AFIRMACIONES 5
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martes, 27 de agosto de 2024
Nuestras pioneras y pioneros de LIJ: LAURA DEVETACH
AFIRMACIONES 5
domingo, 25 de agosto de 2024
Gotas de rocio..., versos de Haikus: sobre el libro "Así de simple" de Nury Busquets
por el Dr. Adrián Ferrero
A propósito del libro Así de simple. 200 Haikus de los sencillo y cotidiano
Veamos. En esta relectura del libro Así de simple. 200 Haikus de los sencillo y cotidiano,
en el trabajo creativo, su autora, Nury Busquest uno no encuentra sino virtudes. En primer
lugar, su contenido es transparente porque no evita su calma cristalina. Y me volví a
enamorar de ellos y su caudal diáfano. Debo decir que la que me estimuló, sin estridencias
para que pusiera como escritor manos a la obra, fue el libro de Nury Busquets Así de
simple. 200 haikus de lo simple y cotidiano. El embrujo, el hechizo de su libro permanecen
intactos pese a una lectura ya distante. Es una forma de poesía que me conquistó. Porque se
trata de una composición que lo tiene todo para brindar la posibilidad de elevarse desde lo
más mundano hasta lo más diminuto y espiritual de la condición humana. Llegar a las
cimas de las preguntas más complejas porque ese poema como diminuto interrogante es un
mensaje a descifrar. Un desafío magnifico cono regalo para comprender los orígenes de la
especie humana.
Aquí por el contrario nos encontramos con manifestaciones compositivas que vuelven
a postular preguntas en torno de ese universito que configura cada una de ellas. Los haikus
evitan la grandilocuencia o los excesos, puesta en contraste lejos, por omisión en todo caso.
Tampoco este libro está en consonancia con el formato del verso libre, como adelanté de
desarrollo tan desbordante. Los sonetos (que cultivaron Petrarca, Dante Alighieri, entre
otros) no alcanzan porque son estructuralmente de ancho caudal pese a estar ceñidos a una
forma demasiado rígida, convengamos. Los haikus son como lágrimas o gotas de rocío.
Cada soneto, en cambio, exige rima, métrica, cantidad de estrofas. En la versificación es
menos estricta, pero exige juego, exige concisión. El haiku no desmiente que la brevedad
supone la inmediata realización de series de ellos según su contenido (un libro quedaba
grande o resultaba extremadamente ambicioso). Y así lo hice. El resultado generó una
adhesión sorprendente por lectores agradecidos porque les había acercado como Nury bajo
la forma de la lengua española un cielo. Mérito de Nury Busquets. Fue bienvenida cada
serie temática. La brevedad del haiku, al ser leído con tanta fugacidad, que adopte más
lectores que se interesan quizás por su economía. Muchos se aficionan a él o son seguidores
de Grupos en Facebook. En parte me sugieren moderación e intimidad. En este punto
resulta son fundamentales.
En mi caso tomé núcleos amplios que suscitaban otras series. Hubo casos en que es
cierto que hubo un abierto tema con unidad de significado que iban llegando a mis manos.
Elegí zonas a partir de las cuales de la conjunción de un corpus, se armara una totalidad.
Fue así como de pronto mi computadora comenzaba con un brillo sereno, casi lunar, casi
imperceptible a manifestar proponerme algo novedoso con silencios para mí en el orden de
lo escrito hasta por antaño, deparándome impactos respecto de toda la poesía que había
escrito hasta ese momento. Fue así como el libro de Nury Busquets operó como una
máquina de propagación. Una gran inspiración de estas perlas. Fuente de espiritual y
generaba amplitud de variaciones, cadenas asociativas, encuentros o reencuentros entre
unos y otros haikus. Y había una persona rodeada por la hermosura. En otros casos lo que
sucedía era que forma y fondo se conjugaban en una forma profunda de encontrarse entre
significantes y significados.
Ir descubriendo la escritura de haikus también fue descubrir un cierto tiempo de
producción literaria. Una suerte de temporalidad imaginaria. También un cierto tipo de
palabra poética, de cambio en la relación entre amplitud y brevedad. Jamás había escrito
sonetos ¿por qué? Esa es una buena pregunta. Pero era tan rígida su forma, que me
acobardaba, me parecía insulsa y tampoco me daba deseos de leerlos como sí lo hacían en
cambio la poesía en verso libre o bien otras formas con combinaciones menos codificada.
