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sábado, 26 de junio de 2021

El cuento del burrito que no tenía un pelo de zonzo







                                                                                           


    Por Adrián Ferrero

 

     Este no es el cuento de nunca acabar. Menos mal. Eso sería terrible además de aburridísmo. Un plomo, es decir, algo muy pesado y gris, que es el color de la tristeza y de los días nublados. El color de los nubarrones. Tampoco, por suerte, es el cuento de la buena pipa, porque las nenas y los nenes no fuman ni deberían fumar, y tampoco los grandes delante de ellos, porque les echarían humo de cigarrillo en sus narices y ensuciarían sus pulmones, es decir, los órganos del cuerpo con los que respiramos y nos alimentamos con oxígeno, esa sustancia gaseosa tan vital que da vida y nos permite ir a la plaza, tirarle de las orejas a nuestro primo en su cumpleaños, o salir a jugar con nuestra perra Julieta. Correr a un conejo. O comer semillitas de girasol. O hacer señales de humo.

     Este es el cuento del burrito inteligente. Como ustedes saben, la gente habla y dice que tal persona o tal nena o nene o tal señor o señora son burros o burras. Eso significa que son tontos, estúpidos, que no tienen ideas, que no saben estudiar, que les falta inteligencia, que son malos haciendo las cuentas, que escriben con faltas de ortografía, que dibujan sin habilidad o directamente que no tienen habilidades, que son inútiles, buenos para nada, para hacer un oficio, un trabajo o los deberes para el colegio. Algunos incluso que no logran distinguir entre lo que es bueno de lo que es malo. Lo que, dicho en dos palabras, es una burrada.

     Les cuento, porque viene a cuento. En este cuento hay un burrito que se llama Equinoccio, tiene dos orejas largas como dos agapantos florecidos y le gusta mucho el pasto, en especial si está muy verde y húmedo por el rocío de la mañana, ese que brilla con el primer sol que se asoma, formando una alfombra de diamantes. Así como a ustedes les gustan la leche chocolatada, el dulce de leche o las medialunas, las tortas de chocolate, los merengues, a él, en cambio, le gusta el pasto. El pasto fresco, bien verde y bien húmedo de esa sangre de las plantas que se llama clorofila. Si es alfalfa mejor.

     Pero Equinoccio tenía una dueña, que se llamaba Violeta. Violeta es nombre de nena, es cierto. Pero también es nombre de color y de flor. Así que les puedo decir que Violeta es un flor de nombre, lleno de color y perfume, y, además de decirse y escribirse, se puede pintar, lo que no es poca cosa ni tampoco ninguna pavada.

     Violeta llevaba a pasear a Equinoccio por el campo, alrededor de su casa. Equinoccio comía y comía pasto hasta que ya no tenía ganas, como cuando ustedes comen panchos o papas fritas y les termina doliendo la panza. Después tomaba agua fresca de un río de aguas transparentes cuyo torrente pasaba cerca. El curso del río era poderoso,  no era un hilo de agua como un hilo de coser. No. Este era un río caudaloso. Se acercaba a la orilla, agachaba la cabeza, bajaba las orejas y bebía largos sorbos de agua. No de a sorbos, sino a tragos, como si tuviera muchas ganas, tantas que no podía esperar. Afortunadamente era un río y no un bebedero, que rápidamente se vacía.

     Un día, llegó a la casa de Violeta un nene. Violeta en su vida había visto muchos nenes y muchas nenas. Altos, bajos, rubios, morochos, pelirrojos, con pecas, con rulos, con pelo lacio, con colitas o con trenzas, vestidos con guardapolvo o con vestidos azules, buenos o malos. Algunos definitivamente malvados. Nenes con guantes, altísimos y hasta uno con capa de príncipe en un acto del colegio. Pero este nene tenía los ojos más alargados y ella lo miró como quien mira por primera vez la luna o la noche: maravillada. Como algo que se mira por primera vez y no es tan común pero también es algo hermoso, algo diferente, que merece ser cuidado, protegido, conocido bien en detalle porque es alguien precioso. En verdad todos los seres humanos deberían serlo. Muchos son efectivamente preciosos por sus principios, porque son honrados. Hay otros a los que les da lo mismo hacer cualquier cosa con el mundo o con sus semejantes. Violeta sabía esto. Por eso apreció de inmediato a este nene porque vio que tenía modales. Y que la trataba con respeto.

