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domingo, 18 de octubre de 2020

“Fantasmas en el parque: la última novela de María Elena Walsh”

 


 por Adrián Ferrero

 

     Para quienes no estén familiarizados con la vida y la obra de la argentina María Elena Walsh (Bs. As., 1930-2011), circunstancia que no suele ser habitual, conviene hacer un somero repaso de algunas de sus múltiples facetas. En especial, antes de formular una lectura de Fantasmas en el parque (2008), la última novela que escribió antes de fallecer, a la que puso el punto final el 22 de noviembre de 2007. Porque en este caso no se trata exclusivamente de una escritora (lo que supone una serie de repercusiones no sólo en su imagen pública sino en la escritura misma). Hay una serie  de oficios o prácticas sociales en simultáneo que María Elena Walsh ejerció y entiendo también generan tensiones en el corazón de su poética. Intérprete, compositora, escritora de poemas para adultos y niños, musicóloga, arregladora, guionista, viajera incansable, periodista, traductora, conductora de programas de TV, con participación en films, ha ejercido todos estos trabajos (lo que aparentemente constituye una desmesura) con rigor, idoneidad  y una radical creatividad.



     No obstante, sus máximos esfuerzos estuvieron consagrados a la producción o recopilación de canciones y cuentos para niños, lo que produjo e introdujo un movimiento de renovación de tal envergadura en el seno de la cultura argentina que se recuerda como inédito. En especial teniendo en cuenta que se trataba de un público tan desatendido como subestimado. ¿qué podía esperarse de alguien consagrado a los “géneros menores”? ¿qué sumaba Walsh a esas rimas fáciles y esas moralejas edificantes, simplistas y aleccionadoras? ¿qué se podía esperar de una mujer artista de novedoso por entonces? Pues, precisamente, un incansable afán lúdico, un absurdismo cuyo nonsense provenía por ejemplo de Lewis Carroll, las nursery rhymes británicas u otras zonas de la tradición del juego verbal que ella supo traducir en una poética singular..

      El presente volumen, bastante peculiar si atendemos a alguna tipología en la cual procurar encuadrarlo, resulta complejo. En primer lugar porque por él desfilan tanto personajes de existencia constatable cuanto ficticios, episodios o anecdotarios evocados que se recuperan como una forma, acaso esforzada, de restituir significados y afectos que parecieran haberse diluido. En especial en una temporalidad en la que la enfermedad, las limitaciones físicas, la mayoría de edad y los malestares, inevitablemente nos confinan más a evocar que a generar o embarcarnos en iniciativas con proyección de futuro o que induzcan a nuevos desafíos.

     Ese movimiento retrospectivo se evidencia en el libro, donde si bien coexisten diversas y simultáneas temporalidades, es cierto que el rasgo definitorio de su poética se confina a un pasado que ya no se recuperará (pero sí en ocasiones se recompone) y que, en carácter de tal, si bien no se manifiesta bajo la forma del duelo, sí lo hace con una cierta mirada nostálgica. Esto es: hay una condición a la cual el sujeto de la enunciación deberá resignarse y ello genera un persistente aire desencantado. Pero sigue habiendo no obstante vitalidad, incluso en el modo de recordar.

     Lo cierto es que, como afirmábamos, María Elena Walsh elige dos tiempos dominantes, o varios, en todo caso. El tiempo presente, de la enunciación, donde mantiene diálogos ocasionales o deliberados, triviales o profundos, con personas de su círculo de amistades y afectos o bien con circunstanciales interlocutores que pretenden desde un autógrafo, una fotografía que rubrique el encuentro, hasta vendedores ambulantes de toda clase. Entre estos distintos matices naturalmente la invitación a reaccionar frente a ellas es muy diversa. Y no siempre de naturaleza simpática.  