Los haikus son composiciones poéticas con tres versos en razón de 7-5-7 sílabas.
Ahora bien: ¿quién será el que se asome con una mirada totalizadora y luego se interne
en este tipo de poesías? A mi juicio no alcanzará ni hermetismo ni el universo indescifrable
Yo creo que el lector entrará al libro saliendo de él siendo otro. Siendo un humano que ha
atravesado el universo del juego, la risa, el dolor, la muerte, los sabores, el juego de un niño
con su lenguaje singular, el aroma de las flores, el amor físico, la comida, las ceremonias de
la conversación, el tiempo y sus matices, el amor, la inteligencia. Pero también la maldad y
el tedio, el odio y el sinsabor. Al leerlos (y escribirlos), me encontraba con la belleza de
una vertiente. También tomo nota de la honestidad, la riqueza, la justicia, la fidelidad, la
lealtad, las tareas del día al día, entre muchas otras variantes.
Escribir haikus, como ser docente o coordinador de talleres literarios, supone, para el
caso, volver asuntos difíciles o complejos o universales en una variante de tenor
aparentemente simplista. Nada menos cercano al haiku. Por último, regresar con palabras
nuevas a este lado del universo, de modo renovador conmovedor desde lo mínimo a una
totalidad que la esfera del haiku argentino merece. Hacer acto de presencia aquí, en el Sur
del Sur. Con su merecida secreta alquimia. La intimidad roza lo enigmático de estas piezas.
Movilizante para quienes lo escribimos, como todo en este mundo terrestre. Y para este
caso: ¿no es maravilloso intentar conocerlo de más de cerca? ¿más a fondo? ¿no es acaso
una maravilla y una fiesta para celebrarlo?
lunes, 19 de agosto de 2024
Federico y el tango
LORCA Y EL TANGO
Dos años antes de su asesinato, Federico García Lorca visitó Buenos Aires y permaneció casi seis meses en la capital argentina. La reposición de “Bodas de Sangre”, interpretada por la compañía de Lola Membrives en el Teatro Avenida, le supuso un amplio reconocimiento. Amante de la música popular rioplatense, y con el tango en su apogeo en una Buenos Aires que aunaba melancolía con renovación y proyectos vanguardistas, Lorca trabó amistad con Enrique Santos Discépolo, el afamado autor de teatro y compositor de tangos inolvidables como “Yira Yira” o “Cambalache”. Y pasó horas intensas charlando con Carlos Gardel, a quien conoció en el teatro Smart, incluso hicieron planes para volverse a reunir en Nueva York.
Encantado con la lectura de “La crencha engrasada”, del poeta lunfardo Carlos de la Púa, que escribía en el diario Crítica, Lorca visitó su redacción, en la que trabajaban autores tan dispares como Nicolás Olivari, Ulises Petit de Murat y Jorge Luis Borges. Este último fue uno de los pocos que no cayó seducido por Lorca. Por lo demás, lectores, público, medios y artistas de las más diversas ramas lo festejaron con un entusiasmo sin reservas. La noche porteña se abrió a Federico ávida y generosa. Con Samuel Eichelbaum, César Tiempo, Alfonsina Storni, Oliverio Girondo, Norah Lange, Raúl González Tuñón y otros muchos escritores de la época recorrió sus calles y sus dancings, acudió a la peña Signo y frecuentó las animadas tertulias de los cafés más bohemios: el Tortoni y la confitería Real. Cuando encontraba un piano, para sorpresa de todos, cantaba el tango “El ciruja”, con su compleja letra en lunfardo y un tono arrabalero tan logrado que no parecía imitación. R.R. Del muro de Reina Roffé
jueves, 15 de agosto de 2024
CABALmente...!!! "Miedo" por el Grupo de cuentos El delantal..., recordando a Graciela Cabal
martes, 6 de agosto de 2024
Mil grullas... Memoria...!!!
Se recuerda hoy (06 de Agosto), el acto criminal y terrorista de las bombas atómicas arrojadas por EEUU, sobre las Ciudades de Hiroshima y Nagasaki, Japón.
Compartimos este bello y emotivo cuento:
MIL GRULLAS
(cuento)
Elsa Borneman (Argentina, 1952 - 2013)
Naomi Watanabe y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo. Como todos los chicos.
Porque ellos eran nuevos en el mundo. Tambíén, como todos los chicos. Pero el mundo era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y Toshiro no entendían muy bien qué era lo que estaba pasando.