-¿Cómo te llamás?-le preguntó Violeta.

-Me llamo Chi-chón. ¿Y vos, cómo te llamás?

-Yo me llamo Violeta.

-Qué nombre. Nunca escuché un nombre así.

-Yo tampoco escuché a nadie que se llamara Chi-chón. ¿Vivís por acá o estás de viaje?

-Vengo de muy lejos. De China, que es un país enorme, el más grande del mundo (también por acá cerca Brasil es un país muy grande), tiene una muralla gigantesca, que fue construida para que unos malvados guerreros no invadieran nuestro territorio. Mi país tiene muchísimos habitantes que andan en bicicleta y que sacan a pasear sus pájaros en jaulitas portátiles.

-En mi país-dijo Violeta-las personas se llaman Alberto, Javier, Carlos, Elena, Julia, María. Pero no así como vos ¿no será un sobrenombre el tuyo?

-No. Mi papá y mi mamá me pusieron Chi-chón. Y vivimos en esa casita de dos pisos, que queda por allá.

-¿Y por qué tenés los ojos así, alargados? ¿rasgados? ¿alguien te los estiró?

-Yo te podría preguntar lo mismo. ¿Por qué vos los tenés redondos? Pero está bien, voy a responder a tu pregunta. Tengo los ojos alargados porque así como hay gente rubia o negra, morocha o pelirroja, alta y baja, joven o vieja, hay gente que tiene los ojos rasgados o los ojos redondos o verdes o celestes. Y eso significa que su familia viene de un país donde la mayoría de la gente tiene los ojos así. En este, tu país, la República Argentina, la mayoría tiene los ojos más redondos. Pero si vos estuvieras en China, no verías mucha gente con ojos como los tuyos. Como ves. Todo depende de los ojos con que se mire. Mis papás tuvieron que irse de su país y viajar en avión o en barco, a veces en tren para llegar hasta llegar acá. Y viven lejos de sus parientes y del lugar donde nacieron. Se mandan cartas que vienen y van, que van y que vienen, y a veces paquetes con regalos, pero extrañan a sus hermanos y tíos. Nacieron en el país del sol naciente. Un día me mandaron un dragón todo rojo y otro un farolito con muchos flecos dorados, y otro día, dos bolitas de metal que hacen clín-clín-clín, cuando uno las mueve, y eso sirve para tranquilizarte si estás nervioso, porque te ocupás de mirar sólo esas dos bolitas, de hacerlas girar y te olvidás de todo lo demás. Giran, se entrechocan, hacen leves sonidos, un golpeteo.

-Yo tengo a mis abuelos acá a la vuelta-dijo Violeta- Me llevan a la calesita y a tomar helado de frutilla y de limón. Y en verano a Mar del Plata. Una playa de la costa atlántica argentina.

-A mí también me llevan a la calesita.

-¿Y nunca anduviste en un burrito?

-No, nunca. Es decir, anduve en los de la calesita, pero esos son de madera, no de verdad. Me gustaría mucho montar en un burrito de veras.



-A mí me gustaría poder saber cómo se ve el mundo con ojos como los tuyos, más chatitos, alargados como los de un pianista que da conciertos por todo el mundo.

-Igual que como lo ves vos. Salvo que son un poquito más largos. Después de todo no somos tan distintos. Nos gustan las calesitas, los helados, andar en burrito, tirarnos por el tobogán. ¿Te gusta el arroz?

-Sí, muchísimo-dijo Violeta-Mi abuela me hace un arroz con pollo o arroz con manteca, que son mis platos favoritos. ¡Arroz con queso de rayar! Te voy a invitar un día a que vengas a casa a probarlo. Y también mi abuela, la otra, hace arroz con leche con canela y mucha azúcar. A veces le pone cáscara rallada de limón.

-Mmmmm, qué hambre me da. Tengo ganas de probar esa comida-dijo Chi-chón.

-¿Y si primero damos una vuelta en mi burrito Equinoccio?-lo invitó Violeta.

-Sí, dale.

