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martes, 11 de junio de 2024

La biblioteca infantil de los escritores

 por María Cristina Alonso

Corazón

 Era los lunes, cuenta María Teresa Andruetto en Una lectora de provincia, el día en que el padre llegaba tarde en la noche porque tenía una reunión de trabajo. Entonces, con su hermana, se acurrucaba junto a la madre en la cama grande para escuchar la lectura de Corazón, de Edmundo De Amicis y otros muchos libros. Era inevitable no llorar con el diario de Enrique Bottini y las historias de niños modelos y sufrientes. La escuela de Turín a la que asistía el protagonista estaba muy cerca de la que había asistido el padre de María Teresa, un inmigrante piamontés. Entre las historias que escuchaban las niñas esas noches en la voz de la madre, bajo las abrigadas cobijas, estaba la tristísima de  “El pequeño escribiente Florentino”.

De Amicis, en 1878, enviaba una carta al Editor Emilio Treves contándole una idea que se le  había ocurrido para una novela que pensaba escribir con el corazón. Ocho años después, en otra carta, le decía al editor que “los fabricantes de los libros escolares aprenderán (leyendo su obra) cómo se habla a los jóvenes pobres y cómo se expresa el llanto de los corazones de diez años”.

Novela de iniciación, Corazón está llena de niños héroes, altruistas, dedicados y llenos de coraje. Niños y adultos que comparten el espacio escolar y comunitario, presentando un cuadro de costumbres de la ciudad de Turín. Porque para De Amicis, la infancia puede ser educada y está atravesada por la escuela, por la familia, por los roles sociales y en ella es posible la igualdad y la justicia.

Andruetto recuerda en Una lectora de provincia, entre otras, una de las primeras historias intercalada, la de “El pequeño escribiente florentino”, el muchacho que de noche, quitando horas al sueño, escribe las fajas de suscriptores para una editorial, un trabajo que le permitía al padre ganar un dinero extra. De avanzada edad y con la vista cansada  el padre se queja en la mesa familiar de su falta de energía y vista perdida.

El muchacho, un gracioso florentino de doce años escribe las fajas por la noche imitando la letra del padre. Este no advierte nada pero ve que se  incrementa el dinero extra que le entra a diario.

 Durante el día, el niño se ve cansado, desmejorado y soporta en silencio las reprimendas del padre que le recrimina que ya no tiene el mismo rendimiento en la escuela. No advierte que el dinero que ingresa, es fruto de los esfuerzos nocturnos de su hijo.

También Ricardo Piglia recuerda al libro Corazón entre las lecturas infantiles en una entrada del primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi, Los años de formación:

Dice Piglia: “Lo que me impresionó en esa novela (que no he vuelto a leer) fue la historia del «pequeño escribiente florentino». El padre trabaja de copista, el dinero no alcanza, el chico se levanta de noche, cuando todos duermen, y sin que lo vean copia en lugar de su padre, imitando —todo lo que puede— su letra. Lo que fijaba la escena en el recuerdo, creía Renzi, era la pesadez de esa bondad sin espectadores, nadie sabe que es él quien escribe. El invisible escritor nocturno: de día se mueve como sonámbulo. Hay una serie con la figura del copista, el que lee por escrito textos ajenos: es la prehistoria del autor moderno. Y hay muchos amanuenses imaginarios a lo largo de la historia, que han perdurado hasta hoy: Bartleby, el espectral escribiente de Melville; Nemo, el copista sin identidad —su nombre es Nadie, de Bleak House de Dickens—; François Bouvard y su amigo Juste Pécuchet de Flaubert; Shem (the Penman), el alucinado escriba que confunde las letras en el Finnegans Wake; Pierre Menard, el fiel transcriptor del Quijote. ¿No era la copia —en la escuela— el primer ejercicio de escritura «personal»? La copia estaba antes del dictado y antes de la «composición» (tema: Los libros de mi vida).”