Desde que ambos recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se habían desarrollado del mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa diaria y el miedo que apretaba las reuniones familiares de cada anochecer en torno a la noticia de la radio, que hablaban de luchas y muerte por todas partes.
Sin embargo, creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos cada día para descubrirlo.
¡Ah… y también se estaban descubriendo uno al otro!
Se contemplaban de reojo durante la caminata hacia la escuela, cuando suponían que sus miradas levantaban murallas y nadie más que ellos podían transitar ese imaginario senderito de ojos a ojos.
Apenas si habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio…
Pero Naomi sabía que quería a ese muchachito delgado, que más de una vez se quedaba sin almorzar por darle a ella la ración de batatas que había traído de su casa.
-No tengo hambre —le mentía Toshiro, cuando veía que la niña apenas si tenía dos o tres galletitas para pasar el mediodía—. Te dejo mi vianda —y se iba a corretear con sus compañeros hasta la hora de regreso a las aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza de devorar la ración.
Naomi… Poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sueños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún…
El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el 21 de junio y anunció las vacaciones escolares.
Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas, ese año los ensombreció a los dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezara. Su comienzo significaba que tendrían que dejar de verse durante un mes y medio inacabable.
A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de la otra, sus familias no se conocían. Ni siquiera tenían entonces la posibilidad de encontrarse en alguna visita. Había que esperar pacientemente la reanudación de las clases.
Acabó junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque…
Se fue julio, y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque…
Y aunque no lo supieran: ¡Por fin llegó agosto! —pensaron los dos al mismo tiempo.
Fue justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto a sus padres, hacia la aldea de Miyashima. Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas que veían apilarse vasijas en todos los rincones de su local.
Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían modelando la arcilla con la misma dedicación de otras épocas -Para cuando termine la guerra… —decía el abuelo—. Todo acaba algún día… —comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro sentía que la paz debía de ser algo muy hermoso, porque los ojos de su madre parecían aclararse fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los suyos cuando recordaba a Naomi.
¿Y Naomi?
El primero de agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su alrededor. Un desierto helado y ella atravesándolo.
Abandonó el tatami, se deslizó de puntillas entre sus dormidos hermanos y abrió la ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le devolvió un suspiro.
El dos y el tres de agosto escribió, trabajosamente, sus primeros haikus:
Lento se apaga
El verano.
Enciendo
Lámpara y sonrisas.
Pronto
Florecerán los crisantemos.
Espera,
Corazón.
Después, achicó en rollitos ambos papeles y los guardó dentro de una cajita de laca en la que escondía sus pequeños tesoros de la curiosidad de sus hermanos.
El cuatro y el cinco de agosto se lo pasó ayudando a su madre y a las tías ¡Era tanta la ropa para remendar!
Sin embargo, esa tarea no le disgustaba. Naomi siempre sabía hallar el modo de convertir en un juego entretenido lo que acaso resultaba aburridísimo para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que cada doscientas veintidós puntadas podía sujetar un deseo para que se cumpliese.
La aguja iba y venía, laboriosa. Así, quedó en el pantalón de su hermano menor el ruego de que finalizara enseguida esa espantosa guerra, y en los puños de la camisa de su papá, el pedido de que Toshiro no la olvidara nunca…
Y los dos deseos se cumplieron.
Pero el mundo tenía sus propios planes…
Ocho de la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima.
Naomi se ajusta el obi de su kimono y recuerda a su amigo: -¿Qué estará haciendo ahora?
“Ahora”, Toshiro Pesca en la isla mientras se pregunta:
-¿Qué estará haciendo Naomi?
En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima.
En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera vez un cielo. El cielo de Hiroshima.
Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad.
En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez.
Dos viejos trenzan bambúes por última vez.
Una docena de chicos canturrea: “Donguri-Koro Koro- Donguri Ko…” por última vez. [“La bellota que rueda hace koro koro al rodar…”. Canción popular japonesa]
Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez.
Miles de hombres piensan en mañana por última vez.
Naomi sale para hacer unos mandados.
Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río.
Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y con ellos desaparecen edificios, árboles, calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima.
Ya ninguno de los sobrevivientes podrán volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido.
Nadie será ya quien era.
Hiroshima arrasada por un hongo atómico.
Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando.
En diciembre logró Toshiro averiguar dónde estaba Naomi. ¡Y que aún estaba viva, Dios!
