por Adrián Ferrero
Para quienes no estén familiarizados con
la vida y la obra de la argentina María Elena Walsh (Bs. As., 1930-2011),
circunstancia que no suele ser habitual, conviene hacer un somero repaso de
algunas de sus múltiples facetas. En especial, antes de formular una lectura de
Fantasmas en el parque (2008), la última
novela que escribió antes de fallecer, a la que puso el punto final el 22 de
noviembre de 2007. Porque en este caso no se trata exclusivamente de una
escritora (lo que supone una serie de repercusiones no sólo en su imagen
pública sino en la escritura misma). Hay una serie de oficios o prácticas sociales en simultáneo que
María Elena Walsh ejerció y entiendo también generan tensiones en el corazón de
su poética. Intérprete, compositora, escritora de poemas para adultos y niños, musicóloga,
arregladora, guionista, viajera incansable, periodista, traductora, conductora
de programas de TV, con participación en films, ha ejercido todos estos trabajos
(lo que aparentemente constituye una desmesura) con rigor, idoneidad y una radical creatividad.
No obstante, sus máximos esfuerzos
estuvieron consagrados a la producción o recopilación de canciones y cuentos
para niños, lo que produjo e introdujo un movimiento de renovación de tal
envergadura en el seno de la cultura argentina que se recuerda como inédito. En
especial teniendo en cuenta que se trataba de un público tan desatendido como
subestimado. ¿qué podía esperarse de alguien consagrado a los “géneros
menores”? ¿qué sumaba Walsh a esas rimas fáciles y esas moralejas edificantes, simplistas
y aleccionadoras? ¿qué se podía esperar de una mujer artista de novedoso por
entonces? Pues, precisamente, un incansable afán lúdico, un absurdismo cuyo nonsense provenía por ejemplo de Lewis
Carroll, las nursery rhymes británicas
u otras zonas de la tradición del juego verbal que ella supo traducir en una
poética singular..
El presente volumen, bastante peculiar si
atendemos a alguna tipología en la cual procurar encuadrarlo, resulta complejo.
En primer lugar porque por él desfilan tanto personajes de existencia
constatable cuanto ficticios, episodios o anecdotarios evocados que se
recuperan como una forma, acaso esforzada, de restituir significados y afectos
que parecieran haberse diluido. En especial en una temporalidad en la que la
enfermedad, las limitaciones físicas, la mayoría de edad y los malestares,
inevitablemente nos confinan más a evocar que a generar o embarcarnos en iniciativas
con proyección de futuro o que induzcan a nuevos desafíos.
Ese movimiento retrospectivo se evidencia
en el libro, donde si bien coexisten diversas y simultáneas temporalidades, es
cierto que el rasgo definitorio de su poética se confina a un pasado que ya no
se recuperará (pero sí en ocasiones se recompone) y que, en carácter de tal, si
bien no se manifiesta bajo la forma del duelo, sí lo hace con una cierta mirada
nostálgica. Esto es: hay una condición a la cual el sujeto de la enunciación
deberá resignarse y ello genera un persistente aire desencantado. Pero sigue
habiendo no obstante vitalidad, incluso en el modo de recordar.
Lo cierto es que, como afirmábamos, María
Elena Walsh elige dos tiempos dominantes, o varios, en todo caso. El tiempo
presente, de la enunciación, donde mantiene diálogos ocasionales o deliberados,
triviales o profundos, con personas de su círculo de amistades y afectos o bien
con circunstanciales interlocutores que pretenden desde un autógrafo, una
fotografía que rubrique el encuentro, hasta vendedores ambulantes de toda
clase. Entre estos distintos matices naturalmente la invitación a reaccionar
frente a ellas es muy diversa. Y no siempre de naturaleza simpática.