La vida de Cicerón

El muchacho se apuraba a limpiar los pisos, a poner en orden los sacos de harina y azúcar, a acomodar las trampas para los ratones en el hueco de las escaleras y detrás de las  estanterías.

No quería recibir reproches de la parienta que lo había empleado como dependiente cuando las ilusiones de ir a estudiar a Buenos Aires se habían esfumado. Ángela Salcedo pasaba un rato por la tienda y después se iba a la cocina a trajinar entre los fogones. Había que alimentar muchas bocas en esa casa. Entonces el muchacho, cuando la patrona se alejaba repicando las chancletas contra el piso de tierra, se apuraba a sacar el libro que había escondido debajo del mostrador y, acodado en la madera áspera, se encorvaba  sobre las páginas y se escapaba de la chatura de esa aldea que era San Juan. Leía, con pasión, con atropello, La vida de Cicerón de Middleton. Este libro le dio la idea de estudiar la historia de Grecia y Roma de memoria.

 Y ya no importaba la soledad de las calles barridas por el viento, sumido en la lectura, seguía el recorrido de la vida del político, abogado y filósofo romano del siglo I a. C. y como él, soñaba con congresos, guerra, gloria, libertad. Escondía los libros que había buscado -libros que habían venido de Europa y que eran tan escasos en esa provincia- de los ojos curiosos de su patrona o de los clientes. Nunca se calmaba el deseo de educarse.

De tanto en tano levantaba la vista para ver pasar una carreta o seguir con los ojos el traqueteo de un jinete que pasaba raudo como una flecha. Luego volvía a la historia de Grecia, de Roma, sintiéndose el espartano Leónidas defendiendo a Grecia frente al invasor persa, Bruto en los Idus de marzo o incorruptible como Epaminondas. De tanto en tanto, tenía que interrumpir la lectura para despachar azúcar o yerba sin disimular el desagrado que le producía que lo sacaran de un mundo glorioso en el que hubiera querido quedarse a vivir.

Unos años después, el ya no tan joven sanjuanino escribió un libro autobiográfico Mi defensa y contó cómo, por aquella época, se había convertido en un  lector sospechoso.

Por las mañanas, después de barrida la tienda, Domingo Faustino Sarmiento se ponía a leer  y una señora llamada Laura pasaba para la iglesia y volvía de ella. Sus ojos tropezaban siempre, día a día, mes a mes, con este niño inmóvil, insensible a toda perturbación, sus ojos fijos sobre un libro, por lo que meneando la cabeza decía en su casa: “¡Este mocito no debe ser bueno! ¡Si fueran buenos los libros no los leería con tanto ahínco!”.

El nene


Esta historia la cuenta la misma Alfonsina Storni, un relato de los cuatro años cuando vivía en San Juan. Sentada en el umbral de su casa, la que sería más tarde una reconocida poeta latinoamericana y pionera feminista, finge leer un libro para darse corte. De tanto en tanto espía por el rabillo del ojo el efecto que causa. Pero, como no sabe leer, no advierte que tiene el libro al revés. Cuando los primos se lo gritan se esconde a llorar detrás de la puerta.

El vínculo de esta escritora con los libros en la infancia tiene su costado dramático. En la casa no hay dinero. La madre está enferma y el padre ausente, “perdido en vapores”, dirá Alfonsina cuando relata la historia de cómo consiguió el texto de lectura que le exigen en la escuela. Se trata de El Nene, de Andrés Ferreyra con el  que, desde 1895 aprenden a leer los niños argentinos. Un libro que se ajusta al principio de gradualidad con lecturas cortas acompañadas de ilustraciones. Manuable y barato, en tiempos de la niña Alfonsina cuesta un peso nacional que nadie le da. La maestra la reta cuando ve que no lo lleva y las compañeras la aventajan en el aprendizaje de la lectura.

