Por Ricardo Mariño (*)
El emprendedor
Hacía más de media hora que estaba sentado en una de las mesas de afuera fingiendo concentración en la lectura del menú, con el celular en el borde más alejado de la mesa. Contra lo que esperaba, hasta el momento nadie había intentado robar el teléfono. Sólo un tipo bastante sucio había posado sus ojos en el aparato con fría precisión de tasador, pero al parecer optó por no tomar riesgos. Más tarde se detuvo un chico que vendía flores. Ofreció su mercadería de modo inentendible y a la vez pidió una moneda, todo sin quitar la vista del celular, pero se fue incluso antes de escuchar la negativa del hombre.
El café era el más elegante de la zona y a esa hora del mediodía las mesas estaban ocupadas por maridos que leían el diario y esposas que regresaban de la clase de gimnasia. Impaciente, el hombre ya no levantó la vista del menú para dar mayor impresión de descuido, y empezaba a perder la esperanza de que algo sucediera cuando al fin apareció quien lo robó: una chica. Surgió de la nada, como si se hubiera acercado oculta detrás de algún grupo familiar que pasaba. Podía tener quince años, o veinte o treinta y cinco. Con un movimiento suavísimo y rasante, que sugería el de un pájaro que recoge del mar un pequeño pez, su mano pasó por encima del celular llevándoselo en su vuelo. Era un brazo delgado como un alambre en el que un tatuador se las había arreglado para grabar una Virgen de Luján.
Apenas desapareció el teléfono, el hombre extrajo otro celular del bolsillo de la campera y comenzó a contar mentalmente sin sacar la vista de la pantalla. “Uno, dos, tres…”, cuando llegó a quince rozó con el dedo un ícono que era el dibujito de una piñata. La piñata estalló y volaron golosinas por la pantalla. El hombre alzó la cabeza contrariado: la chica ya no se veía y tampoco había escuchado lo que esperaba. Se puso de pie, dejó dinero en la mesa, guardó el celular y salió en la dirección que llevaba la chica.
Caminó mirando a los lados y se detuvo en la esquina. Rescató el celular del bolsillo y, nervioso, insistió con la piñata. Entra tantos ruidos y bocinazos de la calle le pareció percibir una detonación pero no estaba seguro si era real o imaginaria. Siguió caminando y casi al término de la cuadra escuchó gritos y vio gente amontonada en la entrada de una galería. Apartó sin miramientos a los que se interponían entre él y la entrada. Había dos círculos de personas, formado el exterior por curiosos de pie, y el interior por gente agachada o arrodillada que aparentemente asistían a alguien que estaba en el piso. Una anciana bajita daba gritos histéricos mientras salía y reingresaba al círculo interior, como si su interés estuviera tomado por dos alternativas que se negaban: buscar socorro afuera del círculo y no dejar de mirar desde esa posición de privilegio. El hombre se asomó por encima de los dos grupos.
Sentada en el piso, la expresión de la chica del celular era la de alguien más aterrorizado que dolorido. Debía estar en ese instante en que el dolor todavía no se abre paso, bloqueado por el asombro. Miraba hacia arriba, hacia las caras que a su vez la miraban, y su expresión era la de pedir, tal vez, que la ayudasen a no mirar hacia abajo. Lo que estaba más abajo y se resistía a mirar era su propio brazo delgadísimo con el tatuaje de la virgen. En el extremo del brazo no estaba ya su mano sino una especie de andrajo, una cosa mal trillada por una máquina desafilada.
El hombre no pudo evitar un gesto de repulsión y se apartó. Permaneció unos segundos detenido y ausente, pero lo sacó de ese estado una joven que le preguntó qué había pasado. Su respuesta fue negar con la cabeza y salir caminando hacia el interior de la galería hasta acceder a la calle transversal. Trataba de controlarse. Cuando llegó a la otra salida lo alivió ver que en esta otra calle hubiera tan poco movimiento y nada de ruidos. Con ese fondo de silencio escuchó, amplificados por el túnel de la galería, los agudos chillidos de dolor que ahora sí soltaba la chica, que más que nada parecían los de un animalito desesperado que ha caído en una trampa.
Se alejó y para cuando había hecho cincuenta metros estaba en completo dominio de sí. Podía caminar con normalidad, respirar bien, pensar, evaluar los hechos, sacar conclusiones. La novedosa sensación triunfal le daba ahora un toque deportivo a sus pasos. La prueba había sido satisfactoria aunque había cuestiones a considerar. Había que calibrar mejor la señal del celular base hacia el celular señuelo. Acaso la carga de explosivo fuera excesiva.
(*) escribí este cuento hace un tiempo. Tiene una cruel coincidencia con la noticia de hoy sobre los beepers o pagers en El Líbano)
Que visionario,hay seres que se adelantan a las realidades que suceden,sobretodo lo percibo en los escritores.
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