Ese parque, que como parque es un lugar
público, fresco y permeable a la diversidad (como una biblioteca o una
enciclopedia lo son en un sentido muy distinto), le sirve a Walsh para exhibir
el deterioro de un universo ligado al eje de la exploración, del ocio, del
descanso y la plenitud del contacto con la naturaleza en pleno marco urbano,
que evidentemente experimenta de modo algo hostil pero que al mismo tiempo es
la toponimia por excelencia del descanso. Procura entonces buscar mojones que
le permitan escapar de ese encierro que también es encierro creativo. La autora
insiste en la cantidad de perros y deposiciones que pueblan el césped, los
vagabundos y pordioseros que mendigan monedas o comida, turistas que
invasivamente aspiran a apoderarse con egoísmo de un lugar que deberían
compartir y no pretender tomar por asalto, gente que tritura su salud con
desperdicios. Como vemos, el espectáculo del mundo no deja de resultarle
sorprendentemente ingrato y, en un punto, la irrita. Por otra parte, hay una particularidad:
el parque adopta los matices de “un solárium”, como ella afirma. En efecto: hay
hombres y mujeres que, por ejemplo, se asolean, untados en bronceador. Esta
circunstancia mestiza el espacio y lo confunde al tiempo que lo degrada. Un
parque es un lugar al que se va a pasear (sobre todo), no al que se va a
exhibir el cuerpo en traje de baño. María Elena Walsh asiste a este espectáculo
como si algo estuviera fuera de su sitio o fuera impertinente. Y también está
la mirada del testigo que presta atención a este panorama con un cierto escándalo
porque no admite el desvío a costumbres civilizadas que se transgreden. Sin
poder naturalizar una situación a la que no asiente por sus modales.
Entre ese presente del parque (al que, no
obstante, se sigue asistiendo a tomar sol y hablar con amigas o amigos o
conocidos sentada en un banco), se cuela la temporalidad pasada de encuentros,
amores fugaces o de largo aliento, triunfos profesionales, retratos de personas
famosas o célebres, en general ligadas a la república de las letras porteñas.
Y
entre relatos, diálogos, jirones de la memoria, productos de un montaje
diestramente manejado, Walsh intercala fragmentos de textos literarios ajenos
que “vienen a cuento”: de escritores norteamericanos, pero también de Marcel
Proust o del distante Heródoto. Una “Agenda”, fragmentos de textos íntimos,
citas de poemas, letras de canciones (por ejemplo de tangos), de
conversaciones, entre otros.
Topográficamente el texto se distancia o se
aproxima con la presencia o ausencia de cursivas paratextuales que son
indicativas de que la narración deja espacios a algún fragmento incidental, que
se cuela en el largo derrotero del aliento narrativo: un sueño, una nota de
diario, una anécdota o frase recuperada. Si cupiera una definición.
Sin ser lapidaria, diría que Walsh sí juzga
con severidad a figuras cuya sombra gravitaron en su vida o su carrera
profesional, siendo selectiva, y planteando atributos (no siempre
axiológicamente connotados de modo positivo) de varones o mujeres que intervinieron
o frecuentó en alguna clase de carácter durante su vida.
Hay una afinidad innegable con la bohemia
citadina de los años cincuenta, sesenta y setenta, donde se menciona la
ausencia de privilegios de cuna pero una sólida formación como autodidacta humanista
y de asistencia a las Escuela Nacional de Bellas Artes.
Feroz a la hora de asirse a un detalle
que descompone a una mujer o a un varón hasta la cursilería o el ridículo, diera
la sensación de que busca más la comicidad y el absurdo de ciertos protocolos
que ni se envidian, ni se desean, ni se toleran en demasía. Esto es, María
Elena Walsh ha aceptado sólo relativamente transigir con algunas ceremonias,
especialmente solemnes. En este sentido, es fiel a una trayectoria que
históricamente jamás se pudo tomar en serio las costumbres formales y los roles
atributivamente obligatorios por el mero hecho de serlo. En ocasiones incluso que
acontecen sin talento. En otro sentido, toda su obra puede ser leída en esa
clave: como un enorme proyecto cuyo afán principal es neutralizar la solemnidad
y la impostura.