Dejemos contar a Alfonsina: “A una cuadra de la escuela normal a la que concurro hay una librería; entro y pido: El nene. El dependiente me lo entrega; entonces solicito otro libro, cuyo nombre invento. Sorpresa. Le indico al vendedor que lo he visto en la trastienda. Entra a buscarlo y le grito: “Allí le dejo el peso”, y salgo volando hacia la escuela. A la media hora las sombras negras, en el corredor, de la directora y de aquel, encogen mi corazoncillo. Niego, lloro, digo que dejé el peso en el mostrador, recalco que había otros niños en el negocio. En mi casa nadie atiende reclamos y me quedo con lo pirateado.”

Cementerio de animales



De chica el género de terror le sirve para aislarse de los relatos del otro terror que ya circulan  por las calles y  que horroriza a un país que recién sale de  la más cruel de las dictaduras. En la biblioteca familiar se encuentra con los macabros cuentos de Poe, y con Cementerio de animales de Stephen King. Leer esa novela a los ocho años de alguna manera determina la obra que más tarde Mariana Enríquez construirá con toda la oscuridad que la realidad y la literatura le puedan proporcionar.

 

Extraída de la biblioteca de sus padres lectores, Cementerio de animales tiene una tapa que a la niña Enríquez le atrae porque tiene un gato y un hombre con un niño muerto en brazos.

 

En la casa de La Plata donde transcurre su infancia, la historia que cuenta King es la primera señal que le indicará el camino de la escritura. Contar el terror será lo que de verdad quiere hacer.

A Stephen King se le ocurre la historia cuando se instala con su familia en Maine, en una casa cerca de la carretera a cuya vera quedan gatos y perros atropellados por los camiones que pasan a toda velocidad. Los niños del lugar destinan un espacio para enterrar sus mascotas. Y ocurre que Smucky, el gato de la hija pequeña del escritor es atropellado. El padre tiene que buscar palabras para consolar esa muerte. Poco más tarde, su otro hijo, Owen, casi es atropellado por un auto y, entonces, la máquina de inventar no se detiene más hasta terminar una de las novelas más terroríficas de las que el autor norteamericano haya escrito.

Lo mismo le sucede al  protagonista de la novela, Luis Creed, que se ha mudado a una casa en cuya cercanía hay un antiguo cementerio de nativos donde suceden cosas sobrenaturales. Ese lugar tiene la capacidad de revivir a los muertos. También aquí, en la ficción hay un gato y un niño muerto, ambos enterrados en el cementerio que los devolverá transformados.

Esta novela es otra versión de La pata de mono del escritor inglés W. W. Jacobs en donde también hay regresos de la muerte. Una pata de mono tiene el poder de conceder deseos, pero esos deseos implican desgracias. Una madre pide el deseo de que su hijo, que ha sido destrozado por una máquina en el trabajo regrese. Pero ese regreso implica también el terror de ver los despojos del muchacho regresar a casa.

Como dice Jacobs, el miedo es como un viento helado que atraviesa el umbral y se desliza velozmente escaleras arriba. Así lo debe haber entendido Mariana Enríquez al inventar una literatura llena de deslumbrante oscuridad.

El amigo de los niños

En Infernales, La hermandad Brontë de Laura Ramos encontramos la explicación y el origen de una de las literaturas más potentes del siglo XIX. Desde los juguetes que inspiraron los primeros textos literarios de los hermanos -Charlotte, Emily, Anne y Branwell- como la caja de soldaditos de madera que el padre les llevó de Leeds, pasando por la literatura edificante que se leía en las escuelas para hijos de clérigos pobres a las que asistían. Cuentos poblados de niños sufrientes -que mantenían la fe pese a las adversidades- como los que integraban  El amigo de los niños del reverendo Carus Wilson. En la infancia de estos niños, futuros escritores están los  fantasmas que escapaban de los cuentos que Tabby, la cocinera, contaba junto al fuego, el clima melancólico del cementerio junto a la rectoría donde vivieron, los efluvios de El Toro negro, la taberna sobre cuyo mostrador Brandwell escribió algunos versos, y el otro fantasma inevitable, el de las enfermedades que fueron diezmando a la familia impiadosamente.

