Y el más difícil. Tal
vez porque era en el que más había buceado.
El trabajo, como dije, había dado
comienzo. Primero se insinuó una facción. Fue curioso. Porque esa facción lo
condujo a otra. Y esa a otra. Y así fue modelando un rostro. Un rostro que como
en algunos tests de psicológicos, seguramente cada quien vería lo que quisiera.
Pero se dio cuenta de que tenía en mente a alguien. Un contorno inconfundible. Tuvo
ese rostro en mente, durante toda la noche y la madrugada que duró el trabajo vertiginoso
como un cuento. También tuvo en mente un cuento. Un cuento de Clarice
Lispector.
Era un rostro familiar. Un rostro querido.
Evocado. Ahora extraviado. De tanto en tanto escuchaba hablar de ella. No era
un primer amor. Pero sí era un primer amor en un sentido muy distinto. Era ese
rostro el que lo había conducido al amor al arte al que había dedicado su vida.
Siguió y siguió trabajando, de modo febril.
Hasta que cuando los primeros rayos de la luna se confundieron con los primeros
rayos del sol, comprendió que había que había concluido la pieza. Las facciones
de la imagen modelada a una persona extraña no le dirían nada. A él, a un grupo
de condiscípulos, tal vez a sus familiares y allegados, les diría mucho. O
todo. Era el rostro de Irene Humble. Su maestra de artes plásticas de la
infancia y adolescencia. La maestra que le susurraba al oído: “Carbonilla”. “Caballos
atravesando un riacho” (no un río). La maestra que le había mostrado los
nenúfares de Monet. Las célebres “Water Lilies”. O las primeras geometrías, luces
y sombras de Giorgio de Chirico. La mestra que le había mostrado las esculturas
de Camille Claudel. Le había contado su
trágica historia pero también aleccionadora. Diego nació y murió en unos
pocos minutos. Volvió a nacer para siempre.
Y en esta suerte de noche de gloria, en la
que había regresado a la persona que le había revelado el don. Fue radical y
definitivamente feliz. El silencio de su arcilla lo rodeaba, enjuto. Los
cubitos de hielo ya no se entrechocaban. Pero de pronto los pájaros comenzaron
a cantar en una aurora como campanas que no sonaban en un campanario sino sobre
sus álamos, en el inicio de su jardín. La luz del sol entraba a raudales en su
estudio, como un manantial indetenible, permitiéndole ver el jazmín del país.
La estrella federal. La flor de ángel. El aloe vera que, medio como para un
costado, sin embargo, reinaba, invicto, conquistando su aventura de planta
eterna en virtud de su naturaleza indestructible. Sus tallos de hojas gruesas,
pinchudas, lo volvían una planta inmortal. Nadie se le acercaba. Él velaba por
esa casa, a su manera. Si hubiera tenido voz, hubiera sido la del trueno, ese
sonido que ningún otro es capaz de tapar. Y si hubiera sido una luz, hubiera
sido la del sol del mediodía. En particular en verano, en que diera la
impresión de haber crecido más aún en vigor. Salió al jardín. Se acercó al aloe
vera. Y como hacía mucho que no había ido a regar las plantar lo vio florecido.
Un extenso tallo color rojo. Con un pimpollo como fresas.
Regresó al estudio. Se hincó junto a su
creación. Cayó en la cuenta de que había empezado el 2022. Sí.
Incuestionablemente había empezado. Resultaba indefendible sostener lo
contrario con tanta luz y el sonido de tantas bandadas de aves. Pero que en
verdad había empezado algo muy distinto. Porque comprendió, sí, algo
comprendió. Algo obstinadamente irrefutable. Siempre ignoraremos qué, porque lo
guardó para sí como algo precioso. Sólo estoy en condiciones de decirles que conoció
algo cuya experiencia les suele ser sustraída a los mortales. En momentos de
singular vulnerabilidad o singular éxtasis. No puede ser traducido a palabras. Que
sin embargo todos ellos aspiran a desentrañar. Y que cuando esos pocos la conocen,
comienzan a experimentar los síntomas magníficos de haber hecho cumbre en torno
de un objetivo anhelado. O recuperan algo importante que creían extraviado (que
no es precisamente un objeto). Diego tomó dos tragos de agua helada pero
recordemos sin un hielo. Podía decirse que se sentía en paz. Había cumplido su
misión, había creado de la nada un objeto que encandila de belleza. Un objeto
que le traía el sonido de una voz. Y el de otros objetos, tangibles e
intangibles. Ese privilegio que sólo confiere, el viaje a la semilla, el
regresar de un olvido. O también recuperar la llave que conduce a un pasadizo
eterno. El que no se esperaba, pero de pronto llega, distingue un hogar luego
del pavor, alumbra las habitaciones, agita el grito de los niños como cuando
uno mueve el envase de una emulsión. O, quizás, como cuando uno planta un aloe
vera porque sabe que esa planta noble no lo traicionará. Le será fiel. Para
siempre. Porque es una planta que perdura. Estará a su lado durante largos,
largos años. Testigo del milagro, agente de la salud y la paz.
La Plata, madrugada
del 31 de diciembre de 2021
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