Ella y su familia, internados en el hospital ubicado en una localidad próxima a Hiroshima, como tantos otros cientos de miles que también habían sobrevivido al horror, aunque el horror estuviera ahora instalado dentro de ellos, en su misma sangre.
Y hacia ese hospital marchó Toshiro una mañana.
El invierno se insinuaba ya en el aire y el muchacho no sabía si era frío exterior o su pensamiento lo que le hacía tiritar.
Naomi se hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Ya no tenía sus trenzas. Apenas una tenue pelusita oscura.
Sobre su mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas.
-Voy a morirme, Toshiro… —susurró. No bien su amigo se paró, en silencio, al lado de su cama—. Nunca llegaré a plegar las mil grullas que me hacen falta…
Mil grullas… o “Semba-Tsuru”, como se dice en japonés.
Con el corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban dispersas sobre la mesita. Sólo veinte. Después, las juntó cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta.
-Te vas a curar, Naomi —le dijo entonces, pero su amiga no le oía ya: se había quedado dormida.
El muchachito salió del hospital, bebiéndose las lágrimas.
Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban temporariamente alojados) entendieron aquella noche el porqué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que, hasta ese día, había habido allí.
Hojas de diario, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros parecían haberse esfumado mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los mayores se durmieron, sorprendidos.
En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre las sombras. Esperó hasta que tuvo la certeza de que nadie más que él continuaba despierto. Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las mantas.
Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en secreto y volvió a su lecho.
La tijera la llevaba oculta entre sus ropas.
Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recortó primero novecientos ochenta cuadraditos y luego los plegó, uno por uno hasta completar las mil grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles las que ella misma había hecho. Ya amanecía, el muchacho se encontraba pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó en grupos de diez las frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran el vuelo, suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una encima de la otra.
Con los dedos raspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras dentro de su furoshiki y partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara. Por esa única vez, tomó sin pedir permiso la bicicleta de sus primos.
No había tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el día anterior, los kilómetros que lo separaban del hospital. La vida de Naomi dependía de esas grullas.
-Prohibidas las visitas a esta hora —le dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la enorme sala en uno de cuyos extremos estaba la cama de su querida amiga.
Toshiro insistió: -Sólo quiero colgar estas grullas sobre su lecho, Por favor…
Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chico le mostró las avecitas de papel. Con la misma aparentemente impasibilidad con que momentos antes le había cerrado el paso, se hizo a un lado y le permitió que entrara:
-Pero cinco minutos, ¿eh?
Naomi dormía.
Tratando de no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso una silla sobre la mesa de luz y luego se subió.
Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el cielorraso. Pero lo alcanzó. Y en un rato estaban las mil grullas pendiendo del techo; los cien hilos entrelazados, firmemente sujetos con alfileres.
Fue al bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió que Naomi lo estaba observando. Tenía la cabecita echada hacia un lado y una sonrisa en los ojos.
-Son hermosas, Tosí-can… Gracias…
-Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas —y el muchacho abandonó la sala sin darse vuelta.
En la luminosidad del mediodía que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas empezaron a balancearse impulsadas por el viento que la enfermera también dejó colar, al entreabrir por unos instantes la ventana.
Los ojos de Naomi seguían sonriendo. La niña murió al día siguiente. Un ángel a la intemperie frente a la impiedad de los adultos. ¿Cómo podrían mil frágiles avecitas de papel vencer el horror instalado en su sangre?
[Febrero de 1976]
Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y es gerente de sucursal de un banco establecido en Londres.
Serio y poco comunicativo como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué, entre el aluvión de papeles con importantes informes y mensajes telegráficos que habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre se encuentran algunas grullas de origami dispersas al azar.
Grullas seguramente hechas por él, pero en algún momento en que nadie consigue sorprenderlo.
Grullas desplegando alas en las que se descubren las cifras de las máquina de calcular.
Grullas surgidas de servilletas con impresos de los más sofisticados restaurantes…
Grullas y más grullas. Y los empleados comentan, divertidos, que el gerente debe de creer en aquella superstición japonesa.
-Algún día completará las mil… —cuchicheaban entre risas— ¿Se animará entonces a colgarlas sobre su escritorio?
Ninguno sospechaba, siquiera, la entrañable relación que esas grullas tienen con la perdida Hiroshima de su niñez. Con su perdido amor primero.
Mil grullas, Buenos Aires, Loqueleo. 48 pags
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