Por María Cristina Ramos
Era el cumpleaños del padre. Regalo, imposible. Pero siempre, siempre torta de cumpleaños. Y casera, sí, como la ropa, como lo necesario de cada día, como el papel bonito para forrar los cuadernos. Ayudar a batir, a aromatizar, a crear la espuma de azúcar y el azúcar de la callada alegría. Los regalos son para agradecer; al padre por los días y el trabajo, por la serenidad de la casa, por esa labrada conversa con mi madre. Batir hasta que la mezcla blanquee y espume, caldear el horno, esperar viendo el vapor en la ventana, porque mientras, la sopa. Y luego los aromas invadiendo la cocina, el dulce de leche y el coco rallado. Robar coronita de dulce para el dedo, sabor de entrecasa. Y elegir adornos de los cumpleaños anteriores, unas rositas de pasta, un caminante, un corazón.
Almuerzo con tíos y abuelo, y el hermano entre ellos. Hermano grande de ojos claros, de risa pronta para los chistes del tío. Hermano que acerca el pan y que cuida, con la mirada, al abuelo. La madre que dirige los movimientos de dar, de repartir, de raciones abundantes y conversadas.
El padre en la cabecera, besos tempranos, barba de un día, un toque de tabaco, espalda cansada y triste. Más temprano había llegado un telegrama de saludo y sus dedos largos lo abrieron y él sonrió para los lejanos que lo recordaban, en ese día que entretenía al sol en las uvas del parral.
Por fin, pausa para el postre. La torta esperaba en la altura excesiva del aparador, el de estantes y puertas de vidrio donde cantaba un gallito palillero y miraba caer la nieve la Virgen de la gruta. Donde se respaldaban las fotos de algunos que ya se habían ido. El de la puertita de madera con su penumbra de licores.
La mirada de la madre me autoriza a bajar la bandeja con la torta de cumpleaños. Entonces, el equilibrio, ese invento insondable, traiciona el ritual y la torta cae en un momento helado que triza la intención del regalo, la expectativa de toda una mañana y la certeza de ser una niña grande, capaz de cumplir sin error un pequeño pedido.
No se grabó en la memoria el seguro auxilio familiar, la reparación del desastre, la continuación de la sobremesa que, sin duda, sucedieron.
Solo atravesaron el tiempo los filos de oscuridad que irrumpen aún hoy, cada vez que algo que nos llevó esfuerzo y cuidado amoroso, se malogra. Cada vez que lo que debía llegar se pierde porque algo o alguien lo impide y se lleva lo dedicado, lo querido, y las esencias sutiles que envolvieron el deseo de compensar -con algo- a los que merecen tanto.
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María Cris Ramos
Hilos de la memoria
Leo esta sucesión de perlas, pues soy de esa generación, y pienso en el respaldo amoroso que nos dan las palabras en escenas vividas.Hay hilos de memorias que unen almas. Gracias por este viaje 💫
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