     Ese parque, que como parque es un lugar público, fresco y permeable a la diversidad (como una biblioteca o una enciclopedia lo son en un sentido muy distinto), le sirve a Walsh para exhibir el deterioro de un universo ligado al eje de la exploración, del ocio, del descanso y la plenitud del contacto con la naturaleza en pleno marco urbano, que evidentemente experimenta de modo algo hostil pero que al mismo tiempo es la toponimia por excelencia del descanso. Procura entonces buscar mojones que le permitan escapar de ese encierro que también es encierro creativo. La autora insiste en la cantidad de perros y deposiciones que pueblan el césped, los vagabundos y pordioseros que mendigan monedas o comida, turistas que invasivamente aspiran a apoderarse con egoísmo de un lugar que deberían compartir y no pretender tomar por asalto, gente que tritura su salud con desperdicios. Como vemos, el espectáculo del mundo no deja de resultarle sorprendentemente ingrato y, en un punto, la irrita. Por otra parte, hay una particularidad: el parque adopta los matices de “un solárium”, como ella afirma. En efecto: hay hombres y mujeres que, por ejemplo, se asolean, untados en bronceador. Esta circunstancia mestiza el espacio y lo confunde al tiempo que lo degrada. Un parque es un lugar al que se va a pasear (sobre todo), no al que se va a exhibir el cuerpo en traje de baño. María Elena Walsh asiste a este espectáculo como si algo estuviera fuera de su sitio o fuera impertinente. Y también está la mirada del testigo que presta atención a este panorama con un cierto escándalo porque no admite el desvío a costumbres civilizadas que se transgreden. Sin poder naturalizar una situación a la que no asiente por sus modales.




      Entre ese presente del parque (al que, no obstante, se sigue asistiendo a tomar sol y hablar con amigas o amigos o conocidos sentada en un banco), se cuela la temporalidad pasada de encuentros, amores fugaces o de largo aliento, triunfos profesionales, retratos de personas famosas o célebres, en general ligadas a la república de las letras porteñas.

      Y entre relatos, diálogos, jirones de la memoria, productos de un montaje diestramente manejado, Walsh intercala fragmentos de textos literarios ajenos que “vienen a cuento”: de escritores norteamericanos, pero también de Marcel Proust o del distante Heródoto. Una “Agenda”, fragmentos de textos íntimos, citas de poemas, letras de canciones (por ejemplo de tangos), de conversaciones, entre otros.

    Topográficamente el texto se distancia o se aproxima con la presencia o ausencia de cursivas paratextuales que son indicativas de que la narración deja espacios a algún fragmento incidental, que se cuela en el largo derrotero del aliento narrativo: un sueño, una nota de diario, una anécdota o frase recuperada. Si cupiera una definición.

     Sin ser lapidaria, diría que Walsh sí juzga con severidad a figuras cuya sombra gravitaron en su vida o su carrera profesional, siendo selectiva, y planteando atributos (no siempre axiológicamente connotados de modo positivo) de varones o mujeres que intervinieron o frecuentó en alguna clase de carácter durante su vida.

     Hay una afinidad innegable con la bohemia citadina de los años cincuenta, sesenta y setenta, donde se menciona la ausencia de privilegios de cuna pero una sólida formación como autodidacta humanista y de asistencia a las Escuela Nacional de Bellas Artes.

      Feroz a la hora de asirse a un detalle que descompone a una mujer o a un varón hasta la cursilería o el ridículo, diera la sensación de que busca más la comicidad y el absurdo de ciertos protocolos que ni se envidian, ni se desean, ni se toleran en demasía. Esto es, María Elena Walsh ha aceptado sólo relativamente transigir con algunas ceremonias, especialmente solemnes. En este sentido, es fiel a una trayectoria que históricamente jamás se pudo tomar en serio las costumbres formales y los roles atributivamente obligatorios por el mero hecho de serlo. En ocasiones incluso que acontecen sin talento. En otro sentido, toda su obra puede ser leída en esa clave: como un enorme proyecto cuyo afán principal es neutralizar la solemnidad y la impostura.