El reverendo Carus Wilson fue retratado por Charlotte Brontë como el Sr Brocklehurst en su novela Jane Eyre publicada en 1847. Wilson fue un calvinista que estableció en Cowab Bridge una escuela para niñas del Clero que impartía educación por una baja matrícula y era subsidiada por donaciones. En su tarea educadora, Wilson creó y editó una revista, El amigo de los niños, una de las primeras publicaciones de un centavo que circularon en Inglaterra a principios del siglo XIX. En ellas, Wilson desplegaba su sadismo aleccionador en historias que tenían como fin educar a los niños.

Por entonces, la alta tasa de mortalidad infantil inspiraba al reverendo para aleccionar a los niños con  macabras historias en las que los pecaminosos, distraídos y desatentos morían cruelmente. Deseaba que sus lectores se conmovieran hasta las lágrimas. La muerte en esos relatos podía aparecer en el momento menos esperado por lo tanto, se suponía que el moralismo didáctico ofrecía a los niños pequeños sustento espiritual. En el cuento “Dead Boy”, por ejemplo, el pequeño Ben está demasiado distraído para rezar. Cuando va a patinar un domingo, en un estanque, cae en el hielo y muere. En otra historia, una niña tiene una rabieta tan terrible que “Dios la mató. Ella cayó al suelo y murió”.

 “Ésta es la historia del pobrecito John, que fue mordido por un perro rabioso y murió. Estoy seguro, mis queridos lectores, que esto debe afectarles enormemente, incluso hasta las lágrimas. Pero mientras el querido Johnny llegue sano y salvo al cielo, no importa mucho el camino por el que haya llegado.”

Laura Ramos nos lleva a los tiempos en que, siendo niñas, los hermanos Brontë escribieron pequeños libros en retazos de papeles contando historias de mundos como la Confederación de la ciudad de Cristal, Angrial o Gondal, y los poemas a la luz de las velas mientras pelaban papas.

Sobre el final de Infernales, Ramos nos cuenta el origen de esta obsesión Brontë, de “su trauma” como ella misma lo denomina, que le llevó diez años de investigación y escritura. El descubrimiento de Jane Eyre en la edición española  titulada Juana Eyre de Carlota Brontë, hallada en el banco de la iglesia del colegio donde estaba pupila una vecina. Libro cuya lectura le borró el mundo hasta que las monjas la rescataron,  y el incumplido deseo del padre, Abelardo Ramos, de que su hija visitara el Museo Británico  para ver el escritorio de Carlos Marx. Ella, en su lugar, se fue a Haworth, a casa de las hermanas Brontë.

El príncipe feliz

Se sabe que el niño Borges creció entre libros, que se quedaba horas en la biblioteca de su padre que también había escrito libros, como su abuelo, Francisco Flores, escritor y político.

Las biografías del escritor argentino cuentan la temprana afición a la lectura del autor de El Aleph. A los seis años ya había leído  El Quijote y a los nueve ya había frecuentado a  Homero, a Dante y a Shakespeare y había empezado a escribir sus propias historias.

En su vejez confesó que si tuviera que señalar el hecho capital de su vida, diría que fue la biblioteca de su padre. Y reafirmó: “En realidad, creo no haber salido nunca de esa biblioteca. Es como si todavía la estuviera viendo… recuerdo con nitidez los grabados en acero de la Chambers's Encyclopaedia y de la Británica».

También en su autobiografía[1] Borges cuenta que realizó su primera traducción  -a los nueve años- de El príncipe feliz de Oscar Wilde y fue publicada en el diario El país de Buenos Aires el 25 de junio de 1910. Firmada como Jorge Borges, muchos creyeron que era obra de su padre. De los cuentos de Wilde como este y otros (“El ruiseñor y la rosa, “El gigante egoísta”) dice Borges que tiene un modo sentimental que recuerda a Hans Christian Andersen pero imbuido de cierta ironía melancólica.

Oscar Wilde escribió su primer libro de cuentos -titulado El príncipe feliz- en la década del 1880 cuando trabajó como editor de la revista femenina Woman's World.