Atenta defensora de los Derechos Humanos,
instalada en París en 1952 en un dúo de cantantes que integró junto a Leda
Valladares, no faltaron entre sus frecuentaciones ni ámbitos (eclesiásticos,
monumentales, artísticos, bohemios, sociales) ligados a lo cosmopolita y a
figuras no solo argentinas. Y es que si el parque constituye una metaforización
del espacio al que cualquiera puede asistir (es decir, es un ámbito público y,
agregaría yo, democrático, significante de la libertad) y quedarse durante el
tiempo que lo desee. Hay espacio para sentarse o deambular, también ese parque remite
a todo tipo de franjas sociales, capaces de tolerar diferencias vestimentarias
(esto es, semiológicamente diversas, técnicamente hablando), de admitir
personas de distinto origen o linaje. Una suerte de gran cónclave según el cual
las condiciones de ingreso a ese “club” son mínimas. Como si habláramos de un
ritual o ceremonia colectivos. Pero simultáneamente atomizada. Y es que este
rasgo profundamente inclusivo del parque, como lo fue el ágora para los helenos
(o, en todo caso, para una parte de ellos), es del que, creo, se apropia Walsh
para, analógicamente, desplazarlo hacia otros planos de su vida y de la de los
demás.
No
obstante, los parques no son los lugares apacibles que se suele prometer. En
ocasiones acontecen delitos, acosos de vendedores o admiradores, personas que
abordan a quien descansa o pretende descansar de un modo intrusivo, animales
que invasivamente agreden o, como dije, proceden a realizar sus ceremonias de
evacuación, tienen lugar accidentes... Esto es: no siempre son del todo
amables. Existen personas que llegan para cumplir ceremonias privadas o
clandestinas.
El
semema de la invasión, es un tema rica y de larga tradición en la
literatura especial en la literatura
argentina. Recordemos, por ejemplo, el cuento “Casa tomada” de Julio Cortázar,
por citar un ejemplo, entre muchos otros. De modo que pensar la invasión a un
parque como la intrusión de personas en un espacio acogedor que se piensa casi
como propio, resulta perturbador para quienes lo visitan habitualmente. Y
también constituye la imagen de un territorio que se poseía con dignidad y
ahora es profanado.
Los fantasmas aludidos en el título, no
constituyen figuras vinculadas a supersticiones o universos fabulosos,
sobrenaturales o fantásticos, como resulta evidente a poco de leer el libro.
Más bien se trata de figuras que regresan en busca de atención, evocación, una
reparación a un daño que les fue infligido, una añoranza. Matizados con los
sueños, donde dichos fantasmas son referidos merced al registro con fecha y
argumento que Walsh redacta concienzudamente para dar cuenta de sus contenidos
y las reacciones que experimenta al despertar o registrar su impacto, los
fantasmas podemos ser nosotros mismos de pequeños, que nos reprochamos no haber
hecho o dicho tal o cual cosa. El universo onírico se torna narrativamente de
un espesor consciente en un plano que iguala invención con inconsciente. Esto
es, estrictamente ligado a lo que hemos dejado pendiente o acaso sin resolver, a
los reproches que por lo menos imaginariamente ese coro de ausentes, de
personas fallecidas, adultas, desaparecidas de nuestras vidas, emigrados llaman
a respuestas o, simplemente, retornan como figuras que han sido importantes en
nuestras vidas, como familiares, amigas y amigos, artistas o poetas. Hay una
recurrencia en la mención de anécdotas con artistas, como Neruda, Juan Ramón
Jiménez, Susan Sontag, entre muchos otros. Y aparecen citados nombres de
personas que han estado ligadas a su historia, como por ejemplo Susana Rinaldi
como cantante a la que van a ver un par de conocidas de la protagonista.
Ni la Internet ni el progreso digital (por
los que Walsh experimenta cierta repelencia), ni la erradicación de ciertas
ceremonias pueden suplantar la destreza del contacto con objetos considerados
aún vitales, inherentes a la propia identidad de quien escribe pueden ser eliminados.
Precisamente, Walsh apuesta a escribir en contra del olvido. A favor de los
suyos y de los que la sociedad argentina, mediante omisiones o negligencia, ha procedido
a borrar o a ocultar cuando no a suprimir.