      Atenta defensora de los Derechos Humanos, instalada en París en 1952 en un dúo de cantantes que integró junto a Leda Valladares, no faltaron entre sus frecuentaciones ni ámbitos (eclesiásticos, monumentales, artísticos, bohemios, sociales) ligados a lo cosmopolita y a figuras no solo argentinas. Y es que si el parque constituye una metaforización del espacio al que cualquiera puede asistir (es decir, es un ámbito público y, agregaría yo, democrático, significante de la libertad) y quedarse durante el tiempo que lo desee. Hay espacio para sentarse o deambular, también ese parque remite a todo tipo de franjas sociales, capaces de tolerar diferencias vestimentarias (esto es, semiológicamente diversas, técnicamente hablando), de admitir personas de distinto origen o linaje. Una suerte de gran cónclave según el cual las condiciones de ingreso a ese “club” son mínimas. Como si habláramos de un ritual o ceremonia colectivos. Pero simultáneamente atomizada. Y es que este rasgo profundamente inclusivo del parque, como lo fue el ágora para los helenos (o, en todo caso, para una parte de ellos), es del que, creo, se apropia Walsh para, analógicamente, desplazarlo hacia otros planos de su vida y de la de los demás.

      No obstante, los parques no son los lugares apacibles que se suele prometer. En ocasiones acontecen delitos, acosos de vendedores o admiradores, personas que abordan a quien descansa o pretende descansar de un modo intrusivo, animales que invasivamente agreden o, como dije, proceden a realizar sus ceremonias de evacuación, tienen lugar accidentes... Esto es: no siempre son del todo amables. Existen personas que llegan para cumplir ceremonias privadas o clandestinas.

      El semema de la invasión, es un tema rica y de larga tradición en la literatura  especial en la literatura argentina. Recordemos, por ejemplo, el cuento “Casa tomada” de Julio Cortázar, por citar un ejemplo, entre muchos otros. De modo que pensar la invasión a un parque como la intrusión de personas en un espacio acogedor que se piensa casi como propio, resulta perturbador para quienes lo visitan habitualmente. Y también constituye la imagen de un territorio que se poseía con dignidad y ahora es profanado.



     Los fantasmas aludidos en el título, no constituyen figuras vinculadas a supersticiones o universos fabulosos, sobrenaturales o fantásticos, como resulta evidente a poco de leer el libro. Más bien se trata de figuras que regresan en busca de atención, evocación, una reparación a un daño que les fue infligido, una añoranza. Matizados con los sueños, donde dichos fantasmas son referidos merced al registro con fecha y argumento que Walsh redacta concienzudamente para dar cuenta de sus contenidos y las reacciones que experimenta al despertar o registrar su impacto, los fantasmas podemos ser nosotros mismos de pequeños, que nos reprochamos no haber hecho o dicho tal o cual cosa. El universo onírico se torna narrativamente de un espesor consciente en un plano que iguala invención con inconsciente. Esto es, estrictamente ligado a lo que hemos dejado pendiente o acaso sin resolver, a los reproches que por lo menos imaginariamente ese coro de ausentes, de personas fallecidas, adultas, desaparecidas de nuestras vidas, emigrados llaman a respuestas o, simplemente, retornan como figuras que han sido importantes en nuestras vidas, como familiares, amigas y amigos, artistas o poetas. Hay una recurrencia en la mención de anécdotas con artistas, como Neruda, Juan Ramón Jiménez, Susan Sontag, entre muchos otros. Y aparecen citados nombres de personas que han estado ligadas a su historia, como por ejemplo Susana Rinaldi como cantante a la que van a ver un par de conocidas de la protagonista.

     Ni la Internet ni el progreso digital (por los que Walsh experimenta cierta repelencia), ni la erradicación de ciertas ceremonias pueden suplantar la destreza del contacto con objetos considerados aún vitales, inherentes a la propia identidad de quien escribe pueden ser eliminados. Precisamente, Walsh apuesta a escribir en contra del olvido. A favor de los suyos y de los que la sociedad argentina, mediante omisiones o negligencia, ha procedido a borrar o a ocultar cuando no a suprimir.