El príncipe feliz es uno de los cuentos para niños más recordados de Wilde, que fue publicado en 1888 cuando su hijo Vivyan Holland tenía dos años. La historia es  conmovedora y gira en torno a un tema muy presente en casi toda la obra de Wilde: la diferencia de clases sociales, el bienestar de unos pocos y el padecimiento de muchos.

 

Las preocupaciones sociales no eran ajenas a este irlandés que en plena era victoriana escribe un ensayo titulado El alma del hombre bajo el socialismo en 1891. En él expone sus ideas para solucionar los problemas sociales que causan el orden sociopolítico, el capitalismo y el Estado. Argumenta contra la caridad y dice que los pobres son libres de despreciar las migajas que caen de la mesa del rico.

Defiende también el desarrollo tecnológico que permitiría a los hombres trabajar menos tiempo y poder cultivar la personalidad.

Bajo el Socialismo- escribe Wilde en su ensayo- no habrá gente viviendo en fétidas pocilgas, vestida con hediondos andrajos, criando niños débiles, acosados por el hambre, en medio de circunstancias absolutamente imposibles y repulsivas. La seguridad de la sociedad no dependerá, como sucede ahora, del estado del tiempo. Si llega una helada no tendremos a cien mil hombres sin trabajo, deambulando por las calles miserablemente, o pidiendo limosna a sus vecinos, o apiñándose ante las puertas de detestables albergues para tratar de asegurarse un pedazo de pan y un sucio lugar donde pasar la noche. Cada miembro de la sociedad compartirá la prosperidad y felicidad general, y si cae una helada, prácticamente nadie estará peor.”

La realidad era muy distinta en la Inglaterra de su época. El trabajo infantil era corriente. Los niños eran utilizados en trabajos de minería o para limpiar chimeneas, dado que podían  meterse en pequeños espacios. Muchas mujeres recurrían a la prostitución, considerada un crimen horrible según los valores victorianos que exigían dignidad y moderación, especialmente cuando se trataba de sexualidad. La prostitución y el trabajo infantil mostraron claras contradicciones de la clase dominante que reclama la propiedad por un lado, pero muestra una total falta de respeto por el bienestar humano por el otro.

La historia del príncipe que sacrifica sus adornos y lujos para paliar la desdicha de los más pobres de la ciudad es la historia que, el niño Borges, lee y traduce, rodeado por la biblioteca del padre, la primera de las infinitas bibliotecas que plasmará en su obra. De esa biblioteca desde la que también don Quijote sueña aventuras dirá más tarde en un poema: “Tal es también mi suerte. Sé que hay algo/ inmortal y esencial que he sepultado/ en esa biblioteca del pasado/ en que leí la historia del hidalgo.// Las lentas hojas vuelve un niño y grave/ sueña con vagas cosas que no sabe.”

 

Bibliografía

 

Andruetto, María Teresa, Una lectora de provincia, Buenos Aires Ampersand, 2023

B. Lozano / Borges y la traducción. Análisis de su primera incursión práctica: El príncipe feliz de Oscar Wilde. Mutatis Mutandis. Vol. 4, No. 1. 2011. pp. 38-47

Delgado, Josefina, Alfonsina Storni, una biografía esencial, Buenos Aires, Planeta, 2001

El caudillo de la pluma,

Piglia, Ricardo, Los diarios de Renzi, Tomo 1 Los años de formación, Buenos Aires, Anagrama, 2016

Ramos, Laura, Infernales, La hermandad Brontë, Buenos Aires, Penguim Random House, 2018

Sarmiento, Domingo. El caudillo de la pluma, Protagonistas en la cultura argentina, Buenos Aires, Aguilar- La Nación, 2006.

Siobhan Lam, “Una tradición de entablar amistad con los niños: Rev. Wilson y Children's Friend.  '08, Universidad de Brown.

[1] La Autobiografía de Jorge Luis Borges, escrita originalmente en inglés con la colaboración de Norman Thomas di Giovanni, fue publicada por primera vez en 1970 en la revista The New Yorker. .

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