    Violeta y Chi-chón se subieron al lomo del burrito en pelo, es decir, sin montura. Montaron y se lanzaron hacia lo desconocido. Cierto que era un poco arriesgado, pero a ellos les gustaban los peligros y el riesgo, los desafíos. Avanzaron despacio, con prudencia y tuvieron cuidado en las zonas peligrosas y resbaladizas. ¿Y a que no saben lo que pasó? Pasó algo que sólo puede pasar en las fábulas y en los cuentos mágicos. Equinoccio habló. Habló con palabras, no con rebuznos, como hablan siempre los burritos.

Y Equinoccio dijo:

-En mi vida rebuzné, rebuzné y rebuzné. Comí pasto del campo, por supuesto hice pis como hacemos todos y dormí muchísimas horas. Pero nunca llevé en mi lomo a una nena y a un nene tan lindos y tan distintos. Violeta tiene los colores del arco iris. Le gusta mirar el mar al atardecer, la luna cuando cae, oler las flores en el jardín y mirarse en el espejo cuando se peina los rulos. Le gustan los jazmines y las madreselvas. Y a Chi-chón, que es un nene muy lindo, con esos ojos largos, hermosos como una espada lista para proteger a los pichones de una paloma de los ataques de algún gavilán traicionero, le gusta comer arroz, taparse de noche con una manta amarilla y pensar en el vuelo de las grullas, que son unos pájaros blancos, altos y delgados, que viven en el agua y llevan mensajes de los magos. Así que estoy muy feliz y ahora mismo, si ustedes dos, que ya son amigos, me lo permiten, voy a hacer algo.

     El burrito Equinoccio sacó lápiz y papel, hizo cuentas, sumó, restó, multiplicó, dividió y por fin, después de haber mirado los números en el papel dijo:

-Nos sobra tiempo para dar una vuelta por el campo antes de que se haga de noche: ver las flores que acaban de estallar entre los árboles, oler la fragancia de las fresias, revolcarnos en la tierra y hasta para mojarnos los pies en el agua del arroyo. A mí en especial  me gusta jugar a tirarme pedazos de barro, aunque sea medio asqueroso. Violeta va a ir atrás, dándome algunas palmaditas para que no me duerma parado mientras camino, porque hoy me desperté muy temprano y puede llegar el sueño. Y Chi-chón, que me conoce menos y anduvo pocas veces en burro, se va a sentar sobre mi cogote, va a agarrarse de mi crin, es decir, los pelos de mi cuello y de mis orejas, y así marcharemos hasta que la luz empiece a apagarse y el sol se esconda.

-¡¡¡¡¡Daaaleeeee!!!!!! Dijeron a coro Chi-chón y Violeta.

     Y se pusieron en camino.

     Regresaron a las ocho de la noche, justo para bañarse cada uno en su bañera, lavarse las orejas con jabón, comer un arroz con pollo y dormir hasta el día siguiente.

     Equinoccio, que como vimos no era nada burro y que de burro tenía sólo el nombre, esa noche bailó en dos patas, aunque tenía cuatro. Tocó el violín y jugó a la ruleta. Se acordó de una frase con la que la gente se burlaba de otra gente, los nenes y nenas de otros nenes y nenas: “Orejas de burro le van a crecer”, decía el versito o la canción. Y pensó que era un verso estúpido, mucho más estúpido que los burros a los que pretendía insultar.

     Equinoccio antes de dormirse se alegró mucho de que una nena y un nene se hubieran hecho amigos, andando mundo, mientras se daban cuenta de que ni ellos ni la tierra en la que vivían o habían vivido eran tan distintos. Les gustaban a Violeta y Chi-chón en general las mismas cosas, salvo que habían nacido en familias y lugares muy diferentes. Ni mejores ni peores. Distintos. Ahora vivían en una misma ciudad y eso los volvía más ricos, no en dinero, sino en que habían aprendido mucho el uno de la otra y la otra del uno. Era como si tuvieran una montaña de monedas de oro. Como todos los colores del arco iris, como todos los colores de la paleta de un pintor enamorado de su trabajo que todos los días trabaja sin cesar Que  todos juntos forman ese medio círculo o esa forma tallada de madera llena de brillos y de esperanzas, de futuro y de vida.

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