     Los rituales a los que se consagra, casi antropológicos y tribales, como reunirse en torno de un banco, el césped de un parque, una taza de café o una gaseosa, tienden incluso a verse inhibidos y disolverse en mera evaporación y es por eso que Walsh persiste en defenderlos y aferrarse a ellos. Como si algo de esas ceremonias de antaño preservara una cuota de un “tiempo sin tiempo” (como reza uno de sus poemas) en el que no todo era tiempo que corría o acaso eso sucedía a velocidades arrasadoras.

     Sin descuidar una actitud militante, puntos de vista que por momentos interrumpen el sigilo y la fluidez del relato, una mirada apocalíptica, incierta también, se abre camino entre las páginas de Fantasmas en el parque (2008). Ese rechazo no es arbitrario. Es producto de una convicción, de una experiencia y de una educación que no se está dispuesta a rescindir pero también a ser una atenta observadora de época.  

     Ni la vida privada de Walsh ni la de las personas que la rodean es exhibida (tampoco sustraída u ocultada) como ante un escaparate. Simplemente se celebran los encuentros, se lloran los desencuentros y, por fin, hacia el final, se agradece a la vida “que le ha dado tanto”. Ecos elegíacos pueden escucharse todo a lo largo de este libro. Y no sólo ello es absolutamente legítimo. Sino que es absolutamente natural que tenga lugar.

     Dicen un personaje de la novela en las últimas páginas:

“-¿Y si los muertos tuvieran ojos?

-No tienen, por eso inventamos fantasmas, para fabricar la ilusión de que seguimos viéndonos” (p.257). Con este remate queda el claro el contenido del libro, el espíritu que lo ha alentado, quizás su génesis y anhelo más puros.

     Entonces: entre lo que tuvo lugar en el pasado. Lo que tuvo y sigue teniendo lugar en los libros (porque sigue teniendo vigencia) y este tiempo histórico que pese a que puede avasallar también aún se presta a ceremonias de la tribu, María Elena Walsh se despide de la vida creativamente pujante con una obra del adiós que hace confluir todas las temporalidades y todas las prácticas a las que se consagró, en la síntesis de la escritura creativa. Más espectadora que agente de cambio en este caso (pese a que incuestionablemente la escritura no deja jamás de constituir incidencia en el orden de lo real), asiste a este mundo en el que, como sombras chinescas, tienen lugar todo tipo de sucesos. Desde los más inverosímiles hasta los más cotidianos. Su sentido común y “el buen modo” (en sus palabras), dictan las reacciones, las emociones y, sobre todo, de las cuales ese parque es a la vez metáfora y metonimia. Condensación del universo mediante recurso poético y fragmento que nombra a través de la parte, el todo. En estos términos cifraría entonces, también retóricamente, sus operaciones más complejas.



     Esta sociedad ha adoptado una fisonomía que María Elena Walsh desaprueba. Ello lo deja a las claras. Aún así, ciertas ceremonias de la complicidad todavía son posibles. Y Fantasmas en el parque se erige como una novela autobiográfica llena de ecos y resonancias, de reverberaciones y polifonías inesperadas para un oído atento e incluso para la protagonista misma. María Elena Walsh, azorada, sorprendida, escandalizada, todavía es capaz de sentir incluso aquello que no creía posible. Pero las emociones son tensas. También experimenta la perplejidad. Debe acomodarse a los tiempos que corren. Y lo logra, pero en parte a regañadientes. Como si existiera un desajuste. No obstanter, esta novela es una prueba contundente de su capacidad tanto adaptativa, creativa como persistentemente innovadora. No ha perdido un ápice de respetar el humanismo al mismo tiempo que tampoco lo ha hecho de descubrir territorios de la invención y, en este caso, también de la memoria. En ese contrapunto eficaz se juega la verdad imaginaria y memorialística de Fantasmas en el parque.

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