Los rituales a los que se consagra, casi
antropológicos y tribales, como reunirse en torno de un banco, el césped de un
parque, una taza de café o una gaseosa, tienden incluso a verse inhibidos y
disolverse en mera evaporación y es por eso que Walsh persiste en defenderlos y
aferrarse a ellos. Como si algo de esas ceremonias de antaño preservara una
cuota de un “tiempo sin tiempo” (como reza uno de sus poemas) en el que no todo
era tiempo que corría o acaso eso sucedía a velocidades arrasadoras.
Sin descuidar una actitud militante,
puntos de vista que por momentos interrumpen el sigilo y la fluidez del relato,
una mirada apocalíptica, incierta también, se abre camino entre las páginas de Fantasmas en el parque (2008). Ese
rechazo no es arbitrario. Es producto de una convicción, de una experiencia y
de una educación que no se está dispuesta a rescindir pero también a ser una
atenta observadora de época.
Ni la vida privada de Walsh ni la de las
personas que la rodean es exhibida (tampoco sustraída u ocultada) como ante un
escaparate. Simplemente se celebran los encuentros, se lloran los desencuentros
y, por fin, hacia el final, se agradece a la vida “que le ha dado tanto”. Ecos
elegíacos pueden escucharse todo a lo largo de este libro. Y no sólo ello es
absolutamente legítimo. Sino que es absolutamente natural que tenga lugar.
Dicen un personaje de la novela en las
últimas páginas:
“-¿Y si los muertos
tuvieran ojos?
-No tienen, por eso
inventamos fantasmas, para fabricar la ilusión de que seguimos viéndonos”
(p.257). Con este remate queda el claro el contenido del libro, el espíritu que
lo ha alentado, quizás su génesis y anhelo más puros.
Entonces: entre lo que tuvo lugar en el
pasado. Lo que tuvo y sigue teniendo lugar en los libros (porque sigue teniendo
vigencia) y este tiempo histórico que pese a que puede avasallar también aún se
presta a ceremonias de la tribu, María Elena Walsh se despide de la vida creativamente
pujante con una obra del adiós que hace confluir todas las temporalidades y
todas las prácticas a las que se consagró, en la síntesis de la escritura
creativa. Más espectadora que agente de cambio en este caso (pese a que
incuestionablemente la escritura no deja jamás de constituir incidencia en el
orden de lo real), asiste a este mundo en el que, como sombras chinescas,
tienen lugar todo tipo de sucesos. Desde los más inverosímiles hasta los más
cotidianos. Su sentido común y “el buen modo” (en sus palabras), dictan las
reacciones, las emociones y, sobre todo, de las cuales ese parque es a la vez
metáfora y metonimia. Condensación del universo mediante recurso poético y
fragmento que nombra a través de la parte, el todo. En estos términos cifraría
entonces, también retóricamente, sus operaciones más complejas.
Esta sociedad ha adoptado una fisonomía
que María Elena Walsh desaprueba. Ello lo deja a las claras. Aún así, ciertas
ceremonias de la complicidad todavía son posibles. Y Fantasmas en el parque se erige como una novela autobiográfica llena
de ecos y resonancias, de reverberaciones y polifonías inesperadas para un oído
atento e incluso para la protagonista misma. María Elena Walsh, azorada,
sorprendida, escandalizada, todavía es capaz de sentir incluso aquello que no
creía posible. Pero las emociones son tensas. También experimenta la
perplejidad. Debe acomodarse a los tiempos que corren. Y lo logra, pero en
parte a regañadientes. Como si existiera un desajuste. No obstanter, esta
novela es una prueba contundente de su capacidad tanto adaptativa, creativa
como persistentemente innovadora. No ha perdido un ápice de respetar el
humanismo al mismo tiempo que tampoco lo ha hecho de descubrir territorios de
la invención y, en este caso, también de la memoria. En ese contrapunto eficaz se
juega la verdad imaginaria y memorialística de Fantasmas en el parque.
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